Capítulo VI
EL CIELO COMO TESTIGO Y LA CIUDAD A SUS ESPALDAS
Mientras tomaba el café en pequeños sorbos hacía desesperados esfuerzos por no dormirse. Porque sabía que allí estaban ellas: Esperanza, Aurora, Amelia y Chelo. Ellas que le miraban, con un mirar que exigía anhelosamente. Y no quiso mirar. Y no quiso hablar. Lo que quería era dormirse. Dormirse o soñar que veía las hojas del calendario caer ininterrumpidamente.
—Están mal las cosas ¿verdad?
Alzó la cabeza y la miró. Y hubiera querido rechazar violentamente la pregunta. Pero vio sobre sus ojos el mirar de las demás. Y se acordó que él, Castro, tenía que ser inasequible a todo: al pánico y a la autosatisfacción, a la alegría y a la pena…
—Solamente difíciles, Esperanza.
—¿Te olvidas que estás hablando con el jefe de Información del Quinto Regimiento?
Sonrieron los dos.
—No… Yo nunca me olvido de nada.Pero, ahora estaba alegremente distraído en mirarte; en miraros a todas. Sin acordarme de la guerra, sin acordarme de que la guerra no tardará mucho en llamar violentamente a las puertas de nuestra ciudad.
Ella le miró.
—¿Tienes sueño?
—Mucho.
—Pues no nos respondas… Vete, vete a dormir, Enrique, y descansa, descansa mucho. Y no te preocupes por nosotras que, al fin y al cabo, no somos más que urna cuantas mujeres y unas cuantas muchachas demasiado curiosas…
—Gracias.
Y se levantó torpemente… Y quiso sonreír y no pudo… Y se dirigió un poco tambaleante hasta la pequeña alcoba que tenía un balcón por el que entraba el aliento de la noche. Y sacó la pistola. Y la puso debajo de la almohada. Y no pudo hacer más cosas. Se dejó caer, Y cuando su cuerpo llegó a la cama ya iba dormido.
* * *
—Castro, nuevas delegaciones de campesinos quieren verte.
Alzó los ojos y vio a Morayta.
—Recíbelas tú… Y trátalas bien… Si ellos, los campesinos, se negaran a luchar, la guerra terminaría mañana mismo… Trátales bien… ¡Dales cuanto te pidan!… Diles que sí a todo… ¿Comprendes, camarada Morayta?
—Comprendo, Castro.
Y Morayta se fue.
Hizo girar el sillón y se puso a mirar al Parque del Retiro que tenía enfrente. El invierno comenzaba a atenazar a Madrid. Los árboles descarnados le parecieron los esqueletos de ayer, de un ayer de verdor y sol con pena. Y luego vio a las gentes caminar de prisa, como autómatas, como extraños seres que fueron dialogando con su propia conciencia, con su valor o su miedo…
«Y yo aquí».
«Como un espectador… Como un hombre que no sirviera para nada… Como si fuera, «algo» que no hubiera sido preparado para esto… Como si no fuera un técnico de la «fórmula»; como si yo fuera algo que tuviera miedo de matar, cuando sólo quiero matar, matar y matar… ¡Porque la guerra la gana quien más y más pronto mata!».
Sonó el teléfono.
—Aquí Castro.
—……
—Dime, Falcón.
—El frente de Getafe se ha venido abajo… El Buró Político te ordena que salgas inmediatamente para el frente… ¡Hay que superar el pánico de los milicianos! ¡Hay que detenerlos!…
—Salgo ahora mismo.
Se quitó la corbata. Tiró la chaqueta sobre el sillón y se arremangó la camisa. Luego revisó la pistola. Y después se metió dos cargadores más en el bolsillo del pantalón…
Tocó el timbre.
—Llamen a Mariano… Salgo en dos minutos…
El ordenanza se retiró. Encendió un cigarro. Luego miró el reloj. Volvió a mirarle; habían pasado los dos minutos. Y abrió la puerta. Y comenzó a bajar las escaleras despacio, con un ritmo medido, matemático, Los empleados le miraron extrañados; los guardias de asalto le saludaron más serios que nunca. Y abandonó el edificio. El coche negro a unos metros y con el motor en marcha; y hablando con Mariano, César Falcón, como un personaje extraño de un mundo lejano y desconocido.
—Hola, Castro.
—Hola, Falcón.
Falcón abrió la portezuela del coche.
Castro le hizo una seña de que entrara.
—No, tú primero, Castro.
Castro se sentó al lado de Mariano. Falcón cerró la portezuela y se quedó de pie en la acera, sonriente y cínico.
—Suerte, Castro.
«A la mierda».
Y a Mariano:
«Lo más rápido que puedas… Pronto, Mariano!…»
Y cerró los ojos porque no quería ver a Madrid encogido y triste. Sólo cuando notó que habían llegado a la carretera los abrió y comenzó a mirar, con ese mirar que veía y adivinaba. Y kilómetros de carretera y árboles impasibles al drama de un pueblo. Y campesinos encogidos en los quicios de las puertas que miraban el pasar de hombres y coches…
—Y la silueta del Cerro de los Ángeles.
Y Getafe.
Y columnas de hombres destrozados que caminaban lentamente, con sueño, con rabia y con pena.
—Corre, corre más, Mariano.
Y después de unos minutos el estallido cercano de los obuses. Y ruinas humanas caminando y maldiciendo. Y ojos desorbitados…
—Para.
Y descendió del coche sin prisa. Y miró hondamente a aquellos hombres. Y buscó con angustia caras conocidas y a los oficiales de aquella masa de hombres con una rabia infinita en sus almas… Y se detuvo. Y siguió mirando. Y aquellos hombres, como si algo les empujara hacia él se fueron acercando, deteniéndose, alzando la cabeza y mirando…
—¿Cansados?
Nadie contestó.
Algunos oficiales se acarearon y le saludaron.
«A tus órdenes, comandante».
No contestó. Les miró a los ojos. Con rabia y con pena. Con ansias de insultarlos y abrazarlos…
—Sentaros, camaradas, sentaros… El enemigo no está cerca, aunque no esté lejos. Sentaros y cerrar los ojos. Y respirar profundo. Y pensar que sólo nos quedan unos kilómetros para retroceder… Pensar que después de esos kilómetros están vuestras casas, vuestras mujeres, vuestros hijos… Y cuando hayáis pensado en cuanto os digo hacer lo que queráis: ¡iros o quedaron!…
Y se separó de ellos en espera de una reacción.
Y se dedicó a mirar.
Y allí Dolores, pasando su brazo por el hombro de un miliciano que caminaba arrastrando los pies, mientras un fotógrafo imprimía varias fotos que después publicaría «Mundo Obrero»; un poco más lejos José Díaz con ojos de persa y de asombro. Y Pedro Checa, con su gesto de siempre, con su mirar tranquilo y su traje arrugado; y la pequeña corte que se movía desacostumbrada y asustada.
«¡Castro!».
—Dime, Pepe.
—¿Qué está ocurriendo aquí?… Dicen que Líster se ha retirado a Morata… Que el frente está abierto para el enemigo… ¿Quieres decirme qué pasa, Castro?…
Castro no contestó.
Y llegaron Dolores Ibárruri y Checa.
Ella soberbia e imponente. El otro tranquilo.
—¿Qué puede hacerse, Castro?
—Lo de siempre, Checa… Pero, iros pronta de aquí… Ahora no hay que tener pena ni lástima de los hombres y por los hombres. Hay que imponerse a su miedo… Y no sé todavía, camarada Checa, si habrá que matar a alguno de estos hombres maravillosos… Si les habláis como a héroes, seguirán retrocediendo… ¡Hay que hablarles como a soldados!… ¡Hay que ordenar!… ¡Mandar!… ¡Mandar!…
Y dio media vuelta.
Y se encontró con Carlos Contreras.
—Ayúdame, Carlos.
Y se dirigieron hacia los grupos de hombres que descansaban en las cunetas de la carretera.
«Oficiales del Quinto Regimiento… ¡Aquí!».
«Hombres del Quinto Regimiento… ¡En pie!… Pronto!… ¡En pie!».
Y esperó unos segundos con un mirar anhelante y la mano en la culata de la pistola. Y vio acercarse a los oficiales; y ponerse en pie a los milicianos. Y sintió más cerca que nunca el estallido de las bombas. Y vio cómo la caravana de coches con los jefes se perdían en el camino que llevaba a Madrid…
Miró a Carlos Contreras.
—¡Háblales, Carlos!
Y el comisario Carlos habló:
«¿Dónde están los hombres del Quinto?… ¿Dónde?… Me parecéis hombres extraños, hombres que no fueron del Quinto, hombres que no hubieron tenido por maestros a los comandantes Oliveira y Ortega, hombres que no tuvieran por comandantes a los comandantes Castro y Líster… ¡Así no podemos continuar!… ¡Madrid está cerca, muy cerca, camaradas!… ¿La vais a entregar?… ¿Os habéis olvidado que enfrente tenéis al Tercio y a los moros que buscan carne fresca, la carne de vuestras mujeres y de vuestras hijas?»
Y silencio.
«El comandante Castro va a hablaros».
«Escuchadme, camaradas oficiales y milicianos, escuchadme, que bien sabéis que yo jamás engaño… Nuestras reservas están terminando su periodo de instrucción y dentro de unos días saldrán de sus bases para estos frentes… ¡Dentro de unos días!… Convoyes interminables de armas y municiones se acercan hacia Madrid… Vuestras mujeres e hijos duermen sin miedo pensando en que vosotros detendréis al enemigo…»
«¿Me entendéis?»
«Siiiiií».
«Hay que resistir unos cuantos días más… Resistir… Fijaos bien que no os digo que no se pueda retroceder, pero retroceder lo menos que podáis, metro a metro, dándonos tiempo a que hombres frescos y bien armados lleguen».
«¿Puedo tener confianza en vosotros?»
«¿Puedo tener confianza en vosotros, camaradas?»
«Siiiiií…»
«Camaradas oficiales… ¡Escuchad!… Con los hombres que os queden reorganizar vuestras compañías… No importa que éstas sean de cuarenta o cincuenta hombres… En estos momentos, camaradas, no es el número lo que decide, sino el valor, el heroísmo».
Y una pausa.
«Camaradas oficiales: quien no obedezca es un traidor y ante sus antiguos compañeros hay que exterminarle para ejemplo… ¡No importa que sea un miliciano! ¡No importa que sea un oficial!… ¡El problema, camaradas, es que cada metro que el enemigo avance le cueste caro, caro en sangre, caro en tiempo».
«Ya, camaradas».
«Pronto, camarada…
«¡Viva el Quinto Regimiento!».
«¡Vivaaaa…»
Y el eco se fundió con el estruendo de las bombas que estallaban cerca de aquellos hombres que parecían sombras.
* * *
—¿Y ahora, Castro?
—A Morata, comisario… Líster tiene que volver… O no volverá nunca… Nuestro flanco izquierdo está abierto, totalmente abierto… Hay que cerrar la brecha… Y la tiene que cerrar Líster, que es quien la ha creado… O habrá que decir a los hombres del Quinto Regimiento que su comandante-jefe, el camarada Líster, ha muerto heroicamente…
—Vamos.
Y kilómetros de carretera.
Y luego Morata.
Y la Plaza de Morata. Y hombres tumbados en las aceras. Y hombres que habían dejado de ser soldados. Y oficiales que vagabundeaban por las calles del pueblo. Y frente a un ancho portalón, una guardia.
—¡Ahí, Carlos!
—Sí.
Y se dirigieron hacia la casa que cuidaban hombres con gesto sombrío y afanes de matar.
—No se puede pasar, camaradas.
—¿Me conocéis?
—Sí.
—¿Y a mí?
—También.
—Pues quitaros de en medio, hijos de puta… ¡Pronto!…
—Camaradas, es que…
—A un lado, cabrones… ¡Soy Castro!… ¡Y éste, Carlos!… Vuestro jefe y vuestro comisario… ¡A un lado!… A un lado o…
Y se apartaron. Y subieron una empinada y ancha escalera de madera que crujió bajo su peso, Y se detuvieron en el descansillo. Y hasta ellos llegó el eco de risas y blasfemias.
—¡Ahí es!
Empuñaron las pistolas y avanzaron… Delante de una puerta dos de los escoltas de Líster guardaban la entrada. Se pusieron de pie. Y en sus ojos una duda, un no saber qué hacer. Y ellos avanzando… Y a un metro de la puerta, mientras los escoltas dudaban en si disparar o no. Castro se lanzó contra la puerta. Y una patada en la que puso su rabia y su alma. Y la puerta se abrió. Y entraron, Y un camastro. Y olor a vino. Y dos mujeres medio desnudas. Y Líster borracho y hundido entre carne podrida.
«Líster».
Alzó la cabeza sobre cuya frente colgaban unos mechones de pelo. Y con los ojos turbios y un hablar tartamudeante e incontrolado, Líster se incorporó un poco. Y una sonrisa imbécil.
«¿Vosotros?»
Y se miraron.
Castro se lanzó contra aquellas prostitutas que reían. Y a empujones las fue llevando hasta la puerta entre gritos e insultos. Y los tres solos.
—Líster. ¡Levántate!… Mete la cabeza en la jofaina…
—¿Por qué?
—Te lo mandamos, Líster… O lo haces o… ¡Entiéndelo bien! O te ma…ta…re…mos, aunque tengamos que decir que caíste frente al enemigo, heroicamente, como caen siempre los jefes y los hombres del Quinto Regimiento.
Y se levantó.
Y después de mojarse la cabeza y medio peinarse se sentó sobre el borde de la cama y se les quedó mirando con la boca abierta y los ojos entornados…
—Ahora saldrás al balcón con nosotros… Te mantendrás derecho y callado… Y hablaré yo… ¡Solamente yo!… A no ser que nuestro comisario quiera decir unas palabras…
—De… acuer… do.
Y salieron los tres al balcón… Y Castro habló.
«Camaradas comandantes, camaradas oficiales, camaradas milicianos… En nombre de la Comandancia del Quinto Regimiento, en nombre del camarada Líster, vuestro comandante-jefe, se ordena: Primero: Se da a cada jefe de batallón una hora para que reorganice sus unidades y las ponga sobre camiones. Segundo: Queda autorizado cada jefe de batallón para obrar como crea conveniente, sin limitación alguna, contra cualquier acto de desobediencia que se produzca. Tercero: Aquellos que al terminar el plazo que se les ha dado para reorganizar sus unidades no lo hayan hecho, serán destituidos, degradados y castigados a marchar en primera línea, condenados a ser muertos por ellos o por nosotros… ¿Entendido, camaradas?»
