Capítulo VII
COSAS QUE FUERON HOMBRES
Era un viejo árbol cuyas raíces se hundían en el tiempo. Un viejo árbol que no se daba cuenta que era viejo, que sus raíces se iban secando cada día, que ni el sol ni el agua eran ya capaces de hacer que en sus ramas florecieran las hojas.
No.
No se daba cuenta.
Se conformaba con mirar y mirar el horizonte. Con mirar al cielo y no mirar la tierra.
Y no pensaba en el viento, ni que el viento pudiera convertirse en un huracán que le arrancara de cuajo del mundo y le convirtiera en un muerto gigantesco sobre cuyo esqueleto caminaran afanosas las hormigas y avanzara cada día la carcoma. Un vivir de ilusiones. Un vivir sin pensar en que la muerte alcanza a todo y a todos. Se creía un gigante, cuando no era más que el recuerdo de un gigante… Se llamaba Largo Caballero y todavía le llamaban «El Lenin español».
Y comenzaron a llegar los primeros vientos. Y con ellos el anuncio inconfundible del huracán.
Pero el viejo árbol ignoraba que era viejo…
* * *
Durante el mes de enero el general Franco había recibido grandes cantidades de material de guerra. Y una parte del «Cuerpo Expedicionario Italiano» había llegado a España. Parece ser que el plan operativo estratégico del enemigo estaba constituido por tres grandes operaciones ofensivas:
—Ofensiva sobre Málaga.
—Nueva ofensiva sobre Madrid.
—Y ofensiva sobre el territorio republicano del Norte.
Por su parte el mando republicano también preparaba operaciones importantes con el fin de destruir al ejército enemigo del Tajo. Para ello contaba con quince nuevas brigadas que se habían terminado de organizar es el mes de enero. Según el primer plan, el golpe debía ser realizado por quince brigadas desde el Noroeste de Madrid hacia el Sur, a lo largo del río Guadarrama, para caer sobre la retaguardia enemiga del sector de Madrid. El golpe secundario debía ser realizado por cinco brigadas desde la región de San Martín-Titulcia sobre Griñón. Pero algunos avances enemigos y el carácter de las fortificaciones establecidas por éste, obligaron al mando republicano a fijar su atención sobre los sectores del Sur de Madrid. La nueva variante de la ofensiva consistía en:
El grupo de choque compuesto por quince brigadas debía atacar desde La Marañosa-San Martín de la Vega, hacia el Oeste con la misión de alcanzar el primer día la carretera de Toledo. El golpe auxiliar lo realizaría una agrupación de 5-6 brigadas, partiendo desde el Norte de la región de Torrelodones sobre Brunete.
El cuerpo de ejército de Madrid atacando en todo el frente debía fijar las fuerzas enemigas.
Los elementos de apoyo en la dirección principal serían una Brigada de Carros de combate y 120 cañones. En la dirección auxiliar una Compañía de tanques y unos 400 cañones. Se contaba para esta acción, a la que se daba una gran importancia, con unos 100 aviones.
La operación se había fijado para el 27 de enero, después se aplazó para el primero de febrero, luego para el día seis y, por último, para el 27.
La concentración de las unidades republicanas se realzó con extraordinaria lentitud. El día 6 de febrero sólo habían llegado 6 brigadas. Los Estados Mayores de las dos Agrupaciones y de las Divisiones no habían sido creados… los republicanos iban a utilizar como base de partida la gran cabeza de puente existente en la orilla occidental que se extendía desde La Marañosa hasta Ciempozuelos.
La concentración de las unidades republicanas hizo suponer al enemigo la inminencia del ataque y sin esperar a montar su dispositivo se lanzó a la ofensiva. Eran claros los objetivos de Franco: adelantarse a los republicanos, liquidar la cabeza de puente que poseían los republicanos sobre el Jarama y que era una amenaza permanente, pasar el río y cortar las comunicaciones de Madrid con Levante. El día 6 el enemigo, después de una corta preparación de artillería, inicia el ataque en el sector de las Brigadas republicanas 18 y 23. Con ello comienza una batalla que había de durar hasta el 28 de febrero. El resultado después de un esfuerzo titánico por ambas partes fue nulo. Cierto que el enemigo no logró cortar las comunicaciones de Madrid con Valencia, pero no menos cierto que los republicanos no pudieron cortar las comunicaciones del enemigo de su frente del Centro con sus bases fundamentales…
Castro supo del desarrollo de la batalla desde lejos, desde Valencia, que le parecía algo así como un encantador y odioso destierro. Lo supo poco después por el mismo teniente coronel Burillo, que fue quien tuvo bajo su mando a Líster y Modesto, a las divisiones «A» y «B» y la 9ªdivisión.
—¿Fue dura la batalla, teniente coronel?
—Durísima.
—¿Y a qué obedece, según usted, el fracaso de ella?
—Amigo Castro: faltó organización y sólo contamos con una brillante desorganización que se mantuvo durante los veintidós días de la batalla. Aparte de esto, se lo digo a usted porque creo que es interesante que lo sepa: para el futuro, es muy difícil mandar a los jefes que ayer eran hombres simples y modestos y que hoy por su vertiginosa carrera militar se creen pequeños genios. Obedecen cuando lo consideran oportuno, desobedecen cuando les parece necesario, lo malo de ello es que usted no puede golpearles porque poseen una lógica aplastante: si les manda avanzar y tienen muchas bajas, el objetivo desaparece de su vista y se convierten en unos humanistas maravillosos. Y suelen decide con harta frecuencia: «La batalla que no se gane hoy, se puede ganar mañana; pero los hombres que caigan, jamás pueden recuperarse». Y usted al principio cree, efectivamente, que aman entrañablemente a sus soldados, pues no: encubren con este pretendido amor a sus hombres y a sus vidas su incapacidad, a veces hasta su cobardía… Y hay el peligro, Castro, de que estos héroes nos hagan perder la guerra…
Castro le miró a los ojos.
No dudaba, no podía dudar de la sinceridad de aquel hombre.
—Lo tendré en cuenta, mi teniente coronel.
Y la batalla del Jarama en la que muchos creyeron consagrarse ante la historia como héroes, acabó por parecerle una porquería camuflada por el heroísmo de unos cuantos millares de soldados…
* * *
Con el fracaso de la batalla del Jarama la soga se apretó un poco más al cuello de largo Caballero, que parecía no ver que su fin político se había previsto, se había organizado.
El 14 de enero se perdió Estepona.
El 4 de febrero llegan rumores de que Franco se lanza al ataque sobre Málaga. Pero a Castro en aquel momento aquello no le importaba nada. Para él había un acontecimiento más importante que todo: el Pleno Ampliado del Comité Central que se iba a celebrar en Valencia y para el cual había sido nombrado delegado, miembro de la delegación de Madrid.
¿Qué diría el Partido?
Castro no acudía con frecuencia a las oficinas del Comité Central. Él tenía una tarea, una tarea encomendada por el Partido, una tarea en la que había que trabajar cada hora de cada día… Sabía que siempre, siempre, estaba bajo la mirada del Partido, bajo el control del Partido al que llegaban cada día cada uno de sus actos, cada una de sus palabras, cada uno de sus gestos. Él lo sabía. Sabía, además, que mientras el Partido no le llamara él no tenía por qué acudir al Partido, de no ser que llegara un momento en que se sintiera impotente, desconcertado, sin rumbo y sin horizontes… ¡Pera Castro sabía que esto no podía ocurrir!… El Partido le había formado para mil tareas, le había enseñado cómo comenzarlas y cómo acabarlas, le había educado en saber hacer su balance diario para saber si iba por el buen camino, le había curado de todo impresionismo, de toda flaqueza, de toda debilidad humana, hasta de la más pequeña debilidad humana… ¡Ni el partido le llamaba ni él iba al Partido!… ¡Pero el Partido le veía y él veía al Partido!… Y a través de los editoriales del órgano del Partido o de los discursos de los miembros del Buró Político él sabía dónde estaba, qué había que hacer, cómo había que hacerlo…
Aquel día sonó el teléfono muy temprano…
—Aquí, Castro.
—……
—De acuerdo, Checa, enviaré por la credencial dentro de un momento… ¿Me permites una pregunta?
—……
—¿Debo obligatoriamente formar con la delegación de Madrid?
—……
—Preferiría no hacerlo.
