19

Ana paseaba en soledad por los jardines, con el chal caído y enrollado con dejadez a lo largo de los brazos, a modo de innecesario complemento, y la mirada perdida. Ceñuda y lánguida, se sentía incapaz de encontrar nada que la entretuviera, a pesar de toda la vida que se desplegaba a su alrededor. Ni en los carrizos que crecían en las rocallas, ni en los mirlos alejándose con un griterío indignado ante su aparición, ni en el lejano mugido de las vacas, ni en los chillidos desgarrados de las gaviotas sobre la costa. Nada era capaz de distraerla más de un minuto completo.

Deslizó las manos, con los dedos extendidos, sobre el océano de lavanda que erguía orgullosa sus espigas hasta el cielo, y se encaramó al pequeño estanque para apreciar el agua verde y parada, plagada de bulliciosas ranas, pequeños renacuajos, zapateros, líquenes y demás plantas acuáticas. Pero nada de eso la persuadió tampoco, por lo que enseguida se volvió para seguir deambulando sin rumbo por los senderos de grava, sombría y taciturna, analizando con mente agotada los sentimientos que confluían en su interior.

Amaba a Alberto, ¡le amaba con toda el alma!, y ahora que su compromiso con Jenaro Monterrey se había disuelto felizmente, era libre para entregar su corazón. Pero, ¿acaso Alberto lo querría? ¿Estaría dispuesto a aceptar a una joven que anteriormente había estado comprometida con su propio padre? ¿Estaría dispuesto a asumir una situación tan esperpéntica como irregular?

Enlazó las manos frente al talle y las retorció con inquietud, sintiendo que un millón de mariposas sacudían su vientre con el violento impulso de sus alas. Caminó varios pasos hacia delante, se detuvo en seco, todavía más ceñuda y contrariada, meneó la cabeza y desestimó el camino elegido; retrocedió dos o tres pasos, inclinó la cabeza, suspiró… y su turbación permaneció intacta. Su mente y su corazón continuaban igual de atribulados.

Quizás no, quizás el amor que poco tiempo antes le había ofrecido no fuera tan fuerte como para soportar un revés de esa índole.

Suspiró, vaciando todo el aire de los pulmones. No lo culpaba. Todo había sido un auténtico galimatías desde el principio. Una mentira tras otra, sin maldad, sin ánimo de hacer daño, pero mentiras al fin y al cabo.

El sonido producido por la puertaventana acristalada del Pazo, situada en la fachada posterior, al abrirse y luego cerrarse, la sobresaltó.

Se movió hacia un lado, sin aliviar la arruga de su entrecejo, para estirar el cuello por encima de los macizos de verónica en flor y distinguir la silueta del propio Alberto abandonando la casa en su dirección. Caminaba a buen paso, con la determinación pintada en el semblante, sujetando el sombrero en una mano y con el gabán aleteando libremente detrás de sus andares recios. Hermoso, apuesto, viril.

Ana tragó saliva y abrió mucho los ojos. Cerrar la boca, que se había abierto en expresión de asombro, le llevó un poco más de tiempo.

De pronto sintió miedo, incertidumbre y vergüenza. El recuerdo de la nota del camposanto le insufló esperanzas, pero también rememoró su rostro aquella noche en el jardín, su posterior ausencia y la negativa de respuesta a sus cartas, y solo sintió un acuciante deseo de llorar.

En un acto reflejo, se dio la vuelta, se abrazó la cintura y barajó la posibilidad de huir o de esconderse entre los macizos del jardín. Podía hacerlo, si acaso las piernas le respondían, lo cual dudaba seriamente a juzgar por el temblor que se había apoderado de sus rodillas; podía ocultarse y él se pasaría un buen rato buscándola sin resultado. Entonces desistiría y se marcharía.

Sintió una punzada en el pecho cuando ese pensamiento cruzó por su mente. Se marcharía. Y puede que esta vez sí lo hiciera para siempre.

Por tanto, se volvió para recibirle y asumir la responsabilidad de su desacertada conducta, temblando como un junco al viento, retorciendo los dedos como si fueran de gelatina. Tal vez venía a despedirse. Y era lo menos que ella podía ofrecerle: una despedida digna. Compuso en su rostro una sonrisa forzada y exageradamente amplia a causa de su estado de nervios. Temblaba. No podía dominar su cuerpo a esas alturas y un temblor delator la sacudía entera. ¡Qué complicado resultaba mantenerse firme y tratar de mostrar una emoción, cuando realmente era otra la que la consumía!

