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—Le ruego que acepte mi brazo como apoyo. —Ante la mirada dubitativa de ella y, a la vista de las vibrantes pupilas que asomaban en un gesto mohíno, continuó—: soy un buen tipo, se lo prometo.

Y una sonrisa amable secundó sus palabras mientras tendía su antebrazo con gentileza. Ana dudó unos segundos. Aquel hombre era un extraño, un completo desconocido, y los dos se encontraban solos en el bosque.

No es de recibo, no está bien, no le hables, no permitas ni que te toque…, martilleaba en su cabeza la sensata y siempre prudente voz de la conciencia.

Pero te has hecho daño, no puedes ni levantarte sola, seguramente hasta cojearás, ¡ay! ¿No te das cuenta de que te has caído como un saco de patatas, muchachita imprudente? Necesitas ayuda… azuzaba en el otro hemisferio de su cabeza, la picajosa voz de la lógica.

Suspirando en profundidad, componiendo un gesto de disgusto y tratando de mantenerse neutra ante la batalla emocional que se disputaba en su interior, pasó finalmente su mano por el hueco que ofrecía el brazo del hombre, dispuesto para ella formando un perfecto asidero.

Al levantarse del suelo, con ayuda del caballero, un dolor agudo traspasó cierta zona innombrable de su anatomía y, para tratar de ocultar tanto su vergüenza como su dolor, se mordió el labio inferior mientras apretaba los párpados con fuerza, hasta ver chiribitas en la negrura. Una vez en pie, se recompuso el vestido con risible dignidad, tratando de conservar todo el aplomo arruinado durante la caída, aunque el brillante arrebol que adornaba sus mejillas se lo ponía difícil.

Alberto Monterrey, a su vez, se obligó a contener una sonrisa, percatándose del gesto contenido de su acompañante. Era consciente de que la joven no se había lastimado seriamente y, por lo tanto, su preocupación se reducía a la caballerosidad obligada en esos casos.

De ese modo, mirándose de forma furtiva, entre risas contenidas y disimuladas muecas de dolor, empezaron a caminar sendero abajo.

—Despacio. No deseamos sufrir un nuevo percance, ¿verdad? —bromeó, tratando de quitar hierro al asunto. Aunque solo consiguió que la joven se sintiera todavía más avergonzada ante el recordatorio de su incidente—. Tampoco tenemos prisa, no vamos a apagar ningún fuego; lo importante es ir pasito a paso. ¿Puede caminar bien? ¿Es preciso que la lleve en brazos?

Ella asintió con gran vigor, para después negar con idéntico brío, totalmente ruborizada. Si la cogía en brazos, ¡en sus brazos!, corría un serio peligro de incinerarse por combustión espontánea. Y si no acababa muerta de ese modo, lo haría de un inevitable ataque de vergüenza.

Caminaron un pequeño trecho en silencio, con el caballo siguiéndolos a escasa distancia, como un centinela respetuoso. La fuerte respiración del animal y las pisadas de ambos sobre la alfombra de agujas de pino se unieron a los diversos sonidos del bosque.

Ana no sabía qué decir, ni si se esperaba que dijera algo, por lo que se limitó a caminar con la cabeza inclinada y dos rosas encarnadas en las mejillas. No podía dejar de imaginarse a sí misma en brazos de aquel apuesto Lancelot, visión que no contribuía a la relajación de espíritu ni a la concentración mental, sino a un repentino y evidente coloreamiento del rostro, con su consiguiente atropello respiratorio.

Suspiró de forma apenas perceptible. Jamás se había visto en una situación semejante y, por supuesto, era la primera vez que paseaba del brazo de un caballero. ¡Y especialmente de uno tan apuesto como aquel!

Tras ese pensamiento, no pudo evitar dirigir a su acompañante y salvador una nueva mirada furtiva.

Puede que fuera totalmente inexperta en las lides de la vida y las relaciones sociales, pero tenía ojos en la cara, aunque en esos momentos hubiera preferido mil veces ser ciega y, por lo tanto, inmune a la presencia de aquel bello ángel de la guarda.

Era alto —la cabeza de ella apenas rozaba su hombro—, fuerte, atlético y de atractivo rostro de mandíbula cuadrada, en el que destacaba una barbilla varonil provista de hoyuelo. La perfecta imagen de un héroe.

—¿Dónde vive? —La pregunta de él resultó tan inesperada que la joven no pudo más que balbucear sílabas inconexas. Él sonrió, divertido ante su turbación—. No se preocupe, le he asegurado que soy un buen tipo: solo deseo escoltarla hasta su casa para comprobar que llega usted bien.

—No creo que sea lo más prudente, señor —susurró, avergonzada.

Llegar al Pazo colgada de su brazo era lo más imprudente que podría pasársele por la cabeza; máxime con el conejo dentudo rondando.

