9
La tarde transcurrió lentamente. Por desgracia para la joven condesa, don Alejandro no tuvo la deferencia esta vez de abstenerse de invitar a Monterrey a cenar.
El conde había regresado a media tarde de su jornada cinegética, visiblemente satisfecho con el resultado y deseoso de alardear ante un tercero impresionable de la cantidad de liebres y perdices que atestaban su cinturón de caza, así que lo primero que hizo al llegar fue enviar un mensajero a la residencia del empresario para convidarlo a catar las delicias obtenidas por tan diestro cazador.
A esas alturas, todo San Julián sabía que no poseía la menor destreza en el manejo de las armas, sino tan solo el servicio inestimable de sus perros de caza y sus fieles lacayos, que eran los que en verdad levantaban la pieza, se la ponían a tiro y hacían todo el trabajo. Incluso con los ojos cerrados, sería imposible errar el disparo. Luego, por divertimento del patrón, estos pobres serviles corrían a la par de los canes, azuzados como tales, en busca de la pieza abatida para ofrecérsela al señor conde. Aquellos pobres siervos no poseían dignidad, ni el señor les permitiría tenerla jamás.
Ana, previamente advertida de tan aciaga invitación por boca de su querida ama, permanecía sentada frente al tocador de palisandro con la mirada perdida en la imagen que le devolvía el espejo, dejándose hacer por Silvana, su amable doncella personal, como una muñeca de porcelana a la que su propietaria peinara y acicalara sin necesitar su consentimiento. La muchacha se afanaba en alisar los lacios mechones color miel, perfectamente ceñidos a la sien y tirantes hacia atrás, para reconducirlos después y trenzarlos en un discreto rodete sobre la nuca. La cabeza se vencía a los lados ante el concienzudo cepillado por parte de la doncella, meneándose sobre un cuello que por momentos parecía no ser suficiente para soportar el peso de sus pensamientos. La doncella bien podría deshacer el sencillo peinado y colocar en su sitio un despeluchado nido de mirlo, o incluso cortarle de un tajo todo el cabello hasta que quedara al ras, y la absorta propietaria de aquella hermosa marea castaña seguiría sin inmutarse. Tenía la mirada perdida, vacía, y el semblante carente de expresión. Su rostro era el espejo perfecto de la desolación que crecía en su alma.
Una vez rematado el peinado, Ana se levantó con aire derrotista, como el reo que camina sin escape o posibilidad de indulto hacia el cadalso alzado para él, y se paró en el centro de la habitación, acatando la rutina a la que había tenido que adaptarse a su vuelta de Madrid: dejarse vestir, asear y componer como si fuera una inútil o una muñeca sin personalidad.
La doncella, siempre dócil y amable, ajena a la desazón de la señorita, continuó con su labor para ayudarla a completar su atavío. El siguiente paso consistía en apretar los cordoncillos del corsé. La joven, sujetándose a los pilares del dosel, soportó los fuertes apretones cerrando los ojos y ahogando la respiración. Con cada nuevo empellón, sentía cómo se le contraía el alma y cómo su interior se vaciaba de emociones. En verdad, rezaba con desesperado fervor para que el siguiente ceñimiento le hiciera perder el sentido, la llevara a desfallecer o a morirse allí mismo; cualquier cosa con tal de librarse de su destino.
Mientras la señorita continuaba desmotivada y resignada, la doncella le ayudó a vestir un sobrio vestido de tafetán y seda natural, con recuadros en violeta y blanco; abrochó los botones que cerraban el cuello, ahuecó los bullones de los hombros, encajó la cinturilla y alisó la falda con la mano, acomodando la pesada tela por encima del armador.
Ana se volvió despacio y se contempló en el espejo. Había elegido un vestido sin escote, con recatado cuello de caja y sobremanga en forma de pagoda rematada con doble volante, cuya manga interior de gasa terminaba en un puño ceñido de encaje. Uno de los pocos vestidos de su armario que dejaban la menor parcela de piel al descubierto. Lo había hecho a posta. No poseía la presencia de ánimo para arreglarse y agasajar a su padre o alimentar la lujuria de aquel anciano detestable. Y a partir de ahora, así sería siempre: cada vez que tuviera la odiosa obligación de soportar la presencia de Monterrey, luciría sus atavíos más sobrios, horrorosos y pasados de moda.