Había un pleito que cada vez se enconaba más y más en el seno del Comité de Madrid del Partido Comunista. La guerra había provocado un pequeño fenómeno: los viejos miembros del Comité de Madrid se habían incorporado a los frentes y habían llegado los nuevos, el «equipo Antón», gentes a las que los viejos cuadros no querían… Sin embargo, la pugna se había ido encubriendo por el hecho de que los viejos miembros del Comité de Madrid dedicados a la guerra no acudían a los dominios de Francisco Antón, el Godoy de Dolores Ibárruri… Pero el Pleno Ampliado del Comité Central ponía el pleito a flor de tierra… Mas la orden de Checa había sido terminante: «Tú formas parte de la Delegación de Madrid… Es cuanto te puedo decir… Y es cuanto necesitas saber»… A pesar de todo, Castro, por primera vez en su vida, estaba dispuesto a desobedecer, creyendo con ello, una y mil veces más, servir al Partido…
Renau había decorado el escenario y los laterales de la sala en que se celebraba el Pleno con sus mejores colores… Sobre la embocadura del escenario, Lenin, Stalin, la hoz y el martillo, después Engels y, por último, Marx. Y debajo de Lenin un gran retrato de José Díaz. Y debajo de Marx un gran retrato de Dolores Ibárruri «La Pasionaria»… Y en el fondo del escenario un mapa de España. Y sobre él la síntesis política del Partido en aquella hora: «Luchamos por la independencia de nuestra Patria… ¡Por una España libre, próspera y feliz!»… Castro se detuvo unos instantes viendo todo aquello… Después, en medio de un silencio impresionante, llegó hasta él la voz de José Díaz; monótona, triste. Y miró y vio la figura apagada y simple del jefe… Luego vio a Codovila, el hombre del Komintern, después a Uribe y Mije, Hernández y «La Pasionaria», Antón y Carrillo… Y miró la sala… Y vio muchas caras a las que llevaba viendo hacía muchos años, la mayoría da ellas envejecidas por una lucha a la que se daba todo… Luego se fijó en los invitados. Los había de todas las clases: los jefes de los Partidos hermanos y en primera fila a Duclos, el ex pastelero francés, gran policía político y una de las figuras extrañas y viscosas del movimiento comunista internacional; después estaba Harry Pollit, el jefe del Partido inglés que seguía vegetando con sus cinco mil miembros y esperando que el imperio inglés se derrumbara por sí solo, que la monarquía inglesa abandonara la isla y que los ingleses, dejando de ser ingleses, convirtieran en su nuevo rey al viejo Pollit. Estaban también los italianos: Luigi Longo, enfermo y melancólico, silencioso y pálido, como un hombre que se esforzara angustiosamente en vivir para ver alguna revolución más; su mujer, gorda y gritona: Nicoletti; y André Marthy, espectacular e inútil; y Margarita Nelken y Montiel, dos diputados socialistas que se habían hecho comunistas; y los intelectuales del Partido: los Alberti, Herrera Petere, Falcón, y otros muchos. Y como un extraño animal, Wenceslao Roces, andando de un lado para otro como el correo humano entre los de arriba y los delegados… Y luego la delegación de Madrid: una cigarrera, Giorla, Antón, un ferroviario, Diéguez… Y Armisen y Delage… Y Pablo Yagüe. Y jefes militares: Líster y Modesto; «El Campesino», Galán, Durán, Segis, Tagüeña, los tanquistas a los que habían hecho héroes en la defensa de Madrid… Mucha gente… Y Comorera y Vidiella… Y Larrariaca. Y Delicado Barneto… Mucha gente… Y por encima de ellos, Lenin. Stalin, Engels, Marx, Codovila, al que Renau por discreción no había hecho su carnet-retrato, José Díaz y «La Pasionaria»…
Y la voz de José Díaz: «¡Por la unidad, hacia la victoria!».
Castro se sentó lejos de la Delegación de Madrid y a un lado de la sala. Más oscuro que el resto, desde el cual Castro veía y no le veían. Podría hacer gestos y comentarios. Delante de él estaba Sosa, el diputado por Canarias, haciendo el amor a una guapa maestra de escuela a la que la guerra había hecho líder… A su lado nadie, hasta que llegó el general Kleber, silencioso y sombrío.
—Hola, Castro.
—Hola, Kleber.
Y a escuchar procurando no dejar de escuchar nada. Escuchando a Pepe mirando a Codovila.
Y terminó José Díaz.
Y una ovación estruendosa estremeció la sala. Y los delegados se pusieron en pie.
Y luego los demás: Dolores Ibárruri, hablándonos de «Un Pleno Histórico», con lo que hacía adivinar lo que se callaba; después Jesús Hernández, hablándonos de «Todos en el Frente Popular», porque había que conservar la cadena que había convertido a los demás en pequeños satélites del Partido; después Uribe, sobre «Nuestra labor en el campo», lo que hizo sonreír a Castro; a continuación Checa, como siempre preciso. «A un gran Partido, una gran organización»; luego Hernández, otra vez disfrazado de intelectual hablando «A los intelectuales de España», o leyendo a los intelectuales de España un discurso que había hecho Wenceslao Roces, que así lo decía éste a sus amigos de confianza. Y Comorera, el jefe del Partido Socialista Unificado de Cataluña hablándonos de «Cataluña, en pie de guerra», lo que era mentira; luego Larrañaga, hablándonos de «¡Por la libertad de Euzkadi, dentro de las libertades de España»; ahora es Francisco Antón, sobre «Madrid, orgullo de la España antifascista»; ante el caerse de la baba de Dolores que debía verle como una maravillosa figura goyesca de aquel 2 de mayo histórico; ahora es Santiago Carrillo, al que los socialistas llaman el más asqueroso Judas de la historia política de España… que habla de «La juventud, factor de la victoria»; y Antonio Mije, rodeado de suaves aromas Coty y dándose puñetazos en el pecho como si quisiera destrozar su protuberancia que debía de acomplejarle con frecuencia. Llegó Wenceslao Roces hasta donde estaba Castro.
—Camarada Castro.
—Dime.
—El camarada Díaz te comunica por mi conducto que intervendrás después de Mije…
—¿Sobre qué?
—Sobre la guerra.
—Pero no da tiempo a preparar un informe serio… Sería un discurso para salir del paso…
—Tienes que intervenir.
—¿Cuánto tardará Mije en terminar?
—Una hora.
Se levantó rápidamente Hizo un gesto de despedida a Kleber y salió precipitadamente. La guardia del Partido le vio pasar un poco sorprendida.
—Al Instituto, Mariano, todo lo prisa que puedas.
Y llegó a su gabinete que había cerca de su despacho y cuya llave sólo tenía él. Y entró. Y encendió todas las luces. Y se sentó frente a los mapas. Y comenzó a ver y recordar, mientras tomaba unos apuntes imprescindibles. Cuando concluyó el sudor le corría por la frente y tenía la boca seca. Tocó el timbre.
—Agua.
Y bebió precipitadamente. Después se limpió el sudor, guardó los papeles, encendió un cigarro y abandonó el gabinete, asegurándose de que quedaba bien cerrado. Y otra vez en el coche por las calles de Valencia. Y un entrar sereno. Y un sentarse al lado de Kleber.
—¿Ya?
—Sí.
Y le dio a Kleber una síntesis de lo que pensaba decir.
—Es correcto.
—Me alegro.
Y otra vez Roces delante de él. Mirándole y con una mano extendida, como si obligatoriamente tuviera que recibir algo.
—El informe, Castro.
—¿Cuál?
—El que vas a leer.
—No… No voy a leer nada… Sólo se me ha dado tiempo a tomar unas notas, solamente unas notas… Por favor, di a los camaradas Díaz y Codovila que necesitaría dos horas para escribirlo… ¡Que si pueden aplazar mi intervención!…
Y el otro se fue.
Y no volvió.
Mije llegaba a la recta final. Sudoroso y congestionado, Violento y deslumbrante.
Y acabó.
«El camarada Castro tiene la palabra».
Una ovación. Y él caminando hacia el escenario. Y al pasar a la tribuna una mirada a José Díaz: otra mirada a Codovila y un mirar serio, amenazador de parte de ellos… Sacó sus notas y miró a la gente.
«Camaradas».
Se notó inseguro, coaccionado por aquellos cuatro ojos que sabía que le estaban mirando, un poco inquietos por saber lo que iba a decir, porque era lo único que no se sabía allí, lo que iba a decir Castro… Y habló lentamente, serenamente, y habló de mucho de lo que allí no se había hablado: de las tres fases de la guerra y de sus experiencias; de la significación de la defensa de Madrid; de los errores del mando; de la potencialidad del enemigo, de la potencialidad republicana. Y cuando llegó a concretar el posible plan operativo del enemigo su hablar se hizo más lento, más convincente, más severo: «Madrid no será atacado de frente hasta tanto no se hayan creado dos factores decisivos y que pueden surgir de las dos variantes que el enemigo ofrece en el sector del Centro y que son, uno, la del Pardo-Fuencarral, entrada utilizada en la guerra de la Independencia por las fuerzas napoleónicas; otro, el ataque por el Jarama, hacia Alcalá de Henares, en combinación con el frente de Guadalajara, y cuya orden o simultaneidad de realización estará determinada por las posibilidades que el enemigo presuma. El objetivo de estas operaciones es fácil de prever: aislar el ejército republicano de Guadarrama y aproximarse a la mejor entrada a Madrid y cortar todas las comunicaciones con Levante. Realizado éste, no sería extraño el ataque de frente…» «…en el Norte el enemigo sigue objetivos preciosos, ya que no hay que olvidar que el enemigo carece de una industria de guerra y que Vizcaya es uno de los centros vitales en la industria siderometalúrgica de nuestro país:…» «…Vizcaya, fundamentalmente, será atacada y sobre todo intentará (el enemigo), a costa de los mayores esfuerzos, mantener aislado por tierra y en la medida de lo posible por mar, nuestro territorio del Norte». «Y no menor importancia tiene el frente de Aragón. Porque el fascismo no ignora que detrás de él se hallan los puntos decisivos de nuestras reservas humanas y de material de guerra, y procurará, en cuanto le sea posible, amenazarlo, incluso intentando aislar Cataluña de Levante…» Y siguió por el camino previsto: «Estamos seguros de que ansiando todos ganar la guerra, la retaguardia lo dará todo: reservas instruidas y estrenadas, una gran industria de guerra… Pero hay que pensar que aunque esto es fundamental, esto no es todo. Hace falta saber utilizar cuanto el país dé para ganar la guerra. Y es posible una buena utilización, pero antes es preciso (Castro en ese momento veía a Caballero, al hombre con el que había que acabar) un mando y un plan de conjunto. Que distribuya hombres y elementos con arreglo a las necesidades de cada frente, necesidades fijadas sobre la base de un plan de operaciones nacional. Que termine para siempre con el divorcio existente entre los diferentes frentes. Que los ligue fuertemente para impedir que el enemigo pueda mover sus fuerzas libremente. Que la actuación de un frente —defensiva u ofensiva —sea apoyada por el resto. Y venceremos, camaradas, porque es seguro que se corregirán todas las debilidades pasadas. Pero es necesario remarcar algo que es vital: el ritmo en la transformación de nuestras posibilidades en hechos».