—Insisto, me quedaré más tranquilo si sé que no vuelve a resbalarse durante su paseo. Es lo menos que un caballero debería hacer.

Ana se mordió el labio inferior e inclinó de nuevo la mirada. Seguramente, en sus adentros, el caballero se burlaba de ella o, al menos, ese temor era el que martilleaba en su cabeza, torturándola y humillándola a cada paso un poco más. Debía de haber resultado muy cómico para él ver cómo, entre correteos inapropiados, aquella señorita se caía en medio del camino con tan poca dignidad; aunque en su favor debía reconocer que no había hecho ningún comentario jocoso al respecto, y que había acudido en su auxilio como un auténtico salvador. Por tanto, resultaba injusto por su parte pensar mal de él.

—Vivo muy cerca de aquí —atajó con brusquedad, pero trató de enmendarse sonando más amable a continuación—. Será suficiente si me acompaña hasta la linde del bosque, al pie del camino real.

—¿Me pide que la deje sola en el bosque? ¡Vaya, eso sí suena imprudente… y muy poco caballeroso por mi parte!

—Le aseguro que vivo muy cerca, señor, mi casa se yergue justo en la linde del bosque.

Alberto decidió no insistir. Al fin y al cabo, la joven parecía encontrarse bastante bien. Ni cojeaba, ni se resentía a simple vista del golpe. Y además, podía seguirla a una distancia prudencial para asegurarse de que llegaba sana y salva. Su caballerosa conciencia cumpliría perfectamente su función y ella no se sentiría incomodada.

—Está bien, usted manda —concedió.

Ana esbozó una sonrisa de suficiencia, porque era la primera vez que alguien le otorgaba semejante potestad de mando.

Mientras continuaban caminando, despacio y en silencio, Alberto dirigió a la joven una nueva mirada furtiva, ¡y ya iban unas cuantas!, tan solo para confirmar lo que había constatado desde un principio: era hermosa como una flor, y fresca y radiante como si la hubiera besado el rocío de la mañana.

Sonrió de medio lado, tratando de disimular el gesto. Sí, sin duda su expedición por los bosques estaba resultando de lo más interesante. Mucho más, desde luego, que soportar las presunciones románticas de su despótico padre.

Había abandonado la residencia del salazonero intentando despejar la cabeza de malos humores y, a media hora de distancia, bosque adentro, se había topado con una auténtica ninfa, de esas de las que solo se tiene constancia a través de las leyendas y el folklore popular.

Una sonrisa, esta vez más radiante y menos contenida que la anterior, curvó sus labios, al tiempo que empezaba a mofarse de sí mismo.

¿Te has vuelto loco, Alberto? ¿O acaso el salitre afecta a tu sentido común? ¿Ninfas? ¿Flores radiantes? ¿Besos de rocío? ¡Ja, valiente bobo estás hecho!

Exhaló muy despacio, tratando de borrar de su cabeza esos desvaríos matutinos dignos de Espronceda. No era una ninfa, por el amor de Dios, ni él era un poeta, pero estaba claro que no se trataba tampoco de una campesina, a juzgar por la elegancia y la calidad de sus ropas, por su piel de porcelana o la finura de sus manos; por fuerza debía ser una joven de buena cuna. La hija de un terrateniente, o de un activo importante del condado. Aunque ninguna joven de buena familia, sensata y prudente, cuya reputación se velara a cada segundo con celo, pasearía sola por el bosque sin carabina.

Frunció el ceño cuando un innato instinto protector y censor, digno de cualquier caballero que se preciara de serlo, arraigó en su pecho. ¿Dónde estaba su carabina?

—Si me permite la apreciación, señorita, no debería usted pasear sin compañía tan lejos de su casa. Resulta muy poco juicioso por su parte.

Ana parpadeó, tensándose sin querer ante la inesperada amonestación.

—Le he dicho que vivo muy cerca, mi casa queda apenas a unos pocos metros —expuso en un tono de protesta, encarnándose todavía más a causa de la vehemencia de su defensa—. Resulta perfectamente juicioso y aceptable.

Alberto sonrió, divertido ante el inesperado viso rebelde que percibió en las palabras de la muchacha. La jovencita tenía carácter… y orgullo. Buena cosa. O quizás no tan buena: cuanto más la miraba y la escuchaba expresarse, más le gustaba.

—Ha tenido usted suerte de toparse conmigo —añadió, chinchándola—, pero una mujer sola en medio del bosque puede presentarse como una presa demasiado fácil y apetecible.

—¿Una presa para los zorros y las alimañas, quiere decir? —preguntó ella, sumándose a la chanza y recordando las palabras de doña Angustias.

—¡O para los salteadores de caminos y otras almas descarriadas que se ocultan en las sombras! Créame, las criaturas que se mueven sobre cuatro patas son las menos peligrosas que se encontrará por estos lares —atajó él, concediéndole a sus palabras un tono intrigante, sesgando los ojos y bajando la voz—. Me temo, señorita, que el mundo está plagado de gente malvada dispuesta a corromper a las pobres almas, incautas e inocentes, que se pasean en soledad por los bosques más oscuros. —Irguió la barbilla con solemnidad para rematar su discurso—. Le sorprendería a usted todo lo que hay ahí fuera.

