13
—Señorita de Altamira, le estoy hablando. ¿Acaso no me ha oído?
Ana parpadeó, regresando a la odiosa realidad. ¿Cómo no oírlo? ¡Por fuerza! Si el conejo dentudo no hacía otra cosa más que parlotear al lado de su oreja como si fuera dura de oído. Y, por si eso fuera poca tortura, tenía la generosidad de rociarla con gruesos perdigonazos de saliva que huían de su boca acompañando cada palabra. Hablaba y hablaba, saturándole la cabeza con un molesto runrún capaz de arrebatarle toda la paz del momento.
—Lo lamento, señor, estaba distraída. —Se concentró en acariciar con mayor tesón y los dedos en garras la frente de la amorosa y preciosa Pequitas, que recibía los mimos con paciencia y cariño, para no pensar en aquel detestable truhan que se había pegado a ella como una lapa y que amenazaba con no apartarse y ser su sombra hasta la hora del almuerzo.
Aprovechando que su padre se encontraba ausente, había pensado en salir a pasear con la hermosa yegua, pero estaba claro que aquel hombrecillo, que había tenido la genial idea de visitarla a media mañana, iba a impedírselo.
—¡Distraída! —bufó el hombre. Y a continuación se esforzó en sonreír con condescendencia, lo que provocó en su rostro la aparición de una mueca extraña—. No puedo reprochárselo, mi querida señorita: queda muy poco para el anuncio oficial y comprendo que su cabeza se encuentre en las nubes. No obstante, debería usted darle descanso a su mente… y a su corazón. —Alzó una mano para dejarla caer como un peso muerto sobre el hombro de Ana. Ella acusó el contacto como si una losa cayera sobre ella, y por eso dio un respingo—. Muy pronto estaremos casados y sus tribulaciones habrán pasado.
Ana frunció el ceño y ladeó el rostro para contemplar aquellos dedos cortos y rechonchos cerrándose con demasiada fuerza alrededor de su hombro. Vio también las uñas cortas y anchas adornadas con una fina línea de mugre bajo cubierta, y una náusea la sacudió por dentro.
—¡Señor! —cortó, y esta vez era obvia la vehemencia de su tono—. ¡No considero apropiado hablar de ese tema! ¡Sea usted respetuoso, le ruego que se abstenga de mencionarlo siquiera!
Y con un brusco movimiento, liberó su hombro del indeseado contacto. La rudeza de su quite provocó que el animal se asustara y cabeceara inquieto, golpeando con el hocico el brazo del caballero. Monterrey hizo un aspaviento, limpiándose con enfado la manga de las supuestas babas de la yegua. Nadie diría que el golpe recibido procediera del inofensivo morro de un caballo; a juzgar por su exaltación, parecía que acabara de embestirlo un buey.
—¡Maldito caballo, alguien debería amaestrarte mejor! —bramó, haciendo ademán de levantar la mano para descargarla en forma de puño sobre el húmedo belfo. Pero Ana, indignada, se interpuso, encarándolo con ceño.
—¡Pequitas es una yegua excelente, no se le ocurra ponerle la mano encima o lo lamentará! —repuso con firmeza y los dientes apretados.
Jenaro Monterrey la calibró durante un tiempo y acabó por bajar la mano que, durante unos segundos, permaneció en puño a un costado. Luego fingió serenarse, sonrió con exagerada amplitud y se centró en sacudirse las mangas, casi se podría decir que con rabia, antes de volver a hablar. Su rostro permanecía encarnado como una cereza madura. Sin duda, no le agradaba doblegarse ante una mocosa, por más hidalga que fuese. Máxime cuando en breve se convertiría en su esposa y ella debería someterse a él.
—A veces uno se encuentra ejemplares que, por bellos que parezcan a simple vista, resultan difíciles de amansar. Son tercos, orgullosos y altivos, se creen superiores a los demás. —Hablaba con los dientes apretados y los labios fruncidos, siguiendo el ejemplo de su ceño oscuro y frondoso. Y era obvio que no se refería al animal—. Pero le aseguro que el secreto para conseguirlo radica en la paciencia y en la mano dura, cualidades de las que me siento perfectamente dotado, se lo aseguro.
Ana no dijo nada. Se limitó a permanecer entre Pequitas y aquel ogro despiadado, mirándolo con desprecio, como quien observa al más indeseable de los seres y debe resignarse a su contemplación. Sus puños, cerrados a los costados, y el vaivén de su pecho, evidenciaban su estado alterado de nervios.