—Muy bueno, Castro —dijo Kleber —. Al principio me hiciste pasar un mal rato… Ha sido un gran informe y una gran lección… Habrá que recordar este discurso tuyo muchas veces en lo que aún queda de guerra.
Y el Pleno continuó sus tareas.
Al final se nombró el nuevo Comise Central. Castro fue elegido miembro de él. Y a los quince días entre los dieciocho folletos publicados por la Comisión Nacional de Agitación y Propaganda, con las intervenciones más importantes del Pleno, apareció la de Castro: «Balance y perspectivas de la Guerra.
Al otro día, a través del Partido le llamó Grissin, que así le llamaban, el principal consejero militar ruso. Tenía su hotel en La Alboraya. Y un despacho chiquito, sin papeles y con muchos teléfonos. Era alto e impresionante. Con un pelo que parecía plata pulida, blancura y reflejos. Se estrecharon las manos. Y le hizo a Castro una seña. Y Castro se sentó frente a él. Se miraron unos momentos. Luego el otro comenzó a hablar. Lo hacía despacio, como si estuviera enfermo de un cansancio infinito. Pero era preciso y suave en su hablar…
«Nos ha gustado mucho tu informe en el Pleno. Coincidimos contigo, camarada Castro… Creo que a partir de ahora deberás estar más en contacto con nosotros, especialmente con el camarada Stern, que se ocupará entre nosotros de las cuestiones operativas… Cuando nos reunamos para algo importante, te avisaremos… Nos gustará conocer tu opinión y que tú conozcas la nuestra.
«De acuerdo».
Se estrecharon las manos.
Y Castro se dirigió al Instituto de Reforma Agraria un poco sorprendido de cuanto estaba ocurriendo.
Y a esperar.
* * *
El 8 de enero las fuerzas italianas ocupaban Málaga. Un clamor se extiende por la España republicana. Largo Caballero, el rey de aquel extraño reino se tambalea en el trono…
Todavía quiere defenderse.
Y nombra una comisión ministerial integrada por los ministros Uribe, Just y García Oliver, miembros todos ellos del Consejo Superior de Guerra. Y Castro, por medio de los consejeros rusos, concretamente del coronel Ivón, fue agregado como secretario militar de la Comisión Investigadora de la pérdida de Málaga.
Y salieron en las primeras horas de la mañana.
Y llegaron a Almería.
Los ministros, como todos los ministros, comenzaron a preguntar a los militares, especialmente el general Martínez Cabrera. Castro no tenía paciencia para todo aquello. Y hubo entre él y Uribe un breve diálogo.
—Camarada Uribe: en mi opinión aquí yo no hago nada… No sabemos que está pasando en la carretera Málaga-Almería; no sabemos si hay o no hay fuerzas; no sabernos si el enemigo avanza o no avanza…, ¡No sabemos nada!… Yo creo que es mejor que me dedique a todas esas cosas, mucho mejor que tomar nota de las preguntas imbéciles que harán algunos ministros y de las respuestas imbéciles que den algunos militares…
—De acuerdo.
Cuando salió a la calle después de aquella breve conversación, respiró alegremente.
Miró al cielo.
Luego al mar.
Después se dio cuenta de que desde todos los lugares de la ciudad se disparaba sin que pudiera saber a qué ni a dónde… «¿Se habrá lanzado a la calle la Quinta Columna?»… Empuñó la pistola y cubriéndose lo más posible se dirigió a la casa del Partido.
—Soy Castro.
—Salud, camarada.
—Llévame a donde esté la dirección del Partido.
—Vamos.
Otra vez en la calle y bajo la noche. Y los disparos aquí y allá… Y el cielo y el mar silenciosos e inmóviles. Como si fueran dos espejos extraños que se entretuvieran en estarse mirando el uno al otro.
—¿Qué es eso?
—Los fascistas.
—¿Todavía quedan fascistas?
El otro no supo qué contestar. Y siguió caminando delante de Castro, inclinando casi imperceptiblemente la cabeza cuando sonaban disparos. Y abrió la puerta de una casa.
Y allí la dirección del Partido. Silenciosa e inmóvil. Y dentro de aquel círculo de miradas, Carlos Contreras, el antiguo comisario de Castro, untando pan en cinco o seis huevos fritos que tenía sobre un plato. Y vino, acompañando aquel tragar nervioso e ininterrumpido. Y restos de huevo por los labios y en los dedos; y en la blancura no muy blanca de la camisa.
Y cuatro o cinco velas.
—¿Tú aquí?
—Sí.
—¿A qué?
—He sido enviado por el Socorro Rojo para asegurar la atención a los huidos de Málaga.
—Hola, Lara.
—Hola, Castro.
Y se miraron. Todos a él y él a todos. Después Castro concentró su mirada en Carlos Contreras. Y se acordó de la historia y de aquellos soldados que eran hombres y bestias al mismo tiempo… Pero no quiso decir nada… Le necesitaba… Por eso, armándose de paciencia, esperó a que terminara de engullirse los huevos, a que terminara de beberse lo que quedaba de aquella botella de vino de marca… A que eructara… Y a que encendiera el cigarro… Porque así lo había visto muchas veces en la comandancia del Quinto, porque sabía que así tenía que ser también esta vez.
Y todo fue así.
—¿No crees, Lara, que deberíamos hablar un poco de la situación?… De lo que está pasando, de lo que puede pasar, y de lo que no debe pasar… Sí… Porque en realidad tengo la impresión de que la Quinta Columna domina la ciudad y de que no hay nada que pueda detener al enemigo si es que el enemigo se decide a llegar a Almería.
—Creo que tienes razón.
Carlos Contreras hizo un gesto afirmativo.
«La fórmula».
Pensó rápidamente.
«La fórmula… ¿Cómo no había pensado en ella antes?»
Y habló en voz alta.
—Creo que nuestro plan debe ser éste: hablar inmediatamente por radio para tranquilizar a la población y asustar a la Quinta Columna; hay que decir que llegan barcos y tropas; que el frente está estabilizado… Y creo que hay que buscar a dos personas estén donde estén: al camarada Bolívar que era el comisario del coronel Villalba; al coronel Villalba que mandaba el frente de Málaga. Hay que hablar con los dos antes que los demás hablen con ellos…
—De acuerdo.
—Pues bien: Carlos y yo iremos a la Radio… Tú, Lara, con todo el Partido lanza el contragolpe…
—¿Qué contragolpe?
—El de nuestro terror sin compasión… Matar… Matar… Ahora sólo es cuestión de eso: matar y matar… Buscar a la Quinta Columna en la calle o en las casas y no dialogar: disparar solamente… ¡Creo que ésta es tu tarea!
—Vamos a la Radio, Carlos.
Y fueron a la Radio.
Había comenzado a hablar Carlos Contreras… Estaba refiriéndose a la aviación fascista cuando se produjo el bombardeo; el edificio se resquebrajó; los cristales se hicieron mil pedazos… Y la oscuridad más absoluta les rodeó…
«¡Castro!».
«¡Castro!».
«Sin prisa, Carlos, sin prisa… Pero, hay que llegar a la calle… ¿Puedes?… «¿Has encontrado la escalera?»
«Creo que sí».
«Estoy en ella».
«Vamos… Pero cuidado al salir… A lo mejor nos esperan…»
En el portal se encontraron. Y se detuvieron. Y escucharon lamentos de gente que debía estar herida o enterrada entre los escombros.
—¡Déjalos, Carlos!… Que las ambulancias lleguen… Lo nuestro es otra cosa… Salgamos a la calle… Pero con cuidado… Pégate a la pared… Y así salieron.
Y se dirigieron a la casa del Partido… Pero aprovecharon el viaje… Las pistolas de los dos dispararon implacablemente contra gente que encontraban en la calle y que les parecía sospechosa. Al fin y al cabo eran dos especialistas del terror, dos técnicos de la «fórmula»… El caminar y el matar les serenó.
Y llegaron a la casa del Partido.
—Seguir vosotros. La fórmula es simple, matar. Vale más matar de más que de menos.
—De acuerdo, Castro.
Y se fueron a ver al general Martínez Cabrera, jefe del Estado Mayor Central y el que acompañaba el coronel Salafranca. Era un trámite.
—Mi general.
da fuerzas?
—Hola… Hola… ¿Qué?… ¿Qué hay?… ¿Qué hace el gobierno?… ¿Manda fuerzas?
—No sabemos.
—Sólo sabemos que piden su cabeza —añadió Carlos.
—¿Por qué?… ¿Acaso el reducir los frentes no es en algunos casos, en casos como éste, una buena medida?
—Yo creo que no, general.
—¿Por qué?
—Porque no ha sido usted, mi general, quien los ha reducido… ¡Ha sido el enemigo!. ¡El enemigo!.
—Sin embargo, nos favorece.
—¿A quién?
El general se puso pálido. El coronel Salafranca miraba silencioso al suelo. Los disparos se iban acabando. El silencio comenzaba a dominar la ciudad. Castro y Carlos salieron.
—¿Qué? —preguntó Carlos.
—Yo me voy a la carretera… Hay que saber qué pasa… Hay que crear una línea por pequeña que sea… Creo que después hay que encontrar a Bolívar y al coronel Villalba… A Bolívar hay que prepararle… Al otro sorprenderle y sacarle algunas declaraciones que podamos utilizar contra Largo Caballero y el general Asensio…
—Es la línea.