Ana se humedeció los labios y ahogó un jadeo.

—Pero no se mortifique, está usted perfectamente a salvo conmigo —continuó él—. Ningún rufián se atreverá a corromper su alma mientras permanezca bajo mi amparo.

—Me alegra saberlo, señor.

Alberto sonrió con amplitud, mientras ajustaba sutilmente el brazo de Ana sobre el suyo, provocando con ese gesto que un millón de hormigas corretearan sin control por el vientre de la joven.

—La acompañaré a casa.

—A la linde del bosque —corrigió ella con suavidad.

—A la linde del bosque —concedió, sin aflojar su sonrisa, ni su amabilidad—, y así me quedaré más tranquilo, sabiendo que ni usted ni su alma han sufrido un nuevo percance. ¿Le parece bien?

—Me parece bien —asintió, arrebolada y nerviosa, consciente de la extraña calidez, del agradable cosquilleo, que ascendía en oleadas desde lo más profundo de un vientre torturado por millones de hormigas saltarinas—. ¿Es usted de San Julián? —preguntó, y acto seguido, se mordió la lengua para ruborizarse después con intensidad.

¡Tonta, tonta, más que tonta!, se recriminó mentalmente mientras, a modo de penitencia, seguía mordiéndose la punta de la lengua y notaba cómo el rostro le ardía en fuego puro.

Cualquier señorita con un mínimo de juicio y sensatez en su adornada sesera se limitaría a permanecer con la cabeza y la mirada inclinadas, y la boca perfectamente sellada, osando abrirla tan solo para responder a las preguntas pertinentes —si las hubiere— dirigidas a su persona. Y en ese caso, dicha señorita prudente y juiciosa, se limitaría a responder empleando los monosílabos de rigor. Pero ella… ¿Qué había sido de su cordura? ¿Dónde había quedado su sensatez? ¿Qué iba a pensar aquel intrépido héroe de ella?

Pero el caballero no pareció acusar la falta ni darle mayor importancia al asunto. Sin dejar de sonreír con condescendencia y caminar erguido como un guerrero, respondió:

—No, no soy de aquí. Solo he venido a visitar a un pariente. —Alberto enmudeció un segundo, calibrando si debía revelar el parentesco que le unía al tirano. Seguramente, la gente de san Julián tendría un mal concepto de su padre. Era inevitable en cualquiera que le conociera siquiera un poco. El viejo siempre había sido un tirano, un déspota y un viva la Virgen. Su fama debía de precederle. Y en esos momentos, lo que menos deseaba era que aquella muchachita de aspecto dulce lo asociara con él, un alma corrompida y negra. Por tanto, calló—. Solo me quedaré una semana o dos en el pueblo, a lo sumo.

Sin saber por qué, Ana sintió una punzada de decepción. De algún modo, durante el paseo, se había atrevido a formar castillos de naipes en su cabeza. Castillos de los que aquel caballero era el rey indiscutible.

—¡Oh! Entiendo… —E inclinó la vista para fijarla, bajo un ceño profundamente fruncido, en el tapiz verde y ocre del suelo.

Pero no lo entendía, no. ¡Qué mala suerte la suya! La única persona que había podido conocer desde su llegada al Pazo, la única alma extramuros, aparte de aquel horroroso Monterrey que le revolvía el estómago, era su bello ángel guardián. Y ahora acababa de descubrir que ni tan siquiera podría seguir disfrutando de su compañía, no podría tratarlo ni deleitarse con su bello porte, puesto que tan solo estaba de paso en el pueblo…y, por lo tanto, en su vida. ¡Qué injusto era el destino!

Siguieron caminando en silencio, cada cual perdido en sus cavilaciones (el uno considerando el infortunio que suponía estar emparentado con aquel viejo verde, la otra maldiciendo su mala suerte y la dolorosa sensación de vacío que se había formado de pronto en su pecho), hasta que el caballero detuvo sus pasos, obligándola a levantar la mirada. Se encontraban en los lindes del bosque, junto al camino real. A poca distancia de la jaula de oro.

Jamás un paseo le había resultado a Ana tan corto y frustrante.

—Bien, los límites del bosque, tal y como usted solicitó.

Ojalá el bosque se extendiera hasta el otro extremo del pueblo, pensó ella.

—La libero de mi compañía, señorita, para que pueda volar libre hasta su nido.

Hasta mi jaula.