Por imposible que pareciera a juzgar por el brío con el que avanzaba, Alberto fue perfectamente capaz de detenerse frente a ella. Un cabeceo a modo de saludo, que ella correspondió con una trémula flexión de rodillas, fue el primer intercambio que tuvo lugar entre la pareja. Después sus miradas se encontraron. Y entonces el mundo dejó de girar y sus corazones bombearon al unísono, eclipsándolo todo.

—Le presento mis condolencias por la reciente defunción de su padre, señorita… —carraspeó— de Altamira.

Alberto se expresaba con voz trémula, y seguramente no a causa del enérgico paseo desde la casa al jardín. Fue incapaz de sostener su mirada mucho más tiempo, por lo que, a pesar de permanecer erguido frente a ella, bajó la vista para centrarse en la puntera de sus botas de montar. Era evidente que también se encontraba nervioso… o incómodo. Tal vez ambas cosas a la vez. Y que aquel nuevo tratamiento era algo a lo que aún no se había acostumbrado. También a ella le costaría asimilar que el apellido que precedía el nombre del querido Alberto fuera el de Monterrey.

—Gracias… —jadeó—. Y gracias también por haberme acompañado en el camposanto, señor…Monterrey.

Sus miradas se cruzaron de nuevo y un ramalazo de sentimiento los sacudió a ambos, aunque los dos se guardaron de dejarlo traslucir.

—Me hubiera gustado hacer mucho más, pero… —Se silenció en el acto.

—¡Pero ha hecho mucho! —insistió ella con vehemencia, sin dejar de retorcer los dedos y contener las lágrimas—. Créame que sus palabras aquel día… y su presencia en el altozano, fueron muy importantes para mí.

Entonces se dio la vuelta con brusquedad para exhalar profundamente y tratar de acompasar los dolorosos latidos de su corazón. También para ocultar su turbación, su vergüenza y su terrible necesidad de romper en llanto. Empezó a caminar muy despacio en sentido opuesto por el sendero de grava en el momento en el que las palabras comenzaron a brotar solas de sus labios.

—No sé qué palabras usar para justificarme. He sido boba, inmadura e irresponsable y actué sin pensar en las consecuencias que podían acarrear mis actos. Ni siquiera me paré a pensar que pudiera haber consecuencias. Mi buena ama me lo advirtió… y no supe hacerle caso. —Se volvió en ese instante para encontrarse con la mirada de Alberto, que la había seguido en silencio, a escasa distancia—. No voy a ofrecerle un discurso, porque en todas las cartas que le envié ya puse mi corazón, mi alma y mis afectos. Hablaron las letras todo cuanto mi boca tuvo que callar, ¡por vergüenza, por inmadurez! Le pedí disculpas… —inclinó la mirada mientras las lágrimas acudían a empañar sus ojos—, ¡y hoy de nuevo se las pido! ¡Se las pediré mil veces si es necesario con tal de que comprenda que estoy siendo sincera y que me arrepiento de mi proceder!

—Aligere la culpa de su corazón, Ana, se lo ruego, porque no he venido a buscar sus disculpas ni a torturarla con mi presencia. —La voz de Alberto sonó suave como el terciopelo.

Ana frunció el ceño, confusa.

—¿Y qué otra cosa podría pretender de mí, aparte de mis disculpas? No soy digna de ofrecerle ni de esperar nada más.

Alberto dio un paso hacia ella y atrapó sus manos trémulas entre las suyas.

—¡Ana, mi querida Ana! Tampoco yo fui sincero cuando me acerqué a usted. No a sabiendas, por supuesto, sino por funestas casualidades del destino. Fui silenciado por una tonta coincidencia y ya nunca más reparé en el hecho de que no me había presentado correctamente. De que ni siquiera le había dicho mi apellido, un apellido del que no dejo de avergonzarme. Después, cuando debí comportarme como un hombre y demostrar la veracidad de mis sentimientos, aquellos de los que tan alegremente hice mención y que luego no supe sostener, solo fui capaz de huir como un cobarde, abrumado por las circunstancias. Circunstancias ante las que la dejé completamente sola. Soy yo el que pide perdón.

Ana negó con la cabeza y el siguió hablando.