—No lo sé… Pero hay que suponer que sea la línea…
—Salud.
—Salud.
Y se fue hasta donde habla dejado su coche. Se subió a él y sacó su mapa. Y miró detenidamente.
—Vamos… Los primeros cincuenta kilómetros puedes ir sin temor… Después ya veremos… Pero, cuando veas alguna caravana de evacuados de Málaga, párate. Ellos nos pueden dar la información que no tenernos…
Y el coche arrancó.
Y Castro se hundió en un nuevo infierno.
Luna llena… Y una carretera blanca… Y sombras arrastrándose por ella… Y a la izquierda el mar que parecía dormir como si no le importara el dolor de aquellas filas interminables de gentes que morían de cansancio y hambre, de pena y miedo.
—Sigue.
—Párate y apaga las luces.
Y los aviones italianos descargando su carga sobre la carretera. Y sombras que se tuercen… Y gentes que gritan mientras que agonizan… Y niños que lloran… Y madres que llaman angustiosamente a sus hijos… Y camiones que pasan como enloquecidos sin detenerse ni ante muertos, ni ante gritos, ni ante nada…
«Sigue».
Y la luna y el mar.
—Ahora, cuando encuentres un lugar bueno, detente y mete el coche en él; y apaga las luces; y sitúate a tres o cuatro metros del coche con la pistola amartillada… Las gentes por un coche en el que poder huir darían la mitad de su vida y algunos la vida misma.
—De acuerdo.
Castro salió a la carretera.
Buscaba en la oscuridad afanosamente. No a mujeres ni a civiles. Buscaba a los soldados, a los oficiales. Y cuando encontraba a alguno, una pregunta o varias preguntas precisas.
—¿Os sigue el enemigo?
—No lo sé.
—¿Quedan fuerzas detrás de ti?
—No lo sé.
Y preguntar y preguntar con el afán de poder construir una situación que se acercara a la realidad. Y cada interrogatorio un fracaso. Pero él era un hombre con una gran paciencia, cuando la paciencia podía ayudarle en algo… Y así estuvo hasta que comenzó a amanecer… Tenía sueño y hambre… Pero no era posible, él sabía que aquello no era posible en aquellos momentos… Y fumaba y fumaba…
—Vamos.
—¿A dónde?
—Carretera adelante.
—¿Hasta dónde?
—Hasta donde nos dispare el enemigo.
Y llegaron hasta Castell de Ferro… Y pretendieron llegar hasta Motril, pero varias descargas les detuvieron…
—Aquí.
—Aquí, ¿qué?, camarada.
—Aquí esperaremos… Solamente vuelve el coche en dirección a Almería… Y procura estar atento… Un descuido puede costamos el pellejo… Costarnos el pellejo estúpidamente.
—¿Y qué esperaremos?
—Escucha, camarada: el Partido sabe a estas horas que yo estoy aquí… Es posible que no sepa el lugar exacto… Pero sabe que estoy aquí… Y yo sé que el Partido enviará fuerzas… Como sea… Pero las enviará… Mi tarea ahora consiste en estar aquí mirando y fumando… Cuando llegue lo que debe llegar, es posible que podamos bañarnos y comer.
—De acuerdo, camarada.
Castro se tumbó en el suelo. Luego colocó delante de él unas bombas de mano y su pistola Parabellum. Y los cigarros. Y las cerillas. Y se dedicó a mirar, a un mirar que hacía que los ojos le dolieran. Porque era un mirar angustioso. Un mirar a algo que se mueve, hacia un lugar en el que se ha producido un ruido, un mirar al cielo, esperando ver aparecer los aviones, un mirar al mar temiendo ver llegar barcos y gentes que también tienen su «fórmula».
—Una hora.
—Dos horas.
Se levantó y se acercó a su chofer.
—¿Qué hora será, camarada?
—Por la situación del sol deben ser las once y media de la mañana.
Y volvió a su sitio… Y de pronto el ruido lejano de un motor… ¿De dónde vendría?… ¿De Málaga?… ¿De Almería?… El viento descansaba…
Y no pudo adivinar qué es lo que venía y de dónde venía. Se levantó y se acercó a su chófer otra vez… «Vamos a esos matorrales, camarada, a lo mejor ha llegado la hora en la que ni el dilema existe»… Y se escondieron.
Y cada cual colocó cuidadosamente las bombas de mano y la Parabellum.
Y a esperar. Castro se acordó del Partido. Se acordó de quién era su Dios y él mismo. «Debo esperar». Y miró a su chófer… Estaba tranquilo… Solamente su cabeza se movía en una y otra dirección…
«Camiones, camarada».
Y una larga pausa.
«Sí, son camiones».
Castro miró a las bombas y a su pistola. Y volvió a acordarse del Partido. Hubiera podido acordarse de Esperanza de su madre, pero sólo quiso acordarse del Partido; ellas le hubieran ablandado: el Partido le endurecía. El Partido le recordaba que el problema no es morir, sino cómo morir… «Esto es lo importante»… «Cómo morir»… «Y el Partido, si muero, sabrá cómo he muerto»… «No hablarán los árboles, ni se lo dirán los pájaros, ni se lo contará el mar o el cielo, pero él sabrá cómo he muerto. Lo verá en mis ojos, lo verá en que no ha sobrado ni una bomba de mano, ni una sola bala de mi pistola ametralladora, lo verá en los cadáveres que me rodean y en las heridas que tenga en el cuerpos… «Esto bastará para que sepa que he muerto como tenía que morir».
Y el zumbido cada vez más cercano.
Su chófer se arrastró hasta él.
—Camarada Canco: no sé lo que pasará, no lo sé; a veces creo que el ruido llega de Málaga, otra que llega de Almería, porque las curvas de la carretera cambian la dirección del ruido y me desconcierta, pero creo que no tendremos que esperar mucho… (Y le miró)… Si muriera, camarada Castro, quiero que digas cómo he muerto.
Castro sintió un estremecimiento.
¿Por qué hablas de morir, camarada?… Si por casualidad muriéramos aquí como tú te figuras, camarada, te diré que eso no es morir, no, no es morir, es sobrevivir al tiempo y a la muerte… Porque pasarán años y años y tu nombre y mi nombre se pronunciarán con cariño por el Partido ¿Acaso eso es morir?
El otro no dijo nada.
Venían de Almería… Un camión… Otro camión… Castro respiró profundamente y por unos segundos cerró los ojos…
—Camarada, camarada ¿qué le pasa?
—Nada.
—¿Nada?
—Es la Sexta Brigada, la brigada del comandante Gallo.
Y sujetó al otro que quería correr a su encuentro… «Espera»… Y se cubrió con el árbol. Y observó a las gentes de Gallo que se desplazaban con los fusiles preparados…
Y gritó:
«Camarada Gallo… ¡Aquí habla Castro!».
Los fusiles apuntaron… Castro enfundó su pistola y salió. Detrás de él su chófer… En los ojos de los otros el asombro… Y Gallo corriendo hacia ellos.
—¡Castro! ¿Tú aquí?
—Sí.
Y hablaron. Mucho rato.
—¿Crees que podrás resistir?
—Sí… Viene además la 14 Brigada Internacional.
—Dame agua, Gallo.
—¡¡¡Agua!!!
—Y perdóname, Gallo, pero quisiera dormir unas horas, sólo unas horas… Después debo salir para Valencia…
Y se durmió… Al atardecer abrió los ojos… El mar… Y en los horizontes las costas de África. Y el cielo en su vieja actitud contemplativa…Y olor a mar y a campo.
Y salió para Valencia.
* * *
Era aquél un árbol viejo cuyas raíces se hundían en el tiempo. Un viejo que no se daba cuenta que era viejo, que sus raíces se iban secando cada día, que ni el sol ni el agua eran capaces ya de hacer que en sus ramas reverdecieran las hojas. Que ya no era capaz de resistir la tormenta…
* * *
Y la tormenta se avecinaba.
* * *
La pérdida de Málaga estremeció a la España republicana. Los periodistas, a pesar de que no pasaron de Almería, tuvieron la suficiente imaginación para describir aquel éxodo espantoso, aquel morir lento de las gentes, los bombardeos de la carretera, los cientos de manos mutiladas al querer subirse a los camiones para huir de la muerte… Y aquello dolió en el alma… Porque era Italia el personaje central de aquel acto del gran drama. Ante aquel estado pasional del pueblo el Partido Comunista comenzó su ataque. Sutil como siempre, Sin dar nombres pero dibujando a hombres. Hablando de la pérdida de Málaga no como el resultado de la superioridad enemiga, sino de la incapacidad de Largo Caballero y de la traición del general Asensio. Y acusando a los anarquistas, con Maroto a la cabeza, de toda la labor de descomposición realizada en los momentos en que las fuerzas italianas atacaban la pequeña y bella ciudad mediterránea. El Partido comprendía que esta derrota militar de la República acercaba la hora de su «hegemonía». E iniciaba el ataque a base de críticas, de consignas, de manifestaciones populares en 1as ciudades más importantes de la zona republicana:
El Partido Socialista Unificado de Cataluña (comunista) organizó una gran manifestación que recorrió las calles de Barcelona bajo las consignas de: «Ejército Regular Popular», «Servicio Militar Obligatorio», «Mando Unico». Obligado por esta movilización popular el gobierno de la Generalitat de Cataluña tomó los siguientes acuerdos: «Cumplimiento del Decreto de Movilización; incorporación al ejército de los componentes de las quintas de 1935-1938; y encuadramiento de las Milicias en el Ejército Regular Popular, bajo un mando único subordinado al Estado Mayor Central; incremento de las fortificaciones, destinando a este trabajo a todas las personas que no presten servicio en la retaguardia. En Madrid, «Mundo Obrero», el órgano del Partido, publicaba en sus columnas las respuestas del pueblo de Madrid a las preguntas que se le habían hecho: ¿Movilización general? ¿Servicio Militar Obligatorio?, ¿Mando Único? Y la respuesta unánime: un «SI» de más de medio millón de gentes que sabían lo que era la guerra. En Valencia se celebró una manifestación del Frente Popular provocada por el Partido Comunista en la que participaron más de 500.000 personas y cuyo desfile duró cinco horas. Una delegación representando a esta gran masa presentó sus conclusiones al Presidente del Consejo y Ministro de la Guerra, Francisco Largo Caballero:
—Movilización general.