Con indisimulable pesar, Ana deslizó su brazo del amable asidero que le había sido dispensado, inclinó la cabeza en reverencia y sonrió con timidez. Detestaba tener que poner fin a aquel breve paseo, puesto que jamás se había sentido tan cómoda, y a la vez en continua tensión, en presencia de otra alma. Una tristeza insondable se apoderó de ella, acrecentando el agujero de su pecho y la sensación de abandono que amenazaba con enseñorearse de su alma.

—Agradezco su amabilidad, espero no haberle incomodado demasiado —murmuró la joven, alargando el momento de la despedida y, por tanto, torturando a su corazón.

Él meneó la cabeza, y su amable sonrisa llenó de luz el alma de Ana. Una luz y una sonrisa que ella se prometió guardar como un tesoro entre sus recuerdos.

—¡Oh, no! Ha sido muy grato ejercer de caballero andante, créame: lo mejor en lo que podría ocupar mi tiempo. Aunque confío en que, en el futuro, tenga usted más cuidado; no salga sola ni corretee por el bosque, ¿me lo promete? —Ana, ruborizándose hasta el nacimiento de sus cabellos, asintió despacio—. No siempre voy a contar con la suerte de estar cerca de usted para socorrerla. —Haciendo perdurar su sonrisa, él prosiguió hablando, lo que provocó que decenas de mariposas aletearan en el estómago de su acompañante—. De verdad, ha sido un placer escoltarla hasta aquí, señorita. Me alegro de que no haya sufrido un mal mayor.

Ana agradeció sus palabras con una sonrisa nerviosa, realizó una rápida flexión de rodillas y se volvió para alejarse con paso rápido. Era eso o arriesgarse a que su corazón sufriera algún tipo de colapso.

—¿Es ese edificio que se ve a lo lejos, entre los árboles, el Pazo de Rebolada? —Aquella voz, una octava más alta de lo normal, la obligó a detener sus pasos en seco.

Giró ligeramente la cintura para mirarlo a los ojos. Unos ojos profundos de color obsidiana, ahora fijos en un punto más allá de ella. Un estremecimiento la sacudió de arriba abajo al tiempo que una suave oleada de calor subía por su espalda.

Devolvió la mirada al frente y pudo trasver, entre los pinos y los viejos robles del lugar, los oscuros muros del Pazo, sus paredes vestidas de cal, su señorial tejado de pizarra y sus augustas chimeneas.

Un nudo se formó entonces en su garganta. No había contado con que, desde aquel lugar, en los límites del trazado del bosque, el Pazo quedaba perfectamente a la vista. De hecho, destacaba con absoluto descaro entre los árboles, como un pendón que, lejos de esconderse, se empeñara en sobresalir y hacerse notar.

—Sí, ese mismo es —murmuró, volviéndose lentamente, con el rostro demudado en una máscara de preocupación y temor. Pudo apreciar un brillo extraño en los ojos del caballero, que asoció de inmediato con el pasmo y la fascinación que embargaba a todo cristiano ante la primera visión del Pazo.

El Pazo de mi familia, mi hogar, el que mi padre ha convertido en una prisión.

—He oído hablar de él… y de sus moradores. —Ana tragó saliva. De forma inconsciente, acababa de referirse a ella como moradora del Pazo y, sin embargo, había apreciado un ligero matiz de ignorancia en la voz del caballero—. ¿Se dirige usted allí? —preguntó de nuevo, sin dejar de mirar la fortificación.

Ana cabeceó en asentimiento, nerviosa, con el ceño ligeramente fruncido. ¿No la había reconocido como la condesa? ¿De veras no se había dado cuenta de que se trataba de ella? Sin saber por qué, una agradable sensación de alivio la recorrió, y el nudo que oprimía su garganta, desapareció. Por un momento, aunque se tratara del momento más fugaz e irrelevante, se sintió libre.

—Vivo allí —dijo, apenas en un susurro.

El asintió, sin apartar los ojos de aquellos muros agrisados. Mucha gente viviría en el Pazo: doncellas, domésticos, asistentes personales, damas de compañía, parientes de noble nacimiento pero de rango inferior al de su anfitriona…

La curiosidad le carcomía por dentro. ¿Qué lugar ocuparía aquella joven en el Pazo? Quería preguntar, quería conocer detalles acerca de la condesa, su futura madrastra. Necesitaba saber tantas cosas para tratar de entender…

Su padre debía de estar en esos momentos en el interior del Pazo, reunido con su prometida, tal y como había proclamado muy ufano antes de salir de casa. La señorita condesa de Rebolada. ¿Cómo sería ella? ¿Digna de lástima? ¿O por el contrario, merecedora de la penitencia que se le venía encima?

Parpadeó con insistencia, devolviéndose a la realidad, dejando en un segundo plano la visión del edificio señorial y su curiosidad acerca de sus habitantes, para centrarse en aquella dulce joven que estaba junto a él y que parecía mirarlo con el corazón en un puño.

—Antes de despedirnos, ¿puedo preguntar el nombre de la dulce damisela que he tenido el privilegio de socorrer?

