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—No creo que conozcas a nuestro invitado —comentó don Alejandro, haciéndose ligeramente a un lado para que una doncella empezara a servirle su consomé de almejas.

Ana alzó la mirada de su servicio para clavarla en su padre, cuyo gesto de suprema satisfacción le producía un fatal desasosiego. La mirada de ella, por el contrario, no podría resultar más cortante ni aun habiéndoselo propuesto. Aquello era una emboscada en toda regla… ¡y qué diestro era el conde en estrategia militar!

—Permítame recordarle que no ha tenido usted la deferencia de presentármelo, padre. —A sus labios asomó una sonrisa falsamente sumisa.

Don Alejandro la fulminó con la mirada. Si se hubieran encontrado a solas, muy probablemente le hubiera soltado un sopapo. Por fortuna, don Jenaro no parecía ofendido; al contrario, el pachón se mostraba tan obnubilado con la joven que, aunque se abriera la tierra bajo sus pies o el cielo se desplomara sobre sus cabezas, continuaría con la mirada cosida a la figura de la dama. No le habría sorprendido si hubiera empezado a babear. ¡Ridículos vejestorios! ¡Pero cuán beneficioso resultaba aquel en concreto para su ardid!

—El señor Monterrey es un empresario muy reconocido en toda la provincia —continuó el conde, dispuesto a no dejar que aquella boba estorbara sus propósitos—, su empresa es una de las más prósperas del litoral. Quizás hayas oído hablar de las salazones y conservas Monterrey.

Ana torció el gesto. ¡Jamás había oído tal nombre, ni tenía el menor interés en conocer a aquel personaje! Bueno no sería si se codeaba con el villano de su padre.

—Nos congratulamos de exportar más allá de las fronteras del reino —añadió el hombre, pagado de sí mismo—. El pescado de nuestro mar es el oro azul de la familia Monterrey.

Ana elevó las cejas hasta que rozaron el nacimiento del cabello. ¡No hacía falta que lo jurara! No había más que permanecer en un corto perímetro para percibir el tufillo a pescado que emanaba aquel individuo. Otra excelente cualidad que añadir a aquel dechado de virtudes.

—Una familia muy próspera de la que esperamos formar parte —dijo el conde, intercambiando una mirada cargada de intención con su invitado.

—El placer, por supuesto, sería todo mío de formar parte de la suya. —Y tras estas palabras, obsequió a la condesa con una mirada salaz y una sonrisa que pretendía ser seductora, pero que solo llegó a esperpéntica.

Ana se sintió horrorizada. Estaba claro que su padre pretendía halagar al anciano pestilente y rodearlo de fingidas adulaciones, a falta de blasones y virtudes. Y no sería un mal intento si la joven pudiera obviar la repulsión que aquel hombre le producía.

Su nariz, tan excesivamente chata que las fosas nasales parecían haber sido horadadas directamente sobre el rostro, contaba con la visita constante de un dedo que exploraba con insistencia en sus profundidades, como si buscara oro o alguna suerte de piedra preciosa. Un vicio nauseabundo que su propietario no podía evitar y que trataba de disimular, una vez que era sorprendido durante la exploración, toqueteándose la nariz como si pretendiera aliviar algún molesto picor. Un par de veces le había visto además llevarse el dedo a los labios, teniendo entonces que obligarse a sí misma a desviar la mirada y tragar saliva para no arrojar la bilis allí mismo.

Además, se limpiaba los dientes con la lengua entre plato y plato, produciendo un sonido molesto y poco decoroso, mezclado con muecas estrafalarias procedentes de su inadecuado gesto.

¿Y sus dientes? ¡Por el amor de Dios! Los incisivos superiores sobresalían en una boca que, a causa de ellos, era incapaz de cerrarse. Aquellas paletas enormes color crema conferían a su propietario la apariencia de un conejo horrible y rechoncho, calvo, colorado y sudoroso. ¡Y hambriento de carne! ¡De su carne!

¡Y además de todo eso, que no era poco, era un anciano! ¡Un anciano mucho mayor que su propio padre e incluso que doña Angustias! ¡Tenía más años que los caminos o que el hábito de andar a pie! Sería un milagro que pudiera controlar los esfínteres.

Frunció el ceño. Seguramente su boca se torció también en una mueca de desagrado. Su padre debía de haber perdido la cabeza si creía que ella se iba a cruzar de brazos mientras se producía aquella injusta transacción. Puede que no lograra evitarlo, que las circunstancias y su minoría de edad la obligaran finalmente a claudicar, pero no iba a ponérselo fácil. No iba a rendirse sin presentar batalla. No iba a colgarse del cuello, a modo de indeseable alhaja, un cartelito que rezara: «Propiedad de…».