Puede que se tratara de una reacción sumamente pueril, pero estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de desmotivarle, de afearse a sus ojos… o, al menos, de no resultar tan apetecible. Recordó entonces la siseante afirmación de su padre cuando interrumpió su baño nocturno: «Me temo que, por mucho que te alces en rebeldía, no conseguirás mermar su interés por ti. Se muere por desposarte».
Un escalofrío, producto del más profundo horror, la sacudió de arriba a abajo y se obligó a parpadear para hacer desaparecer las lágrimas que asomaron a sus ojos. No lo iba a permitir. Si al final tenía que claudicar y entregarse, lo haría tras luchar a brazo partido contra su destino. Y lucharía hasta vencer o desfallecer.
Volvió el rostro hacia la doncella.
—¿Qué te parece, Silvana? —Abrió los brazos para exponerse ante la joven, como un objeto envuelto en un modesto papel de regalo—. ¿Qué imagen ofrece esta pobre condesa?
La sirvienta pareció evaluar su respuesta unos segundos.
—El vestido no le hace demasiada justicia, señorita, me atrevería a decir que es demasiado sencillo para ornar su belleza como se merece.
¡Bien! Era justo lo que pretendía, pensó, sonriendo por dentro.
—¿No desea elegir otro más vistoso de su vestidor? Tiene usted tantos y tan bonitos… Si quiere puedo prepararle uno ahora mismo, no tardaré más de cinco minutos.
Ana sonrió con amargura a la muchacha.
—Este es perfecto, gracias.
Perfecto para disuadir a un espantajo dentudo.
Una vez ante las puertas del comedor, no pudo evitar pararse bajo el umbral, más por cobardía que por presunción, provocando que su detención, para su desgracia, causara un mayor efecto en su entrada. Si hacía un minuto, allá arriba, se había sentido decidida a luchar por su destino y su libertad, a enfrentarse al déspota, al lujurioso, al tirano y al depravado, ahora, en presencia de aquellos dos terribles enemigos, en la soledad de un campo de batalla de mármol y caoba, notaba que su aplomo y su valor estaban a punto de flaquear, sino directamente por los suelos. Temblaba, temblaba como una vara verde, y lo que más temía era que sus acompañantes pudieran apercibirse de ello y atacaran allá donde más sabían que le iba a afectar.
Suspiró. Ojalá pudiera abandonar la estancia con cualquier pretexto para refugiarse en su habitación, aunque a juzgar por la severa mirada de su padre, que acababa de levantarse seguido por el otro caballero, no creía estar a salvo de él ni aun ocultándose en el último confín del mundo.
Una breve sonrisa asomó a sus labios cuando reparó en la expresión del conde. ¡Bien! Su pequeño acto de rebeldía había surtido efecto, al menos en el severo y malicioso conde de Rebolada. El otro caballero no ofreció muestra alguna de perturbación o desencanto, para desolación de Ana. El señor Monterrey parecía ser más tonto de lo que ella pensaba.
Pero la expresión airada de su padre le reportaba, por el momento, satisfacción suficiente. Seguramente, el aristócrata pensaría que aquel no era uno de los mejores vestidos para engatusar a ningún pretendiente, aun tratándose de uno viejo y carente de gracia, gordo, apestoso y desagradable.
Ana cruzó la estancia completamente envarada, más por necesidad que por arrogancia, sintiendo su estómago bullir con fiereza y una tirantez dolorosa en la espalda. Apenas se sentía capaz de caminar, de tan agarrotados como notaba todos los músculos de su cuerpo y a causa del temblor que hacía entrechocar sus rodillas. Con esa pesimista certeza por bandera, inhaló y continuó su fatídica cruzada, que en esos momentos poco o nada tenía que envidiar a la de los Pobres Caballeros de Cristo en Tierra Santa. Tan solo deseaba acabar cuanto antes con aquella tortura; si, además, la gruesa tela de su vestido tuviera a bien colaborar y no emitiera el delator fru fru al caminar, y si las miradas de los dos hombres —lasciva una y censora la otra—, no se dirigieran a ella, sería la criatura más feliz del mundo. Pero sus deseos y sus esperanzas fueron en vano: ni el vestido colaboró con su silencio, ni ninguno de los presentes apartó la mirada de ella durante un solo segundo.