Ella sonrió y sintió cómo toda la sangre de su cuerpo se concentraba en sus mejillas.

—Ana… —Pensó deprisa. Ya que él no la había identificado, por una vez deseó ser otra persona distinta y verse libre de convencionalismos. Deseó no ser quien era, para poder ser quien ella quisiera. Y en ese momento de inspiración, de locura e inconsciencia, acudió a su mente el apellido de su ama de cría, que decidió hacer suyo en ese mismo instante—. Ana Guzmán.

Y dobló las rodillas en una tímida reverencia.

—Ana Guzmán —susurró muy despacio, como si paladeara el nombre, como si pretendiera grabarlo a fuego en su memoria. Como ella lo miraba con insistencia y gesto interrogante, se dio cuenta de su despiste y se apresuró a enmendarlo—. ¡Oh, disculpe, Alberto, Alberto Mont…!

Justo en ese instante, una voz aflautada y perfectamente agitada, sonó desde algún lugar cerca de aquellos muros, interrumpiendo las presentaciones y suspendiendo la media reverencia que el caballero había iniciado.

—¡Ana, niña Ana! ¿Dónde estás?

La respuesta de Ana fue abrir unos ojos como platos, formar una «o» perfecta con su boquita de piñón, sujetarse las faldas y echar a correr hacia el lugar del que procedía la voz a toda la velocidad que soportaban sus piernas. Ni una mirada a modo de despedida, ni una simple cabezada; su recuperado sentido común la instaba a alejarse de allí de inmediato con el fin de tratar de enmendar su falta. ¡El ama iba a regañarla hasta hartarse!

Alberto la observó alejarse con una sonrisa en los labios. Sin duda, había sido una expedición muy provechosa e inspiradora la de aquella mañana. Aunque la señorita no fuera una ninfa de los bosques ni una náyade de los ríos, sino simplemente, Ana Guzmán.

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—¡Te dije que no te alejaras! —la regañó doña Angustias, sujetándola por la muñeca y tirando de ella, no con enfado o violencia, pero sí con determinación.

—Me despisté… De repente sentí la imperiosa necesidad de aire fresco y de un paseo por la naturaleza —protestó Ana, lo suficientemente bajito como para demostrar que era consciente de su error.

Había faltado a su palabra motivada por su innegable fascinación hacia la naturaleza y por un primario instinto de libertad. Algo que jamás podría experimentar entre las cuatro paredes de su jaula de oro. Pero tampoco había sido algo tan grave e irreparable, pensaba para sus adentros; no había habido consecuencias negativas, y nadie había salido mal parado, salvo ella y su malogrado trasero. Muy al contrario: gracias a ese pequeño acto de rebeldía, había conocido a un caballero apuesto y agradable. Su ángel guardián.

La sonrisa que asomó de forma inconsciente a sus labios provocó un nuevo bufido de doña Angustias que, delante de ella y desconociendo sus pensamientos, caminaba apretando el paso, resoplando, meneando la cabeza y protestando de forma airada bajo las amplias capas de tela.

—¡Aire fresco y un paseo por la naturaleza! ¿Y qué pasa con tu vestido? —Con un repentino aspaviento, como si ambas ejecutaran un controvertido paso de baile, hizo girar delante de sí a la joven, obligándola a mostrarle la espalda. Ana deslizó las manos por la tela, tratando de alejar la atención de la mujer de esa parte del vestido. Su sentido de la culpabilidad no tardó ni medio segundo en teñir sus mejillas de escarlata.

—¡Ay, nana, me caí! —protestó, empezando a perder la paciencia. Algo que sucede cuando se tiene mucho que ocultar y pocas ganas de sacarlo a la luz—. No creo que sea un crimen contra la humanidad el hecho de que la señorita condesa se resbalara y se cayera, ¿verdad?

—¡Lo será si tu padre se entera de todo esto! —Y acto seguido jadeó con resignación, venció los hombros hacia delante y dedicó a la niña la típica mirada que conceden los padres permisivos a sus amados hijos, por más diabluras que estos lleguen a discurrir. Ana, consciente de la flaqueza del ama, parpadeó con coquetería, mirándola por debajo de unas cejas alzadas con conmiseración. Rendida ya del todo, doña Angustias no pudo menos que ceder—. Vamos, debemos regresar antes de que lo haga tu padre, o nos mandará azotar a ambas.

Ana se dejó llevar, caminando con los hombros descolgados y el ánimo abatido.

—Seguramente lo esté deseando —chasqueó la lengua—, al menos en lo que a mí respecta.

—Pues no le daremos esa satisfacción, ¿verdad? —Doña Angustias caminaba sin mirar atrás y Ana solo era capaz de distinguir su generosa espalda y su contoneante trasero revestido de tela y más tela. También la pequeña cofia que recogía su cabello entrecano—. Monterrey se fue hace ya un buen rato. Creí que no se tragaría el cuento de que te encontrabas indispuesta por culpa de una terrible jaqueca.

