Capítulo I
SU MAJESTAD «NICETO I»
España se acercaba a la primavera.
Y a unas elecciones municipales con las que el almirante Aznar, jefe del gobierno, pretendía engañar al pueblo y prolongar el reinado de los Borbones. Pero España estaba aburrida. Y acudió a las elecciones más que a definir una política o cambiar de régimen a expresar el aburrimiento que la mantenía en continuo bostezo desde 1923.
* * *
Olía a sudor en aquel departamento de una pequeña casa de la Calle de Martín de los Heros, en donde los comunistas habían establecido su pequeño cuartel general.
Pero nadie olía.
Solamente se hablaba.
Y de vez en cuando alguno que otro miraba un retrato de Lenin, un poco indiferente con sus imitadores, y se frotaba nerviosamente las manos. Y cuando alguien llegaba y se acercaba a Pablo Yagüe se hacía el silencio, se acentuaba el mirar y todos escuchaban:
—¿Qué?
—Los socialistas dicen que el rey se va.
—¿Y qué dicen que dice el rey?
—Que se va.
—¿Y qué dicen que dice el gobierno provisional?
—Que es cuestión de horas.
Y el silencio se hacía más silencio. Y el que había llegado se iba. Y Yagüe, fanatismo y fiebre, hablaba en voz baja con Barón, cabezudo y lento, o con Lucio Santiago, alto, flaco y tuberculoso o con Castro, tranquilo y cínico o con cualquier otro. Y los demás les miraban esperando una orden, mientras soñaban que se acercaba precipitadamente el momento en que la gran revolución comenzaría a florecer en la tierra en que ya casi nada florecía.
Y llegaba otro.
Y otro.
Y la escena volvía a repetirse.
* * *
La Puerta del Sol, escenario de la golfería madrileña, era un mar de gente que gritaba y gritaba haciendo de sus gritos algo así como el rugido de un viejo león sin dientes ni garra. Porque allí no se desgarraba nada ni se destrozaba nada ni se manchaba de sangre nada. Se gritaba solamente mientras que una bandera republicana era agitada dulcemente por un viento que parecía no querer ni levantar polvo. Hasta que salieron unos cuantos hombres —el gobierno provisional —a uno de los balcones del viejo caserón del Ministerio de Gobernación para saludar a una multitud que frenética rugía.
«Vi…vaaaaa»
«Vi…vaaaaa»
La Guardia Civil sólo era quietud y mirar.
—¿A dónde? —preguntó Castro a Yagüe.
—A Palacio.
Y se fueron por la calle Arenal hacia Palacio, en donde la familia del rey esperaba la hora de salir.
Hasta que tropezaron.
Jóvenes socialistas y republicanos constituían una barrera de brazaletes y estupidez y no dejaban llegar hasta el viejo Palacio en donde unos disparos y unos muertos de sangre real podrían haber parido una auténtica revolución.
—No se puede pasar, camaradas.
—¿Por qué?
—La República no puede mancharse de sangre.
—Acabará manchándose de mierda —respondió Castro.
Los miraron. Y ellos miraron a todos como si desearan que se produjera un choque que provocan el incendio. Pero nadie les dijo nada. Y maldiciendo entre dientes regresaron un poco decepcionados de no haber podido patear a una reina de sangre inglesa y a unos príncipes quién sabe de qué sangre.
—Hay que hacer algo…
—Habría que provocar un choque con la Guardia Civil o con alguien, un choque en el que hubiera muertos, cuyas muertes podrían achacarse a los monárquicos…
—No sería mala idea.
Durante un rato caminaron en silencio. La multitud seguía gritando Y riendo: prefería la comedia al drama.
—Vamos rápidos a la casa del Partido.
Llegaron y comenzó la organización precipitada de la provocación. Los enlaces comenzaron a dirigirse a las diversas barriadas de la ciudad. La orden era terminante: «Que los camaradas griten hasta enronquecer contra esta mierda de república; que hablen de los soviets de obreros y campesinos; que hablen de la revolución rusa».
¿Y si nos atacan…? —preguntó alguien.
Castro le miró:
—Hoy necesitaríamos cien muertos para que las cosas comenzaran a marchar bien.
* * *
Castro en un camión lleno de comunistas se dirigió hacia la barriada de Cuatro Caminos.
«Abajo la república burguesa».
«Vivan los soviets de obreros, campesinos y soldados».
«Viva Rusia».