Silencio.
Y sin romper el silencio aquella muchedumbre comenzó a moverse. Y en el balcón los tres, Y el día haciéndose noche.
«¿Ya?»
«¡Ya!».
«En marcha, camaradas».
Y los camiones comenzaron a avanzar… Y varias horas después la brecha quedaba tapada… Y los milicianos miraban a Líster como un héroe al que le gustaban el vino y las putas.
—¿A Madrid, Carlos?
—Sí.
Y Madrid, envuelta en la noche y el silencio.
—¿A dónde vas, Castro?
—Soy el Director de Reforma Agraria, camarada Carlos.
Se miraron.
—Salud, Castro.
—Salud, Carlos.
Y se estrecharon las manos sin fuerza.
* * *
Apretó el auricular contra su oído.
—¿Castro?
—Sí.
—Habla Pepe… Te espero.
La guardia le vio cruzar el dintel de la puerta del edificio del Comité Central, que antes ocupara Gil Robles y su Estado Mayor. Cuando cruzó por delante de Santi éste le saludó.
—¿Muchos, Santi?
—Estoy todavía lejos de lo suficiente… ¡Pero llegaré. Castro!
Y le enseñó unos dientes largos y amarillos que hacían horrible la sonrisa de aquel hombre que sin fatiga mataba cada día.
Y corneará a subir los escalones.
—Pepe me espera, camarada.
Y se abrió la puerta que había a la izquierda. Y una voz que parecía salir de muy hondo se dejó oír.
—Pasa. Pasa, Castro.
Y entró. Y vio al jefe pálido y sombrío, con una mirada triste y enferma.
—¿Cómo estás, camarada Pepe?
—Mal.
Se sentaron frente a frente. Y el silencio se fue haciendo largo. Hasta que el jefe habló:
—La situación se agrava… A pesar del esfuerzo de nuestros camaradas Uribe y Hernández, Caballero no comprende nada, nada… Y el enemigo cada vez más cerca de Madrid…
—Sí… —respondió él.
—Se hace necesario que te incorpores al Quinto Regimiento… ¡Carta blanca, Castro!…
—Sí…
—Sé justo, pero implacable.
—Sí…
El jefe se levantó y le tendió la mano. Y él tendió la suya. Y cuando las dos manos se juntaron, Castro notó que la otra quemaba, bañada en sudor.
—Suerte, Castro.
—Gracias… Gracias, camarada Pepe.
Y cuando llegó al zaguán ni miró ni sonrió a nadie. Saludó militarmente a todos y secamente dejó escapar una palabra.
—Salud.
—Salud, camarada.
* * *
La comandancia del Quinto Regimiento, en la calle de Lista, parecía un gigante encogido, enanizado.
Entró en ella despacio. Y subió aquellos cuantos escalones sin prisa, mirando maderas y piedras, cristales y muebles, luz y sombras. Después avanzó rápido hacia su antiguo despacho. Abrió la puerta y entró. Nadie. Nadie en su camino. Ni hombres ni ruidos. Miró su vieja mesa. Sobre ella polvo. Y la situación de los frentes como aquel día en que salió llorando por dentro. Se sentó y esperó unos minutos.
Nada.
Y se cansó de esperar. Y se levantó. Y desde el marco de la puerta, con aquella voz que obedecía ciegamente a un cerebro milimetrado, giró:
«¡Capitán Carlos!».
Sintió ruido. Y retrocedió. Y se dejó caer en su viejo sillón, Y esperó. Hasta que la cabeza del capitán Carlos se asomó llena de sorpresa.
—Comandante…
—Siéntate.
El otro ahogó la sonrisa. Después se sentó.
—Que me traigan café… y tabaco… Y comienza desde este mismo momento a llamar a todos los comandantes del Quinto Regimiento. Salúdales. Después me pasas el teléfono.
Cuatro horas.
—Aquí Castro, camarada.
—……
—Sí, camarada. Confiar en mí como yo confío en vosotros.
Y estas palabras muchas veces en ese lento caminar del tiempo, en esas noches en que los hombres y la tragedia forman una pareja invisiblemente encadenada.
—Llama a la I.T.A., capitán.
—¿Tomás?
—……
—No tardes más de quince minutos en llegar… Tengo poco tiempo y mucha prisa.
* * *
«¿Qué hacer?»
No había mucho tiempo para pensar. Los días seguían teniendo veinticuatro horas, pero eran pocas horas para cuanto había que hacer. Mientras tanto el enemigo avanzaba un promedio de 1.700 metros diarios mientras buscaba con su mirar al horizonte la silueta de la ciudad-objetivo. Las noches eran de una gran actividad en la Comandancia. Allí acudían «El Campesino», y Galán, Márquez y Oliveira, Heredia y Medrano, Barceló y el otro Galán, Modesto y Líster… Y muchos más… Y entraban violentos y sucios…
«¡Armas!».
«¡Armas!».
—Castro escuchaba en silencio, acompañado casi siempre por su comisario Carlos Contreras o Vittorio Vidali.
«¡Armas!».
Y alzaba los ojos y los miraba simulando una serenidad que no tenía. Después miraba a su comisario.
«Carlos, explícales lo importante que es la paciencia en la guerra, el saber esperar, el conservar los nervios, la fe… ¡Explícaselo, por favor!…» Y el comisario de un lado a otro hablando y hablando, mientras que Castro ultimaba los detalles de las tareas inmediatas del Quinto Regimiento.
Y comenzó la movilización.
Así:
—Intensificando la propaganda entre la población civil.
—Desarrollando la vigilancia y la lucha contra los fascistas que esperaban su hora.
—Acelerando al máximo el proceso de militarización de las columnas de Milicias.
—Creando cuatro batallones de choque.
—Organizando para un momento dado el traslado a Madrid de las mejores unidades del Quinto Regimiento.
—Organizando la defensa interior de la ciudad: minando las entradas naturales, el subsuelo en la zona oeste de la capital; fijando las calles y casas desde donde se habían de defender las entradas para convertir la penetración enemiga en una verdadera cacería.
Así:
—Investigando en cada casa si hay fascistas o elementos sospechosos.
—Vigilando los cafés, bibliotecas, restaurantes, cines, tabernas y cuantos lugares públicos pudieran ser utilizados por los fascistas para reunirse o concentrarse.
—Emprendiendo una lucha sin piedad contra los descontentos, contra los pesimistas, los sembradores de bulos, los que desprestigian al mando militar, los que desarrollan el pánico, en una palabra contra todos aquellos que pretenden disminuir el entusiasmo, la firmeza y capacidad combativa de las milicias y el pueblo.
—Aconsejando que nadie hable más de lo necesario y vigilando a los curiosos.
—Organizando grandes mítines en las fábricas, en las barriadas, en las calles y dando a la gente nociones, aunque elementales, de la lucha de calles; nombrando delegaciones para visitar los frentes y establecer con los milicianos vínculos de solidaridad combativa.
—Creando batallones de obreros, instruyéndolos rápidamente en el manejo del fusil, de la ametralladora, de las bombas de mano.
—Seleccionando a los mejores elementos de estos batallones para crear grupos de choque con la máxima iniciativa, preparados para los golpes de mano, principalmente en la noche.
—Creando batallones de fortificaciones.
—Prestando atención a los puntos que pueden ser transformados rápidamente en puntos de resistencia.
«¡Tened serenidad!… Esto es lo que os pide, pueblo de Madrid, la Comandancia del Quinto Regimiento».
—¿Nos falta algo, camarada comisario?
—No.
—Yo creo que sí, comisario: nos falta vencer… ¡Vencer!…
—Sí.
Y casi bostezaron a un tiempo. Mas aún no había llegado la hora de dormir. Faltaba la información del día. Saber la situación del último minuto de la jornada. Después dormir o no dormir.
* * *
Hernández, el poeta-hombre, gritó a los hombres y a los cielos:
«La muerte junto al fusil,
antes que se nos destierre,
antes que se nos escupa,
antes que se nos afrente
y antes que entre las cenizas
que de nuestro pueblo queden,
arrastrados sin remedio
gritemos amargamente:
¡ay, España de mi vida.
ay, España de mi muerte!».
—Sólo los hombres-hombres le escucharon.
* * *
El 22 de octubre se hunde la «primera zona fortificada».
El enemigo decide pasar el día 29 al ataque general en todo el frente del Tajo. Por el flanco derecho la división Varela debía atacar en tres columnas: su columna derecha, con 3.000 hombres al mando del coronel Monasterio, atacaría en la dirección Seseña-Valdemoro; la columna del centro, integrada por 4.500 hombres lo haría a lo largo de la carretera de Parla; la columna de la izquierda, mandada por el coronel Tella, con unos 3.000 hombres, avanzaría desde Griñón sobre Humanes. A la izquierda de la división Varela y en la dirección Navalcarnero-Brunete atacaría la división Yagüe, con tres columnas, dos en primer escalón y una en segundo.
El cerebro militar de Largo Caballero, el general Asensio, a la vista de los acontecimientos hace sus conclusiones:
«…que no podía responder de la defensa de Madrid»… «… que la continuación de la lucha carecía de sentido».
Largo Caballero no decía nada.
Los contraataques de los republicanos realizados por fuerzas del teniente coronel Burillo, del comandante Líster, del comandante Modesto y de los coroneles Mena y Bueno no consiguieron más que detener dos días el avance de las fuerzas de Varela y Yagüe hacia Madrid.
* * *
Castro, en la Comandancia del Quinto Regimiento, a veces se detiene en su agotadora tarea de organizar, de escuchar y hablar durante horas y horas, en medio de voces y blasfemias de los «héroes» que, como nuevos dioses, han perdido el equilibrio, envenenados por su soberbia, Aunque son unos dioses extraños, pequeñitos, héroes de la retirada interminable que comienza en 1936 y terminó en 1939, a pesar de que tuvieron en sus manos millares de hombres, hombres para los que su vivir era un caminar con la muerte a su lado; a pesar de que tuvieran montañas de heroísmo; a pesar de todos los pesares. Era en la madrugada, cuando todo era silencio quebrado tan sólo por los pasos de los centinelas que caminan de aquí para allá golpeando con sus botas la acera pulida de la aristocrática y señorial calle de Lista, cuando se quitaba la máscara, estiraba los músculos, saboreaba su café. Y fumaba y fumaba sin dejar de mirar un solo momento a los mapas o a los partes que Esperanza le enviaba cada noche.
¿Qué le hacía superar el cansancio y sonreír una y otra vez?
Sí.
¿Qué era?
Jamás se hubiera atrevido a decir en voz alta el motivo de su casi constante sonreír. A pesar de que sabía que no era un pecado y mucho menos un crimen. Castro era, y esa era la causa de sus sonrisas, un hombre-táctica, un hombre-estrategia que todo lo veía a través de estos dos grandes principios, de estas dos grandes y maravillosas formas de moverse cada día sin temor a perder el rumbo, sin temor a hundirse en la impotencia…
«Posiblemente sea mejor así… Posiblemente sea mejor que Franco y sus fuerzas lleguen hasta la «tercera zona fortificada», hasta las mismas puertas de Madrid. Quizá ello nos ayude a triturar a nuestros aliados, a conquistar más rápidamente la hegemonía política y militar. Posiblemente esto nos ayude a vencer definitivamente mañana. Sí, estoy de acuerdo que es una jugada llena de peligros, una jugada que podría resultar mortal si el Partido no tuviera siempre la posibilidad de fijarla e imponerla unos límites. Pero garantizado esto ¿acaso todo no se presenta fácil, acaso Franco no nos ayuda a ganar la partida en este lado de España, acaso Franco creando el miedo en «nuestros» aliados no nos ayuda a aniquilarlos políticamente?»
«¿Se alegrará el Partido que ocurra así?»
«¿O se aprovechará simplemente de estos desgraciados acontecimientos militares?»
No lo sabía.
Ni le importaba mucho saberlo.
Para él lo importante era que Franco no conquistara Madrid; que en Madrid, como consecuencia del pánico, se produjeran nuevas circunstancias favorables para el logro de los grandes objetivos del Partido. No conseguía olvidar en estos raros coloquios a los muertos tendidos en los campos y caminos de una parte de España, ni ese terrible Gólgota de millares y millares de hombres que agonizaban en su caminar por caminos por los que marchaban ellos y la muerte. Pero sabía que se trataba de gentes que habían nacido para morir, que lo mejor que podían hacer era morir así: luchando, odiando.
«Hay que enterrarlos con todos los honores»
«Y llorarlos por fuera».
«Y punto».
Después de estas confesiones íntimas, Castro recogía sus papeles, los guardaba cuidadosamente, apagaba la luz y avisaba al sargento de guardia que su jornada había terminado. Y hundido en el coche que caminaba casi sin luz por las calles que en su silencio y soledad parecían figuras extrañas, se dirigía a su casa.
Esperanza le aguardaba despierta.
Y colocaba silenciosamente sobre la mesa un vaso de café con leche, Y esperaba tan sólo a que él terminara y se fuera a acostar. Aquel día no hubo el silencio de otros días.
—¿Podremos resistir?
—Tendremos que resistir.
—¿Resistirá la gente?
—Tendrá que resistir.
Y se fueron en silencio a la alcoba. Y esperaron en silencio que llegara el sueño.
* * *
31 de octubre de 1936.
La tregua se ha vuelto a romper. El enemigo ocupa Brunete, Humanes, Parla, Pinto y Valdemoro, empujando a las milicias republicanas hacia la «segunda zona fortificada». Mientras tanto el miedo iba penetrando en las altas esferas políticas y militares de la II República, en la cima de los partidos y organizaciones. El gobierno de Largo Caballero sentía en su cuello la soga que apretaban los comunistas y la C.N.T., que se había convertido entre otras cosas en el acusador de la impotencia del en otros días llamado el «Lenin español». Para Castro, hundido allí, en la comandancia del Quinto Regimiento, con sus rápidas salidas a los frentes, la situación era una situación lógica: sin dirección política ni militar, los resultados tenían que ser los que eran. Ligado a los círculos militares que rodeaban a Largo Caballero, sabía que se empezaba a pensar en un «repliegue estratégico». Pero, no hacía caso. Él sabía bien lo que había que hacer. Lo que pretendieran los hombres que se encontraban en el Ministerio de la Guerra. «El Capitolio de la estupidez y la impotencia», no le importaba mucho. A veces hasta se alegraba de que las cosas se produjeran como se estaban produciendo. ¿Acaso no era de una situación de caos de donde debía salir y saldría la «oportunidad» que el Partido esperaba para apoderarse de la situación? ¿Acaso no era esto lo que querían, lo que esperaban? ¿Acaso no era la batalla de Madrid, que el Partido debería ganar, la que acabaría políticamente con el Partido Socialista Obrero Español, con la Unión General de Trabajadores y con su jefe Largo Caballero?