—Servicio militar obligatorio.
—Depuración de los mandos.
El día 17 se celebró una reunión de gobierno. De ella salieron algunas decisiones importantes: llamamiento de las quintas de 1932-1933-1934-1935-1936; creación de una fuerte industria de guerra controlada por el gobierno; cumplimiento por el Consejo Superior de Guerra de la función para que fue creado.
¿Quién sabía dónde iba?
¡El Partido!… El Partido había comenzado a demoler el viejo ídolo que un día se atrevió a creerse el «Lenin español», lo que era uno de los objetivos más importantes para lograr la «hegemonía»; el Partido, que creando una fuerte industria de guerra controlada por el gobierno, daba un golpe mortal a los sindicatos controlados por los anarquistas, especialmente en Cataluña, lo que representaba otro paso hacia la conquista de la «hegemonía»; el Partido, que al plantear la depuración de los mandos daba con la eliminación de muchos militares anticomunistas otro paso más hacia la conquista de la «hegemonía» al aumentar su influencia en el ejército; el Partido, que al plantear que el Consejo Superior de Guerra cumpliera su cometido daba otro paso importante hacia la conquista de la «hegemonía», al obligar al ministro de la Guerra, a Largo Caballero, a tener en cuenta las opiniones de aquellos integrantes del Consejo Superior de Guerra, entre las cuales se encontraba un miembro del Buró Político, Vicente Uribe, que aconsejado permanentemente por los técnicos soviéticos era el único con proposiciones concretas y justas. El Partido, sólo el Partido sabía cada hora y cada minuto lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. Y Málaga fue más qué una derrota militar un gran pretexto para que el Partido iniciara su más difícil batalla política por la «hegemonía», la lucha por el derrocamiento de Largo Caballero, que era a su vez la derrota del ala izquierda del Partido Socialista Obrero Español y en consecuencia la derrota del Partido Socialista en su conjunto, lo que significaba eliminar uno de los más grandes obstáculos políticos que impedían al Partido conquistar la «hegemonía» y apoderarse después de la Unión General de Trabajadores la que le baría más fuerte para la batalla contra el anarcosindicalismo español y contra el trosquismo.
Castro observaba esta gran batalla política, pero no intervenía en ella. El Partido le había dicho «espera» y él esperaba. Pero viendo el desarrollo de la gran batalla contra el más viejo partido obrero del país, contra su líder indiscutible, Francisco Largo Caballero, sonreía y se frotaba las manos satisfecho.
«Ganaremos la batalla».
«Ganaremos la batalla al Partido Socialista y a Largo Caballero… Con ayuda de las masas, con ayuda de los demás partidos y organizaciones. Y con la ayuda del mismo Partido Socialista».
«Ja… Ja».
«¡Maravilloso!»… «¡Realmente maravilloso!»… «¿Qué importa que los tontos nos acusen de deslealtad con los aliados?… ¿Acaso el Partido no hace lo que tiene que hacer?… ¿Acaso es posible una revolución proletaria sin la existencia de un poderoso Partido Comunista que tenga la hegemonía política en sus manos?… ¡Que no se asombren los imbéciles!… ¡Lo que hacemos no es nada nuevo en nuestra estrategia y táctica por conquistar a las masas para poder llegar a la revolución verdadera, a la revolución socialista!… ¡Ahí están los textos de Lenin y Stalin!… Textos que están al alcance de cuantos quieran conocerlos, de cuantos quieran saber cuál es nuestro camino, cuál nuestro método, cuáles nuestra estrategia y táctica».
«¡Nada nuevo, nada nuevo!».
«Lo que ocurre es que usted, todos ustedes han sido tan tontos que no se han preocupado nunca por saber quiénes éramos»… «Pero no es nuestra culpa, la culpa es de ustedes».
Y se reía y se reía mientras paseaba por su despacho, al margen de la batalla, pero sin perderla de vista.
«¡La hegemonía!».
«¡La hegemonía!».
No hay duda que la idiotez política de nuestros aliados es sin duda uno de nuestros mejores «aliados».
Y seguía riéndose.
Hasta llegar a carcajadas que repercutían en aquellas paredes elegantes y sobrias en donde casi vivía y trabajaba él, un alto funcionario del gobierno de Largo Caballero.
«Ja… Ja… Ja…»
España no había presenciado nunca un gran entierro político. Lo iba a presenciar. Y no tardando mucho. Largo Caballero como político había entrado en la agonía. Él no se daba cuenta de esto, como no se dio cuenta en su vida de muchas cosas políticas importantes. Posiblemente esto hacía menos penosa su agonía, pero haría más terrible su muerte política, que llegaría brutalmente, por sorpresa y casi en la más absoluta soledad política.
«Ja… Ja… Ja…»
* * *
El general Franco estaba hondamente preocupado. Madrid era su gran obsesión. Porque conquistar Madrid podía significar para él el triunfo rápido y su consagración definitiva en una jefatura aceptada un poco a regañadientes por muchos militares y políticos, pero aceptada por la muerte de los generales Sanjurjo y Mola. Un nuevo intento en las viejas direcciones no significaría más que la repetición de fracaso militar y posiblemente una seria derrota política dentro de su propio campo. Fue sin duda por esto que en un nuevo intento por conquistar Madrid buscó una nueva dirección, aún no explotada, desde Sigüenza y a través de la región de Guadalajara en la dirección de Guadalajara-Alcalá de Henares, apoyado por las fuerzas del general Moscardó, que atacaría por la retaguardia a las fuerzas republicanas de los sectores de Somosierra y Guadarrama, coordinados estos dos golpes con un ataque de apoyo de sus fuerzas en el sector de Jarama. No había duda: el plan del general Franco era escrupuloso, manifestándose en él una concepción militar nueva y seria, inteligente y audaz, El general Franco preveía ritmos elevados en el avance de sus tropas; la entrada en Madrid se realizaría el 15 de marzo… El lugar elegido para el ataque constituía sin duda el punto más débil del frente republicano: fuerzas sin experiencia de combate y un frente de ochenta kilómetros defendido por una sola división, la 12, con un total de 12 batallones armados y 5 desarmados. Frente al «Cuerpo Expedicionario Italiano» con 49.840 hombres, 25.600 fusiles, 1.170 morteros, 222 cañones, 108 carros de combate, 35 carros blindados y ametralladoras y 60 aviones, los republicanos ofrecían en el primer momento del ataque 5.500 fusiles, 60 ametralladoras y 15 cañones No existían reservas inmediatas ni una sola fortificación hasta Madrid.
La batalla comenzó el 8 de marzo.
Este día la 2ª División italiana reforzada con dos regimientos, dos brigadas mixtas, cuatro grupos de artillería y carros de combate comenzó el ataque en el sector de la 50 brigada republicana. El avance de los italianos fue de 6 kilómetros en lugar de los 25 kilómetros fijados en el plan. Pero este avance había hundido la zona defensiva de los republicanos. El mando republicano siguiendo su costumbre de meter «poquito a poco» sus reservas, mandó la 11 brigada internacional con la cual el jefe de la 12 división debía pasar al contraataque, que no tuvo éxito. Fue solamente en la noche del 11 al 12 de marzo cuando el mando del Ejército del Centro y el Estado Mayor Central se convencen por las declaraciones de los prisioneros que la ofensiva desde Guadalajara constituía el esfuerzo principal del enemigo. Es solamente entonces cuando toma todas las reservas de todos los frentes y las envía urgentemente al sector atacado con las siguientes misiones: organizar una defensa sólida, detener al enemigo, estabilizar la situación y pasar al contraataque general. Por primera vez en todo el territorio republicano el esfuerzo se concentra en una sola dirección: detener el avance italiano y destrozar al «Cuerpo Expedicionario». En el Estado Mayor del Cuerpo Expedicionario comienza a notarse el nerviosismo: el día 11 lanza sus divisiones 2.ª y 3.ª y concentra todas un reservas cerca del frente: la división Littorio sobre la carretera de Zaragoza y la 1ª división en la zona de Brihuega. Pero la resistencia maravillosa de las Brigadas. Internacional 11 y 12 apoyadas por los carros de combate y la aviación frenan el avance de los italianos. Pero las reservas republicanas están al borde de agotarse. El 12 de marzo los italianos deciden meter todas sus fuerzas en el combate. Por su parte los republicanos envían a Guadalajara 5 brigadas y un batallón de tanques y con las fuerzas del frente forma el 4.° Cuerpo de Ejército bajo el mando del teniente coronel Jurado, compuesto por la división 12 al mando del teniente coronel comunista Nino Nanetti, que taña la misión de defender el sector norte en la dirección Cogolludo-Jadraque; la 11 división al mando del comandante Líster que debía defender la dirección principal a lo largo de la carretera de Zaragoza; y la 14 división al mando del comandante Mera que debía defender el flanco derecho en la dirección del río Tajuña.