Las gentes les miraron con curiosidad. Después se cansaron y empezó a mirarlos agriamente. Y como los gritos no terminaban comenzaron a avanzar hacia los camiones…
«Bajaros» —gritó alguien.
«Abajo la república burguesa».
La gente que estaba aburrida de tanto grito llegó hasta los camiones y éstos comenzaron a inclinarse de un lado.
«Camaradas…»
«Provocadores».
Los camiones se inclinaron del todo.
«Hijos de…»
Los comunistas comenzaron a replegarse hacia las callejuelas solitarias Y con recodos. Primero despacio, después corriendo. Y entre una fatiga que casi ahogaba, el grito de siempre:
«Abajo la república burguesa».
«Provocadores» —respondía el otro lado.
Se oyó un disparo. Los grupos de choque de los comunistas sacaron las pistolas: la sangre sería veneno para la joven república… Pero la Guardia Civil se convirtió en una divisoria de charol, de correajes amarillos y del gris acerado de sus fusiles.
Los comunistas, al amparo de los tricornios, pudieron replegarse sin prisa y sin bajas.
Atrás quedaba el comienzo de la duda.
Poco después los responsables de cada camión se reunían con Pablo Yagüe en la calle de Martín de los Heros.
—¿Todo bien?
—No hubo muertos.
Yagüe hizo un gesto de contrariedad y después de unos segundos comenzó a hablar.
—Se está traicionando al pueblo… Quieren que esta república sea una monarquía sin rey… No hay que dejarse engañar por la demagogia republicanosocialista. Hay que empujarlos a que vayan cada día más lejos… Por mucho que avancen no llegarán jamás a la revolución, pero sí nos llevarán hasta la antesala de ella… (una pausa larga y después) Nuestro Partido es la única esperanza…
Habló lentamente, con un gesto de rencor que se manifestaba más en su boca que en sus ojos. En sus ojos de un mirar frío y hondo sólo se podía ver algo extraño, algo así como el preludio de una gran matanza.
Ya de noche comenzaron a salir de aquella casa sombras que se perdían en las sombras de la noche. Eran hombres que buscaban horizontes lejanos, que no miraban al suelo, que no se detenían a escuchar gritos o gemidos, que avanzaban y avanzaban a rastras o erguidos, como podían, buscando en la muerte de todo lo que no fuera ellos, lo que ellos pensaban que era una nueva vida.
«Viva la República».
La sombra de los tricornios la daban sombra.
* * *
El gobierno provisional encabezado por don Niceto Alcalá Zamora, el gran cacique de Priego, tomó el poder.
La revolución de los abogados comenzaba.
Y un nuevo rey, Niceto I, alias «El Botas», comenzaba a germinar en las entrañas de la segunda república.
Y el tiempo parecía estar enfermo de pena.
* * *
En el Bar Central, alargado y estrecho bajo la mirada servicial de Emilio, el camarero, Castro, Alberto Hernández, Julio Sanz, Urchurrutegui, Ojalvo y otros, tomaban café en la acostumbrada reunión de los sábados.
—¿Qué piensas, Castro? —preguntó alguien.
Castro alzó la cabeza y continuó callado.
Y le volvieron a preguntar.
—Esto es una mierda… La misma mierda de ayer, pero esta vez sin sangre azul. Los republicanos no hacen más que decir que no se ha roto un cristal; los socialistas convertidos en la Celestina de un gran fraude político e histórico; las gentes estrenando república con el mismo entusiasmo que si hubieran estrenado mujer; la Guardia Civil más republicana que Castelar: Gil Robles republicano: el general Sanjurjo republicano; Herrera, el obispo sin sotana, republicano…
Sonrió.
—Los dos únicos contrarrevolucionarios, nosotros…
Volvió a sonreír.
—¿No será el periodo Kerenski en Rusia? —preguntó Hernández.
—No.
Y se hizo el silencio.
—Ayer, demasiados generales… Hoy demasiados abogados. O dictadura o mucho derecho político sin derecho político… Y estos socialistas meándose de gusto con la nueva república…
Y otra vez el silencio.
Y luego el levantarse de todos ellos.
—Salud…
Y Castro se hundió en la noche. Y mientras caminaba y caminaba se acordó de alguien. La figura de Torralba Beci apareció ante él…
«La tercera España».
Escupió.
Le pareció que escupía sobre un cadáver inmenso partido en dos mitades.