El Quinto Regimiento esperaba el gran momento. Todos sus recursos humanos estaban movilizados y en tensión. Cada cual esperaba la orden que tenía que llegar. Cada cual sabiendo que la gran batalla crecía y crecía… Cada cual sabiendo que, al precio que fuere, la batalla había que ganarla… ¡La necesitaba el Partido! ¡Era decisivo para el Partido y para esa revolución que tendría que nacer inmediatamente después de la victoria militar!
El día 3 se reanuda el ataque de las fuerzas de Franco. Sus objetivos son en sí la continuación de los anteriores, porque aquéllos y éstos eran partes de una misma batalla, de un mismo fin: tomar Madrid y provocar un colapso, militar y económico, que acabara sin mayores esfuerzos con la república. Las fuerzas principales de Yagüe tenían como misión la ocupación de Móstoles; las fuerzas principales de Varela debían atacar hacia el norte de Leganés y Getafe. Y la columna Monasterio, desde Pinto y Valdemoro, debía atacar La Marañosa para asegurar el flanco de Varela. Por su parte el mando republicano sabiendo que el enemigo reanudaría sus ataques, preparó un contragolpe con 10.000 hombres, 30 tanques, 30 cañones, 10 carros blindados y un tren blindado. Objetivo: atacar Pinto-Valdemoro-Torrejón y la zona de Fuenlabrada para detener al enemigo y atraer sus reservas principales.
Se perdió Fuenlabrada.
Se perdió Móstoles…
Y el día 4 se perdió Getafe.
Y con ello se perdió la «segunda zona fortificada».
El día 5 dimite el gobierno de Largo Caballero y él mismo forma el nuevo gobierno:
Estado | Largo Caballero | del Partido Socialista | |
Presidencia y Guerra | Álvarez del Vayo | del Partido Socialista | |
Hacienda | Juan Negrín | del Partido Socialista | |
Marina | Indalecio Prieto | del Partido Socialista | |
Instrucción Pública | Jesús Hernández | del Partido Comunista | |
Agricultura | Vicente Uribe | del Partido Comunista | |
Justicia | García Oliver | de la CNT | |
Sanidad | Federica Montseny | de la CNT | |
Industria | Juan Peiró | de la CNT | |
Comercio | Juan López | de la CNT | |
Gobernación | Ángel Galarza | del Partido Socialista | |
Trabajo | Anastasio de Gracia | del Partido Socialista | |
Obras Públicas | Julio Just | de Izquierda Republicana | |
Propaganda | Carlos Esplá | de Izquierda Republicana | |
Comunicaciones | Giner de los Ríos | de Unión Republicana | |
Sin cartera | José Giral | de Izquieda Republicana | |
Manuel Irujo | Nacionalistas vascos | ||
Jaime Aiguadé | de la Esquerra Catalana |
Cuando la noticia de la formación del nuevo gobierno llegó a la Comandancia del Quinto Regimiento no se esperó más. Y comenzaron a salir las órdenes tanto tiempo preparadas. Y comenzaron a llegar las unidades más combativas que el Quinto Regimiento tenía en todos los frentes. Y la I. T. A. (el grupo especial de la lucha contra los fascistas) con más de cien grupos especiales comenzó su tarea en la noche y con el menor ruido posible. Y se colocaron unidades especiales en las salidas de Madrid. Y se reforzaron todas las posiciones. Castro sabía bien que la entrada de los cuatro ministros de la C N. T., en el gobierno era un intento desesperado de Largo Caballero para dar la batalla a los comunistas, para recobrar su autoridad; para salvarse él, salvar al Partido Socialista y a la Unión General de Trabajadores que lenta, pero ininterrumpidamente estaba pasando a manos de los comunistas.
Pero, ya era tarde.
Las fuerzas fundamentales que debían defender Madrid estaban en las manos del Partido Comunista, a través del Quinto Regimiento. Y en la retaguardia profunda, dos Brigadas Internacionales terminaban su instrucción y se acercaban a Madrid con un gran armamento y los mejores cuadros militares de la Internacional Comunista.
Era tarde.
Tarde para Franco.
Tarde para Largo Caballero.
Y cuando Castro llegó a estas conclusiones se sonrió como no lo había hecho en mucho tiempo.
Y cuando acudía a los teléfonos y escuchaba las demandas angustiosas de los jefes de las unidades del Quinto Regimiento se limitaba a decir sin violencia, con un tono casi paternal, pero, terriblemente firme:
«Hay que combatir con lo que se tiene, sólo con lo que se tiene. Y resistir cuarenta y ocho horas, sólo cuarenta y ocho horas. Después de estas cuarenta y ocho horas Madrid se habrá salvado».
«Castro… ¡Almas!».
«¡Cuarenta y ocho horas!».
«¡Cuarenta y ocho horas!».
«¡Cuarenta y ocho horas!».
Y volviéndose hacia su comisario que escuchaba todas las conversaciones a Castro con los jefes de las unidades añadió:
—Sabes tú, comisario, cuáles serán esas cuarenta y ocho horas?… ¿Cuándo comenzaron a correr y cuándo terminarán?
—No.
—Ni yo, Carlos, ni yo tampoco.
Desde un rincón, Ramón J. Sender los miraba silencioso y pálido. Y Carlitos, el «capitán Carlitos», que estaba junto a ellos, se rascaba furiosamente su enmarañado pelo y hacía gestos extraños, como de un hombre que no entendiera nada o se hubiera vuelto loco.
Mas Castro estaba contento.
Como no lo había estado nunca.
Era la hora en la vida y en la historia del Partido en que había que hacer fracasar a Franco y derrotar para siempre a Largo Caballero. La gran hora.
* * *
—¡Castro!
—¡Castro!
Abrió los ojos y tardó unos segundos en poder darse cuenta de dónde estaba. Le dolía el cuerpo y los ojos querían volver a cerrársele. Luego vio el mapa que estaba frente a su mesa de despacho, después al capitán Carlitos…
—Tengo sueño, capitán, mucho sueño… ¿No podrías dejarme dormir un poco más?
—Castro… ¡La «tercera zona fortificada» ha caído en poder del enemigo que ha ocupado Carabanchel Alto, Villaverde y el Cerro de los Ángeles!… ¿Qué hacemos, comandante Castro?
Pensó unos segundos.
—Primero: no tener miedo; segundo, llamar al comisario que se presente inmediatamente aquí; tercero: trae esos tres camiones blindados que han llegado de Valencia y colócalos ante la comandancia; cuatro: ponme inmediatamente en comunicación con nuestros comandantes; quinto: ordena a la banda del Quinto Regimiento que se desplace al frente y que toque, y toque, el Himno del Quinto Regimiento… ¡Ah!, y se me olvidaba una cosa muy importante: pide que me traigan café negro, mucho café negro… porque… me estoy durmiendo de pie, capitán Carlitos.
Y salió el capitán.
Y trajo café.
Y lo bebió frenético a pesar de que le quemaba la garganta. Y después corrió hasta el primer piso. Y metió su cabeza debajo del grifo de agua fría. Luego se fue ante el espejo… Y…
«¡Ya no tienes sueño, Castro, ya no tienes sueño…! Dormir ahora es una traición, una traición, no lo olvides!».
Y dejó de tener sueño.
Y bajó al despacho, volvió a tomar café y esperó.
Esperó aunque tenía ganas de abandonar la comandancia y marchar hacia la Casa de Campo, hasta el Puente de Toledo, hasta el Puente de los Franceses. Pero, sabía que no lo haría. Sabía que tenía que estar allí, junto a los teléfonos, ahogando su propia impaciencia para contestar a todos los que llamaran: «Cuarenta y ocho horas, camaradas, cuarenta y ocho horas… Y no me preguntéis más hasta que esas cuarenta y ocho horas hayan pasado… ¿De acuerdo?…» Ahogando su propia impaciencia, clavándose en aquel sillón que ya empezaba a odiar para repetir eso diez, cien, mil veces…
Se abrió la puerta.
—Salud, Castro.
—Hola, Carlos.
—¿Grave la situación?
—Grave.
—¿No crees que deberíamos salir hacia el frente?
—No, camarada Carlos. No olvides que podríamos estar en un sector, pero no en todos los sectores a la vez… ¿Y te das cuenta qué pensarían nuestros comandantes si, cuando nos llamen no estamos aquí, para ordenarlos, para darles confianza, para que sepan que estamos en la comandancia…? ¡Aquí!… ¿Te das cuenta, comisario?
—Sí.
—¿Estás de acuerdo conmigo?
—Sí.
—Tengamos paciencia, Carlos—Si a la noche podemos, visitaremos los frentes para que nos vean los combatientes, para animarlos, para recordarles que el Quinto Regimiento no puede retroceder…
—De acuerdo.
Y comenzaron a pasar las horas…
Y el sonar del teléfono:
—¿Qué?
—Comandante Castro, José Galán ha sido herido.
—Que le retiren del frente y que el mejor comandante tome el mando de las fuerzas.
—Comandante Castro: el comandante Modesto ha sido herido.
—Que le retiren y que el mejor de sus hombres tome el mando.
—Comandante Castro. Ha muerto nuestro comandante Heredia… Y está gravemente herido el comandante Oliveira…
—Salvar su cadáver… Traerle aquí, con el comandante. Y no olvides lo que voy a decirte: si retrocedéis no os matará el enemigo, os mataremos nosotros…
El comisario Carlos a su lado fumaba y bebía. De vez en cuando se levantaba y gritaba: «Me voy… ¡Me voy al frente!… No me aguanto más…
¡Esto es peor que morir!».
—Ten paciencia, comisario.
—No puedo más.
—Te ruego, camarada Carlos, que tengas paciencia… Nuestra tarea es ésta: esperar, esperar y esperar. ¡Esperar la victoria o la muerte!… No, no te irás… ¿me oyes, Carlos?, ¡no te irás!… Te necesito aquí, a mi lado… ¿O es que crees, comisario, que el comandante Castro es de piedra, que el comandante Castro no siente tus mismas ansias?
La tarde comenzaba a morir.
—Carlos, vamos al Puente de Toledo.
—Vamos.
Y un cruzar Madrid que se alimentaba de su propia angustia…
Y calles entrañablemente queridas… Y un frenazo violento…
—¿Qué pasa?
—Un perro que se cruzó, comandante.
—¿Le has matado?
—No sé.
—Mira.
Y Mariano se bajó y miró.
—No le he hecho nada… Sólo está asustado.
—Súbele… Ya que no podemos ayudar a los hombres, ayudaremos a los perros… Y vamos de prisa, Mariano, muy de prisa, que existe el peligro de que no lleguemos a tiempo.
Y el coche arrancó. La ciudad hubiera parecido una ciudad muerta, si columnas de obreros silenciosos y tristes no marcharan en filas interminables hasta los frentes.
—¿Con qué lucharán?
—Con las armas de los muertos, Carlos.
—Tienes razón.
Y cruzaron el Puente de Toledo…
—¿Qué es esto, comisario, qué es esto?… Mira, mira nuestros hombres, comisario… No pueden más, comisario, no pueden más… Corre, Carlos, corre, lleguemos hasta ellos antes que se caigan, antes que se duerman riéndose de esa muerte que viene persiguiéndolos desde hace meses… ¡Corre, comisario!… ¡Y prepara tu mejor discurso!… Un discurso que resucite a los muertos, porque de eso se trata. Carlos, de resucitar a unos muertos.
Era Carlos, el comisario del Quinto Regimiento, un orador apropiado para estas situaciones: no era brillante, ni preciso, pero era práctico y utilísimo. Tenía en su hablar en público las características del orador del mitin, del orador insurreccional. Y le ayudaba mucho su mal castellano y aquella cabeza y gestos un poco mussolinianos.
Y empezó:
«Camaradas»
«Héroes permanentes de una larga batalla».
«Madrid os mira. Os miran vuestras mujeres y vuestros hijos, vuestros hermanos y vuestros padres… Os mira el Quinto Regimiento… Os mira la España democrática… Os contempla el mundo, ese mundo que anhela nuestro triunfo en la guerra y el triunfo de nuestra revolución… Porque nuestra victoria les daría fe y fuerza… ¡Camaradas!… Tenéis sueño y hambre, cansancio y piojos, pero también tenéis un deber sagrado para con el pueblo español: luchar y vencer».
«¿Lo haréis, camaradas?»
«Aquí estamos con vosotros, los mismos de siempre… ¡No estáis sola; camaradas, no estáis solos…!».
«…Pero si alguno de vosotros está cansado, si no puede ni tenerse en pie, ni retener el fusil, que lo diga… Es un héroe que tiene derecho al descanso, a comer y lavarse, a dormir… Y otro camarada tomará su fusil, que millares de camaradas esperan ansiosos que les deis las posibilidades de relevaros. ¡Camaradas!… Quien no pueda más que lo diga… Que si no hubiera nadie que os relevara, que tomara vuestro fusil como arma y reliquia, lo tomaríamos nosotros: vuestro comandante y vuestro comisario… ¡Que vuestro ejemplo obliga, camaradas!… Y para nosotros sería además un honor tomar vuestros fusiles».
Y se hundió en el silencio.
Y Castro subido desde un camión habló:
«¡Quien no pueda más que dé un paso al frente!».
Y él y su comisario miraron. Y los otros les miraron a ellos. Y nadie dio un paso al frente.
«Entonces, camaradas… ¡A los puestos de combate!… ¡Y gracias, camaradas, ser vuestro comandante o vuestro comisario es un honor y un orgullo… ¡Viva el Quinto Regimiento!…»
«Vivaaaaaaaa».
—Carlos, de prisa, por favor, los de la carretera se repliegan…
Y corrieron.
La gente retrocedía… Un oficial de artillería intentaba sacar su cañón de las cercanías del enemigo. Y mientras Carlos intentaba detener a la gente, Castro se acercó al artillero.