Los objetivos de los dos bandos el 12 de marzo: consistían de parte de los republicanos en realizar un corto ataque con seis batallones y cinco compañías de carros, batir a las unidades italianas y tomar Trijueque. La 12 brigada y las unidades del flanco derecho debían defenderse; por parte del Cuerpo Expedicionario consistía en lograr la ruptura con su 3ª división y lanzar a la división Littorio a la explotación del éxito a lo largo de la carretera general. Por su parte la 1ª división italiana desplegó en los alrededores de Trijueque. Para este golpe los italianos concentraron 35 batallones, 156 cañones y todos los carros de combate.
Los combates comenzaron desde el amanecer.
Durante varias horas los combates fueron encarnizados. Las reservas republicanas tocaban a su fin. Mientras tanto las vanguardias italianas amenazaban con el envolvimiento de varias unidades republicanas. La situación era difícil para los republicanos, tan difícil que de un momento a otro se preveía el fin de su resistencia, el desplome de su gran defensa. Fue en este momento cuando la aviación republicana entró en acción: a las 13 y 14 horas, 30 aviones de caza atacaron a un regimiento de artillería de la división Littorio y lo destruyeron, a las 14'30, 40 aviones de caza atacaron a la 1ª división italiana impidiendo con ello su ataque. El ataque de los italianos fue parado En estos momentos los republicanos lanzaron al combate sus últimas reservas, dos batallones de la 50 brigada y una compañía de carros combate desde Torija a lo largo de la carretera sobre Brihuega y contra el flanco de las unidades avanzadas del enemigo que sorprendido comenzó a replegarse. La 2ª brigada de Líster comenzó de nuevo el ataque sobre Trijueque. Los italianos comenzaron a replegarse abandonando armas y municiones. El 13 de marzo los italianos comienzan a preparar de nuevo sus fuerzas para proseguir la ofensiva; por su parte los republicanos deciden concentrar el ataque sobre Trijneque y lanzan sobre este pueblo 3 batallones de Líster, 3 batallones de la Brigada de «El Campesino», 2 batallones de la 11 internacional, 21 cañones y cinco compañías de tanques. Los republicanos se lanzan al ataque. El enemigo comienza a huir. El teniente coronel Jurado, Jefe del Cuerpo de Ejército, temeroso de una reacción enemiga, renuncia a perseguir a los italianos. Con esta acción el flanco izquierdo republicano se consolida, aparte de tomar gran santidad de armamento y prisioneros del Campo Expedicionario. Intentando impedir que nuevas reservas republicanas sean lanzadas al frente de Guadalajara, el general Franco da orden a sus fuerzas de iniciar el ataque en el sector de Jarama, pero no tiene éxito.
Y se produce la crisis de esta serie de intensos combates. Los republicanos habían ganado la primera fase de la batalla.
—Y…
Pascua los días 15, 16 y 17, que aprovecha el mando republicano para concentrar nuevas reservas y lanzarse a la realización de la última fase de su plan: el contraataque general. La insuficiencia de fuerzas para una acción de tal envergadura obliga al mando republicano a reducir su contraataque a la zona de Brihuega, y sus objetivos a la toma de este pueblo y a desalojar al enemigo de esta región.
Después de esto el grupo de choque debía ser lanzado contra la División Littorio.
El día 18 la aviación republicana vuela durante veinte minutos sobre las posiciones enemigas. Pero el ataque que se había fijado para las 14.00 horas es preciso aplazarlo hasta las 16,00 horas. El enemigo recibe a las fuerzas republicanas con intenso fuego de ametralladora y artillería. La Brigada de «El Campesino» y la 12 Brigada Internacional avanzan magníficamente; la 11 Brigada Internacional avanza lentamente. El repliegue italiano comienza. Y se convierte en huida. Los soldados utilizan los camiones y tanques para huir. La 1ª división italiana es deshecha. Pero los republicanos ante esta huida que no preveían se ven obligados a reorganizar sus unidades y sólo en la mañana del 19 pueden desarrollar la segunda patee del plan, la 65 brigada lleva su ataque desde Brihuega hacia el Noroeste; la Brigada de «El Campesino» y la 70 Brigada se vuelven hacia el Norte llevando a la 12 brigada en segundo escalón; la 2ª y la 11 brigadas que continúan su ataque hacia el Norte sólo encuentran las retaguardias deshechas de la división Littorio. La división italiana abandonando todo se retira esquivando el golpe. Fatigadas las fuerzas republicanas, sin medios de transporte para explotar el éxito, tienen que renunciar a la persecución, que se encomienda a la aviación republicana. En sus ataques la aviación republicana deshace a las divisiones Littorio y 3ª. El Cuerpo Expedicionario Italiano tiene que pedir ayuda a Franco. Y cuando las tropas republicanas llegan a la línea Massegoso-Ledanca se encuentran con las fuerzas del general Moscardó atrincheradas.
Se estabiliza la situación…
La batalla de Guadalajara ha terminado.
Con ello la tercera fase de la lucha por Madrid.
* * *
Largo Caballero está contento. Sus pitonisas le aseguran un papel en la historia.
Largo Caballero no se da cuenta que la victoria de Guadalajara ha sido una gran victoria militar del Partido Comunista: porque las fuerzas fundamentales en la gran batalla han sido las unidades de Líster y Nino Nanetti, las fuerzas de «El Campesino» y las Brigadas Internacionales, los tanques cuyos equipos eran comunistas, la aviación cuyos tripulantes eran comunistas. Entre este volumen de fuerzas la 14 división del anarquista Mera constituía solamente un 20 por ciento. Pero esto no lo supo ver el socialista Largo Caballero, que cegado por una victoria que creía suya, olvidó su defensa política frente a una ofensiva comunista ininterrumpida, implacable.
Caballero estaba contento.
Los únicos que meditaban seriamente después de la batalla de Guadalajara eran el general Franco y los comunistas: la guerra había llegado a un punto clave. Todo dependía para cada uno de los dos bandos en quien reagrupara antes sus fuerzas, en quien tomara la iniciativa para romper el equilibrio creado. El tiempo se convirtió en el factor decisivo.
Franco pensó en el Norte. La conquista del Norte podía darle una gran superioridad… Los comunistas pensaban tanto en reforzar la capacidad militar del Ejército Regular Popular como en desplazar a Largo Caballero. Largo Caballero era una batalla y una victoria indispensable, no sólo para la guerra, sino para asegurar al final de ésta, un objetivo que los comunistas se callaban, pero que en cada uno de ellos era claro: enterrar a la II república y dar nacimiento a una nueva república y cuyo carácter ya habían definido los clásicos del marxismo.
* * *
Carlos Contreras, el antiguo comisario político del Quinto Regimiento, estuvo en la batalla de Guadalajara. Estuvo con el general Gorev, con Luigi Longo, con André Marthy y otros. Y contó a Castro la batalla que Castro había seguido desde Valencia.
—Maravilloso. Castro.
—¡Y ahora?
—No sé.
—Ahora, Carlos, todo depende de quien tome antes la iniciativa, de quien logre primero una victoria que incline la relación de fuerzas a su favor… ¡De eso depende todo, Carlos!
—¿Piensas hablar con el Partido?
—No.
—¿Por qué?
—Tú sabes bien que el Partido sabe dónde estamos cada uno de nosotros, de qué somos capaces cada uno de nosotros… Cuando nos necesita nos llama… Mientras tanto debemos seguir en donde nos puso, nos guste o no nos guste… Todo trabajo es importante… ¡Todo!…
—Es cierto.
Y no volvieron a verse en muchos meses.
La vida de Castro se desarrollaba casi normal: del instituto a su casa. Estaba muchas horas en el Instituto. En aquel pequeño despacho lleno de mapas y en donde cada día registraba escrupulosamente el movimiento de los frentes, Él, como cada comunista, no podía perder el tiempo… Sabía, estaba seguro de ello, que el Partido no le tendría mucho tiempo allí, que le daría un nuevo trabajo muy pronto y pensando que dada y ganada la batalla en el campo, sería desplazado al campo militar, al campo de la guerra auténtica…
Salía tarde del Instituto. Valencia en plena noche y a oscuras era algo así como un gran manto a orillas del mar, Por el camino que iba a su casa, cerca ya de la playa, cada noche escuchaba disparos, disparos sueltos, hechos precipitadamente…
—Es a nosotros, director.
—Sí… Es a nosotros.
Pero el acabar con «eso» no le preocupaba mucho en aquellos momentos. Su inquietud y su atención se concentraban en otras cosas; tenía noticias de que Franco comenzaba a preocuparse del Norte; se decía que el Cuerpo Expedicionario Italiano, reorganizado, empezaba a concentrarse en la zona de Reinosa, en Santander; se decía que el ataque al Norte comenzaría pronto…
Esperanza estaba enferma.
¿Era una enferma de pena?
¿Era una enferma de desilusión?
Castro la acompañaba algunas veces al médico. La inyectaban y otra vez a casa. La mayor de las veces en silencio. Mirando a las gentes o pensando en cosas muy lejos de aquellas calles, de aquellas casas, de aquel cielo y de aquel mar. En casa, Castro hablaba poco. Cenaba, se subía a su habitación y allí, muchas veces, horas y horas mirando el mar, esperaba.
No sabía nada de los suyos.
Pero eran ráfagas pequeñísimas de recuerdo y pena.