—Tal vez, de haber sabido que yo era un Monterrey, me hubiera detestado, así pensaba en todo momento. —La vehemencia de su tono se truncó de golpe para dar paso a una repentina desolación—. Y no la culpo… Podría detestarme en este preciso instante y seguiría sin culparla. Aunque me retracte por mi cobardía, seguiré siendo un Monterrey.

Ana esbozó una amplia sonrisa. Y esta vez en absoluto forzada, sino generosa y radiante como el sol que cada mañana asoma a la ventana. Las lágrimas brillaban en sus ojos.

—Solo podría detestarle si mi corazón no albergara ya otro sentimiento más intenso hacia usted.

Alberto correspondió a su sonrisa, súbitamente esperanzado.

—Entonces… ¿quiere decir que todavía hay esperanza para este pobre infeliz? ¿Acaso es posible que nuestros sentimientos regresen a aquel punto del pasado en el que le abrí mi corazón para ofrecérselo entero? ¿A aquel punto en el que parecía usted dispuesta a corresponder a este pobre corazón?

—Muchas cosas han sucedido desde entonces, como sabe —habló ella, tratando de serenarse—. Un compromiso… —Alberto rechinó los dientes y apartó la mirada.

—Ese compromiso…

—El fallecimiento de mi padre, el cambio de tutor… —Ahora él devolvió a ella su mirada obsidiana—. Doña Angustias ha sido nombrada mi tutora hasta que yo alcance la mayoría de edad, lo que tendrá lugar dentro de cinco años. Atendiendo a mis deseos y a la dirección que tomaron mis sentimientos, mi tutora ha decidido felizmente disolver el compromiso adquirido con el señor Monterrey.

Alberto soltó las manos de la joven para acunar con ellas su delicado rostro, acariciando las mejillas con los pulgares. Su sonrisa, constante desde hacía un rato, estalló en carcajada.

—Entonces, ¿es usted libre?

Ana se humedeció los labios solo para volver su sonrisa más radiante.

—Lo sería si mi corazón no perteneciera desde hace tiempo a otra persona. A usted, querido Alberto.

Alberto exhaló para mirarla con dulzura.

—Mi querida Ana, mi dulce Ana… ¡Lo mismo me da Ana Guzmán que Ana de Altamira! ¡La quise cuando la conocí, y sigo queriéndola hoy con mayor ardor, pasión y corazón! —Afianzó sus manos enmarcando el adorado rostro—. ¡Sé que no es propio, que el duelo está aún muy presente en su corazón! —De nuevo exhaló inquieto, emocionado, alterado… enamorado—. Pero… ¿hará el favor de aceptarme y ser mi esposa?

Ahora las lágrimas descendieron sin mesura por las mejillas de la joven, humedeciendo los dedos que acunaban su rostro.

—¡Sí, y mil veces sí, mi muy querido Alberto!

Y se alzó levemente de puntillas mientras él se inclinaba hacia ella hasta que sus labios se encontraron y sucedió un beso.

separador.jpg

Jenaro Monterrey estaba que se lo llevaban los demonios. No podía creer que aquella niñata y su estúpida perra guardiana se hubieran mofado de él. ¡Romper el compromiso! ¡Así, sin más! ¿Con qué derecho aquellas inútiles mujeres habían hecho algo así? ¿Era legal? ¿Podía serlo? Parecía ser que sí, según le había confirmado su propio abogado.

Con la impotencia y la rabia por bandera, descargó su puño contra la mesa. Había perdonado y, por ende, perdido, una cantidad de dinero absolutamente monstruosa a cambio de la posibilidad de gozar de aquella perita en dulce. ¡Y ahora la perita acababa de agriársele sin siquiera haberla catado!

No iba a consentirlo, no iba a permitir que aquellas dos estúpidas, la mocosa malcriada y su perra pachona, se mofaran de él como si de un imberbe se tratara.

Había pretendido en un principio mofarse el padre, y él se lo había impedido, así que no iba a consentir ahora que aquella zorrita envuelta en gasas lo dejara en evidencia delante de todo el pueblo.

Airado, abandonó la casa con una firme determinación: ir al Pazo y reclamar lo que era suyo. Si aquella estúpida seguía manteniendo la porfía de negarse al compromiso, la tomaría allí mismo, la comprometería delante de su gente y le quitaría todo resquicio de altivez para demostrarle que de Jenaro Monterrey no se reía nadie, y menos una ridícula condesita.