—¿Qué haces, camarada?
—¡Salvar el cañón!
—Camarada teniente: ¿Me conoces, verdad?
—Sí.
—Y si yo te ordenara que dejaras ahí ese cañón… Que comenzaras a disparar a cero… ¿Qué harías?
—No le obedecería… A un artillero no se le puede pedir una locura… Porque una locura es esta…
—Tendría que matarte, camarada, si me desobedecieras… Yo sé que es una locura, cómo no voy a saberlo, pero sólo locuras maravillosas pueden levantar el ánimo de estas gentes que huyen… ¿Me entiendes, teniente?…
—No… No quiero entenderle, comandante.
—¿Por qué insistes en que te mate?
—Tampoco quiero eso.
Castro le miró a los ojos. Después empuñó la pistola y apuntó.
—Teniente… ¡Le ordeno no desplazar su cañón!… Le ordeno disparar… Si no me obedeciera… Si usted y su cañón se retiraran lo consideraría como una deserción frente al enemigo… ¡Y le mataré!… ¡Sin vacilación ni piedad!… ¡Elija!… Elija, teniente…
Ni el tono, ni el mirar, ni el gesto ofrecían dudas. Y posiblemente vio en todo ello a un hombre implacable, para el cual los muertos no contaban, para el que sólo contaba la victoria.
Y el cañón no se movió.
Y comenzó a disparar.
Y la gente redujo sus ritmos en el repliegue, en el huir, hasta quedarse quieta, hasta mirar para atrás, para acabar volviéndose definitivamente y darle cara al enemigo.
Castro miraba al teniente.
—Váyase, comandante, ya he comprendido… Usted hubiera tenido razón para matarme:… Sí… Toda la razón.
—No, no me marcharé… Me gusta estar a tu lado… Eres un gran artillero… Y un gran español también… ¡Dispara, camarada teniente!… Dispara. ¡Lo haces maravillosamente!… ¡Mira, teniente, mira cómo se detienen, mira cómo se repliegan… ¿Acaso eso no vale un cañón… diez cañones?…
—Sí, comandante.
—Gracias… Gracias, camarada teniente…
—¿Tiene algo más que ordenarme, camarada comandante?
—Que sigas haciendo lo que estás haciendo una hora más… Con ello me basta… Y con ello te estaremos agradecidos… Yo… El Quinto Regimiento… Y España…
Y le saludó.
Y el otro siguió disparando rítmicamente.
Cuando se encontró con Carlos estaba pálido y algunas gotas de sudor le caían por la frente.
—¿Y ahora, Castro?
—Lanzar cuanto tenemos en un plazo de horas… Los hombres no pueden más… ¡No pueden más, Carlos!… ¡Vamos a la comandancia, rápido!… Si esta noche no logramos reforzar los frentes no sé qué ocurrirá mañana… Creo, además, que han llegado 30.000 fusiles mejicanos.
—Vamos.
El automóvil enfiló hacia Madrid. En su interior el perro que estuvieron a punto de atropellar, dormía. Se despertó al oír ruido. Abrió los ojos y meneó el rabo. Después se volvió a dormir… Y las primeras casas de la ciudad. En el quicio de una puerta el alemán Ross Zaisser, con su chaqueta de cuero y fumando cigarrillos americanos.
—¿Qué haces aquí?
—Observo.
—Eso no es hacer la guerra.
—La guerra se hace de muchas maneras.
—Vamos, Mariano, de prisa a la comandancia… Este hijo de puta cree aún en la guerra de las estatuas…
Cuando llegaron a la comandancia del Quinto Regimiento la gente les miró a la cara. La «gente» eran oficiales heridos, oficiales enfermos, milicianos agotados, héroes acabados…
—Capitán Carlitos…
—A tus órdenes…
—Busca a treinta voluntarios para los camiones blindados… Y avísame cuando los tengas.
Y unos minutos tan sólo.
—Los tengo, Castro.
Castro abandonó el despacho. Y salió a la calle. Tres camiones blindados y treinta hombres. Miró a unos y a otros. Y entre éstos a su cuñado.
«Camaradas: nuestra resistencia se ablanda… Nuestros hombres no pueden más y no se les puede pedir más… Pero, hay que obligarles a aguantar hasta mañana… ¡Hasta mañana, camaradas!».
Y se acercó a los camiones… Y sacó la pistola… Y disparó sobre aquel acero fundido en Sagunto… Y un agujero.
«Yo no quiero engañaros… Lo habéis visto con vuestros propios ojos… Pero la gente del frente necesita algo que la aliente… Algo que la ayude resistir unas horas… Y creo que si vieran estos camiones blindados entrar en carretera, lanzarse contra el enemigo, detenerle o hacerle retroceder, lograríamos lo que de ellos necesitamos… Sé que son ataúdes… Lo sé… Sé que ellos pueden ser los féretros de treinta hombres… ¡Lo sé, camaradas!… Pero se trata de una simple operación aritmética… Treinta hombres muertos por millares de hombres que luchen. Total: Madrid salvado… ¿Comprendéis?»
«Comprendemos».
«A los camiones, camaradas».
Y los camiones arrancaron hacia el frente.
Parte de las diez de la noche. —Nuestras fuerzas resisten heroicamente… Pero urge relevarlas antes de que se agoten sus últimas energías». Y como siempre la firma de ella: «Esperanza Abascal».
—Capitán… café… mucho café…
Y bebió una taza.
Y otra.
Y otra más.
Y sonó el teléfono.
—Aquí Castro.
—Habla Pepe Díaz.
—Dime, camarada.
—Te espero… Cuanto antes llegues, mejor.
Corrió hacia el coche. Y el coche se lanzó hacia la calle de Serrano. Edificio y gentes tenían algo sombrío y desalentador. Saludó y subió corriendo las escaleras.
Y alguien le abrió la puerta del jefe.
Y entró.
Pepe Díaz estaba echado en un sofá. Pálido, terriblemente pálido. Y con una mano como si fuera una tenaza apretándose el estómago.
—Acércate, Castro.
Y él se acercó.
—El Buró Político ha acordado desplazarse a Valencia… Urge movilizar a la retaguardia… Urge enviar reservas, todas las reservas a Madrid… Urge convencer a este imbécil de Caballero que la guerra no es un juego, o es un juego terrible…
Sí…
El Buró Político deja aquí como su representante político al camarada Mije… Pero tú serás ante el Partido el responsable militar… Si Madrid cayera, tu deberás asegurar la salida de Mije, de los cuadros del Partido, del Partido en sí… y del ejército…
—Comprendo…
—No lo olvides… El camarada Mije es el responsable político… Pero tú eres ante el Partido el responsable militar…
—Comprendo…
Y unos golpes en la puerta…
—Camarada Díaz: los camaradas Santiago Carrillo y Cazorla, quieren hablar contigo.
José Díaz hizo un esfuerzo para levantarse… Pero no pudo… Y se dejó caer de nuevo en el sofá.
—Diles que Castro hablará con ellos en mi nombre… Que Castro puede decidir sobre cuanto le planteen.
El otro salió.
—Resuelve, Castro.
Le dejó tendido y con un gesto de dolor inenarrable.
—Salud, camaradas… Vosotros diréis.
—Camarada Castro —hablaba Santiago Carrillo —, venirnos a solicitar el ingreso en el Partido… Y a poner a vuestra disposición todas las unidades de la Juventud…
—De acuerdo, camaradas… Se lo transmitiré al camarada Díaz que no puede recibiros por sentirse terriblemente enfermo… Pero ya estáis dentro del Partido… Y decir a vuestros comandantes que dentro de dos horas se comuniquen conmigo… Espero su llamada en la comandancia del Quinto.
—Salud.
—Salud.
Y regresó a la habitación en donde se encontraba el jefe. Y le dijo cuanto había ocurrido.
—De acuerdo, Castro.
—¿Necesitas algo, Pepe?
—No… Nada… Tomar algo más sería envenenarme… No… Y no lo olvides, camarada… No olvides cuanto te he dicho…
El jefe se incorporó y le tendió la mano.
—Salud, Castro.
—Salud, camarada Díaz.
Y salió. Y cuando llegó al zaguán llamó a Santi.
—El camarada Díaz se siente muy mal… Buscar a quien sea, a Planelles o a otro, pero no dejarle así… No olvidaros que es el secretario general del Partido…
—A tus órdenes, Castro.
Madrid era silencio de noche. Y miedo. Y muchos hombres agazapados esperando la entrada de Franco para comenzar la revancha. Castro pensó en todo. Y comprendió que era el momento decisivo en el lugar decisivo. Y cuando entró en la comandancia le ordenó al capitán Carlitos:
—Llama al comisario Carlos… Llama a Tomás, el jefe de la I.T.A., y ordena a nuestras últimas reservas que se desplacen hacia el frente… ¡Pronto, Carlos!…
—¿Qué hay, Castro?
Y Castro informó a su comisario de la conversación con José Díaz. Y de la conversación con Carrillo y Cazorla.
Y luego le toca hablar con Tomás.
—Comienza la «masacre»… Sin piedad… La Quinta Columna de que habló Mola debe ser destruida antes de que comience a moverse… ¡No te importe equivocarte! Hay veces que uno se encuentra ante veinte personas… Sabe que entre ellas está un traidor, pero no sabe quién es…
Entonces surge un problema de conciencia y un problema de partido…
¿Me entiendes?…
—Sí.
—Ten en cuenta camarada que un brote de la Quinta Columna sería mucho para ti y para todos…
—¿Plena libertad?
—Esta es una de las libertades que el Partido, en momentos como éstos, no puede negar a nadie… Y menos a ti…
—De acuerdo.
Y mirando a su comisario, unas palabras.
—Vamos a dormir unas horas… Mañana es 7 de noviembre. El día decisivo… Lo fue para los bolcheviques y lo será para nosotros… ¿Piensas igual que yo, comisario, o hay algo en lo que no estamos de acuerdo?
—Estamos de acuerdo.
* * *
—¿Quién es el general Miaja?
—No lo sé… ¿Por qué?
—Porque es el hombre que va a encargarse de la defensa de Madrid.
—No sé nada de él… Pero si quieres puedo enterarme de algo.
—Sí… Entérate… Mas para tu conocimiento, quiero decirte lo que me interesa: su actuación en el frente de Andalucía; sus tendencias o posición política actual; su capacidad militar…
—¿Nada más?
—Sí… Algo más… Sus debilidades… Tú sabes… Todos los hombres las tienen, hasta San Pedro las tuvo: unos son vanidosos, otros mujeriegos, otros cobardes o ambiciosos… Sin duda que Miaja tendrá alguna debilidad… Alguna de éstas, posiblemente… Y es muy importante saberlo…
—Si…
—Entonces, camarada Tomás, infórmame bien… Necesitamos saberlo pronto… Porque de los informes que tú me traigas dependerá el si debemos destrozar a Miaja en unos días o convertirle en un héroe a «nuestro» servicio. ¿Entiendes, camarada Tomás?
—Comprendo —responde el otro mientras sonríe.
Y se fue.
* * *
—Adelante, Tomás.
—A tus órdenes, Castro.
—Tibiamente republicano… Militar mediocre… Vanidoso… Y fácilmente manejable si se le puede hacer creer que es el genio y el alma de nuestra resistencia.
—¿La gente que le rodea?
—A Rojo, le conoces… Está un tal Muedra, capitán profesional, solamente profesional; está Garijo, comandante, políticamente muy inseguro, militarmente inteligente; está Matallana, comandante profesional, parece un hombre honrado y capaz.
—Si de éstos tuvieras que matar a alguien ¿a quién o a quiénes matarías?
—Primero al comandante Garijo… Después al capitán Muedra…
—Está bien… Puedes retirarte… A las doce de la noche llegaré a la calle de Serrano… Necesito que me informes de qué estás haciendo… Porque supongo que estaréis cansados. ¿O no?
—Te esperamos, comandante.
Y se fue… Y Castro permaneció unos cuantos minutos solo, hasta que llegó el comisario Carlos… Se miraron…
—Aguantan, Castro.
—Aguantan, Carlos.
Carlos le alargó un cigarro. Encendieron y fumaron en silencio.
—¿Qué hacemos, Castro?
—Esperemos el Boletín de Información.
Y esperaron.
«La gente del Quinto aguanta maravillosamente… Pero es seguro que en este aguantar increíble estén quemando sus últimas energías… Si se me preguntara qué pienso de todo esto, contestaría sin vacilar: tengo miedo a mañana, mucho miedo… Miedo a que nuestra gente no pueda resistir más… Miedo a que vosotros no os deis cuenta de que han llegado al límite de su resistencia… Creo que habría que reforzar esta misma noche los frentes con todo lo que tengamos… ¡Con todo!»… Y con su letra tres líneas: «Enrique: exigirles más no es posible ni humano… ¡Ayudarlos pronto!… Ayudarlos… o no sé qué puede ocurrir».
Los dos leyeron todo.
«Tiene razón».
«Sí».
—¿Qué hacemos, Castro?
—Carlos… No siempre sé lo que hay que hacer… Y me gustaría que de vez en mando me ayudaras un poco, diciéndome qué es lo que podemos hacer.
Se miraron.
Porque no se querían. Para uno, España era algo propio, para el otro sólo la oportunidad de sobrevivir políticamente.
—Tú eres el comandante.
—Tienes razón… Casi lo había olvidado… Te propongo entonces dos cosas: que vayamos al amanecer a ver a Malraux para ver qué es lo que puede hacer la aviación para ayudarnos; que vayamos después a ver la Brigada de Kleber para precipitar su llegada… ¿Te parece, comisario?
—Sí.
Entonces dormiremos aquí, en la comandancia… De esta manera no correremos el peligro de no despertarnos a tiempo.
—Sí.
* * *
Sentados frente a la pista del Aeródromo de Barajas, André Malraux, Carlos Contreras, Vittorio Vidali y Castro hablaron durante unos cuantos minutos.
—Os ayudaremos.
—¿Seguro? —preguntó el comisario.
—¿Con cuántos vuelos? —preguntó Castro.
André Malraux se levantó. Miró a la pista y al cielo. Después a los dos hombres que le miraban…
«Os ayudaremos».
«Au revoir».
«Au revoir».
Y se fueron… Como una despedida prometedora los mecánicos comenzaron a calentar los motores. Y un ruido bronco y rítmico. Y gritos y polvo. Y André Malraux como un Marte moderno dejaba que el viento agitara sus cabellos.