—Una vez tuve una joven yegua en mis establos que no dejaba que la montara. Era caprichosa y altiva, poseía unos aires que había que bajarle a todas luces, aunque fuera a base de palos —continuó, traspasándola con la mirada mientras se expresaba apenas en un susurro, como la cobra que sisea ante su presa—. Con el tiempo descubrí que ni los palos ni los castigos surtían efecto en ella. Era joven y testaruda, creía sin duda que podía vencerme. ¡A mí, su amo y señor! ¿Sabe cómo conseguí doblegarla? —Sus enormes dientes color crema centellearon en siniestra sonrisa—. Se la ofrecí a mi semental más salvaje, una semana entera —siseó— y se doblegó.
Ana tragó saliva horrorizada. La sonrisa de aquel bruto evidenciaba que sin duda él mismo disfrutaría doblegándola del mismo modo. Agarró las riendas de Pequitas y se dio media vuelta, sin una palabra, sin una reverencia, sin ni siquiera una mirada. Dispuesta a alejarse de aquel odioso semental —en realidad, todo un cabestro—, antes de que fuera demasiado tarde y no pudiera evitar la tentación de cruzarle la cara de un bofetón. ¡Por su vida que cualquier cosa sería preferible antes que entregar su futuro y su destino a aquel ser mezquino!

En el aire flotaba la esencia amarga y picante del tabaco y el opio, mezclada con los vapores ingentes del alcohol y un pútrido olor a humedad, sudor y a espacio cerrado. Una densa humareda, procedente de los cigarros de los presentes, se desplazaba por el local a media altura, en lento impulso invisible, como una peculiar legión aérea y etérea que empañaba todo y, a su vez, pretendía ocultar la perfidia de los allí reunidos. En vano, pues muy seguramente las almas de los presentes eran tan negras como el humo o el moho que culebreaba en ambiciosa ascensión por aquellas paredes encaladas.
No se trataba de ningún club de caballeros, tampoco de la residencia particular de alguno de ellos, si no de la parte de atrás de una vulgar cantina portuaria, el lugar más digno, si cabe, de aquel cuchitril, para que los individuos de cierta categoría pudieran entregarse a sus disipaciones inconfesables manteniéndose perfectamente al margen de la chusma del pueblo, campesinos y marineros.
Una mesa octogonal con pedestal presidía la estancia, adornados sus laterales con cajones y recubierta por un tapete verde sobre el que descendían y se desplegaban los naipes —y los puños— con inusitada rapidez y una cierta violencia.
Alrededor de la mesa se reunían cuatro hombres de aspecto sombrío y endemoniado, siempre acompañados por sus respectivos vasos de licor y sus cigarros colgando entre los labios; entre ellos, don Alejandro Covas.
El brillo pérfido y enfermizo de la avaricia asomaba en las pupilas achicadas por el humo y la penumbra.
A la estancia no llegaba el seguro alboroto de la taberna, ni las miradas curiosas de los simplones reunidos del otro lado, solo el vago rumor de aquellas almas negras entregadas a sus pasiones enfermizas y los breves sonidos carentes de humanidad que derramaban.
—Le toca robar del mazo, señor conde —anunció uno de los jugadores con tono mecánico.
Don Alejandro observó el abanico de tres cartas desplegadas ante sus narices y apretó los labios. Sudaba. A pesar del cuello desabrochado, de las mangas arremangadas de su camisa y del torso parcialmente descubierto gracias a que se había desabotonado la pechera, una fina capa de sudor perlaba la piel a la vista. Sus manos temblaban mientras sostenían las cartas. Como siempre, iba perdiendo, y ya no le quedaba efectivo sobre la mesa… ni en los bolsillos, ni apenas en las arcas del Pazo. Había tenido que apostar varios caballos de los establos e incluso una petaca de plata con el escudo de los Altamira bruñido en su superficie. Y los había perdido también. Si hubiera apostado su propia alma, seguramente a esas alturas tampoco le pertenecería; si bien era cierto que, desde hacía tiempo, incluso su alma había cambiado de propietario para pasar a ser pertenencia del mismísimo demonio.
Sus contrincantes ya le conocían, todos los perros de la misma calaña acaban conociéndose en un mundo tan pequeño, y a pesar de que recientemente no había contraído grandes deudas con ellos, sí eran las suficientes para que, sumadas a las de esa noche, fueran motivo de verdadero enfado.
Robó del mazo y la nueva adquisición fue un auténtico fiasco. Trató de disimular su apuro, pero los regueros de sudor que descendían por su cara y humedecían el cuello de su camisa, el temblor de sus manos y de su labio inferior, los continuos resoplidos que huían de su boca, y su mirada errática lo delataban.
—¿Una mala noche, señor conde? —azuzó un segundo jugador, divertido ante su evidente apuro.
El aludido chasqueó la lengua y desvió la mirada a su abanico de naipes. El desánimo afloró a su semblante.
—Me pregunto si tiene algo que apostar o estamos perdiendo el tiempo con usted.
El conde carraspeó antes de hablar. No podía ablandarse ante el enemigo, o al menos no podía mostrarse medroso ni abatido, aunque por dentro se encontrara desolado.