Un sirviente le retiró la silla de respaldo alto y Ana ocupó su sitio en la cabeza opuesta de la mesa. Rogó al cielo que aquellos dos intrigantes continuaran con la conversación que mantenían antes de su llegada al comedor, se tratara de lo que se tratara, con tal de que no se fijaran en adelante en su presencia. Pero todo parecía indicar que tal plegaria tampoco iba a ser escuchada: por el rabillo del ojo observó con desagrado que el anciano no le quitaba la vista de encima.
—Permítame decirle que está usted encantadora esta noche, señorita de Altamira.
Ana puso los ojos en blanco y ahogó una maldición. ¿Acaso aquel bobo no tenía ojos en la cara? ¿O acaso sería tan necio como para adularla y devorarla con la mirada a pesar de su soso atavío? La próxima vez, se vestiría con un saco de patatas.
—Gracias por su gentileza, señor Monterrey. También usted está sumamente… elegante. —El elogio casi se le atragantó, y supo en ese mismo instante que iría directa al infierno a causa de la mentira que acababa de soltar. ¿Elegante? Tan elegante como podría estarlo un cerdo con levita.
Le sorprendió ver que su padre le hacía señas a la doncella para que no sirviera en su copa vino de naranja, sino tan solo agua. Ana clavó en él una mirada con ceño que su padre advirtió de inmediato y respondió con una sonrisa pérfida, unida a un comentario, si cabe, igual de malicioso.
—Nada de vino esta noche, querida, no nos arriesgaremos a que estropees un vestido tan… bonito —el retintín era obvio— por culpa de una bebida derramada a destiempo, ¿verdad?
Ana se mordió el interior de las mejillas hasta que el sabor de la sangre se hizo presente. Se sentía acorralada y sin salida, como la mosca a la que arrinconan contra el quicio de la ventana esperando el momento oportuno para aplastarla. Y el conde parecía estar preparado y con el dedo en alto para tal fin.
Un buen rato después, un hondo suspiro, surgido de lo más profundo y sincero de su alma la sorprendió por completo, vaciándola por dentro.
Bajo la mesa, cerró los puños en un arrebato de frustración. ¡Maldita fuera la hora en la que abandonó el internado! Al menos allí, en compañía de las monjitas y de sus estiradas compañeras, se encontraba más o menos a salvo. Jamás le habían prestado la menor atención, cierto; no había hecho ni una triste amiga en trece años, pero tampoco la habían molestado en demasía. No como ahora.
Al menos en el internado se encontraría a salvo de convertirse en un bocado apetecible para aquel anciano baboso y pestilente. Porque estaba segura de que el tufillo a pescado que invadía el comedor procedía de él, y no de la merluza en salsa verde que presidía la mesa.
Pero, aunque ella esquivaba los ojos de aquellos dos hombres, era muy consciente de que las frías pupilas del conde permanecían clavadas en su persona, pendientes de cada movimiento, analizando sin piedad sus gestos para poder después amonestarla con conocimiento de causa. Sin duda, en esos instantes debía de arderle la sangre al ver el poco aliento que ofrecía la muchacha a su cortejador. ¡Ni aun siendo muda, sorda o ciega podría hacerle menos caso!
Las pupilas de Monterrey, sin duda licuadas bajo el calor de la lujuria, estaban prendidas en su imagen, calibrando, imaginando, valorando la mercancía expuesta y barajando la mejor forma en la que podría darle uso. Y la certeza de semejantes pensamientos consiguió encenderla e indignarla a partes iguales. ¡Si pudiera levantarse y abofetear aquel rostro flácido hasta cansarse, sería la mujer más feliz del mundo!