Consumido por sus propios deseos, por la rabia más endemoniada, enloquecido por el desaire y la lujuria, mandó ensillar uno de los caballos más rápidos, un corcel brioso y joven. Necesitaba salvar la distancia que le separaba de aquel nido de presuntuosos cuanto antes, necesitaba demostrarle a aquella boba quién era el amo del juego.

Por supuesto, tuvieron que ayudarle a montar varios mozos. Aquel ejemplar canela era mucho más alto y enérgico que el percherón que acostumbraba a montar, y nada más sentir el ingente peso del jinete sobre su lomo, se encabritó y empezó a patear el aire con los cascos delanteros.

Pero los ánimos de Monterrey no estaban para distracciones, y mucho menos para tratar de aplacar a un animal demasiado alzado. Ya se encargaría de bajarle los humos cuando estuvieran de regreso; unos buenos fustazos, y la bravosidad de la juventud daría paso a la debida sumisión. Por el momento, se contentó con descargar su fusta entre las orejas del animal, que recibió el castigo desorbitando los ojos y relinchando inquieto. Después de hincarle los talones en los costados, abandonó el patio a pleno galope, imprudencia que por poco le tira de la montura y pone fin a su mente trastornada.

Pocos minutos después habían abandonado las callejuelas empedradas del pueblo para recorrer a galope tendido los bosques circunvecinos. El animal se deslizaba con la rapidez de un enviado del diablo y apenas obedecía las directrices de su jinete, entre otras cosas porque éste le exigía a fustazos correr más cuando era imposible, a menos que le salieran alas en los costados. Espumarajeaba por la boca y los ollares, relinchaba y soltaba coces, aun en pleno galope, y a pesar de aquellas claras señales de alerta, el enervado jinete continuaba blasfemando e incordiándolo con sus castigos.

En un momento dado, cuando se vieron en la necesidad de salvar un pequeño regato que cruzaba el camino, el animal se detuvo de golpe y empezó a encabritarse sin control, alzando las patas delanteras y relinchando como un poseso.

Monterrey trató de controlarlo tirando con fuerza de las riendas, pero cuanto más tiraba para reprenderlo, más se alteraba el animal. Fue inevitable. Con un violento y repentino quite, el anciano se soltó y cayó de espaldas sobre una roca que asomaba en el ribazo. Ante tal visión, el caballo huyó asustado lanzando coces y dejando atrás al incordio que le había torturado desde el mismo momento que lo montó.

Jadeante, con el rostro contraído de dolor, Monterrey se llevó una mano al pecho para tratar de acompasar la respiración, que ahora se había convertido en un doloroso estertor. El corazón parecía salirse de su sitio para asomar a través de la boca. Pero no se trataba del corazón, sino de una abundante voluta de sangre que brotó de su garganta, manchando sus dientes de rojo y amenazando con ahogarlo.

Jadeó y trató de que respirar a pesar del líquido denso que lo llenaba todo.

—¡Maldita sea la casa de Altamira! —farfulló, y acto seguido, cuando el dolor que le atravesaba se volvió insoportable, ladeó la cabeza y la inconsciencia se apoderó de sus sentidos.

Poco después, varios labriegos que regresaban a San Julián tras una jornada en el campo encontraron al empresario a un lado del camino, lo reconocieron y lo llevaron a casa en uno de sus carros agrícolas. Fue toda una odisea levantarlo de donde estaba, y no solo por sus generosas dimensiones, sino porque el hombre parecía hecho de frágil cristal. Donde quiera que se le tocaran, le dolía, y cada mínimo movimiento acarreaba una sarta de blasfemias y alaridos espeluznantes.

Una vez en la casa del empresario, y entre varios sirvientes, le recostaron en el lecho. El anciano no dejaba de retorcerse y gemir, llegando incluso a gritar a viva voz en algunos momentos. Fue llamado el doctor del pueblo, que no se demoró más de media hora en personarse en la vivienda. Después de examinarlo durante un buen rato, tratando de sobreponerse a los alaridos del anciano y a sus reproches ante el dolor que le causaba la exploración, determinó que Jenaro Monterrey se había fracturado la columna al caerse del caballo y que varias costillas se habían roto y amenazaban con perforar los pulmones. Era posible que, con ayuda de Dios, se salvara, puesto que el trauma en la columna no llegaba a ser mortal, pero jamás volvería a poseer movilidad en el cuerpo. Lo único que se podía hacer era administrarle láudano de por vida para calmar el dolor, mantenerlo todo lo inmóvil que fuere posible en aquella cama, rezar y tener paciencia. Si no se presentaban hemorragias internas ni posteriores inflamaciones, si las costillas no atravesaban el pulmón y soldaban con normalidad, era probable que sobreviviera al golpe. De todos modos, resultaría prudente avisar a cualquier familiar cercano.