—Les extenderé un pagaré, pierdan cuidado…
Los hombres reunidos alrededor de la mesa bufaron al unísono y cambiaron de postura, apoyando sus espaldas contra el respaldo de sus asientos con un movimiento brusco. Uno de ellos, el que parecía más enfadado de todos y se sentaba frente al conde, arrojó su abanico de naipes sobre la mesa justo antes de descargar su puño contra el tablero.
—¡Me temo que ya no es tiempo de pagarés, señor mío! —rugió. Y a continuación, habló con siniestra amabilidad—. Mi esposa es una mujer muy estricta en lo que a la administración de nuestros bienes se refiere. No deja de decirme: «Raimundo, necesitamos dinero para unas cortinas nuevas» o «Raimundo, necesito confeccionarme un vestido con esa tela tan bonita que está de moda en Madrid, todas mis amigas tienen uno», «Raimundo, me gustaría una capota de lona para el coche nuevo»…
Un tercer hombre rio la gracia con retranca.
—Las mujeres… una dulce tortura, me temo —continuó el primero—. La mía lleva toda la semana diciéndome: «Pídele al conde el dinero que nos debe, querido, quiero ir a La Coruña al teatro a ver esa nueva obra que tanto anuncian en las gacetas. Al fin y al cabo, nuestro es. ¡Recupéralo! ¡No vuelvas a casa sin él o dormirás en los establos!». —Suspiró con fingido fastidio—. Y como comprenderá, un esposo devoto no puede ni debe llevarle nunca la contraria a su mujer, y mucho menos dormir en los establos. —Fue el momento de achicar los ojos para traspasar al conde con la mirada—. Exijo cobrar mi deuda esta noche —miró en derredor y sonrió—, y me temo que no soy el único en pensar de este modo.
El conde se llevó la mano a la nuca y apretó. El cuello se le había contracturado desde hacía un buen rato y apenas podía moverlo. De su presencia de ánimo, mejor no hablar. Las tripas no dejaban de rugir y retorcerse en su vientre como si se hubiera tragado una boa constrictora. Era el miedo, la anticipación que previene a la rata del momento justo en el que está a punto de caer en la ratonera.
—No puedo pagarles —confesó apenas en un murmullo, sin levantar la mirada de las cartas.
Los otros se miraron entre sí y los ánimos se caldearon. No era la primera vez que escuchaban tan socorrida excusa. Tampoco la primera que el conde, escudándose en ella, salía indemne de la situación. Y esta vez no estaban dispuestos a claudicar.
—¿Cómo ha dicho? —jadeó incrédulo el cabecilla—. He creído entender que…
—¡Que no puedo pagarles! —cortó, nervioso. A continuación se apresuró a añadir—. Hoy no, al menos. Pero muy pronto me encontraré en condición de hacerlo.
El que hablaba se cruzó de brazos y exhaló una ingente cantidad de aire para mirarle después atentamente.
—Ah, sí. He oído que se ha buscado un escudero. Ese salazonero aficionado a las rameras… ¿Monterrey, verdad? ¿Es él quien solventa ahora sus deudas?
El conde se mordió el interior de las mejillas hasta que paladeó el sabor de la sangre.
¡La culpa es del viejo, que se niega a soltar un mísero real más!
—Y para conseguirlo solo ha tenido que sacrificar a su única hija. —La ironía era evidente en las palabras del hombre, la burla aparecía implícita en su sonrisa torcida—. ¡Pero, hombre de Dios, desperdiciar tan dulce manjar en la boca mellada de ese viejo! ¿Y total para qué? ¿No se da cuenta de que, a pesar del sacrificio, sigue usted en deuda con nosotros?
El conde soportó las chanzas de los jugadores apretando las mandíbulas hasta que le restallaron las sienes. Tenía que tragar, al menos esa noche o, de lo contrario, aquellos tres podían volverse contra él de un momento a otro, sacar sus trabucos y ponerlo mirando al cielo.
—Saldaré la deuda —cortó, y su altivez habitual se había esfumado por completo, a pesar de sus vanos intentos por no desmoronarse—. Solo necesito unos días y podré pagarles. —Deslizó una mirada nerviosa por los presentes, apretando a la vez la mandíbula con tanta fuerza que los músculos faciales palpitaron—. ¡A todos!
El que ejercía de líder continuó en su pose altiva, observándolo con displicencia.
—¿Unos días? —Chasqueó la lengua—. Mi esposa quiere ir a La Coruña al teatro, señor…
Temblando, nervioso y enfadado por la burla y la indignidad a la que le estaban sometiendo, ¡a él, un noble del reino!, don Alejandro desplazó la silla para levantarse como impulsado por invisible resorte, como si un millón de pulgas le hubieran mordido el trasero. Aunque en realidad no fueran pulgas, sino sanguijuelas voraces que anhelaban chuparle la sangre.