—Y la tendría si tuviera que soportarlo.

Doña Angustias bufó sin aflojar un ápice el paso, lo que provocaba que, al hablar y caminar —dos actividades que para ella eran difíciles de compatibilizar—, se le entrecortara el aliento.

—Llegué a temer que subiera él mismo a tu alcoba a llevarte la medicina para el dolor. —Y jadeó de nuevo, encogiéndose de hombros—. ¡Qué hombre tan empecinado!

Ana puso los ojos en blanco y suspiró. El empecinamiento debía de ser la más amena de sus cualidades censurables.

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Don Jenaro hincó los talones con saña en los costados del animal. Una forma como otra cualquiera de liberar sus frustraciones. Había realizado tan fastidioso trayecto a caballo, con las penosas consecuencias que ello acarreaba —dolor en las ingles, incomodidad en las posaderas, tormento en la espalda y molestia en las pantorrillas—, con el único fin de visitar a la dulce condesita y pasar con ella al menos los treinta minutos de rigor que se estilaban en las visitas diarias. Con un poco de suerte, el astuto zorro del conde extendería la invitación hasta la hora de la merienda o, inclusive, a la cena.

«Visítenos cuando quiera, Monterrey. Le aseguro que la señorita condesa estará encantada de recibirle y agasajarle con su compañía», le había dicho la noche anterior durante la cena. Y con tal incentivo se había personado al día siguiente, rebasado el meridiano del día, tal y como correspondía para una visita de cortesía. ¡Cuál no sería su sorpresa cuando una vieja con cara de perro le salió al paso en el vestíbulo para contarle que la señorita se encontraba indispuesta a causa de una terrible jaqueca! ¡Temprano empezaba con las jaquecas la bella flor! ¿Acaso esas delicadas criaturas eran tan frágiles y ridículas como para indisponerse por un simple dolor de cabeza? ¡Intolerable! ¡Ya le daría él jaquecas una vez casados! ¡No habría excusa que le valiera! No tendría más remedio que obedecer y acatar sus deseos como buena esposa sumisa, o de lo contrario, ¡la tomaría a la fuerza tantas veces como quisiera para bajarle los humos!

Con ese pensamiento por bandera espoleó de nuevo al animal, aunque no sirvió de mucho. El caballo acataba un paso tan indolente que empezaba a temer que, aunque le clavara en el alma la fusta de un soldado, no se movería con más brío.

Resopló, decepcionado con lo que la mañana le había reportado. ¡Y para más inri ahora debía llegar a casa y soportar la presencia indeseada de su hijo!

Ahogó una blasfemia bajo el emboce de su capa. Aquel desagradecido aparecía y desaparecía cuando le venía en gana; a veces incluso podía pasar semestres enteros sin dar señales de vida. Estaba claro que le habían malcriado y, a consecuencia de ello, ahora escapaba a su control. ¿La culpable? Una madre ridículamente amorosa y permisiva que, para empezar, le había dejado ir a la universidad a formarse en esa inútil carrera de leyes. ¿Para qué, teniendo en casa el emporio familiar de las salazones y conservas? ¿Qué hijo respetuoso con la labor de sus ancestros no hubiera querido perpetuar la tradición familiar? ¡Pero no, estaba claro que aquel insensato tenía a poco el trabajo en la fábrica! Él quería más, quería la vida de esos relamidos de la capital que se pasan el día de un lado para otro con un cartapacio bajo el brazo, sin hacer otra cosa más que inmiscuirse en asuntos ajenos con el pretexto de preservar la justicia. ¡Y la idiota de su madre le había alentado a ello!

De nuevo hincó los talones en los vacíos del animal, irritado con la vida, con los hados, con su mala fortuna y, sobre todo, con el ingrato de su hijo. Con un poco de suerte, ese desagradecido de Alberto desaparecería de su vida en pocos días y se mantendría convenientemente ausente, tal vez durante medio año o más. Ni una carta, ni una visita, ni una invitación a la Corte… ¡y lo mismo le daba! ¡Al diablo él y sus ínfulas de señoritingo de ciudad!

Con un mohín de niño caprichoso presto a encorajinarse durante horas, escupió al borde del camino, deseando que, junto a sus fluidos, se esfumara también la mala sangre que le provocaba aquel descastado.

Ni siquiera le invitaría a la boda. ¿Para qué? A buen seguro aquel cretino hijo de su madre se la aguaría con sus sermones. Envidioso, eso es lo que era.

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Alberto esbozó una sonrisa seguramente de lo más boba, consecuencia de las emociones y pensamientos que discurrían en su interior.

Después de la mala sazón que su padre había dejado en su ánimo esa misma mañana con la ridícula noticia de una boda, cuando no esperaba que nada fuese capaz de iluminar su día, la repentina aparición de aquella muchacha en medio del bosque, como una ninfa patosa o un hada que hubiera perdido sus alas, parecía haber conseguido lo imposible. Y por eso sonreía como un tonto mientras la recordaba.