Y así lo hicieron los sirvientes.

separador.jpg

Si, tras la muerte del conde, Alberto consideró que Ana era mucho mejor persona que él por ser capaz de sentir compasión hacia alguien que le había causado tanto perjuicio en el pasado, ahora supo que su opinión de sí mismo había sido muy pobre. Él era también una persona noble con un corazón inmenso. Y tuvo certeza de ello cuando le llegó aviso al hostal de que su padre acababa de sufrir un terrible accidente con un caballo.

El primer sentimiento que le sobrevino fue el de la compasión, seguido de inmediato por la nostalgia. Se recordó a sí mismo de niño implorando cariño a un hombre que lo único que sabía hacer era regañarlo por todo y vociferar, en ocasiones incluso delante de invitados. Un hombre que le había levantado la mano en múltiples ocasiones y que le había destrozado cientos de sueños infantiles como quien desbarata un simple castillo de naipes.

Todo lo que él hacía estaba siempre mal, y su padre nunca se había reprimido en hacérselo ver de este modo. Por tanto, después de la compasión y la nostalgia, llegó la desilusión. Y el recuerdo de su madre, una mujer bondadosa que, en su lecho de muerte, le había pedido que tuviera paciencia con él. Con todo, Alberto jamás había respetado esa última petición: su padre era un ser con el que le resultaba imposible ser paciente.

Acompañado por esos recuerdos, con el corazón traspasado de emociones y mil sentimientos muy dispares batallando en su interior, se personó en casa de Monterrey nada más recibió la noticia. Era su deber y su obligación, y él era un hombre que siempre cumplía con sus obligaciones.

Lo encontró tumbado boca arriba en su cama, con la mirada inamovible en los artesones del techo, las sábanas sometidas bajo los brazos y el cuerpo rígido, cubierto por la colcha, que se adaptaba a su generosa silueta.

Cuando le vio entrar, el anciano giró la cabeza en su dirección y se le quedó mirando sin articular palabra. Alberto no supo distinguir lo que vio en su mirada: si era reproche, humillación, desprecio o repulsión. Lo que estaba claro era que no había ni un atisbo de gratitud en sus pupilas, y mucho menos de afecto.

—Padre… —murmuró, sacándose el sombrero y estrujándolo entre las manos. Estaba claro que aquella imagen del viejo ogro imposibilitado era mucho más de lo que su naturaleza podía soportar—. Padre, ¿cómo se encuentra?

Tampoco resultaba agradable para el ogro sentirse mermado ante quienes consideraba sus enemigos. Para confirmarlo, bufó y desvió la mirada al techo.

—¿Cómo crees que me encuentro? —ladró—. ¿No me ves? ¡Estoy aquí tirado como un mueble! ¡Convertido en un inútil!

A pesar del agrio recibimiento, Alberto sujetó el respaldo de una silla y la acercó al lecho para sentarse en ella.

—El médico ha dicho que el láudano será un buen paliativo. Debe tomarlo a cada hora para calmar el dolor —continuó hablando como si nada—. Al principio será doloroso, seguramente padecerá usted grandes tormentos… pero después el dolor amainará y lo llevará mejor. Podrá tener una vida más o menos aceptable.

El hombre volvió hacia él una mirada iracunda.

—¿Y tú qué sabrás? ¿Acaso ahora los abogaduchos entienden de medicina? —Frunció los labios en una mueca de desprecio—. No tienes ni idea. Nunca la has tenido.

Alberto inclinó la mirada para fijarla en el ala de su sombrero, que hacía girar a gran velocidad entre los dedos. El doloroso pasado volvía a salir de la fosa donde lo había sepultado dentro de su cabeza. Siempre sucedía en presencia de su padre, por eso procuraba evitar, dentro de lo posible, estar junto a él. Pero ahora ese tiempo había pasado. El reinado de terror de Jenaro Monterrey había tocado a su fin.