Pensó en la fiesta del sábado, donde se haría el anuncio oficial del compromiso de su hija con el viejo; pensó en que ese día él habría cumplido su parte y el otro debería cumplir la suya. Y entonces tendría que aflojar su saquete.
—Solo unos días. El domingo tendrán su dinero, caballeros.
—Más le vale, o saldrá usted de su Pazo con los pies por delante.

Doña Angustias entró en la alcoba ocultando algo entre las manos.
Hacía un buen rato que Ana se había retirado a sus aposentos después de una cena en la que no se había visto obligada, por fortuna, a soportar la ruindad de su padre ni la lascivia de Monterrey. Una cena agradable y tranquila, para variar; una cena libre de griteríos, incomodidades, miradas soeces o comportamientos mezquinos. La primera en mucho tiempo. Y seguramente el ama agradeciera tal gentileza tanto o más que su apocada niña.
Como sus manos eran cortas y regordetas, y más imitaban la forma de dos pies que la de dos manos, Ana no fue capaz de adivinar lo que el ama escondía entre los dedos. Pequeño debía de ser, para poder camuflarse entre sus cortos apéndices con semejante facilidad.
Tan solo cuando estuvo a su vera y ocupó la silla vacía al lado del tocador en el que la niña, ataviada con un rico camisón de lazos, encajes y finas puntillas, se cepillaba la larga melena, extendió hacia ella un recorte cuadrado y compacto de papel. Ana lo cogió sorprendida, girándolo entre los dedos para observar la caligrafía que asomaba en la cara frontal de la carta. Por supuesto, la reconoció en el acto.
—Un mensajero acaba de traerlo para la señorita Guzmán —dijo, recalcando la identidad de la joven con retintín.
Ana rasgó el sobre con vehemencia y desplegó ante sí un papel doblado en dos. Leyó para sus adentros, esbozando al hacerlo una sonrisa brillante que hizo refulgir también sus verdes pupilas. Cuando terminó la lectura privada y su corazón se regocijó, compartió con su querida nana el mensaje, leyendo en voz alta para hacerla partícipe de sus propios gozos.
Se dice que cuando se mira a una estrella y se pide un deseo, todos los sueños se hacen realidad. ¿Es posible que esta noche, bajo el mismo cielo, los dos miremos a la misma estrella para hacer de nuestro deseo, uno?
Felices crepúsculos, mi bella dama.
Alberto.
El ama jadeó escéptica.
—¿Una nota tan solo para desearte buenas noches y hablar de las estrellas? —Meneó la cabeza con fingida desaprobación. Y aunque pretendía sonar escandalizada, la sonrisa que asomaba a sus labios la delataba—. ¿Y para eso desperdicia media cuartilla de papel vitela y hace venir un mensajero al Pazo? ¡Qué insensato!
—¡Qué romántico! —contradijo ella, con los labios estirados en una radiante sonrisa.
—En mis tiempos, un comportamiento así no se consideraba romántico, querida, sino una tontuna. ¿Quién es, el poeta Larra? ¿O acaso Espronceda? ¡Qué despilfarro de dinero y tiempo!
Ana se llevó la carta al pecho y suspiró de forma prolongada, mientras entornaba los ojos y se entregaba a los efluvios del romance. Besó una y otra vez el papel, colmándolo de esos afectos que no podía entregarle al hacedor de tan maravillosas letras. Su corazón ardía de amor, sus sentidos se deleitaban con este sentimiento que la embargaba por dentro, llenando su mundo de rosas, deseos y estrellas. Puede que no fuera un poeta, pero sus letras, adornadas con el romanticismo que ella les otorgaba, sonaban en su cabeza como la poesía más maravillosa del mundo.
—Pues ojalá esta tontuna dure toda la vida…
El ama suspiró también, pero su suspiro fue de absoluta impotencia. ¿Toda la vida? ¿Cómo iba a durarle toda la vida si en breve iba a anunciarse su compromiso con Monterrey? ¿Cómo, si el noble héroe todavía no le había hablado de sentimientos? ¿Tan difícil era para los hombres de esa generación hincar su rodilla en el suelo y declararse después de haber tonteado con una muchacha? ¿A qué esperaba? ¿Durarle toda la vida? ¡Ah, infeliz! ¿Acaso la desdichada condesa iba a pedirle a su galán que se convirtiera en su amante, una vez casada con Monterrey?
—Está bien, señorita Guzmán —su tono, tan condescendiente como rendido, llamó la atención de la joven, que se devolvió de inmediato a la realidad—, ¿cuánto tiempo más ha de durar esta mentira? ¿Hasta cuándo vas a tenerlo engañado?