El coche les llevó hasta donde acampaba la primera Brigada Internacional.
«Castro».
«Carlos».
«Kleber».
Se estrecharon las manos. Kleber les hizo un gesto, Y miraron. Los hombres de la Brigada Internacional se acercaban a los camiones. Estampa de guerreros, armas relucientes y uniformes nuevo.
Kleber les miraba y sonreía.
«¿Qué opinas, comandante Castro?»
«¿Que importa, camarada Kleber, mi opinión…? Lo importante es que me respondieras categóricamente a una pregunta…»
«Dime».
«Son las seis de la mañana… En tu reloj y en el mío… Tú y ellos estáis citados… ¿Llegaréis a tiempo, camarada?»
Durante unos segundos se miraron. Castro no supo nunca qué es lo que pensó Kleber… Ni tuvo interés en saberlo… Se limitó a pensar solamente «si aquello llegaría a tiempo, cuando Franco desencadenara su golpe». Y después miró a Kleber de abajo arriba: «magnificas botas»… «Magnífico uniforme»… «Estupenda pistola»… Cuando su mirada llegó a la cara del otro se entretuvo unos segundos: «O es un cínico o un gran actor o un gran soldado…»…Y concluyó: «Dentro de unas horas todos nos habremos conocido. La verdad o la mentira será verdad o mentira»… Después miró al hombre que se mantenía al lado de Kleber.
—«¿Quién es?» —preguntó a Carlos.
«El comisario Nicoletti.
«¿Y ese otro?»
«Luigi Lougo, el comisario de todos los internacionales».
Castro le tendió la mano a Kleber.
Y se estrecharon las manos.
Los hombres estaban ya sobre los camiones. Los motores se pusieron en marcha. Y arrancaron los camiones. Y comenzó a oírse una bella canción… Castro les siguió con la vista hasta que se perdieron en un recodo del camino…
—¿Cantarán así frente al enemigo, Carlos?
—Son los mejores hombres del movimiento comunista internacional… No dudes, Castro… Ellos también cantarán frente a la muerte.
—Ojalá.
Y se dirigieron hacia Madrid que comenzaba a despertarse.
* * *
¡Ya!
«¡Armas!».
«¡Armas!».
«¡Resistir cuarenta y ocho horas y habremos triunfado!».
«¿Estás loco, Castro?»
«¿No entienda el castellano, camarada?… ¡He dicho cuarenta y ocho horas!… ¡Cuarenta y ocho horas!… Después podréis comer, lavaros, dormir y fornicar cuanto queráis!».
Orden del general Varela:
«El golpe principal se realizará sobre el flanco izquierdo (división Yagüe) a través de la Casa de Campo sobre la zona de la Estación del Norte y el Puente de los Franceses. Aquí actuarán cuatro columnas. En la Agrupación de Conjunto atacarán dos columnas (la segunda y quinta) con el objetivo de tomar el Puente de Toledo.
«La sexta quedará en reserva».
Buuuummmm.
Buuuummmm.
Buuuummmm.
Sobre las calles de Madrid los cuerpos se doblan y se rompen en muchos pedazos. Paco Mayo, a costa de su carne y de su sangre, hace la historia de un drama sin límites. Y la sangre salpica las aceras por donde la aristocracia de medio pelo tomaba el sol y paseaba entre la una y las dos en las tardes de sol y de tiempos normales. Las casas se ofrecen a la artillería enemiga como blancos inmóviles. Y de lejos llega hasta el alma de la ciudad misma el eco espantoso de la fusilería que vive horas frenéticas.
Y muertos.
Y más muertos.
Y heridos.
Y millares y millares de heridos.
Madrid vive pendiente de un reloj invisible que marca las horas y quema las horas.
«¡Diez horas!»… «¡Veinte horas!»… «¡Cuarenta horas!»… «¿Te has olvidado Castro de que nos dijiste que solamente cuarenta y ocho horas?»… «¡Camaradas!… Castro no es Dios… Os dije, es verdad, que resistierais cuarenta y ocho horas… Un ligero error de cálculo… Un ligerísimo error de cálculo, camaradas…»
Mientras tanto el enemigo ocupaba la parte suroeste de la Casa de Campo, un poco de terreno en el flanco izquierdo y Carabanchel… Y un poco de la Ciudad Universitaria.
Un día.
Otro.
Otro más.
13 de noviembre. El enemigo respira fatigosamente. La banda de música del Quinto Regimiento, que dirige el maestro Oropesa, sigue y sigue tocando el Himno del Quinto Regimiento.
Los muertos miran al cielo.
O al fondo de la tierra.
—Y los heridos esperan sin quejarse a que los saquen de este infierno creado por los hombres quién sabe si en un loco afán de imitar a Dios.
Ya.
Cada cual cuenta sus muertos y sus héroes…
El comisario Carlos duerme… Y Castro bosteza…
Miaja mira orgulloso al cielo… Rojo piensa en Dios… El general Gorev enciende otro cigarro puro… Y el gobierno y las direcciones nacionales de los partidos y sindicatos comienzan a llegar a Valencia en busca de descanso y calma para, tranquilamente, pensar cómo ganar la guerra.
Y…
Frente Norte.—«Nuestras fuerzas atacan intensamente en el sector de Oviedo impidiendo desplazar nuevas fuerzas al frente de Madrid».
Frente de Aragón.—«Sin novedad en el frente».
Frente Sur. —«Sin novedad en el frente».
Frente de Levante. —«Sin novedad en el frente».
Frente de Tarancón.—«La columna anarquista del Rosal-Benito sigue deteniendo todos los vehículos y a sus ocupantes que se dirigen a Valencia por miedo o por órdenes del gobierno».
Mientras tanto Madrid parecía restregarse los ojos como si despertara de una terrible pesadilla.
* * *
El Estado Mayor del general Miaja con el fin de debilitar la presión enemiga sobre la capital, emprende una serie de pequeñas operaciones. La más importante es, quizá, la realizada desde la región de La Marañas, sobre el Cerro de los Ángeles. El grupo de choque lo integran 17 batallones, 11 cañones y 16 carros de combata La acción auxiliar se encomienda a la columna Barceló, a la 3ª Brigada y la 11ª Brigada Internacional que desde la zona de Pozuelo-Humera debía avanzar sobre Alarcón-Leganés. Las otras unidades del frente de Madrid fijarán las fuerzas enemigas para facilitar el contragolpe.
Luego Caballero anunció la ofensiva.
Y la ofensiva se detuvo en sus comienzos sin haber logrado ninguno de los objetivos propuestos.
Hubo otro intento republicano para desalojar a las fuerzas de Franco de la Casa de Campo que constituía una magnífica base para un ataque al centro de la ciudad. La realizó la columna Durruti con dos mil hombres. Fracasó y el enemigo, ante el repliegue desordenado de la Columna Durruti y el asesinato de éste, ocupó algunos edificios de la Ciudad Universitaria. Para tapar la brecha abierta fue necesario meter a la 11ª Brigada Internacional y a los batallones «Heredia» y «Oliveira» reforzados con elementos da la columna López Tienda-Llanos.
Y… nada más.
Para Castro se hizo evidente inmediatamente después, que Franco había fracasado en su ataque frontal sobre Madrid. Franco, influido por la relativa rapidez de su avance hacia Madrid, por la misma marcha del gobierno Largo Caballero y las direcciones nacionales de los Partidos Organizadores del Frente Popular a Valencia creyó, sin duda, que se había producido el colapso.
A pesar de esto, Castro no pensó jamás que la batalla por Madrid había concluido. Sabía cuánto significaba para Franco el fracaso de su primer intento frontal sobre Madrid; sabía, o al menos suponía, que Franco, en su afán de vencer rápidamente, intentaría en sucesivas operaciones corregir el error cometido con su ataque frontal.
Pero esto no era lo inmediato. Ni lo más importante para Castro.
Para Castro lo esencial en aquellas horas era evidenciar que el Partido Comunista había sido el alma de la resistencia a través del Quinto Regimiento y de un grupo de militares «honrados». Esto era lo fundamental: lograr la supremacía política y militar en la España republicana; acentuar el descrédito político de Largo Caballero como preparación para su derrota definitiva. Con vistas a ambas cosas se organizó el día 9 un gran mitin en el Monumental Cinema, El Quinto Regimiento «copó» casi todas las localidades. Y no se tomó en cuenta ni a Miaja ni a su Estado Mayor; ni a la Junta de Defensa; ni a los demás Partidos y Organizaciones del Frente Popular.
El escenario se convirtió en un escaparate de héroes: los hermanos Galán, «El Campesino», Líster, Medrano, Arellano, Gallo, Barceló… Y comenzaron a hablar entre olor a sudor y vivas al Quinto Regimiento:
«Ante la huida del gobierno, el Quinto Regimiento…» «Ante la deserción del gobierno, el Quinto Regimiento…» «Ante la incapacidad del gobierno y la traición de sus colaboradores, el Quinto Regimiento…» «Viva el Quinto Regimientoooooooo».
«Para el gobierno el «no pasarán» era una frase… «Para el Quinto Regimiento el «no pasarán» fue y es una orden… «El Quinto nació en Madrid, tenía que defender Madrid o morir en Madrid, pero nunca huir hacia las cálidas costas de Levante».
La gente alzaba los puños y gritaba. Los pocos socialistas o republicanos que pudieron entrar al Monumental Cinema permanecían encogidos y lívidos.
«Quinto Regimiento».
«Quinto Regimiento».
Sus jefes desde el escenario miraban a la gente y al mundo. Castro, como siempre, se miraba las manos y pensaba: «Gritar… Gritar lo que queráis… Lo importante es que el grito que se alce por encima de todos los gritos sea el de «El Quinto Regimiento y los camaradas internacionales han salvado a Madrid». Lo demás no es necesario decirlo. El Partido Comunista como un dios invisible dominaba todo: la ciudad y las gentes; a Miaja; a la Junta de Defensa; a todos. ¿Qué importaba que cada cual se creyera gigante sin cadenas y sin dueño?… ¿Qué importaba eso?… Que cada cual pensara lo que quisiera, que cada cual se creyera lo que quisiera». El derecho a soñar estaba en vigor.
El derecho a mandar no: sólo al Partido, sólo al Quinto Regimiento le estaba concedido.
Y de pronto…
Castro miró hacia un lado. Uno de sus hombres le hacía señas, Se levantó de su silla y se acercó. Detrás de aquél que le llamó estaba José Díaz, secretario general del Partido, el Jefe…
—Salud, Pepe.
—Salud, Castro.
Y se miraron.
—Anuncia que el camarada Díaz, después de desplazarse a Valencia para movilizar las reservas y ayudar a Madrid, regresa a compartir con los defensores de la ciudad heroica las próximas y duras jornadas que se aproximan…
—De acuerdo.
Y lo anunció. Y después gritó: «Viva nuestro camarada Díaz, nuestro jefe y maestro, nuestro guía y ejemplo…»
«Vivaaaaaaaa…aaaa».
Y José Díaz habló. Sin alzar mucho la voz, sin gestos exagerados, sin prisa.
Y en su hablar había un freno a la impaciencia de los que creían dentro del Partido que había llegado la hora del asalto definitivo al poder.
—Camarada combatientes: en nombre del Buró Político yo os saludo como se saluda a los hombres que han dado cuanto tenían por impedir que Madrid cayera en manos del fascismo… Pero, camaradas, Madrid no es el único frente de batalla de la democracia española; hay otros frentes importantes, que, incluso, no tardarán en convertirse en frentes decisivos… La garantía de nuestra victoria en las próximas jornadas es la existencia del Frente Popular, la obediencia al gobierno del Frente Popular, la unidad inquebrantable de todas las fuerzas antifascistas en el Frente Popular…»
«¡No olvidarlo, camaradas!…».
Y la banda de música del Quinto Regimiento comenzó a tocar:
«Con el Quinto, Quinto, Quinto
con el Quinto Regimiento».
Y la gente fue abandonando el local. Y José Díaz habló unas palabras con Castro, sólo unas cuantas palabras. Y después parece ser que regresó rápidamente a Valencia.
Castro comprendió las palabras de José Díaz.
«La impaciencia es un pecado».
«A veces hasta una traición».
«Sí… José Díaz tenía razón… Es demasiado pronto aún… Primero hay que ganar la guerra a Franco y en el curso de ella preparamos para librar y ganar la otra: la de nosotros contra los demás, la de nosotros por y para nosotros. Sí. La llamada de atención estaba justificada. El fracaso de Franco en un intento frontal contra Madrid nos ha emborrachado un poco de gloria y de soberbia».
Se sonrió.
«Para vencer a Franco les necesitamos a todos: es lo que podríamos llamar la hora de todos camaradas; después de vencer a Franco habrá que poner cada cosa en su lugar: los republicanos son ni más ni menos que los lacayos de la burguesía, los socialistas un poco más lacayos que los republicanos, los anarquistas un peligro para nuestra revolución. Con esto basta para aniquilarlos después que hayamos aniquilado a Franco…».
«Hasta entonces a esperar dándoles palmaditas en la espalda llamándoles camaradas… Sin duda que nuestro humanismo es algo nuevo en la historia: los tratamos bien en el período de la «sagrada alianza» (y sonrió): después les mataremos muy pronto para que no sufran mucho ni mucho tiempo (y volvió a sonreír)…».
El jefe tenía razón.
Mucha razón.
Sin mencionarle había recordado a Lenin. Sí, el extremismo no es ni más ni menos que la enfermedad infantil del comunismo.
El pecado de la juventud.
El jefe tenía razón.
«Camaradas socialistas… Camaradas republicanos… Camaradas anarquistas… ¡Camaradas! ¡Todos camaradas!».
Y de vez en cuando unas palabras a Tomás.
—No olvides que se trata de aliados circunstanciales… Madrid, después de las jornadas de noviembre, adquirió una fisonomía extraña, nacida no del miedo a la muerte, sino del aburrimiento y el hambre. Había demasiados héroes. Y demasiadas prostitutas. Y el exceso de héroes aburre y cuesta caro a los pueblos… como las prostitutas cuestan caras a los héroes. Pero había que transigir con ellos: con los de verdad y con los de mentira.
Era un problema táctico.