Una vez terminada la cena, los caballeros se levantaron y se encaminaron al salón contiguo, dispuesto para que los integrantes del sexo masculino hicieran sobremesa, fumaran y hablaran de sus cosas. Fue el momento que Ana aprovechó para planificar su huida y ponerse a salvo. De no ser por la fluida cháchara de Monterrey, ambos hubieran podido percibir el suspiro de alivio que huyó de sus labios nada más traspasó el umbral del comedor para perderse en el pasillo.
Sus pasos, breves y comedidos en un principio, pronto alcanzaron la categoría de carrera, hasta el punto de que, por un instante, se vio a sí misma cruzando el corredor con las faldas agarradas y huyendo en estampida. Cualquier cosa antes de que los caballeros tuvieran la feliz idea de solicitar su presencia una vez terminaran con sus puros y su coñac.
Justo antes de alcanzar el pie de la escalera y reclamar la presencia del ama para iniciar el ascenso, sintió una prensa cerrarse sobre su brazo derecho, reteniéndola con dureza por el codo. Se volvió, asustada, y se encontró con la mirada rapaz del conde, atravesándola bajo una dura mirada con ceño.
—¿Qué crees que estás haciendo?
Ana tragó saliva y sostuvo su mirada, ignorando el cruel golpeteo del corazón que, en lo más profundo de su pecho, sonaba como un mazo loco percutiendo hueco y rotundo dentro de una caja.
—Me retiro a mi alcoba, señor —murmuró—. Me encuentro cansada.
Fue consciente de la dura opresión que su padre confería a la mandíbula, a juzgar por la pulsación que percibió en sus mejillas y por las finas líneas en que se convertían sus labios.
—¿Piensas subir las escaleras tú sola?
Ana casi bufó. Era obvio que su padre no se encontraba molesto por esa nimia circunstancia, pero, en aquel instante, fue una excusa tan válida como otra cualquiera. La enarboló con ganas, como el estilete perfecto para romper la fina pared de hielo que los separaba emocionalmente.
—El ama está a punto de llegar. —Y deseó que tal certeza resultara suficiente disuasión.
—Me decepcionas, Ana —dijo él secamente—. Te consideraba más inteligente.
Con un movimiento rápido, ella se zafó del agarre, liberando el brazo y alzando la barbilla con decisión.
—¡También usted me decepciona a mí, padre! —protestó, apretando los dientes—. ¡No se imagina cuánto!
Don Alejandro, manos en puños a los costados, la miró con dureza un instante, calibrando la posibilidad de maltratarla y obligarla a acompañarlo de vuelta al salón. Podría hacerlo. Estaba en su derecho. Podría llevarla a rastras, obligarla a sollozar, a suplicar, destrozar su soso peinado y su altivez; con gusto lo haría y disfrutaría de ello. Sin embargo, se limitó a recorrerla de arriba a abajo con una mirada censora y un gesto de desagrado en los labios.
—¿Es esto lo mejor que tienes? —escupió, sujetando un extremo de la falda para zarandearlo con desprecio—. ¿Para esto me gasto el dinero en modistas y varas de las telas más caras del mercado? ¡Vergüenza debiera darte vestir como una sirvienta!
De un brusco tirón, el conde desgarró la tela, que se descosió por la unión de los volantes a la altura de la cintura. El sonido de la tela al quebrarse imitó perfectamente el que emitió el interior de Ana justo en el momento en el que se rompía el fino hilo de su paciencia.
—¡No veo qué tiene de malo este vestido! —Con resolución, recuperó el extremo de tela vapuleado, para alisarlo después con dolorosa dignidad. No sirvió de mucho: el desgarro era evidente y la falda se arrugaba ahora de un modo feo—. A mí me gusta.
—Te gusta… —rugió entre dientes, arrastrando las palabras y sonriendo con malicia—. ¡Te gusta! —Su rabia y su penosa contención eran visibles a través de sus ojos inyectados en sangre y de la vena latente de su sien—. Disfrutas provocándome, ¿verdad?
Ana continuó con la barbilla en alto, sosteniendo su mirada. Su aplomo en esos momentos era notable. El temblor que hacía entrechocar sus rodillas, también, aunque por fortuna el villano no parecía apercibirse de ello.