Ana miró ceñuda la carta que dormía ahora en su regazo, sintiendo la calidez de las lágrimas amenazando detrás de los párpados.
—Bien sabe Dios que no es mi deseo engañarle, nana, bien sabe que quisiera gritar al viento, bien alto, mis afectos y esta inclinación devota que siento, porque le amo, nana, le amo con toda el alma. —Sus hombros se descolgaron hacia adelante, decayendo a la vez que el entusiasmo de su tono—. Pero ya no sé cómo hacerlo. Él cree que soy Ana Guzmán; tal vez si supiera que soy la condesa, esa pobrecita a la que dice compadecer por su falta de voluntad y por los grilletes que le impiden avanzar, me despreciaría.
—¿Y crees que no va a enterarse jamás? —replicó doña Angustias—. Muy ingenua demuestras ser si eso piensas.
Ana se llevó dos dedos al puente de la nariz y suspiró, apretando los párpados y frunciendo el ceño. El ama, compadecida por la dureza de sus palabras, trató de sonar más amable esta vez.
—Salta a la vista que no puede quitarte los ojos de encima, que bebe los vientos por ti y que incluso besaría el suelo que pisas si tal cosa no resultara demasiado comprometida. Es imposible que te desprecie.
Las verdes pupilas refulgieron de nuevo.
—¿Tú crees?
—Esta vieja tonta apostaría su alma cual Fausto y no la perdería. —Su tono a continuación fue el propio de una reprimenda—. ¿Permitirás que se enamore de una persona que no existe? ¿De alguien que te has inventado?
—¡Pero sí existo, nana! ¡Aquí me tiene si así lo desea: alma, cabeza y corazón! Los tres, propiedad de una misma persona, los tres, perfectamente afectos y devotos a él, dispuestos para amarle… —Miró el papel y sonrió con ternura—. Soy lo que ha visto, es mi corazón el que ha escuchado y mis sentimientos los que ya sospecha. La Ana que soy es la Ana que él conoce.
—Pero no sabe, sin duda, que la dama a la que ronda es la condesa de Rebolada y señorita de Covas. Una joven hidalga prometida a otro hombre. Él se ha prendado de Ana Guzmán, no de Ana de Altamira. No es lo mismo cortejar a una joven sencilla y libre de cargas que a alguien como tú, mal que nos pese.
Ana apretó los párpados tratando de aplastar las primeras lágrimas.
—¿Y tengo yo la culpa de eso? ¿Tengo yo la culpa de haber nacido en este Pazo en lugar de en una casita de marineros o campesinos? —se lamentó—. ¡En lo tocante a mi compromiso… son enredos de padre y de ese hombre despreciable: un matrimonio concertado por conveniencia! ¡Y no por la mía, precisamente! Bien sabes tú que nada tiene que ver en ello mi corazón, que ha sido una cruel emboscada… ¡y por mi alma que mientras viva y disponga de arrojos y cordura, no aceptaré esta imposición!
Pues no sé yo cómo vamos a librarnos de ella, mi dulce niña.
—Deberías decírselo, Ana. Dile la verdad, tiene derecho a saberlo. Tiene derecho a saber a quién ha entregado su corazón.
Ana suspiró con tal dolor que pareció que se le acabara de quebrar el espíritu.
—No me aceptará, me odiará por esta mentira. —Un breve sollozo huyó de sus labios—. Es un hombre de ley, repudia las falsedades, está acostumbrado a censurarlas. Lucha contra ellas… Para él no seré otra cosa que una mentirosa.
—Si te ama, te aceptará con todas las consecuencias. Pero no puedes seguir con esta farsa, acabarán pillándonos. Las mentiras no son buena base para levantar ninguna relación que merezca la pena. —Suspiró, agotada tal vez por la dureza de su argumento—. Esto ya ha llegado demasiado lejos, niña, el tiempo se te acaba… —Levantó una mano para dirigirla a la joven y colocarle con afecto un mechón de cabello por detrás de la oreja—. Debes ponerle fin y decirle la verdad.
Ana inclinó la cabeza para atrapar la mano del ama entre su mejilla y el hombro, forzando así una caricia confortante. Cerró los ojos unos segundos, sosteniendo aún la carta en el regazo, para hablar después con suavidad y rendición.
—Lo haré. Lo prometo. Pero necesito tiempo, necesito encontrar el momento adecuado.
—Tiempo, mi niña, es precisamente de lo que careces.

—¿Qué sucede, Ana? La encuentro especialmente melancólica y taciturna hoy —preguntó Alberto, mientras paseaban ambos por el sitio de siempre, en el bosque, mudo testigo, junto con la condescendiente doña Angustias, de sus encuentros.