Mientras tanto el Quinto Regimiento preparaba su nueva «operación». No, no estaba en peligro Madrid, el peligro había pasado por el momento. Pero eso no hacía menos importante la «operación». Los ministros comunistas Uribe y Hernández, el Buró Político, los consejeros diplomáticos y militares rusos hacían cada vez más estrecho el cerco en torno a Largo Caballero… «¡Hay que crear el ejército popular!»… «¡Hay que crear el ejército popular!»… Y el Quinto Regimiento, mientras apoyaba esta consigna del Partido Comunista, se preparaba para el momento en que apareciese el Decreto del Ministro de la Guerra creando el Ejército Popular, transformar sus unidades en unidades del nuevo ejército, manteniendo a sus jefes, a sus comisarios, manteniendo en las unidades su hegemonía política… Pero de esta operación, la más secreta y sutil realizada durante toda la guerra, sólo los comunistas estaban enterados. Y no todos, la élite solamente. Este era el motivo, el gran motivo por el que el Partido perdonaba a sus héroes las borracheras y las estupideces, su pillaje y su narcisismo. Había que conservarlos llenos de prestigio para que nadie les pusiera el veto en el momento de integrarse el Ejército Popular. Fuera de esta operación que tenía sus etapas obligadas, que estaba sincronizada entre Valencia y Madrid, que era la expresión de una dirección política extraordinariamente capaz, nada.
Los días transcurrían con su ritmo de siempre.
Para Castro, la jornada llegó a ser casi siempre igual: por la mañana a visitar los frentes; después a la comandancia del Quinto Regimiento; más tarde al antiguo Ministerio de Hacienda en donde se habían instalado Miaja y su Estado Mayor. Y ya en la madrugada al hotelito de la calle Serrano.
En los frentes, aliento a los combatientes.
En la comandancia, órdenes.
En el Estado Mayor de miaja, astucia y el mantenimiento del cerco en torno al viejo general, cerco que formaban Castro y el general ruso Gorev.
En el hotelito de la calle de Serrano, la organización del terror, la realización de un terror minucioso y sistemático, sin ruido.
No era difícil la tarea.
Ni peligrosa, siempre y cuando no se cometiera un error que lesionara los intereses del Partido.
* * *
¿Serán todos los héroes iguales?
No lo sabía muy bien. Pero llegó a saber con el tiempo que los héroes no admiten en la mayoría de los casos, más que dos clasificaciones: el infantilismo en unos, la estupidez en otros. Convertirlos en los esclavos del Partido era fácil. Sabían más o menos, que el Partido lo mismo sacaba a un hombre de la cama para hacer de él un héroe nacional, que arrancaba a un héroe del frente para fusilarle por «incapaz» o por «traidor al pueblo español».
Y los héroes tenían miedo.
Miaja no les impresionaba.
El general Pozas tampoco.
Pero se empequeñecían cuando iba a verles un miembro de la dirección del Partido o un representante de esa dirección, aunque este hombre fuera de una apariencia normal o incluso mediocre. Entonces volvían a sus dimensiones naturales, desaparecía el héroe, y solamente quedaba el militante obligado a escuchar, obligado a obedecer.
El diálogo siempre era el mismo.
—El Partido dice, camarada…
—De acuerdo.
—El Partido te ordena, camarada…
—De acuerdo.
Y cuando «el hombre del Partido» se iba el héroe respiraba, se desencogía, comenzaba a crecer, a mandar, a gritar… Y a mirar a sus milicianos como gusanos amaestrados, como seres condenados a matar y a morir a una orden suya… No tenían espejos entonces, porque eran los días en que la guerra no podía dar confort a los héroes, pero se miraban en el cielo. Y se creían dioses o gigantes.
Pero el Partido esto no le preocupaba mucho.
Cuando alguno de ellos quería ver al Partido al mismo nivel suyo el Partido imponía el orden:
—Camarada Modesto: no olvides que te fuiste a Albacete con una pequeña herida que tu médico nos dijo que era muy grande…
—Camarada Valentín: no olvides que convertiste un pequeño sector en el cementerio de nuestros mejores camaradas.
—Camarada Líster: no olvides que un día de debilidad abandonaste el Cerro de los Ángeles y te fuiste a Morata.
—Camarada Galán: no olvides que a pesar de haber sido teniente de le Guardia Civil, el Partido te ha dado la oportunidad de permanecer en él…
—Camarada…
—Camarada…
Los héroes eran sensibles como las hojas de los árboles al viento. Y temblaban. Y daban la impresión de que iban a desprenderse de la rama. Y siempre igual:
—Lo que el Partido ordene…
—Lo que el Partido ordene…
Eran animales domesticados, que tenían conciencia de su pequeñez frente al Partido.
* * *
En el comedor, con grandes espejos y arañas de caro cristal que despedían maravillosos reflejos, se encontraban cada noche Castro y Carlos, Ortega y Líster, Medrano y García, Arellano y Márquez, Gallo y Barceló, «El Campesino» y Galán… Y Boss Zaisser, el «técnico» alemán que era el eterno convidado Las sirvientas se desvivían por servir a los héroes. Una mirada era una orden. Se discutía sin violencia, en una maravillosa camaradería. Pero aquello no hacía desaparecer las categorías, aquello no desplazaba la presencia permanente del Partido…
Castro y Carlos preguntaban.
Y a través de las respuestas iban radiografiando a los jefes, midiendo su calidad de miembros del Partido, descubriendo sus ambiciones y sus debilidades, su miedo y su valor.
Era un espionaje permanente que no se llamaba espionaje sino «vigilancia revolucionaria», «el cuidado permanente del Partido de todos sus militantes».
Después cada cual iba a su unidad. Carlos desaparecía para hundirse en sus vergonzosos romances. Y Castro subía a una alcoba del primer piso, se tumbaba en la cama, sacaba unos folletos que eran los textos de las conferencias que se daban antes de la guerra en la Escuela Superior de Guerra y comenzaba a leer y releer. Algunas noches subía el general Kleber acompañado del comandante Durán, jefe del Batallón Motorizado Y pacientemente ayudaba a Castro a comprender algo de todo aquello.
Y algo aprendió.
* * *
«El general duerme».
Castro desde un rincón y procurando que nadie viera a quien miraba, miraba al viejo general que dormitaba reclinado en un viejo sillón, un poco caídos los lentes sobre la punta de su nariz y con un roncar discreto que daba cierto aire de serenidad al ambiente.
Rojo trabajaba sobre una mesa.
Los demás iban y venían procurando no hacer mido.
Porque el general ya no era el general: el general era un mito, un terrible mito que se habla convertido en una necesidad quién sabe por cuánto tiempo…
«¿Tonto?»
«¿Listo?»
«Útil, simplemente útil!».
Y Castro dejó iniciarse una sonrisa cínica. Y cínicamente y con un poco de asco miró después a María Teresa León, la mujer del poeta Alberti, que se había convertido en la acompañante casi permanente del general, al que deslumbraba y distraía, ayudando a los demás a que hicieran lo que tenía que hacerse sin que el viejo militar estorbara.
Tiempo y tiempo.
Y el general abrió los ojos. Bostezó una o dos veces, miró a un lado y a otro como si no supiera dónde se encontraba y tosió, tosió varias veces sin tener tos. Eran las pequeñas argucias del general para hacer notar su presencia…
María Teresa se acercó solicita.
—Mi general…
El general la miró cazurro y pícaro.
—Mi general…
—¿Qué hay comandante? Siempre cerca de mí, demasiado cerca… ¿Me aprecia usted mucho, comandante?
—Mucho, mi general… ¿Quién podría no apreciar al héroe de la defensa de Madrid, al, alma de nuestro resistencia?… ¿Quién podría no apreciar al hombre que ha derrotado a Franco, el más joven y mejor general de España?
El viejo sonreía.
—Sí… sí, mi general, posiblemente usted no tenga una idea exacta de cuanto usted representa para nosotros.
El viejo sonreía.
Pero no miraba a Castro. Miraba a María Teresa León que en su belleza otoñal era el encanto o la ilusión de aquel hombre que comenzaba a parecer demasiado viejo.
Ahora quien sonreía era Castro.
«Vanidoso, terriblemente vanidoso… Y un poco viejo verde… ¡Está bien!… Con esto basta para que le podamos permitir que siga siendo el «héroe»… A cambio de eso tendrá que ser día y noche, hasta que nos convenga, el asistente del Partido».
Y se miraron los dos.
Y los dos sonrieron.
Castro se acercó a Rojo que trabajaba como siempre, incansablemente.
—¿La otra etapa?
—Sí.
—¿Podemos ayudarte?
—Mucho… Como siempre, Castro.
Y se dirigió hacia la puerta. Pero no llegó hasta la calle. Se dirigió hacia uno de los corredores más solitarios de aquel caserón. Y dio unos golpes sobre una puerta…
—Adelante.
Gorev le salió al encuentra… Se estrecharon las manos… Y se sentaron frente a frente, mirándose y mirándose. Y los dos sin ganas de comenzar…
—¿A tomar té conmigo, camarada Castro?
—Sí.
Soltaron la carcajada. Sin embargo, Gorev pidió que les sirvieran té y allí tuvieron unos cuantos minutos saboreándole y mirándose. Hasta que se acabó el té.
—¿Más?
—No.
—Entonces ¿por qué no comienzas?
—Camarada Gorev: quisiera hacerte unas cuantas preguntas concretas: primera, ¿crees que ha terminado la batalla por Madrid? Segunda, ¿crees que Franco intentará el envolvimiento por uno u otro flanco? Tercera, ¿crees que estas nuevas etapas de la lucha por Madrid podrán resolverse como se resolvió la del 7 de noviembre?
Y dejó de hablar. Y se quedó mirando fijamente al otro.
—No creo, camarada Castro, que la batalla por Madrid haya terminado; sin duda que el enemigo intentará una acción decisiva por cualquiera de nuestros flancos, aunque no podría decirte en este momento por cuál de ellos; y no creo, camarada Castro, que vuestros hombres, como milicianos, puedan resolver el problema: necesitaremos soldados, unidades militares regulares… Pero para tu tranquilidad te diré que en Albacete y otros puntos, las cosas van bien, que está llegando armamento suficiente… Y que ganaremos mañana como ganamos ayer… Pero, ahora quisiera yo hacerte una pregunta: ¿Por qué es a mí a quien preguntas esto?
—¿Acaso no sois vosotros nuestra dirección militar?
—No.
—¿Entonces?
—Somos simplemente vuestros consejeros…
—Ah…
Cuando abandonó el antiguo Ministerio de Hacienda, Madrid vivía en silencio una noche más de su vivir. Y hacía frío. Se subió el cuello de su pelliza y se acercó a Mariano que esperaba.
—A la Comandancia, Mariano.
El capitán Carlitos le esperaba con los ojos cargados de sueño.
—¿La cena?
—No… No tengo ganas.
* * *
Castro seguía mirando los mapas. Le impulsaba e ello la idea del Estado Mayor General del general Miaja y también del general Pozas, obsesionados ambos en «empujar» de las proximidades de Madrid a las fuerzas del general Franco, a pesar de que sabían que las fuerzas republicanas eran débiles para atacar de frente a un enemigo superior en medios, en cuadros, en disciplina y conocimientos militares. Y no hacía más que mirar el flanco derecho del enemigo, kilómetros y kilómetros al descubierto… «¿Cómo no verán esto?»… Su línea de comunicaciones vital parece estar invitándonos a golpearla con todas las posibilidades de éxito; y mientras tanto esta gente obsesionada con el Cerro de los Ángeles, con Alcorcón: defendiendo nuestras comunicaciones, pero sin atacar las de ellos»… «¡No lo compren-do!»… Pero de esto no quería hablar con nadie, ni con su mismo comisario. Hasta que un día se decidió a no esperar más. Y llamó a Tomás y su grupo.
—Tomar los coches que queráis, pero llegar hasta el sur de Talavera y ver todas las posibilidades existentes para un golpe de sorpresa sobre las comunicaciones enemigas, sobre las comunicaciones de las fuerzas de Ya-güe y Varela con sus bases de aprovisionamiento fundamentales.
Los otros escuchaban.
—No hacer noche en los pueblos… Dormir en los caminos… Que no os vea nadie. Ni los campesinos y mucho menos el enemigo… Si alguien os descubriera y sospecharais que podía poner en peligro lo que me propongo, liquidarle y esconder su cadáver…
Y se fueron.
Y el tiempo consumió un pequeño montón de días. En estos días Castro se dedicó a visitar con más frecuencia que nunca el Cuartel General del general Pozas; y a tratar al general más respetuosamente que nunca. Y a hablarle mal del general Miaja al que el otro general odiaba.
—Convénzase, mi general, el general Miaja no hará nada más en su vida… Para él Madrid es su pedestal y su madriguera… Y a esperar entre el halago de sus cortesanos a ver si el enemigo se rinde por cansancio o aburrimiento…
El general le miraba.
—¿Qué opina, mi general?
El general callaba.
Y no es que fueran muy inteligentes estos generales, pero eran ladinos y sobre todo había en el fondo de ellos una desconfianza imborrable hacia los comunistas, de cuya capacidad de maniobra había tenido ya numerosas pruebas…
—Vea el mapa, mi general… El sur del Tajo por Talavera al garete. Y pegados al Tajo, la carretera y el ferrocarril por donde llegan víveres, municiones y hombres a los generales Varela y Yagüe…
Y se callaba.
Y el otro le seguía mirando.
—Pocos hombres… Un desplazamiento rápido… Y al amanecer el golpe sobre Talavera… Un día o dos aguantando a no ser que se quisiera convertir esta operación en otra de mayor envergadura…
El general dejó de hurgarse la nariz.
—Sí. Sí…
—Sí, mi general, sí. Posible y fácil: dos mil hombres, una batería y una pequeña protección aérea bastarían para cortar las comunicaciones dos o tres días, para obligar a Franco a retirar fuerzas de Madrid y para dar a nuestras fuerzas de Madrid la posibilidad, ¡ahora sí!, de empujar al enemigo…
—Sí… Sí…
Era cazurro y vivo el general.
—Piénselo… Piénselo…
Pero el general comenzó a bostezar: era la hora de la siesta.
Mas Castro continuó insistiendo. Un día y otro. Y el general comenzó a ablandarse. Y escuchaba con más atención. Y a veces hasta retrasaba su siesta.
—Sería una jugada al tonto de Miaja para obligarle a hacer algo.
—Sí.