¡Y mucho menos del viejo conejo con sobrecrecimiento dental que atufaba a pescado!

Ana era incapaz de levantar la mirada de su plato y, especialmente, de probar bocado, por más apetecible que fuera la comida. Y, sin duda, era obvio que la cocinera se había esmerado esa noche para agasajar al augusto invitado. Torció el gesto de nuevo en una expresión de desagrado, de desánimo tal vez. Sentía el estómago cerrado y los nervios campando a sus anchas en su interior. Estaba convencida de que, si ingería cualquier líquido o sólido, su cuerpo lo arrojaría al exterior sin el menor preámbulo.

Se sentía tan impotente, furiosa e indignada que le daba la sensación de que la sangre hervía en su interior. Ardía en sus venas como auténtico fuego líquido, llevándola toda ella a arder bajo el mismo fuego.

En todo momento, era consciente de la mirada del anciano sobre ella. El hombre, tocándose la barbilla mientras asentía a las palabras de su anfitrión, parecía evaluarla y considerar lo que podría o no podría hacer con ella, como si de una mercancía se tratara. A juzgar por las sonrisitas salaces que asomaban a sus labios cada vez que la repasaba con la mirada, estaba segura de no querer conocer la naturaleza de sus pensamientos.

¡Qué hombre más asqueroso! ¡Ojalá se mordiera la lengua o se le cayeran sobre el mantel esos ojos tan cargados de lujuria, maldito cochino!

Además, y esto último era algo que le molestaba hasta el delirio, tenía que escuchar el inadmisible descaro con el que aquellos dos hombres se referían a su persona, a su vida y a su porvenir, obviando que ella se encontraba presente. La mentaban una y otra vez, la miraban con insolencia y cabeceaban en su dirección mientras trataban de organizarle la vida, sin pedir en ningún momento su opinión ni permitirle participar en la conversación. ¿Acaso en verdad no iba a tener voz ni voto en aquel tema? ¡Por el amor de Dios, se trataba de su vida!

No puedo soportarlo más. No voy a permitir que me traten como mercancía.

No lo dudó ni un instante. No quería seguir formando parte de aquella pantomima ni un minuto más o, de lo contrario, acabaría por volverse loca o desmayarse allí mismo. Sujetó su copa por el fino tallo haciendo amago de llevársela a los labios, pero antes de que alcanzara su destino, giró la muñeca derramando todo el vino de naranja sobre el escote. La brillante tela de raso se tiñó de oscuro en el acto.

—¡Oh, qué fatal descuido! —exclamó, toqueteándose el vestido con fingido disgusto. Para secundar la actuación, sus mejillas se tiñeron de escarlata. No era una buena actriz y tampoco estaba acostumbrada a ese tipo de pantomimas, pero sin duda, situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas—. ¡Cielos, qué torpeza tan grande!

Una doncella se inclinó sobre ella de inmediato, dispuesta a auxiliar a la afligida señorita, pero ella la frenó con una mirada. Se incorporó de su asiento, dándose aire con una mano para secundar su sofoco y su aflicción. Los hombres, como era obligado, la imitaron al instante.

—Creo que voy a tener que retirarme antes de que la mancha se seque. —A pesar de la aparente firmeza de su tono, sus rodillas temblaban cuando ejecutó la debida reverencia, tratando de no enseñar demasiado escote a aquel cretino baboso—. Con su permiso, caballeros.

Su padre parecía querer fulminarla con la mirada mientras el señor Monterrey continuaba enfrascado en la dificultosa tarea de masticación, consecuencia fatal de esos dientes suyos tan…

Parpadeó para apartar aquella visión repulsiva mientras rodeaba la silla y se disponía a separarse de la mesa.

—¿Pero nos deja usted ya, señorita Altamira? —habló el anciano, cuando por fin pudo tragar bocado—. ¿Nos va a privar tan pronto del placer de su compañía?

—Nuestro invitado lleva razón, Ana, deberías quedarte por deferencia a su persona —siseó su padre, arrastrando las palabras entre los dientes y achicando los ojos en claro ademán amenazante. En ese instante parecía un lobo embozado que, una vez libre del bozal, estaría encantado de abalanzarse sobre su víctima para arrancarle el alma a dentelladas.

—Y es por deferencia a él que me retiro —se obligó a decir con fingida zalamería, aderezando sus palabras con una sonrisa forzada—. No quiero que el caballero se lleve una impresión errónea de mi persona al recordarme con un vestido echado a perder. ¡Qué poco digno resultaría en una dama semejante abandono! —E inclinándose nuevamente en reverencia, añadió—: Con su permiso, caballeros.