—No sé por qué dice eso, padre. ¿Provocarle? ¡Ha sido usted quien ha roto mi vestido sin motivo aparente! —Le miró de hito en hito, y sus verdes pupilas refulgieron, frías y duras como dos piedras preciosas. Tras varios segundos de escrutinio, sacudió la cabeza, rendida—. Solo pretendo retirarme a mi habitación. Estoy muy cansada.
—¡No será a causa de lo mucho que has sociabilizado con nuestro convidado! ¡Una maldita hija muda, eso es lo que parecía tener esta noche! —bufó. Las palabras seguían sonando en su boca como arena arrastrándose entre los dientes—. ¿Cómo puede ser tan soberbia, señorita de Altamira?
Ana le vio aflojar y apretar el puño en un único movimiento, y por un instante temió que lo levantara contra ella. Golpearla era la última bajeza que le quedaba por cometer.
—¿Soberbia, dice? —jadeó, escéptica—. ¿Qué espera de mí? ¿Qué quiere que haga? ¿Pretende que me venda? ¿Pretende que obsequie con mis afectos a ese anciano apestoso?
Don Alejandro la aferró con saña del brazo, sin importarle el daño que le pudiera provocar. En ese instante, sus dedos de acero impedían toda circulación sanguínea, clavándose en la carne.
—Ese anciano apestoso será muy pronto tu marido —siseó, con aire siniestro—. ¡Asúmelo de una maldita vez! ¡Tu marido! ¡Tu amo y señor! —La zarandeó con violencia antes de soltarla de golpe. En un intento por recuperar la compostura, tiró con suficiencia de los puños de la camisa y de los extremos del chaleco—. Puedes hacerlo fácil o difícil, Ana, eso lo dejo a tu elección, aunque permíteme señalarte que cuanto más difícil se lo pongas, más disfrutará Monterrey. Es de esa clase de personas a las que les gustan los retos.
Ana compuso una expresión furiosa mientras cerraba las manos a los costados. La rigidez de su pose no impidió que la sangre le hirviera en las venas. Es más, en esos momentos, borboteaba como un caldero de lava hirviente.
—¡No lo haré! ¡No voy a casarme con él! ¡Antes me mato! ¿Me oye? ¡Me mato!
El conde no pasó por alto los ojos desorbitados de su hija y por una vez, aquella falta de contención, nunca antes observada, le descolocó. Ana siempre había sido una esfinge de indiferencia, una criatura aparentemente sin sangre en las venas. Toda aplomo y mesura.
—Te casarás —su voz, de tan tranquila, sonó especialmente amenazante, por lo que Ana no pudo evitar estremecerse— o pagarás las consecuencias. Y créeme que entonces desearás en verdad estar muerta.
La condesa alzó la barbilla con fingida dignidad mientras se esforzaba por no llorar. No, delante de aquel monstruo, nunca.
—Creo que de algún modo ya estoy muerta.
El conde hizo oídos sordos.
—Jamás me desafíes, porque no sacarás ningún provecho de ello, pequeña consentida. Y la desobediencia conlleva un severo castigo.
—¿Incluso para su hija?
—Especialmente para mi hija. Obedece, y tus últimos días como soltera te resultarán soportables. Desafíame, y solo conseguirás pasar de un infierno a otro. ¡Buenas noches, señorita condesa!
Inclinó la cabeza con energía hasta rozar la pechera de su camisa con la barbilla, giró sobre sus talones y desapareció entre los claroscuros del corredor. Todo ello después de haber traspasado completamente a su hija con la intensa ira de su mirada.

Medio pueblo todavía dormía y la otra mitad se desperezaba con el familiar aroma de la madera seca alimentando las chimeneas o el graznido incesante de las gaviotas dando en el puerto la bienvenida a los botes que volvían de faenar.
Había amanecido un día fresco y húmedo, cansino y pesado, empañado por una neblina goteante que amenazaba con perdurar todo el día.