—Piénselo bien, comandante…
Al fin regresaron Tomás y su grupo. Venían cansados y sucios. Pero a la manera de los buitres habían localizado la presa. «Nadie, Castro. Talavera parece estar a mil kilómetros de la guerra. La gene vive como si viviera en otro mundo y no en un mundo en llamas. Sólo el elevar y aterrizar de los aviones del campo de aviación indica algo». «Hemos estado tres días observando. Trenes y trenes… Y largos convoyes por la carretera… Y todo con una tranquilidad irritantes… Después de esta entrevista Castro se dedicó durante varias noches a pensar en todo aquello. Y llegó a la conclusión de que, fuera como fuera, debía hacerlo, pero decidió hacer un intento serio para ver si convencía al general Pozas y a los consejeros rusos de que aquello se convirtiera en una operación de envergadura, en una operación que acabara con el cerco que se estaba formando en torno a Madrid.
Pozas.
Gorev.
Kulik.
«Si no logro lo que pretendo procuraré sacar solamente la autorización de Pozas y la haré con lo que sea y como sea». Y se fue a ver al general Pozas. Estaba irritado por aquellos días el general: los médicos le habían indicado la posibilidad de tener que operarle y posiblemente extirparle el testículo para evitar mayores males…
—¿Qué quieres, Castro, qué quieres?
—Dos mil hombres, mi general, una batería y uno o dos vuelos de protección de la aviación de caza… ¡Y le aseguro que corto las comunicaciones!… No puedo decir de antemano por cuánto tiempo, pero de lo que estoy seguro es de que durante unas horas o unos días provocaré el pánico entre las fuerzas de Varela y Yagüe… ¡Creo que es bastante y muy barato! El general no contestó.
—¿De acuerdo, mi general?
—Haga lo que quiera, Castro… Talavera o Madrid ¡qué me importa en estos momentos!… Lo que me importa son ¡mis testículos!…
Castro sintió ganas de reír.
—Comprendo, mi general, comprendo.
Y se fue.
Y de allí a la casa que tenía el general ruso Kulik, al que la estancia en España le sería premiada meses después con las insignias de mariscal.
Era grandote y basto. Su cabeza pelada y su rostro enorme y brutal, impresionaban. Pero impresionaban más sus gritos y sus manos, que movía como si fueran las aspas de cualquier molino manchego. Su estado mayor le temía. Castro tenía la impresión de que aquél estaba rodeado por el odio y el silencio de los suyos. Y, aparte de esto, deseaba el choque con aquel hombre, del que tenía la seguridad que despreciaba a los españoles.
—Mi general.
El otro le tendió la mano sin contestar… Y después se le quedó mirando. Castro no se preocupó mucho… Extendió lentamente el mapa sobre la mesa… Miró a la traductora, luego al jefe del estado mayor del general y, por último, al general… Y comenzó a hablar.
—Tengo autorización del general Pozas para hacer una operación sobre las comunicaciones enemigas a la altura de Talavera.
Y con un dedo indicó en el mapa la ciudad y los puentes… Y vio cómo los otros se inclinaban sobre el mapa… Alzó la cabeza, miró al general a los ojos y continuó.
—Es una operación barata, fácil y efectiva… Pero ¿no cree usted, camarada, que podríamos aumentar el volumen de la operación y convertirla en algo más serio y más definitivo?
El otro se pasó el dorso de la mano por la nariz, miró el mapa y después a Castro.
—«Niet», camarada: ni una operación de distracción ni una operación de envergadura…
—¿Por qué?
—No entra en mis cálculos.
—¿Es esa su gran «razón»?
—Esa no es cuestión suya.
—Suya y mía, general.
El general se puso rojo, miró unos segundos a Castro. Después con sus dos manazas barrió la mesa de un solo golpe. El mapa y el lapicero rojo de Castro cayeron al suelo.
Castro le miró.
Después recogió el lápiz y el mapa. Y enrolló el mapa lentamente Y se guardó el lápiz.
—A pesar de usted se hará.
—«Niet»
—Se hará.
—«Niet».
Castro se dirigió a la puerta. Y la abrió de par en par. Y se volvió hacia el general que gritaba en ruso.
«Cerdo».
Y dio un portazo.
Y…
—Salud, camarada Gorev.
—Salud, Castro.
Castro le contó todo. Sin omitir detalle; ni palabra ni gestos. El rostro de Gorev se iba ensombreciendo poco a poco. Hasta dejó apagar su cigarro puro lo que, para él como gran fumador, era una grave falta. Y al final Castro llegó a su decisión: «Con Kulik o contra Kulik yo haré esta operación»… Gorev encendió el puro, dio varias bocanadas y después habló casi sin despegar los labios…
—Has cometido un error… El camarada Kulik fue el jefe de la artillería de Tsarisin, uno de los colaboradores más cercanos del camarada Stalin, un viejo militar y un viejo bolchevique… ¡No debiste hacerlo!
—Pero ¿tú atas de acuerdo con la operación?
—No debiste hacerlo.
—Contesta, Gorev… ¡Contesta!
—No debiste hacerlo, camarada… Esto es para mí lo más importante… Él es el gran general enviado por el camarada Stalin para ayudamos a ganar la guerra… ¡Y tú le has tratado mal!… ¿Te das cuenta a qué conclusiones llegaríamos si analizáramos esto políticamente?
—Escúchame Gorev: el camarada Stalin nos envió al general Kulik para ayudamos a ganar la guerra, pero ¿acaso yo, al proponer esta operación, estoy impidiendo que la guerra se gane?
—El camarada Kulik es mi jefe… Tú, solamente un camarada.
Se miraron.
—¿Y te impedirá «eso» el que me ayude la aviación con uno o dos vuelos en el caso de que se desplace sobre nosotros la aviación enemiga? Se quedó pensando.
—No lo sé.
—Pues yo sí quisiera saberlo antes de salir de esta habitación.
Y se puso en pie.
—Te ayudaré.
Y dio varias chupadas al cigarro y dejó salir lentamente el humo que casi le cubrió la cara durante unos segundas. Y Castro salió sin poder verle los ojos…
* * *
Se pasaron la noche mirando la noche.
Tendidos en el suelo. Sin una luz ni un grito. Desplegados sobre aquella llanura al sur del río y mirando desde las alturas la ciudad que la noche les impedía ver totalmente.
Y horas y horas.
Castro miró su reloj… «Las cuatro de la mañana»… A su lado roncaba Pablo Bono, el comisario italiano, el hombre que durante muchos años dirigió la Editorial «Europa-América» que servía para imprimir y divulgar la propaganda del Komintern y para recibir el dinero que Moscú enviaba periódicamente al Partido Comunista de España. Un poco más lejos un coronel ruso, de caballería, y su traductora hablaban en voz baja. Y sombras que iban de un lado para otro. Había allí fuerzas de «El Campesino». Del comandante Urribarri. Y algunas otras que Castro había reclutado precipitadamente. Y una batería que logró por medios no muy legales y que dirigía un comandante profesional, magnífico artillero y magnífica persona…
«Las cinco de la mañana».
Se levantó. Y con el pie despertó a Bono. Y el ruso y su traductora se levantaron. Y cada cual se fue a su lugar, Castro, antes de dirigirse a las primeras líneas, que esperaban el momento, se fue a ver al comandante artillero. Allí, junto a sus cañones, tumbado pero con los ojos abiertos, esperaba la hora.
«Ya, comandante».
Y cada cual en su puesto. Pero el día no podía romper la niebla.
Las seis… Las siete… Las ocho… Las nueve… Castro, de un lado para otro, maldecía en silencio. Y dentro de él la duda: «¿Suspender la operación: hacer la operación aun con todos los riesgos que hacerla en pleno día supone?… Estuvo a punto de preguntar al coronel ruso y no lo hizo; pensó si preguntaba al comisario Bono, pero no llegó a preguntarle… Hasta que la niebla comenzó a desaparecer.
Y la ciudad y el río.
Y casas y gentes.
Y el puente.
Y de pronto:
Buunuunnnmmm.
Buuuuunnnmmm.
Buuuuunnnmmm.
Los obuses comenzaron a estallar en el aeródromo. Dos grandes aviones comenzaron a arder. Y gente enloquecida corriendo de un lado para otro.
Buuunnnnmmm.
Buuuuunnnmmm.
Buuuuunnnmmm.
Castro hizo una señal a la gente. Y la gente comenzó a descender hada el río y a enfilar hacia los puentes… Las ametralladoras enemigas emplazadas en el puente comenzaron a disparar en ráfagas frenéticas. Algunos aviones se elevaron precipitadamente.
«Rápidos».
«Rápidos».
Las ametralladoras enemigas punteaban el camino de barro y agua de las fuerzas de Castro.
«Rápidos».
Una ametralladora enemiga le hizo su objetivo. Los disparos se hundían en la tierra o rebotaban en las piedras Los dos ruidos llegaban a Castro rítmicamente. Se tendió en el suelo y comenzó a arrastrarse.
«Rápidos».
El enlace le miró. Después miró al cielo. Castro siguió con su mirada la del otro.
«¡La aviación!».
«De ellos».
«Ahora llegará la nuestra».
Los aviones alemanes empezaron su tarea. Los enlaces se acercaron a Castro. «Que la gente se detenga buscando el terreno más favorable para resguardarse… Que nadie salga al llano porque descubrirían dónde estamos y le costará el pellejo… Esperaremos que llegue nuestra aviación y aprovechando su presencia reanudaremos el avance hacia el puente…»
Aquello se convirtió en una terrible noria que descargaba torrentes de fuego.
Una escuadrilla.
Y cuando ésta se perdía en el horizonte otra que llegaba a relevarla. Ocultos en los bordes de una profunda cañada, Castro, Bono, el coronel ruso, su traductora y varios oficiales presenciaban la acción de la aviación alemana… No cabía otra cosa que hacer… Los aviones al comprobar la carencia de defensas antiaéreas se acercaban más y más… Pegados al suelo Castro y sus acompañantes sentían la proximidad cada vez mayor de las balas… A veces escuchaban un grito y el derrumbarse de un cuerpo hacia el fondo de la barranca…
«¡Castro!».
«¡Calma, camaradas, calma!»…
Otro grito.
Y el deslizarse de otro cuerpo.
Y un ruido sordo en el fondo del barranco cuyo eco llegaba hasta los oídos de ellos.
«¡Castro!».
—Castro no contestó. Pero miró a un lado y otro. Los aviones alemanes se acercaban más y más. Las ráfagas se hacían más frecuentes. Más próximas. Sobre el llano las manos de las gentes clavadas en la tierra y los cuerpos casi suspendidos sobre la barranca. Y las balas más cerca.
Otro.
Castro miró a un lado. Y otro. Las gentes con la cara pegada a la tierra no querían mirar al cielo. Esperaban la bala que aflojaría sus manos y empujaría sus cuerpos a aquella barranca convertida en cementerio de gentes y gentes… Pablo Bono comenzó a mirar su pistola mientras que el sudor resbalaba por su rostro lívido… Castro comprendió.
«¡Bono… Camarada Bono!… ¡Guarda esa pistola!… ¡Te ordeno que la guardes!…
El otro movió los labios.
«¡Tú no puedes matarte, Bono!… ¡Provocarías el pánico!…» Y se arrastró hacia él y pegando su boca al oído del otro le dijo, procurando que nadie lo oyera: «Si no guardas la pistola, te mataré yo… Entiéndelo bien, camarada Bono… ¡Te mataré yo!».
Y el otro se guardó la pistola… Después clavó una de sus manos más y más en la tierra. Y con la otra se limpió el sudor que cubría su rostro, Y las balas cubriendo el suelo. Y una hora. Y muchas horas. Y el día comenzó a hacerse noche. Y Castro se levantó, se pasó la mano por los labios que tenía secos y miró a un lado y otro. Hacia él corrieron los enlaces. Y entre ellos «El Corbata», un antiguo pistolero del Partido, grande, valiente y bueno…
«Castro, llegan trenes de Madrid con fuerzas… Son tres los trenes que han entrado ya en la estación».
Pidió agua y bebió frenéticamente. Luego encendió un cigarro. Era el primer cigarro en ocho horas. Después sintió un fuerte dolor en el lado derecho del vientre. Un dolor que cada vez se hacía más dolor.
Y «El Corbata» otra vez.
«Los regulares y el tercio se están concentrando en la otra orilla del río».
—Escucha.
—Dime, camarada.
«Comunica que nadie dispare hasta que no comience el despliegue enemigo… Y que cuando comience que las ametralladoras barran el camino… Mientras tanto la gente que comience el repliegue… ¡Tenemos que aprovechar el resto de la noche para retirarnos».
—De acuerdo.
Bono se acercó a él.
—¿No te habían prometido aviación?
—Si… Pero posiblemente ha sido más necesaria en el frente de Madrid.
Y el dolor más fuerte que antes, cada vez más fuerte… Primero se encogió… Después se dejó caer… Y hundió sus dos manos en el vientre… Y notó que la boca se le secaba y que la frente le ardía… Y escuche el ruido lejano de las ametralladoras. Y el replegarse de la gente que pasaba cerca de él sin verle… Y el dolor cada vez más fuerte… Ahora se retiraban los hombres con sus ametralladoras… Y sin verle… Y el dolor más fuerte. Escuchó voces:
«¡Castrooooo!».
«¡Castrooooo!».
Quiso gritar. Después quiso levantarse… A lo lejos se movían unas sombras extrañas y cautelosas a las que la luna alargaban la figura Sacó la pistola y alzó el gatillo… Pensó en el Partido. Y esperó.
«¡Castrooooo!».
Vio acercarse a dos sombras. Levantó la pistola… Por la estatura reconoció a Bono y a «El Corbata».
«¡Aquí!».
«¡Aquí!».
Sintió que le levantaban… Y que alguien le echaba sobre sus hombros… El dolor seguía y seguía… Quiso quejarse… Pedir que se detuvieran… Luego sintió que todo se desvanecía… ¡Todo!
Abrió los ojos…
—¿Cómo te sientes?…
—¿Dónde estoy?
—Con nosotros.
—¿Dónde vamos?
—A Madrid, camarada.
Y cerró los ojos… «¡A Madrid, camarada!»… Sonrió… Cuando abrió los ojos se encontró en una habitación blanca, sin ruido y frente a él una enfermera.
—¿Cómo se siente?
—Bien.
Y luego la llegada del doctor Planelles… Y una de sus manos hundiéndose en el vientre. Y unas palabras a la enfermera.