Era una joven hermosa y adorablemente tímida, lo que era de esperar en una señorita de buena cuna y aún mejor educación. Los rubores constantes de sus mejillas y sus oportunas caídas de párpados daban buena fe de ello. Además, moraba en un Pazo, así que debía de serlo, por fuerza.

Y no solo se trataba de su agradable carácter, con un atractivo viso de independencia y rebeldía, sino de que Ana Guzmán poseía sin duda los ojos más verdes y hermosos que había visto jamás, preciosos broches de una expresión sumamente dulce en un óvalo de porcelana. ¿Y sus labios? Una fresa madura elegantemente tronchada en dos.

No pudo resistirse a amagar una carcajada. ¿Eran suyos tales pensamientos? ¿Desde cuándo se había vuelto todo un romántico, digno discípulo de Don Juan, de Espronceda o del famoso Lord Byron inglés? ¿O acaso las filosofías sentimentales de aquel joven literato barbudo con el que había coincidido en un par de tertulias madrileñas y que firmaba sus escritos como Gustavo Bécquer se habían colado, sin darse cuenta, en su cabeza, como las hiedras que se aferran con ahínco a una viejo muro de piedra, hasta convertir al regio letrado en alguien irreconocible?

¡Estás para encerrar, Alberto!

Meneó la cabeza sin dejar de sonreír. Debía de ser el clima gallego, que lo trastornaba; quizás el húmedo aroma del musgo vestido de rocío que trepaba por los troncos de los árboles, ansiando arañar las altas copas; tal vez la niebla vaporosa y reptante del amanecer, o el leve crujido de las agujas de pino bajo los cascos del caballo. Lo que fuera, alteraba sus sentidos hasta acercarlo al abismo del delirio. Y estaba claro que era ese un abismo al que no deseaba asomarse por ninguna mujer.

—No juegues con fuego, Alberto —se dijo a sí mismo. Tan solo él y su apacible montura fueron testigos del improvisado monólogo—. No te compliques la vida. Estás de paso, por lo que no merece la pena inmiscuirse en asuntos de faldas que no te reportarán más que complicaciones innecesarias. Ha sido un hecho puntual, un encuentro puntual; ahora debes olvidarla.

Y con esa consigna en su cabeza, continuó su viaje de vuelta a la residencia de Jenaro Monterrey. Pero no fue capaz de evitar que, pese a su empeño, o quizás a causa de él, los hados se carcajearan en su cara, danzando con sorna ante sus ojos, adentrándose en su sesera y burlando su firme empeño, pues durante todo el trayecto no pudo pensar en otra cosa más que en Ana Guzmán y en sus adorables ojos verdes.

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Una vez a solas en su alcoba, Ana se dejó caer boca arriba sobre el lecho para organizar sus pensamientos, con los pies colgando del borde de la cama y la mirada inmóvil en los elevados artesones del techo, que veía enmarcados por el dosel.

Alberto. Ese era el nombre de su caballero andante, de su héroe, de su salvador. ¡Qué bello nombre para un héroe, para un galán!

Alberto…

La palabra sonaba como eco celestial en su cabeza. Si tuviera delante un piano, le compondría una hermosa tonada. Si fuera poetisa, le escribiría los versos más hermosos.

Se mordió con picardía el labio inferior mientras un gesto de febril ensoñación asomaba a su rostro.

Alberto…

¡Qué apariencia tan agradable, qué rostro tan hermoso!

No había podido escuchar su apellido, pues el ama le había interrumpido en plena presentación, pero no importaba: por alguna extraña razón, no había podido dejar de pensar en él, con o sin apellido, ni un solo segundo, ni siquiera cuando doña Angustias tiraba de su brazo y la sermoneaba por su imprudencia. Además, ¿qué importancia podía tener un apellido, existiendo en el mundo un hombre tan perfecto como él?

Se tumbó de lado, escondiendo una mano bajo un cojín, mientras descansaba en él su cabeza cargada de pensamientos. Pensamientos que tenían nombre propio y un porte apuesto, unos ojos insondables del color de la noche, un varonil rostro de mandíbula cuadrada escoltado por pobladas patillas, y un hermoso cabello ondulado en el que extraviar los dedos. Suspiró. Y a la vez, una sonrisa lánguida asomó a sus labios.

Alberto, Alberto…

Bien podría acompañar dicho nombre un rotundo «del Lago» o «de Leonis», o tal vez un «de Gaula», pues, al igual que los caballeros de las leyendas artúricas, ese hombre se dibujaba ya en su cabeza como un auténtico caballero andante. ¿Y si uno de esos fuera en verdad su apellido?

¡Y además tenía un caballo blanco!

¡Aaay!