Un caballero elegantemente vestido, ataviado con sombrero de copa, capa de paño y bigote quijotesco, abandonó el despacho del notario de San Julián portando un discreto cartapacio bajo el brazo y una sonrisa triunfal en los labios. A su lado caminaba, con los andares bamboleantes de un ganso, un caballero de escasa estatura, extremidades especialmente cortas y tronco ovoide, embozado en una capa que en nada favorecía a su breve y redonda constitución; a cada paso bufaba, sudaba y se enrojecía su blandengue rostro.
Ambos trataban de abrigarse del clima zigzagueando bajo los soportales y alzando las solapas de sus abrigos. Acababan de firmar de mutuo acuerdo un documento en el que el señor Monterrey perdonaba el adeudo que el conde viudo había contraído con su persona meses atrás. Un adeudo que había hecho boquear al mismísimo notario, y cuyo documento el noble se apresuró a firmar.
Desde el momento en que la suma había alcanzado los seis dígitos, don Alejandro fue consciente de su incapacidad para saldarla. No porque no dispusiera de tal cantidad en efectivo en las arcas de la familia, sino porque a esas alturas aquella no era la única deuda que cargaba sobre los hombros. Existían otras igual de abundantes, y cada semana seguían sumándose más; a ese paso, ni la Corona sería capaz de liquidarlas y permanecer solvente.
Pero esa misma mañana, ante notario, su principal acreedor había certificado que la deuda más ingente de todas las acumuladas hasta el momento había sido satisfecha, lo que suponía un gran desahogo y un importante paso para el astuto zorro. Todo estaba saliendo a pedir de boca y, si el plan seguía adelante, también conseguiría que el viejo salazonero pagara las deudas restantes. A camino largo, paso corto, o eso solía decirse.
—¿Y si nos dejáramos caer por una taberna para mojar el gaznate y celebrar los avances de nuestro satisfactorio acuerdo? —propuso el conde, a esas alturas ya innegablemente eufórico.
—¡Ea, unas tazas de vino siempre son bien recibidas! —El anciano se tocó el ala de su anticuado sombrero de tres picos, tratando tal vez de disimular un desasosiego que a su acompañante no parecía importar—. Aunque permítame decir que, por el momento, el único en obtener alguna satisfacción está siendo usted, señor conde. Por más que me diga o me deje de decir, no observo yo ningún tipo de avance o predisposición en la señorita de Altamira.
Don Alejandro, pecho inflado cual palomo, atrajo hacia sí con firmeza y en un acto reflejo, el cartapacio. Lo que había en su interior era lo único que le importaba.
—¡Bobadas! —exclamó, al borde de la risa—. ¡No entiende usted la mentalidad femenina, Monterrey! —El aludido alzó las cejas, dispuesto a rebatir su falta de experiencia en esas lides, pues era tan amplia como incuestionable—. Mi hija es una muchacha decente, honrada y virginal. Ha sido educada en la prudencia y en la moralidad, por lo que es natural que no muestre abiertamente sus inclinaciones. Tal actitud no sería propia de una hidalga de rancio abolengo. —Le miró tratando de cambiar las tornas a su favor, intentando componer una expresión ofendida—. ¿Hubiera preferido acaso que se comportara como una vulgar campesina, insinuándose por las esquinas?
—No es eso. Yo juraría que mi presencia le es del todo indiferente, señor conde.
El conde chasqueó la lengua.
—¡No se deje engañar por las apariencias! ¡Timidez, caballero, timidez femenina! —Y le palmeó un omóplato con suficiencia—. Debe insistir en su cortejo, hacerlo más evidente, mostrar abiertamente sus deseos, agasajarla con su compañía. Ser más insistente, señor mío, de eso se trata. Ella no le rechazará, se lo garantizo. No deje de pasarse por el Pazo tanto como guste, siempre será usted bien recibido en nuestra casa. Además —y al hablar así achicó los ojos con malicia—, todavía tenemos que liquidar ciertos puntos de nuestro acuerdo, no nos olvidemos de ello.
Monterrey torció el gesto ante la velada mención a las restantes deudas del conde, que él se habría comprometido a saldar a cambio de la mano, y del cuerpo entero, de la esquiva dama.