—Que siga sin comer nada… Y liquidas fríos, cuanto más fríos mejor… Y reposo… Reposo y reposo…
—Planelles…
—¿Qué hay, Castro?
—¿Sabes lo que pasó allí?
—Magnifico, Castro… El enemigo sacó fuerzas de Madrid para acudir precipitadamente a Talavera… ¡El Partido está contento!… Muy contento, Castro!… Pero parece ser que piensa prohibir a sus comandantes que hagan locuras…
—¿Locuras?
—Sí… ¡No olvides que cuando te recogieron, los regulares estaban a trescientos metros.
Y pasaron las horas.
Cuando salió del Hospital Obrero, Carlos Contreras le había preparado una entrevista con periodistas españoles y extranjeros. La entrevista se celebró en la Casa de la Cultura.
«Díganos, comandante».
«Apenas tengo nada que decir… Un golpe de sorpresa en la retaguardia y sobre las comunicaciones enemigas… Paralización de los golpes enemigos sobre Madrid… Alarma en el Estado Mayor de Franco… Y nada más».
«¿Hubiera usted podido tomar Talavera?»
«Quién sabe».
«¿Qué es lo que limitó los alcances de su operación, comandante?»
«La aviación enemiga».
«¿Y por qué no le ayudó la aviación republicana tratándose de una operación que tanto podía haber influido en la liberación de Madrid del cerco de las fuerzas del general Franco?»
«No lo sé… Pero, estoy seguro de que la aviación republicana tuvo que hacer mucho en esos días… Mucho…»
Y se levantó. Y cuando los demás se fueron abandonó la Casa de la Cultura. Y se dirigió al Ministerio de Hacienda. Golpeó la puerta al mismo tiempo que levantaba el picaporte y entraba.
Gorev alzó la cabeza.
—Hola, Castro.
—Hola, Gorev.
—Todo estuvo magnífico.
—Hasta la aviación republicana, camarada Gorev.
—Hubo nubes.
—Sí, suele ocurrir con frecuencia que en el cielo haya nubes.
La figura del general Kulik le golpeaba en su interior. «El jefe de la artillería de Tsaritsin»… «El compañero de Stalin»… «Pero…» No quiso acabar tan pensamiento… Todavía Stalin y sus compañeros de armas eran para él sus dioses.
* * *
Largo Caballero gobernaba a ratos… Es después de la primera fase de la batalla de Madrid cuando tiende a cumplir el decreto del 15 de octubre en que se legalizaba la situación de los comisarios políticos; el 7 de diciembre crea las escuelas para oficiales de ingenieros, infantería, caballería, transmisiones y artillería; y por estos días se publica el decreto de creación del Ejército Regular Popular por brigadas, divisiones y cuerpos de Ejército… Y crea el Consejo Superior de Guerra presidido por él e integrado por el ministro de Marina, Prieto; por el de Estado, Álvarez de Vayo; por el de Justicia, García Oliver; por el de Agricultura, Uribe; por el de Obras Públicas, Just…
Cuando apareció el Decreto de creación del Ejército Regular Popular, el Quinto Regimiento fue un ejemplo «conmovedor» de disciplina, de comprensión, de obediencia al gobierno del Frente Popular.
«Milicia Popular», el diario del Quinto Regimiento afirmaba:
«Todas nuestras milicias deben integrar el nuevo ejército. Hay y debe haber un único ejército del pueblo, bajo un mando único, que sea el mando designado por el gobierno del Frente Popular. Nosotros, los del «Quinto Regimiento», tenemos en mucho nuestro regimiento. Lo hemos creado, forjada con nuestros esfuerzos, popularizado con nuestra lucha, hecho glorioso con nuestros muertos y nuestros héroes, pero comprendemos que para salvar a España es necesario un gran ejército, el ejército del pueblo. Nuestro «Quinto Regimiento»…» es el primero en cumplir los decretos del gobierno del Frente Popular…»
El 27 de diciembre el 70 por ciento de las fuerzas del Quinto Regimiento habían ingresado en el Ejército Regular Popular.
Las demás fuerzas de milicias se resistían y se resistieron durante un gran periodo de tiempo.
—Los demás se resisten, Castro.
—No importa, camaradas… Tendrán que ingresar en el Ejército Regular Popular… No tendrán más remedio… Pero, cuando lo hagan ya será un poco tarde… Las primeras unidades estarán todas en nuestras manos, militar y políticamente… Y otros muchos puestos vitales para los intereses del Partido…
—¿Lo crees así?
—No olvidar nunca una cosa: el Partido ve más y más lejos que nadie…
—Es cojonudo el Partido —comentó un sargento sin poder dominar su entusiasmo.
—La frase no es muy elegante —respondió Castro sonriendo —, pero, camarada, es justa, maravillosamente justa… «¡Es cojonudo el Partido!»… Yo te comprendo, camarada, como te comprenderá el pueblo, porque la palabra es española, ciento por ciento española…
—¿Y ahora, Castro?
—No sé muy bien qué hacer, Carlos. Por un lado el Partido me llama para que regrese a Valencia; por el otro me gustaría quedarme aquí, pues creo que todavía hay algo que hacer… Pero…
—¿Pero, qué, Castro?
—Tú y yo. Carlos, estamos cesantes, el Quinto Regimiento no existe, existe solamente el Ejército Regular Popular… Es más, Carlos, seguir llamándote comisario y yo comandante, va contra la línea del Partido… Creo, pues, que debemos quitarnos los distintivos.
—Es penoso.
—Pero, políticamente justo.
—Sí.
—Es el fin, camarada, de la época inicial y hasta un poco romántica de nuestra guerra.
—¿Te irás a Valencia?
—Preguntaré si debo irme.
—¿Nos despediremos de ellos?
—Yo no.
Una de las muchachas les trajo unas tazas de café y dos copas de coñac. El viejo despacho se llenó de humo y de silencio, de nostalgia y tristeza. Hubo un momento en que Castro se levantó y descolgó un mapa de la región de Madrid que enrolló cuidadosamente.
—¿Para qué lo quieres?
—Es un recuerdo… Es la fotografía de todas mis angustias de muchos días y muchas noches.
Y otra vez el silencio.
—Vamos a dormir, Carlos… La pena duerme cuando el hombre duerme…
El otro se levantó.
—No te preocupe eso macho, Carlos… El Partido no nos dejará descansar mucho tiempo… ¡Estoy seguro!
Y se levantaron y salieron lentamente del despacho. Las escaleras que conducían al piso superior crujieron bajo el peso de aquellos dos hombres.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Hasta ellos llegaba el ruido de los disparos de la artillería enemiga; y el caminar del centinela. Y de vez en cuando el ruido de disparos, gritos de horror y odio y el pasar rápido de los automóviles que sacaban los cadáveres a las afueras de Madrid.
* * *
Castro sabía que no le era posible oponerse a su marcha a Valencia. El Partido le ordenaba ir. Y sabía desde muchos años antes que las órdenes del Partido no admitían discusión, En el fondo sintió pena de irse, pero también algo así como una pequeña liberación de un ambiente que le empezaba a irritar.
Madrid no era el del 7 de noviembre, a pesar de que el 7 de noviembre no estaba lejos. No lo eran sus combatientes. No lo era ni el mismo Partido. Sus combatientes oyendo y oyéndose llamar cada día los grandes «héroes de la defensa de Madrid», comenzaron a creer que estaban por encima de España entera; y a mirar a los demás de arriba abajo. Era una mezcla de estupidez y soberbia que comenzaba a hacerse inaguantable. En a Partido había comenzado un proceso extraño. De un lado la afluencia de la «riada humana» había adulterado un poco la pureza del Partido; de otro lado en la dirección del Partido en Madrid se había producido un fenómeno extraño: los dirigentes que durante los días decisivos ni hacían nada, ni eran nada, ahora, terminada la primera fase de la batalla y entrada la guerra en el frente del Centro en un período de relativa calma, se creían todo, aborrecían un poco a los hombres del 7 de noviembre y en el fondo deseaban que abandonaran Madrid, que llegaran a Madrid nuevas unidades para ellos poder mostrarse como los hombres del 7 de noviembre, sin testigos que pudieran desmentirlos…
* * *
«Sí, a Valencia… Faltan aún muchas batallas… En estas batallas y en estos tiempos por venir el Partido deberá pasar por la crisis de la lucha y la fe, del valor y la obediencia de toda esa «riada humana» que se ha incorporado al Partido no por su fe en Marx, en Lenin, en Engels y Stalin, sino porque sabe que nosotros somos los vencedores del 7 de noviembre y los casi seguros vencedores de la guerra; porque piensan que el poder caerá indefectiblemente en nuestras manos; que el Partido será el amo y el gobernante de España…»
«A Valencia».
—¿Cuándo sales, Castro?
—Pronto, Mije.
—Sí… Debes salir pronto, con seguridad que el Partido te necesita.
—Con seguridad.
—Mariano, a Valencia.
—Está bien.
* * *
El camino hasta Valencia fue triste, silencioso, infinitamente largo Madrid era el sentimiento; Valencia la razón. Casi no hablaron durante el camino. La noche acentuaba la soledad de Castro; la noche como un gigante negro le minimizaba, le reducía a sus verdaderas dimensiones humanas. Castro nunca se lo había dicho a nadie, pero la noche le daba miedo. La noche para él era un mundo pequeño cuyos horizontes alcanzaba con las manos. Y se sentía como aprisionado, como encerrado en un ataúd un poco más grande que les normales… Además, en la noche los pueblos parecen fantasmas que agonizan; los hombres siluetas de silencio y sombra: los perros seres humanos pequeños y miserables; las casas mausoleos de ocres o blancos.
La noche le daba miedo.
¿Miedo?
No era precisamente miedo. Era algo así como una especie de encogimiento, de él frente a sí mismo, del hombre frente a su conciencia, a la vieja conciencia encadenada, pero no muerta.
Asfalto y árboles.
Luces y casas.
Hombros y perros hechos sombras.
La revolución no se veía en la noche, la guerra tampoco, ni tampoco el Partido.
Mariano miraba el camino.
Castro al cielo.
El tiempo no tenía medida por horas. El tiempo se medía por el día y la noche.
Y Valencia surgiendo del amanecer. Como un maravilloso nacimiento en el que las cosas no fueron cosas. Porque frente al panorama de Madrid, frente al cielo y la tierra de Madrid, frente a los hombres y mujeres de Madrid aquello era como un inmenso montón de algodón en rama: suave, blando, lejano, neutral.
Una línea de casas.
Una línea de playa.
Una línea de mar.
Y una línea de un cielo que empezaba a mostrarse azul.
Llamó a la puerta. Bostezos y prisas. Y una luz. Y ruido de pisadas en la escalera. Y una cerradura que se queja al abrirse. Y una mujer pálida.
—¿Tú?
—Yo.
Y subieron la escalera uno detrás de otro. Y ya en la alcoba se miraron.
Y ella le notó cansado y como si comenzara a ser viejo; él la vio pálida, triste, enferma.
—¿Cómo van las cosas?
—Bien.
—Ojalá.
—¿Dudas?
—Es la distancia la que hace dudar, porque la distancia, Enrique, entraña el desconocimiento, la angustia, el miedo, la desconfianza. Los que están en el frente o cerca del frente, saben los que mueren de nuestro lado y ven a los que caen del otro; ven lo que se avanza o se retrocede… Desde aquí no, desde aquí la guerra se ve tan sólo a través de los partes de guerra en los que generalmente no se cree; se conoce la guerra a través de los rumores…
—¿Y qué más, Esperanza?
—Allí cada combatiente sabe que puede morir, pero también que puede matar… Aquí sólo sabemos que podemos morir sin la posibilidad de matar. El error, Enrique, de los que hacéis o dirigís la guerra es que sabéis tomar el pulso a los que combaten, pero no a los que no combaten; que sabéis lo que es el frente de batalla, pero no lo que es la retaguardia… Allí la gente vive la guerra, aquí la gente vive una angustia inconcreta que va acabando poco a poco con la gente…
—Estás cambiada…
—Estoy enferma de incertidumbre.
Y se callaron.
Y cuando despertó escuchó el rumor del mar que acariciaba la costa. Y se sintió solo.
Pero había sol.
Lo que le permitía ver la guerra, sentir la revolución y percibir intensamente al Partido dentro de sí mismo.
Se tiró de la cama y miró al mar.
Y comenzó a vestirse lentamente.
* * *
Vivía Esperanza con el matrimonio Carnero, padres del viejo estudiante que le acompañó en los primeros meses de la guerra. Eran buenos, extraordinariamente buenos, pero inaguantables. Él, un viejo maestro, magro y con el pelo cortado al rape, con mucho de árabe en el color de la piel y en el mirar. Con comienzos de cáncer en la próstata y una exacerbación sexual que aceleraba su agonía; ella alta y guapa, dulce unas veces y mandona otras. Y con la sumisión casi tradicional y mística de la mujer española al marido, lo que hacía más doloroso su vivir.
—No teníamos otra cosa.
—Esto es mejor que nada.
Y desayunaron en silencio.
Mariano llegó a las diez de la mañana. Venía rasurado y contento. Y deseoso de hablar de su mujer a la que quería mucho y de su suegra, a la que no quería tanto.
Pero no tuvo tiempo.
—Al Partido.
Y llegó a aquella plaza con mucho de la vieja España. Y descendió del coche. Y contestó al saludo de la guardia. Y al jefe de ella le preguntó un poco impaciente:
—¿Está Checa?
—Sube al último piso… Está con el camarada Díaz y con Codovila.
Y subió.
Y cuando entró en el pequeño despacho se encontró con ellos, con la «troika» suprema. Y estrechó la mano de cada uno de ellos. Y se sentó y miró a los tres que le miraban.
—¿Cómo está Madrid?
—Bien.
—¿Peligro inminente?
—No lo creo. Creo que por el momento existe una tregua que no sé realmente cuánto durará; después la lucha se reanudará. No creo que Franco insista en el golpe frontal… Creo que es sobre los flancos de Madrid sobre los que se cierne el peligro.
—Posiblemente.
—¿Qué debo hacer?
—Incorpórate al Instituto… No será por mucho tiempo, pero conviene que endereces un poco las cosas… Según nuestros informes está dominado por la rutina… Y aprovecha el tiempo para descansar un poco, siempre es bueno cuando no se sabe si mañana se podrá descansar.