Rodó sobre la cama hasta quedar boca arriba, con los brazos en cruz encima de la colcha, y cerró los ojos sin dejar de sonreír.

Alberto poseía una elegancia natural, apreciable al caminar y en cada uno de sus movimientos, un exterior galante, viril, y parecía muy fuerte, a juzgar por la firmeza de su brazo, por sus hombros anchos y su figura erguida.

Un nuevo suspiro resonó en la estancia. Demasiados suspiros para ser obviados por un alma que jamás había suspirado por motivos semejantes.

—Alberto… —Y esta vez sus pensamientos se convirtieron en palabras, pronunciadas en un tono dulce y soñador. Un tono a juego con la mirada de su propietaria y la sonrisa que embellecía su rostro.

En su vida hasta el momento había existido un cierto orden; impuesto por otros, efectivamente, pero un orden al fin y al cabo, una normativa que no se había atrevido a desobedecer, aunque sí a cuestionar mil veces. O, en vez de un orden, podría entenderse como una obligada sumisión a un destino carente de fulgor, una vida perpetuamente oscurecida bajo la sombra funesta y alargada de su padre. Bajo el peso de sus blasones y su nobleza. Bajo el viso de una libertad que jamás podría alcanzar.

Pero en cuestión de segundos, la irrupción de Alberto había conseguido desbaratar ese orden impuesto y adueñarse de todo, convirtiendo su vida, su encuentro fortuito, en la perfecta escena de una novela romántica. Desde su encuentro casual en el bosque, no había podido sacarlo de su cabeza y a cada segundo estaba llenando su pensamiento, ocupándolo todo, imperando sobre la sensatez y la obediencia.

El simple recuerdo de su mirada obsidiana, de su rostro hermoso y maduro, de su porte varonil o del olor a cedro y cuero que desprendía, la simple evocación de su vestuario, de su conversación, de su sonrisa torcida o del modo en que se inclinaba en reverencia provocaba que cientos de mariposas bailaran en su estómago. Cielo santo… ¿de dónde habían salido tantas intrépidas aladas de pronto?

Sin darse cuenta, se descubrió a sí misma sonriendo. Y no se trataba de una simple sonrisa a medio esbozar, sino de una risita que derivó en carcajada y que tuvo que amortiguar contra el cojín.

¿Qué le sucedía? ¿Se había vuelto loca de pronto? ¿Acaso había sido capaz de olvidar todo el infortunio que la rodeaba para dejarse envolver por las gasas rosadas y etéreas del enamoramiento? ¿Acaso eso que sentía emergiendo desde lo más profundo de sus entrañas para aposentarse y aletear en su pecho era el amor del que tanto había leído en las novelas y del que le había hablado doña Angustias?

Alberto, querido Alberto…

Pero también recordó que él había mencionado estar de paso, que se marcharía en una semana o dos. Una tristeza infinita barrió con brusquedad la sonrisa de su expresión e hizo desaparecer las gasas rosadas y etéreas que la envolvían. Se llevó las manos al rostro para ocultar unos ojos ya completamente vidriados, y gimoteó. Estaba segura de que, cuando aquel maravilloso ser abandonara San Julián, su corazón huiría tras él.

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Por fortuna, don Alejandro tuvo la decencia de no invitar al señor Monterrey a cenar. Contar con su presencia dos noches seguidas hubiera sido más de lo que los sensibilizados ánimos de Ana podían soportar.

Por lo tanto, la cena transcurrió en silencio, como solía acontecer cuando padre e hija se sentaban a la mesa.

El uno comía con tal ansia y voracidad que parecía que llevase días de ayuno, y la otra no hacía más que jugar con la comida, componiendo dibujos sobre la loza con la verdura de la guarnición, mientras dejaba asomar a sus labios, de forma totalmente inconsciente, breves sonrisas que amortiguaba mordiéndose el labio inferior. Por fortuna, el conde no fue testigo de ese ánimo absorto ni del comportamiento repentinamente soñador; tenía asuntos mucho más interesantes de que ocuparse, como las codornices rellenas con salsa de uva o las patatas guisadas del plato, antes que prestar atención a la boba que presidía la cabecera opuesta. El único pensamiento que podría entorpecer levemente su gula era el de ver prosperar, y cuanto más rápido mejor, el cortejo del viejo Monterrey. Si conseguía quitarse de en medio a su principal acreedor, saldar con su ayuda el resto de las deudas y, a su vez, asegurarse de que su sitio en Rebolada y su nivel de vida estaban garantizados, su horizonte se vería libre de brumas.

Sin duda, el viejo estaba interesado en la florecilla, así que ahora solo hacía falta alentarlo para que la boda tuviese lugar lo antes posible. O al menos, si acaso el cortejo se alargaba un poco más, que el viejo aflojara la gallina y saldara las deudas del conde cuanto antes. Después, que hiciera lo que le viniera en gana. Como morirse, por ejemplo. ¿A quién le importaba?