—Me temo, señor conde, que ya he pagado un gran anticipo sin haber obtenido la más leve compensación por ello. —Aunque caminaba al lado del de Covas, en apariencia afable, y ambos se disponían a beber hasta embriagarse y que los sirvientes los metieran a la fuerza en sus carruajes, el tono de su voz sonó firme y encerraba una sólida amenaza—. Pocos hombres pagan una mercancía antes de catarla, y este viejo empresario no piensa soltar un mísero real hasta que no observe algún avance con la señorita Altamira.
El conde apretó los dientes tan fuerte que temió por un instante que alguno se le astillara. Tendría que mover pieza con astucia antes de que el viejo se retirara del juego. Cierto que ya había conseguido mucho, pero los restantes acreedores, aunque con menores sumas contra él que el viejo, eran insistentes y poseían muy pocos escrúpulos. Cualquier noche podían asaltarle en el camino al Pazo y darle una soberana paliza, o incluso algo peor. Y no podía arriesgarse a tal suceso ahora que escondía bajo los faldones de su chaqueta, y a buen recaudo, a la gallina de los huevos de oro. Solo era cuestión de peinarle el plumaje con maestría para camelarla y mantenerla conforme. ¡Y que la dichosa gallina se tragara sus exigencias de una buena vez! ¿Acaso pretendía pedirle peras al olmo? ¿Acaso esperaba que una muchacha, una virginal doncella, se rindiera de amor ante un viejo gordo y zafio como él? ¡Bastante logro era para aquel patán que una perita en dulce como Ana se casara con él, para encima venir con exigencias ridículas!
—Obtendrá sus avances, Monterrey, yo mismo me encargaré de ello. —Y descansó una mano en su espalda para animarlo a traspasar el humilde umbral de aquella taberna abarrotada de bebedores, mientras en su fuero interno ahogaba mil y una maldiciones contra una hija melindrosa que se rebelaba a sus deseos.

La lluvia caía sin fuerza, sin prisa, aunque a un ritmo cadencioso e incesante, en forma de ese molesto y cansino sirimiri tan habitual en aquel rinconcito del mundo. Con su habitual velo traslúcido, el llanto monocorde de los cielos empañaba el paisaje verde, húmedo y fértil de San Julián, transformando aquella adorable visión en una acuarela melancólica y desdibujada. En una perfecta cortina húmeda y ondulante que se desplazaba por la pradera a un ritmo suave y lento.
Ana, sentada frente a los ventanales, permitía que Silvana le cepillara la melena con mimo, alisando la marea castaña en toda su adorable longitud para realizar después con ella un discreto recogido.
Había elegido semejante ubicación puesto que no quería contemplar su reflejo en el tocador, porque era consciente de que las lágrimas acudirían a sus ojos en el instante en que la joven del espejo clavara en ella sus ojos angustiados y suplicantes de auxilio. Sabía que enfrentarse a su propia mirada implicaría llorar. Sabía que aquel reflejo no haría otra cosa más que recordarle su imposibilidad de liberarse. De salvarse de su destino. Contemplarse sería reconocer su derrota. No podría soportar enfrentarse a aquella jovencita de mirada triste.
—¿Le hago daño, señorita? Le ruego me disculpe, por favor.
Ana parpadeó, devolviéndose a la realidad, y se percató de que una lágrima descendía en solitario por su mejilla. Con un movimiento rápido, se limpió la humedad del rostro con los dedos.
—¡Oh, no, Silvana! —musitó, forzando una sonrisa—. De hecho, que te cepillen el pelo es uno de los grandes placeres de la vida. Más si se hace con el mimo con que lo haces tú. —Echó la cabeza hacia atrás para mirarla a los ojos y esforzarse en componer para ella una sonrisa agradecida.