—Nunca me ha tenido en consideración. Siempre me ha hecho usted muy infeliz, padre —declaró, con la vista aún anclada en su sombrero—. Yo deseaba quererle, madre deseaba quererle… y nunca nos lo permitió. Apartó de su lado con desdén a cuantos queríamos un poquito de su afecto. Usted solo pensaba en su fábrica y en sus caprichos personales. Yo no importo, he sabido salir adelante sin usted, he sabido asumir su indiferencia y convivir con ella, pero mi pobre madre… la hizo usted sufrir muchísimo. La ha tratado peor que… —un hondo sollozo le silenció—. No sé si alguna vez podré perdonarle por ello. No sé si usted lo merece.

El anciano no respondió. Su pecho ascendía y descendía en agitado vaivén, pero sus labios permanecían apretados.

—¿A eso has venido? ¿A hacerme reproches ahora que sabes que no puedo valerme por mí mismo?

Alberto negó con la cabeza.

—No. No he venido a eso.

—¿A qué, entonces? ¿A burlarte de mí? ¿A regodearte de mi estado?

—Yo no soy como usted, padre. Jamás haría leña del árbol caído. Solo he venido a presentarle mis respetos y a decirle que… —exhaló, alzando la mirada hacia el rostro del anciano, que se contorsionaba de dolor, y tomó fuerzas— que he contratado a dos enfermeras para que velen por usted día y noche. En todo momento estará atendido y sus necesidades quedarán perfectamente cubiertas. No tendrá de qué preocuparse ni temer por su dignidad. Además, tendrá un médico personal a su entera disposición. Todo ello costeado con mi sueldo de infeliz abogaducho.

El anciano torció los labios en una mueca de desprecio, evitando mirarle en todo momento.

—¡No necesito de tu caridad, poseo suficiente dinero para mantenerme! ¿Qué te has creído?

—Lo sé, pero es algo que quiero hacer, quizás mi última obligación hacia usted como hijo. —Se palmeó los muslos unos segundos antes de ponerse en pie—. Quería informarle, además, de que, cuando llegué a San Julián, conocí a una joven. —Esta vez el anciano giró el rostro para clavar en él una mirada escéptica y, a la vez, burlona, satírica y malvada.

—¿Tú? ¿Has estado zascandileando con alguna campesina? ¡Y la has dejado preñada! ¡Tan típico de ti caer tan bajo! ¡Nunca has tenido aspiraciones, y ahora te enredas con una vulgar provinciana!

Alberto ignoró tal desprecio, consciente de la satisfacción que le reportaría desvelar la realidad.

—No es algo que hubiera planeado y desde luego no era mi intención buscar a una persona en la que depositar mis afectos. Mucho menos que esa persona fuera capaz de corresponderlos con idéntica intensidad. Pero sucedió, ha sido algo mágico e imparable, como el empuje del mar o la caída del ocaso al final del día.

El anciano hizo una mueca ante el ridículo romanticismo que mostraba aquel muchacho; desde luego, un hombre indigno de ser Monterrey.

—¡Qué falta de gusto referir a tu padre tus escarceos con una pueblerina zafia y vulgar! ¿Es este el respeto que te inspiran mis circunstancias, que vienes a traerme chismes que no me interesan?

Alberto ignoró el apunte y continuó.

—Le he pedido que sea mi esposa y ella me ha concedido el grandísimo honor de aceptar.

—¿Quieres mi bendición? ¡Pues al demonio tú y tu ramera!

Alberto se silenció un minuto para tomar aire y continuar.

—Solo quería, ambos queríamos, que usted la conociera. Ella es la mujer con la que me voy a casar. Es parte de mi alma, mi otra mitad.

Y para secundar sus palabras, se hizo ligeramente a un lado. Los ojos de Monterrey se deslizaron en aquella dirección para encontrarse con la silueta de Ana de Altamira, que aparecía con timidez bajo el umbral. Lo que experimentó a continuación sería muy difícil de describir con palabras, pero, haciendo un esfuerzo y tratando de ser fieles a la verdad, baste decir que su rostro tornó completamente grana, hinchándose de inmediato, haciendo que sus flácidas carnes bailaran ante la rabia que lo embargó. Sus ojos, inyectados en sangre, casi se salieron de sus órbitas; sus fosas nasales se dilataron en pos de una respiración entrecortada, y su boca empezó a farfullar palabras inconexas, salivando y espumando a partes iguales, tal era la furia y el desprecio que gobernaba aquel alma infame.

Alberto se cuadró ante él y cabeceó a modo de despedida.

—Buenos días tenga usted, padre.

Se volvió para tomar a Ana de la mano y juntos abandonaron la estancia.