—Es propio, señorita —consiguió farfullar el anciano, tras engullir casi de una pieza el último trozo de lacón que daba vueltas en el interior de su boca—. Y no se disguste tanto por un simple vestido, no le hace falta para ensalzar su belleza. —Su sonrisa se tornó tan insoportablemente almibarada que Ana tuvo que esforzarse para contener las arcadas—. Yo mismo encargaré dos docenas para usted a la capital, de raso, seda o muselina, si eso la hace feliz.

No se imagina usted lo que verdaderamente me haría feliz, señor Monterrey.

Una oleada de calor, consecuencia de tanta indignación reprimida, ascendió por su escote, haciéndola sudar bajo las capas de ropa. Sin embargo, se esforzó por dedicarle una sonrisa amable, que él respondió con la más lasciva de las suyas. Definitivamente, aquel hombre era asqueroso.

Tragándose la repulsión, se dispuso a abandonar la estancia. No quiso mirar a su padre, pues supuso que la expresión de este debía de ser tan feroz que conseguiría amedrentarla, e incluso impedirle abandonar el comedor. Justo antes de atravesar el umbral, la voz del empresario la obligó a detenerse.

—¿Me permitirá visitarla mañana?

Lágrimas de impotencia acudieron a empañar sus ojos, pero ella se cuidó mucho de guardarlas a buen recaudo.

—Creo que lo más oportuno es que tal asunto lo decida mi padre —murmuró con marcado sarcasmo sin mirar a ninguno de los caballeros, mucho menos al aludido—. Al fin y al cabo, él es el único director de este teatrillo. Se le da bastante bien disponer de la vida de su hija. Buenas noches, caballeros.

Y se retiró. Don Alejandro observó su erguida espalda desaparecer tras la puerta mientras sentía la lava de un volcán a punto de erupcionar borboteando en su interior. Con gusto la agarraría del moño y arrastraría su ilustre figura por los elegantes suelos de madera y mármol hasta que suplicara una clemencia que él le negaría.

Puede que aquella insensata hubiera ganado ese primer asalto pero, por su vida, que jamás ganaría la guerra.

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Ana permanecía con la mirada perdida en el infinito, fascinada seguramente con algún invisible átomo flotante que solo ella parecía capaz de apreciar. Su semblante reflejaba la misma expresión insondable que acostumbraba a mostrar cuando ninguna emoción la dominaba. Aunque en esos momentos la dominaran un millón de emociones diferentes.

Suspiró, tratando de liberarse de la tensión sufrida hacía escasos minutos.

Se hallaba sumergida de cuerpo entero en la elegante bañera lacada de cerámica, sujetándose con las manos a los bordes lobulados; tan solo los hombros y las redondeadas rodillas asomaban en aquella agua coronada de espuma y fragancias.

A su lado, acuclillada en el suelo, una joven doncella se esmeraba en asear a su señorita con una esponja marina, deslizando su mano con suma delicadeza por aquella piel de porcelana.

Sentada en un cómodo butacón, doña Angustias contemplaba la escena a poca distancia, sin dar crédito aún a todo lo que su querida niña le había referido. Aquel hombre estaba loco de remate, y ahora más que nunca se hacía evidente. ¿Desposarla con Jenaro Monterrey? ¡Cielo Santo, ni siquiera ella consideraría a aquel hombre como posible candidato para sí misma!

Viejo, decrépito, gordo y repulsivo, aquel tipo resultaba asqueroso y sorprendentemente impúdico a pesar de su avanzada edad. Su reputación le precedía. Era el peor candidato que un padre podría considerar para una hija.

—¡Es un anciano, nana! —había dicho Ana horrorizada y llena de espanto cuando llegó momentos antes a la alcoba—. Un anciano horroroso que no dejaba de mirarme como si quisiera devorarme. ¡Tendrías que haberlo visto, es un auténtico esperpento!

—Hombres maduros se casan con jovencitas de dieciocho años todos los días, Ana —le dijo sin ningún convencimiento, con el único afán de intentar consolarla. Y al instante se silenció, puesto que Monterrey no era maduro: era un anciano, y de los más réprobos y maliciosos que una pudiera imaginar.

—¡Pero no con ancianos achacosos que no dejan de hurgarse la nariz y sudar como cerdos! —se quejó—. Estoy segura de que incluso se pedorreará en público, entre otros motivos porque sus esfínteres ya no deben ni de obedecerle.

—¡Ana! —regañó el ama, pero al instante se llevó la mano a los labios para contener una sonrisa. De hecho, la doncella tenía también serios problemas para mantenerse seria.