Silvana observó la hermosa cara vuelta hacia arriba, con los ojos, muy a pesar de su propietaria, velados por un llanto inminente, y se sintió desconcertada. Llevaba muy poco tiempo sirviendo en el Pazo: había entrado pocos días antes de que lo hiciera la propia condesa, pues su finalidad exclusiva en aquel lugar era la de ejercer de doncella personal de la hidalga. Silvana, cuya edad rondaba la de su patrona, sentía una profunda admiración por aquella criatura hermosa como un ángel, elegante como una reina y bondadosa como correspondía a una dama de su categoría. La condesa era una señorita muy humilde y cercana, muy noble y agradable, y ella le había tomado un gran afecto —resultaba imposible tratarla y no quererla, en realidad—, por lo que, en su bonanza servil, se negaba a que ningún infortunio acechara su existencia. Por ello, quizás extralimitándose en sus funciones, y siendo consciente de tal hecho, habló con voz trémula, mientras continuaba con el cepillado.
—Entonces esas lágrimas son porque está usted triste, señorita. Y un alma noble y generosa como la suya no debería estar triste por nada en el mundo.
Ana tragó saliva, apretó los párpados aplastando dichas lágrimas y se entregó al suave vaivén en el que las habilidosas manos de la doncella mecían su cabeza. No debería estar triste, pero lo estaba. No podía ser de otra forma. Su padre había decidido casarla con aquel hombre repulsivo y, a juzgar por su insistencia, no parecía dispuesto a que el matrimonio se demorara demasiado. ¿Por qué tanta prisa? ¿Tanto le importunaba su presencia en el Pazo como para querer despacharla de forma tan precipitada?
Mientras permaneció en el internado, él se había visto perfectamente libre de soportar su presencia, pero ahora que había regresado al Pazo, la perspectiva de tolerarla cada día del resto de su vida debía de antojársele una pesadilla. Y pocas cosas puede haber peores, ni más dolorosas para un hijo, que ser consciente del desprecio y la repulsión que despierta en un padre. Es algo… contra natura.
—No esté triste, señorita —insistió la doncella con pueril empeño—. Le haré un recogido tan bonito que sin duda será usted la flor más encantadora del Pazo. ¡Y de todo el condado, ya lo verá!
—Creo que la tristeza que siento no se puede aliviar con recogidos ni florituras, Silvana —murmuró sin abrir los ojos—, porque mi tristeza procede de dentro, de lo más profundo de mi alma.
Al menos, ninguna modista había acudido aún al Pazo a tomar medidas y presentar telas para el ajuar de la futura novia, y tampoco se había hecho un anuncio oficial ni una pedida de mano simbólica, lo que suponía un gran alivio. En el momento en el que algo de todo aquello sucediera, el descenso hacia el abismo sería ya irreversible.
—¡Ay señorita condesa, no diga usted eso! —Y su pena se contagió a la afectuosa doncella, que tuvo que suspender el cepillado para fijar la mirada en el paisaje exterior, completamente velado por el llanto de los cielos—. Los corazones buenos siempre salen victoriosos de las batallas que emprenden. Y si no, mire usted ahí fuera —Ana despegó los párpados y obedeció a la muchacha, fijando sus acuosos ojos verdes en el húmedo paisaje que se vislumbraba a través de la ventana—: ahora llueve, todo está empañado y parece que nunca vaya a escampar, ¿verdad?
Ana asintió muy despacio, prestando atención al exterior. El cielo lloraba, mostrando una extraña empatía con su presencia de ánimo.
—¡Pero lo hará, escampará! Y todo se verá más limpio y brillante que antes. Señorita —y se inclinó ligeramente para observarla cara a cara y obtener su atención—, su corazón sanará de tristezas, ya lo verá. La bruma pasará y volverá a latir con fuerza y alegría.
Ana trató de retener las lágrimas, que ya picaban y bailaban en el borde enrojecido de los ojos.
—¡Ay, mi dulce Silvana, me temo que a nadie le importa el corazón de esta condesa, ni sus tristezas, ni sus infortunios! Tan solo desean utilizarlo en propio beneficio mientras les sea rentable. Después… lo tirarán al caldero de los desperdicios y se lo darán de comer a los cerdos. —Jadeó con fuerza y cerró de nuevo los ojos, inclinando la cabeza hacia atrás y entregándose por completo a su acicalamiento personal.
La doncella no fue capaz de decir nada más. Inspiró hondo y continuó mimando con el cepillo aquella hermosa marea castaña, sintiendo una dolorosa compasión por la flor más bella e infeliz de aquel majestuoso lugar.