Ana inhaló despacio por la nariz. ¿Cómo hacerle partícipe, así de pronto, de todo cuanto la torturaba? ¿Cómo decirle que le amaba, pero que le había engañado? ¿Cómo confesarle que estaba a punto de ser prometida a un hombre que le repugnaba, y al que había sido entregada directamente por su propio padre? ¿Cómo, sin perder el candor y la dulzura que representaba ella ahora ante sus ojos?
—¿Qué le preocupa? —insistió él—. Cuénteme sus penas, mi querida Ana.
—Me preocupa el futuro —confesó, abrazándose a causa de un repentino escalofrío—. Y me asusta pensar en todo lo que el destino, el porvenir o la vida puedan deparar a cada uno de nosotros. Tengo mucho miedo de todo ello.
Alberto frunció el ceño y deseó abrazarla para confortarla pero, cuando alzó la mirada con disimulo por encima del hombro, comprobó que doña Angustias se encontraba demasiado cerca como para arriesgarse a ello.
A menudo, cuando la buena mujer se despistaba, disfrutaban con un poco más de libertad e intimidad de la presencia del otro. Con movimientos disimulados, como al descuido y tratando de no ser vistos, se cogían las manos, las primeras veces con timidez, después con ardor, pasión y corazón. Luego se soltaban con rapidez, entre risas, cuando el ama carraspeaba al descubrirlos, o cuando los pasos lentos y pesados de la mujer sonaban demasiado cercanos a sus espaldas. Las caricias inocentes se sucedían a cada paso, suaves y fugaces como pétalos al viento; él le recogía mechones dispersos por detrás de la oreja, ella deslizaba un dedo distraído por el antebrazo de Alberto, a veces recorriendo su mano, sus dedos, los nudillos, hasta cerrarse una mano sobre la otra en un gesto de amorosa pertenencia. Una vez, incluso, se había atrevido a acariciarle de forma fugaz el pelo mientras él la miraba arrobado, deslizando sus dedos de nieve entre aquellos gruesos y oscuros mechones rizados.
Pero en aquella ocasión, ningún gesto cómplice e íntimo había tenido lugar. En parte, por la cercanía de la señora Guzmán, en parte, porque Ana parecía abstraída en sus propias cavilaciones. Apenas hablaba, suspiraba mucho y perdía la mirada con frecuencia entre el follaje o los trebolillos del suelo.
—No tema al futuro ni a lo desconocido —la tranquilizó Alberto—. La vida depara cosas buenas a las almas buenas.
Ana no respondió, porque estaba convencida de que no era así. El querido Alberto se equivocaba esta vez. A veces, la vida podía ser muy cruel y se ensañaba especialmente con las almas buenas. Daba fe de ello.
Tan distraída estaba en sus pensamientos, plagados de bruma y decepción, que no vio la raíz sobresaliente que cruzaba el camino, por lo que se enganchó la botina sin remedio. Trastabilló un par de pasos antes de que Alberto pudiera rescatarla de una caída inminente, sosteniéndola entre sus brazos, levantándola ligeramente en el aire.
Ana sintió aquel repentino contacto como una oleada de fuego líquido abrasándola por dentro, lamiendo su piel desde lo más profundo de sus entrañas, como si su corazón, su alma y su cuerpo al completo hubieran sucumbido de pronto ante la tibieza del roce de Alberto, del cuerpo de Alberto. Su profundo y varonil olor, la respiración entrecortada que ambos compartían y la profunda mirada obsidiana del caballero traspasándola por completo la llevaron a un punto sin retorno. A sentirse etérea, bruma, rayo de sol o partícula de luz entre sus brazos.
—Estoy seguro de que le espera un futuro lleno de dicha —susurró él contra sus labios.
—No, si usted se va… —jadeó, atrapada en las emociones que le provocaba la cercanía de Alberto, su aliento contra los labios, su olor invadiendo sus fosas nasales, su imagen dominando su raciocinio.
—¿A dónde voy a irme?
—A Madrid.
—Mi vida está en Madrid, pero mi corazón hace tiempo que pertenece a otro lugar.
—¿A cuál?
No hubo respuesta. En cambio, Alberto se acercó a ella hasta que sus labios se rozaron.
No hubo beso, porque en ese mismo instante doña Angustias carraspeó con rudeza deshaciendo la magia del momento. Todavía temblando, ambos recuperaron sus posiciones y el precario dominio de sus personas. Sus miradas permanecían firmemente enlazadas, sus rostros estaban sonrojados, el aliento escaseaba en ambos cuerpos.
Algo había cambiado, ambos lo sabían, dando paso a un sentimiento imparable y fuerte que ya no admitía ser disimulado.

A pesar de que entre las dos procuraran no hacer mención a tal asunto, lo cierto era que los preparativos para el evento del sábado no dejaron de sucederse discretamente durante aquellos cuatro días.