—¡Pero es cierto, nana! Ese hombre debería limitarse a sentarse frente a un fuego con una manta sobre las rodillas y una tisana en el regazo, y entretenerse jugando con la ceniza. ¡Y padre desea que me case con él! ¿Por qué? ¿Para qué?

—No lo sé —admitió el ama.

—¿Es una especie de penitencia? ¡Estoy segura de que tiene que tratarse de eso! Pero ¿por qué? ¿Qué he hecho para merecer tal castigo?

—No lo sé. —Y un suspiro resignado e impotente secundó las palabras del ama.

—¡No es noble, no es joven, ni siquiera es agradable! ¿Qué sentido tiene algo así?

De improviso, y sin que nadie allí esperara tan funesta intromisión, la puerta de la alcoba se abrió con un movimiento enérgico que provocó que la manilla impactara con violencia contra la pared.

La silueta de don Alejandro, cruzando la estancia apenas en dos zancadas como la negra sombra que era, obligó a la doncella a retroceder en el acto y pegarse a la pared.

Ana dio un respingo y, sujetándose con mayor empeño a los bordes de la bañera, se agachó en el agua, tratando de ocultarse de la vista de aquel demente. Doña Angustias, por su parte, no tuvo tiempo ni de reaccionar, por lo que permaneció sentada en su butaca, con la boca y los ojos abiertos de par en par.

—¡No vuelvas a dejarme en ridículo! —rugió, enarbolando contra la joven su dedo acusador—. ¿Me has oído? ¡Puede que seas la condesa, pero yo soy tu padre!

Ana le sostuvo la mirada. A pesar de lo asustada que se sentía tras tan brusca e improcedente interrupción, no quería mostrar signos de debilidad ante él. Quería dejarle claro que no iba a dejarse vencer y que estaba dispuesta a hacerle frente. Aunque saliera escaldada de la confrontación.

Su rostro se tensó, su pulso se aceleró y su corazón bombeó con furia, pero procuró que su expresión no reflejara nada de todo ello.

—No debería estar usted aquí, señor… —amonestó doña Angustias, sin levantar demasiado la voz, puesto que conservaba todavía en el alma las cicatrices de su reciente desencuentro con el conde.

—¡Usted cállese, vieja alcahueta! —bramó el caballero, sin desviar los ojos de la mirada verde y dura de la condesa. Doña Angustias dio un brinco en su asiento, apretándose contra el respaldo.

—¡No le consiento que hable así al ama, padre! —La voz de Ana sonó firme e incontestable, pero, a pesar de ello, el conde sonrió burlonamente.

—¿Y quién me lo va a impedir? —siseó—. ¿Ella, una vieja decrépita que no hace otra cosa más que comer y dormir a nuestra costa? —Los ojos de Ana se achicaron hasta reducirse apenas a dos finas líneas transversales—. ¿O tú, una muchachita insignificante con ínfulas de gran diva?

Cerró las manos con fuerza sobre el borde de la bañera mientras las muelas rechinaban bajo la cruel opresión conferida.

—No se te ocurra desafiarme nunca más —advirtió su padre en un siniestro tono siseante, el dedo acusador nuevamente en alto—, o de lo contrario sabrás lo que implica provocar a tu padre.

—¡No me exponga a situaciones que me obliguen a rebelarme y le aseguro que dejaré de hacerlo!

—¿Quién te has creído que eres?

Furioso, don Alejandro dio un zarpazo a la superficie del agua, provocando que gran parte de líquido y espuma se derramara sobre la alfombra. Ana se acurrucó todavía más, temiendo que su desnudez quedara expuesta ante el ogro.

—Tienes suerte de que el viejo parezca entusiasmado contigo —sentenció en tono amenazante—. Me temo que, por mucho que te alces en rebeldía, no conseguirás mermar su interés por ti. —Se inclinó para susurrarle al oído—: Se muere por desposarte.

Ana tragó saliva, sintiendo una náusea repentina en la boca del estómago. Aquella era sin duda la sentencia más amarga con que podría condenarla.

—Y yo, porque te despose.

Una vez cumplido su cometido atemorizante, que en realidad era lo único que lo había movido hasta allí, el conde volvió sobre sus pasos mostrando la resolución de un demente. Antes de desaparecer por el hueco de la puerta abierta, se volvió hacia su hija y señaló con un alzamiento de barbilla el vestido de raso verde que permanecía estirado sobre la cama.

—Sinceramente espero que tu vestido no se haya arruinado por completo. Sería una auténtica lástima, condesa: te sienta muy bien. —Le guiñó un ojo con malicia—. Y al viejo parece gustarle mucho.