¡El Partido!… ¡La guerra!… ¡La revolución!… Esto era todo para él, este era su único mundo, su única razón de ser, la suprema razón de su vivir… Y cada noche, apoyado sobre el marco de la ventana que daba al mar, mirando y mirando, intentando ver en la noche, mientras escuchaba con cierta angustia cuando oía el ruido de un automóvil que se acercaba. ¡No!… no es que pensara que la muerte podía llegar, en la muerte pensaba pocas veces. Pensaba en que el Partido se hubiera acordado de él, que le mandaba llamar, que subiría a un automóvil entre miembros de la guardia especial del Partido, que llegaría a la pequeña plaza, oscura y silenciosa y que entraría como otras veces en el despacho de José Díaz y que mirándole le diría con su voz suave de siempre:
«Castro: el Partido te necesita en otro lugar… ¡El Partido confía en ti!… ¡El Partido sabe que cumplirás ciegamente sus órdenes…! Vete, Castro, y que tengas suerte».
En la madrugada sentía cansancio y sueño.
Y se iba a acostar. Junto a él, Esperanza, invadida por una fiebre que la había encadenado desde los últimos días de noviembre de 1936 en Madrid. La miraba con pena, pero cualquier ruido le recordaba sus ansias, le volvía a la espera hasta que se quedaba dormido.
Y así muchos días.
* * *
«¿Por qué me acosa Morayta?»
«No lo sé».
«Pero hay en su mirada un mirar fijo que me observa por detrás y por delante, por dentro y por fuera. Presiento que quiere hablarme, pero que no se atreve, que tiene miedo a que lo que diga pueda constituir un terrible pecado de los que se pagan con la vida».
«Pero… Estoy inquieto, irritado… No me gusta que los que me rodean, que los hombres en que me apoyo duden de algo. La duda es un delito cuando esa duda abarca a nuestro ser y nuestro hacer… A veces intento facilitarte el comienzo, pero luego me detengo: le quiero y me daría pena tener que ser implacable con él, con él que es bueno, infinitamente bueno, con él, encadenado a una agonía que amenaza con durar años, con él al que la misma vida le ha envenenado de una inmensa tristeza… Pero ¿tendré paciencia para aguantarle, tendré paciencia?… Sí…
Yo sé que por encima del Partido no hay nada, que contra el Partido no existe razón, pero tener que matar a un hombre, que en realidad está muerto hace mucho tiempo, me produce cierta pena».
……
«Hoy le he mirado a los ojos, fijamente… He querido buscar qué es lo que quiere… He querido provocarle a que hablara… Pero el silencio no se ha roto… Sólo he escuchado de él su respirar trabajoso; sólo he visto en él sus ojos hundidos no sé si en la agonía o en la pena, y sus pómulos salientes; y su boca como un pregón de amargura; y su cuerpo inclinado como si fuera a caerse para dejar de llevar sobré sí la agonía de un hombre. ¡Me ha dado miedo!… ¿Miedo a qué?… No lo sé, porque esta vez ha sido un miedo distinto, el mismo miedo que sentía ante mi madre, cuando me daba cuenta que me iba a decir lo que no quería que me dijera: porque era una blasfemia contra el Partido, contra mi único y gran Dios».
……
«Cuando me pasa la firma y comienzo esa larga y aburrida operación de firmar expedientes, oigo su respirar como algo parecido a un sollozo ahogado; pero hay algo más grave: tengo la impresión que su mirar ha penetrado en mi interior, que sus ojos están buscando los caminos hacia mi alma, para encontrarse con ella y ¿para dialogar con ella?»
……
«Mi paciencia ha llegado a su fin… No aguanto más ese mirar más terrible que el mirar policíaco de los tiempos pasados… No aguanto más esa estatua humana que respira y mira, pero que no habla, que no grita, que no blasfema y contra la cual no tengo la seguridad de si tendré valor para disparar… ¿qué quieres, Morayta?… Sí, yo sé que tú te vas muriendo poco a poco, pero mira a lo lejos, mira a los frentes… ¿No lo ves?… ¿No ves cómo mueren millares de hombres? Ellos no volverán a ver más… Ellos mueren sin saber si hemos llegado a la victoria… Mientras que tú sí: el morir poco a poco, Morayta, suele ser a veces una suerte… Tú tendrás la probabilidad de ver el triunfo de la revolución… Tú tendrás la dicha de vivir el prólogo del socialismo, el primer paso decisivo hacia la felicidad humana…»
……
«¡Basta, basta ya!».
«¿Qué te ocurre, Morayta?… ¿Qué te ocurre a ti, que fuiste fuerte como pocos, poseedor de esa gran fortaleza moral y política que permite vivir, como aquí viviste años y años, entre la incomprensión y el desprecio, entre el vacío y la soledad?»
«¡Te mataría!… ¡Te mataría!… Pero tengo miedo de que aun después de muerto siga creyendo que eres bueno, que eras infinitamente bueno… Éste es el más difícil de los matares… Porque en la acción de la guerra hacía la revolución está uno enloquecido por la «fórmula», por la presencia física del Partido, por los de enfrente que, al no matarlos, se les permite que maten… Pero aquí no; aquí somos dos camaradas, dos viejos camaradas… ¡Aquí no hay enemigo!… Pero, ese mirar… ¿Qué te he hecho yo para que busques desesperadamente mi alma?»
Se sonrió preocupado.
«Mis nervios están enfermos…¡Demasiado enfermos!…»
Y otro día.
Y otro más.
La obsesión no duerme… Morayta se ha convertido para él en una extraña subconsciencia. Pero no existe el pretexto para hablar: Morayta es un funcionario modelo. Es el hombre que vive esclavo del reloj y de la tarea, de la misión y el deber.
Valencia comienza a ser envuelta por la noche… Los funcionarios del Instituto de la Reforma Agraria comienzan a salir con su hambre y su miedo… El silencio empieza a dominar en el edificio… Sólo de cuando en cuando los ordenanzas tosen y hablan como si tuvieran un gran miedo a que alguien oyera sus palabras… Castro como todas las tardes, ha abandonado su despacho y se ha ido a esconder al pequeño despacho donde las paredes están pitadas de mapas militares… Es un mirar la guerra en silencio, es un poder pensar sin prisa…
—Adelante.
Y la cara pálida y sombría de Morayta.
—Siéntate, camarada.
Y el otro se sienta.
Y Castro le ofrece un cigarro. Y fuman en silencio. Mirando los mapas. A veces Castro tiene la sensación de que el otro no mira los mapas, que le mira a él. Pero no tiene voluntad para volverse de pronto, no, sabe que eso significaría tener que preguntar: «¿Qué me miras, camarada Morayta?»… Y no siente ningún deseo de preguntar.
—¿En dónde golpeará el enemigo la próxima vez?
—En el Norte.
—Sí.
—¿Te preocupa mucho?
—No… No mucho… La guerra es eso, el golpear de un lado y otro, un rosario de victorias y derrotas… Y un final con una gran victoria y una gran derrota… Siempre ha sido así, siempre tendrá que ser así.
—Sí.
—Sí…
—Pero ¿es eso todo lo que tienes que decirme?… ¿O has venido aquí a algo más que a este perder el tiempo en un diálogo sin pasión ni razón?
—No.
—¿Por qué no hablas, entonces?… Tú me conoces y yo te conozco… Son muchos años de conocernos… Llevas, además, meses trabajando conmigo y no podría presentar al Partido ni una sola queja contra ti… Eso te da el derecho de hablar, de decir qué te pasa o qué piensas o qué quieres o qué no quieres… Cuanto digas se lo dirás a un camarada, a un compañero de trabajo, a un hombre que siente, al que duelen los dolores de los demás, al que vive impulsado por el afán de acabar con ese dolor colectivo que mantiene como esclavos a millones de hombres… Un sacerdote quizá no te comprendiera. Y de comprenderte te comprendería en función de su misión… Pero yo.
—¿Tú?
—Habla, Morayta… El Partido comprende a los hombres, es el verdadero dios de ellos… Comprende sus dudas y sus angustias… Comprende su hambre y su pena. Y no vive más que para construir los fundamentos de la felicidad humana…
—Es un problema de fe.
—¿Es que has perdido la fe en el Partido?
—Escucha, Castro…
—¿Es que has perdido la fe en el Partido?
—Escucha, Castro…
—Habla, Morayta.
Morayta respiró hondamente, como si algo dentro de él se estuviera ahogando. Y se limpió lentamente las gafas… Y después miró a Castro… Y comenzó a hablar.
—Quiero irme de aquí.
—¿A dónde?
—No lo sé bien… Salir de aquí… Y sin salir de España llegar lejos, a una lejanía en donde la guerra dejara de verse y oírse; en donde uno no viera matar y matar, en donde uno no viviera pensando en matar a alguien cada día como si de los muertos pudiera nacer una vida nueva para los hombres…
—Sigue.
—¿Para qué más?…
—Sigue.
—Sí… Seguiré… Posiblemente después me saques a la carretera y dispares sobre mí como has disparado sobre muchos otros… Pero no importa… Seguiré hablando hasta que ni tú quieras escucharme más, ni yo pueda seguirte hablando… Mira, Castro… A ti y a muchos os conozco desde hace años, muchos años, a través de un vivir difícil pero lleno de ilusiones, en una gran familia en la que todos éramos buenos… Sí, infinitamente buenos… No queríamos nada para ti o para mí, para éstos o para aquéllos, lo que queríamos lo queríamos para millones de hombres-miseria… Eso era ayer… El ayer maravilloso en el que ser comunista era algo como ser un apóstol de una gran verdad y de un gran objetivo… Ayer, Castro, ayer…
—Y hoy, ¿acaso no es lo mismo?
—No…
—¿Por qué, Morayta?
—No, no sois los mismos… Yo os conocí buenos… Infinitamente buenos… Erais o éramos como una moderna legión de nuevos Cristos… Dolores era la maternidad encolerizada por una miseria que mordía sin tregua la carne de los suyos; José Díaz era un hombre bueno, en su mirar y en su hablar, en su modestia y su sonrisa que sólo vivía pendiente de la desgracia humana; Uribe mismo, en su tosquedad, era otro apóstol aunque un poco zafio, de la felicidad humana… Y tú… Tú mismo eras distinto… Y como ellos y como tú, miles y miles de hombres que querían hacer un mundo nuevo y bueno…
—¿Y ahora?