Las arcas de los Altamira no gozaban de su próspera salud de antaño, ni el conde pensaba derrochar en aquel maldito acontecimiento más de lo estrictamente necesario. Su único deseo era complacer a Monterrey para que el viejo soltara la gallina de los huevos de oro, y si podía hacerlo con menos en lugar de con más, mejor. Al fin y al cabo, los escrúpulos del salazonero, amén de sus desconfianzas y anhelos de afirmación, iban a costarle caro al señor de Covas, y eso era algo que no estaba dispuesto a pasar por alto. Acabaría sacándoselo de los bolsillos con creces.
Al final, tras modificar un par de listas, consultar los invitados con el anciano, añadir a unos a regañadientes y excluir a otros por necesidad, el número de invitados ascendió a veinte, un generoso número teniendo en cuenta la cantidad de enemigos que tenía el anfitrión. Eran muchas las personalidades de la flor y nata, y de las que no pertenecían a esta pomposa categoría, a las que el conde debía dinero, pero algunos de ellos tenían trato directo con Monterrey y el anciano se empeñaba en incluirlos en un acontecimiento que era de vital importancia para él. Finalmente, tras una serie de conversaciones, copa va y copa viene, y del chantaje implícito que asomaba en la mirada ratonil del salazonero, el conde se vio en la obligación de enviar veinte invitaciones.
Doña Angustias trató de serenarse y alternar sus atenciones a Ana con la labor impuesta por su padre. Durante esos cuatro días, evitó hacer comentarios sobre cómo avanzaban los preparativos, a sabiendas de que romperían el corazón de su niña. Bastante sacrificio suponía ya para la pobre infeliz el tener que soportar a Monterrey, que parecía no tener casa propia y haber decidido, para su propia felicidad, en realidad, instalarse en el Pazo de forma indefinida. O tolerar los gestos del señor conde, que cada vez que coincidía con su hija en el comedor o se encontraban por infortunio por los corredores de la casa, esbozaba una sonrisa maliciosa, como si en su fuero interno se regocijara ante su supremacía y, sobre todo, ante la injusticia que estaba a punto de cometer. Seguramente así fuera.
De todas formas, el conde parecía cambiado en los últimos días. Más exaltado, sombrío y taciturno que de costumbre. También más malhumorado, si algo así era concebible.
Cada vez que sonaba la aldaba del portón principal, daba un salto y paseaba la mirada con nerviosismo por todas partes, mirando sin ver, como el alma medrosa a la que atormenta la presencia de un ánima impía que solo ella es capaz de percibir entre los claroscuros. Cada vez que aparecía el mozo del correo, se ponía lívido como un muerto, como si esperara correspondencia directamente desde el infierno. Las llamadas al portón a deshora le sobresaltaban hasta el punto de enardecerlo de forma incomprensible, y aunque las doncellas le confirmaran después que se trataba solo de inofensivos pedigüeños, él ponía el grito en el cielo y los hacía correr de la propiedad a patadas o con cubos de agua fría. Husmeaba por detrás de las cortinas y ya no abandonaba el Pazo si no era bien pertrechado de un trabuco en su cinto. Incluso el ayuda de cámara había llegado a afirmar en las cocinas, siempre sotto voce, por supuesto, que el señor había adquirido la extraña y pueril costumbre de hacer mirar bajo la cama y dentro del guardarropa antes de acostarse. Estaba claro que el patrón tenía miedo, pero ¿de qué? ¿De quién? ¿Por qué?
La mayoría de los sirvientes afirmaban que lo que el señor temía era que los demonios del infierno vinieran a reclamar su negra alma como tributo a sus pecados. Y que él mismo sabía que no estaba a salvo en ningún escondite del mundo mortal.
De forma discreta, cuando Ana no precisaba de la compañía de su nana y ella disponía de cierta intimidad, en realidad a base de restarse horas de sueño, doña Angustias se dedicó con paciencia y esmero a sacar de su confinamiento la hermosa vajilla cartujana, de esmalte colorado, que no se había usado desde tiempos de la difunta condesa y que llevaba años durmiendo en lo más profundo de una cristalera; mandó pulir la antigua cubertería de plata; airear la mantelería de hilo con encajes de Camariñas, revisando que no estuviera picada; sacudir las pesadas alfombras de lana merina que, encaramadas sobre las ramas de los árboles, ocuparon gran parte de la arboleda del jardín trasero y llenaron de colorido y pelusas aquel rincón; ordenó ventilar todas las estancias, y no se olvidó tampoco de comprobar que las chimeneas contaran con suficiente suministro. No tenía mucha experiencia en organizar fiestas pues, desde su llegada al Pazo, jamás se había celebrado ninguna entre sus muros, pero tampoco era tonta y sabía lo que cualquier invitado de cierta alcurnia esperaría por parte de su anfitrión, por muy crápula y arrogante, por muy Alejandro Covas que fuera.