—… ahora, cuando os miro y os comparo con el ayer me parecéis algo así como un mundo de hombres enloquecidos, a los que se les ha secado el corazón y el alma… ¡Se os ha olvidado reír!… Y es que estáis enfermos de obsesión, de una obsesión que me recuerda a Caín…
—¿Y de ellos, qué dices?
—En el otro lado creo que se ha producido un fenómeno parecido… Aquello también es Caín.
—Morayta… Escúchame… Escúchame… Te miro y me doy cuenta de todo: eres un hombre terriblemente enfermo… No, no es tu corazón sólo…
Están enfermos tu corazón y tu fe…Te has olvidado de los médicos y de Lenin… ¡Esa es tu tragedia!… Esa es la tragedia que te hace vernos de una manera distinta a cómo éramos ayer y a cómo seguimos siendo hoy… Posiblemente todo esto obedezca a que estás cansado, terriblemente cansado… ¡Deberás descansar, Morayta!
—Ya es tarde.
—Sigue, entonces.
—¿Quién os ha hecho así, Castro?
—Te lo diré.
—Sí, dímelo. Y te lo agradeceré, aunque después pase lo que pase.
—Mira, Morayta… Tú ves al Partido y a sus hombres en su época lejana y romántica… En aquella época en que soñábamos con la revolución pero en la que no sabíamos hacerla… Era una época, Morayta, en la que todavía no nos habíamos desintoxicado de ese viejo mundo en el que habíamos nacido y vivíamos… tramos románticos, sentimentales, blandos, inoperantes… Éramos solamente unos grandes soñadores… Mira los árboles, Morayta… Mira ese árbol… Es el mismo de ayer… Pero ha crecido… Ayer era un adorno: nada vital… Hoy es sombra y fresco… Tú no puedes decir que no es el de ayer… Como tampoco yo podría decir al verte muerto que tú no eras Morayta… Sí… El mismo… Con vida y sin vida… No eres justo, Morayta. No… Tú habías concebido la revolución como un simple cambio de estaciones: otoño, invierno, primavera y verano… Pero nunca te detuviste a pensar que una semilla que rompe la tierra para crecer y dar fruto ha estado tiempo y tiempo bajo la tierra, y que si hubiera renunciado a romperla nunca habría pasado de ser una semilla condenada a morir en la impotencia… ¡Somos los mismos, Morayta, los mismos!…
—No.
—Sí.
—No… Ayer erais hombres con algo bueno y algo malo… Como todos los hombres… Hoy no… Hoy en vosotros sólo hay fe, fanatismo, odio, afán de matar. En vosotros no hay más que cerebro y acción… Es cierto que mi corazón está enfermo, pero existe; mas ¿el vuestro?… ¿Dónde está el vuestro?… El vuestro ha muerto, mejor dicho, cada uno de vosotros le habéis asesinado para mayor comodidad… Y lo bueno de cada uno de vosotros murió con vuestro propio corazón…
—Sigue.
—Si… Hasta donde me dejes…
—Sigue.
—El hecho de que haya sido una transformación colectiva, metódica y standard, me hace pensar que ha habido algo que os ha estado deformando y formándoos al mismo tiempo, deshumanizándoos y fanatizándoos paralelamente… Porque se me hace imposible creer en la existencia de una parte de la especie humana distinta a las demás partes: sin nada bueno…
—¿Acusas al Partido de esa transformación?
—No le acuso… Le señalo solamente como fabricante de pequeños y grandes monstruos.
—¿Por qué te has salvado tú?
—Posiblemente porque después de cada tarea realizada, de cada reunión a la que asistía, al llegar a mi casa y encontrarme con mis hijos volvía a encontrarme… El Partido era el veneno… Mis hijos el contraveneno…
—¡Termina de una vez!
—Sí, Castro, sí… Ya no sois hombres… Sois cosas… Sí, unas cosas muy parecidas por fuera a los hombres, pero nada más que parecidas por fuera… Y si no, aquí tienes una prueba: ¿Dónde está tu madre?… ¿Dónde están tus hermanos?… ¿Dónde están tus viejos amigos?… ¡No lo sabes!… Vivan o no vivan, ¿qué importa eso para ti?… Para ti lo importante es la revolución… ¡La revolución!… Te daré otra prueba más: en todo el tiempo que llevo trabajando contigo no te he visto un gesto de pena, de dolor, de compasión… Queriendo imaginarme cómo eras en realidad, he pensado muchas veces en ti: he hablado mucho de ti en mi casa en espera de que me ayudaran a definirte. ¡No, no pude lograrlo en mucho tiempo!… Hasta que un día viendo caer las bombas enemigas sobre Madrid me acordé de ti… Sí… Tú y los demás no sois más que eso: proyectiles humanos que os lanzan contra todo y contra todos sin otra misión que destruir y destruir cuanto se encuentren al alcance de vuestra maldita carga…
—¿Te has vuelto fascista?
—No seas tonto, Castro.
—¿Terminaste ya?
—Sólo una cosa… Piensa, Castro, en lo que te he dicho… No veas en mí un perro fascista… ni un traidor al Partido… No sería ni verdad ni serio para ti… Procura verme como soy, como un hombre normal que ha logrado que lo bueno se impusiera en él… Sí, yo quiero que acaben las desdichas de millones de hombres, pero dudo mucho de que vosotros podáis ser los curanderos de ellas… Este proceso bárbaro que estamos viviendo os ha perdido para siempre… Stalin estará contento… Lo sé… Sois hombres de temple estalinista… Hombres enloquecidos por un dogma, por una mecánica terrible, por una disciplina animal, por un odio que os ha podrido el alma. Y si os duelen los muertos no es porque sean hombres que han muerto, sino porque son pequeñas máquinas de matar que habéis perdido… Ni la muerte os hará ya buenos… Así sois, Castro, los ciento por ciento… Y qué gran ingeniero, qué bárbaro y maravilloso constructor de monstruos es el Partido, el Partido, vuestro Partido.
—Vete, Morayta.
Castro miró sus espaldas unos segundos. Y se acordó del jorobado del Cuartel de la Montaña… Pero sólo se acordó… Y continuó sentado, mirando unos mapas que ya habían desaparecido ante sus ojos. Porque los ojos de Castro se habían vuelto a mirar hacia dentro. Y Castro comenzó a sentir un terrible desasosiego que despertó violentamente todos sus viejos recuerdos.
«Mi padre era un hombre bueno».
He hizo surgir de los recuerdos la figura entrañable… Y le pareció que le tenía delante, en aquel rincón acostumbrado de la pequeña cocina, con la vieja cuchara de palo en su acostumbrado subir y bajar; y que después sacaba aquella petaca ennegrecida por el tiempo, el librillo de papel de fumar con una bicicleta impresa en sus forros y las cerillas; y que hacía un cigarro que, como siempre, le salía delgado por las puntas y grueso por en medio; y el lanzar con aquel mirar de santo sus bocanadas de humo al techo, como queriendo traspasarle para que llegaran al cielo… Y su «Hasta mañana, hijo mío»… Y su «Gracias a Dios por tanto favor como nos hace»… Y luego la figura de ella, Castilla hecha mujer: como la síntesis enlutada y maravillosa de la maternidad en la tierra. Y la vieja casa. Y las viejas gentes. Y las viejas cosas.
«¿Dónde estará la felicidad?»
Pensó en su angustia que de haber estado allí su madre le hubiera pasado su mano por la cabeza y le hubiera dicho como lo dijo otra vez para enseñarle y consolarle: «.para que la revolución sea como tiene que ser deberá imitar a las madres».
¿Lloró?
Salió de aquel pequeño despacho muy tarde. Y entró en su despacho oficial.
Sobre su mesa, como todos los días, el conserje había dejado «Frente Rojo», el órgano diario del Partido.
Y se acordó.
Y comenzó a pasear por el amplio despacho. Al cabo de unos minutos se detuvo y apoyó sus manos sobre la mesa… ¡El Partido!… ¡El Partido!… ¡El Partido!…
«¡He debido matarle!».
«He debido matarle como a un perro… Aquí, aquí mismo!».
Y abandonó el instituto Y cruzando la ciudad y la noche llegó a su casa.
La cena está puesta.
—No tengo ganas…
—¿Estás enfermo?
—Debo estarlo.
—¿Te duele algo?
—No… Nada… Pero no me siento bien… Será mejor que me acueste.
—Sí.
Se hundió en el lecho. Y apagó la luz. Después, y durante quién sabe cuánto tiempo, se estuvo preguntando ininterrumpidamente: «¿Por qué no lo he matado, por qué».
No lo supo nunca.
* * *
A la mañana siguiente se levantó temprano.
Y no habló mientas desayunaba.
Y llegó al Instituto. Y durante algún tiempo se dedicó a mirar la prensa. Y su rostro adquirió el gesto habitual. Luego se frotó las manos… «La muerte de Largo Caballero, el mito de la social democracia española, está decretada… Nada ni nadie le salvará».
Después entró Morayta.
—Hola, Castro.
—Hola, Morayta.
Sólo dos veces se miraron de frente… Y cuando Morayta salió, la misma pregunta mil veces hecha la noche anterior: «¿Por qué no le habré matado, por qué?»… Él no pensaba en su conciencia liberada por unos instantes… Él pensaba en «aquello» que le había ocurrido con Morayta como algo inexplicable y estúpido.