Después de conocer las preferencias del conde y su deseo de gastar cuanto menos mejor, respiró tranquila sabiendo que no se le exigirían delicattesen; en realidad, con que hubiera buenos tajos de carne en los platos, vino abundante en las copas, y puros y naipes para la sobremesa, el conde se daría por satisfecho. Además, Monterrey se había ofrecido a colaborar aportando pescado de su propia factoría, por lo que el gasto se recortaba considerablemente. Pensando así, libre de presiones en ese aspecto, se reunió con la cocinera y con las jóvenes mozas de la cocina y, entre todas, diseñaron un menú sencillo, de estilo bufé, en el que predominaría la pesca y la caza típicas de la zona.
No podía imaginar el ama que el sábado por la mañana, Ana bajaría a las cocinas, silenciosa y discreta como una sombra o un ratoncito buscado amparo.
La sorprendió desayunando y, lejos de abandonar la estancia o impacientarse por la lentitud del ama, apartó una silla para sentarse a la mesa, callada, a su lado.
Doña Angustias la observó con tristeza. A pesar de su semblante alicaído y de las comisuras inclinadas de sus labios, seguía siendo la rosa más bella… y la más triste de aquel jardín.
—¿Has terminado ya con los preparativos? —preguntó con tono distraído, sin levantar la mirada de la mesa, desplazando la uña del pulgar por el sencillo bordado del mantel. Al hablar así, a la anciana le hizo pensar en un reo que pregunta al carcelero por el estado de su cadalso.
Cabeceó en asentimiento y siguió masticando muy despacio su leche con avena.
—Alberto no está invitado, ¿verdad? —Y alzó hacia ella unos ojos preñados de esperanza—. Dime que no lo está y me permitiré respirar tranquila.
¡Pobre niña! ¡Pobre corazón doliente!
—No figuraba ningún Alberto en las invitaciones que se enviaron.
Silencio.
—Pero puede que asista acompañando a su padre, que al fin y al cabo es un empresario notable de Orense. ¿Has visto…?
—El único empresario que figura en la lista es el señor Monterrey —cortó, para aliviar cuanto antes el sufrimiento de la joven.
Ana tragó saliva y pareció sentirse mejor.
—¡Oh, bien! —Y jadeó nerviosa. Su pecho ascendía y descendía en violento vaivén bajo la suave muselina—. Sería como obligarle a asistir a mi ajusticiamiento —una sonrisa torpe escapó de sus labios—, y no quiero que me mire a la cara mientras me enroscan la soga al cuello.
—Ana, santo Dios…
—¡Pero así es como me sentiré! —Se llevó la mano a la frente y trató de no llorar.
Doña Angustias no fue capaz de comer más. Apartó con la mano el cuenco de leche y apoyó los brazos sobre la mesa.
—Quizás todo se arregle, niña.
Ana jadeó y volvió la cara hacia el ama. Sus ojos enrojecidos y extraviados de dolor evidenciaban su tormento.
—¿Cómo? ¿En qué modo, por Dios? ¿Monterrey desistirá de su porfía, aquejado de una colitis? ¿O tal vez de un ataque de gota? —Se encogió de hombros mientras una lágrima descendía en soledad por su mejilla—. Es mayor, puede que incluso tenga la decencia de morirse antes de la boda.
—¡Ana, no digas semejantes barbaridades!
Las lágrimas descendían ahora por su rostro como si brotaran directamente de un surtidor. No obstante, su expresión permaneció inalterable en una perfecta máscara de desolación.
—Sé que es un deseo cruel y despiadado, nana, y que no debería siquiera considerar esa posibilidad. Yo no soy así, ¿verdad? —murmuró con los ojos cosidos al vacío—. Pero a estas alturas, mi corazón ya no es capaz de pensar más que en la muerte como único escape a este infortunio. Pienso en la muerte, nana, como en una grata liberación. —Se silenció un segundo antes de continuar con mayor énfasis mientras el ama negaba con la cabeza—. Si no en la suya, tal vez en la mía propia.
—No soporto oírte hablar así, como si no hubiera un mañana para ti…
—¿Y lo hay? Quiero huir de mi destino y no puedo, ¡no puedo, nana! ¡Porque mi maldito destino me persigue y está ahí fuera cada día, a cada hora, esperándome con sus dientes de conejo y su mirada sucia!
Apretó los puños e hizo ademán de estrellarlos contra la mesa, pero se contuvo. Se limitó a mantener las manos en puños, tan oprimidas que los nudillos se tornaron blancos de inmediato, y a apretar las mandíbulas para tratar de tragarse su frustración.
—Y es triste, nana, muy triste, que la única persona a la que quiero sea precisamente la que nunca pueda tener, y que la más me repugne sea la que me persiga con incansable tenacidad.