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El cielo lucía pesado y plomizo, como si de un momento a otro fuera a deshacerse sobre el mundo en un millón de gotas de lluvia.

Ana cerró los ojos, alzó la barbilla, inclinó la cabeza hacia atrás y se dejó embriagar por las sensaciones que invadían su alma en aquel instante.

El aroma a salitre, a algas pudriéndose sobre la arena en plena bajamar, llegó en volandas hasta ella desde la playa, que extendía su manto de arena y roca a lo largo de kilómetros y kilómetros de litoral y que divisaba perfectamente gracias a la privilegiada ubicación del Pazo.

A su espalda, el arpado rumor de las altas copas de los pinos, que parecían querer arrullarla meciéndose en cadencioso baile, llegaba desde el bosque que circundaba la finca y formaba parte del condado. Sin duda, aquel era un lugar pacífico, inalterable al paso del tiempo, y delicioso. Un auténtico remanso donde abandonar el cuerpo y dejar volar el alma.

Abrió los ojos muy despacio para continuar su paseo por los hermosos jardines del Pazo. Deslizó los dedos en sutil caricia sobre la superficie coniforme de boj y las erguidas espigas de lavanda, intentando que la belleza del lugar aflojara el nudo que oprimía su alma. Nudo que su padre se había encargado de crear y apretar después con saña, como quien ciñe los lazos de un corsé en un cuerpo demasiado flácido.

Meneó la cabeza tratando de apartar de su mente la sombra funesta de su progenitor. No quería darle cabida, sino dedicarse a contemplar fascinada los dos enormes naranjos que se alzaban ante ella, cuyas ramas más altas sobresalían con orgullo y altivez por encima del tejado de la casa solariega. También reparó en el oscuro pino canadiense que llevaba siglos soportando la agreste brisa del mar en aquella parte del jardín, con sus ramas extendidas hacia el paisaje, como si pretendiera abarcarlo todo bajo su sombra.

Amaba aquel lugar. El Pazo era el legado de su madre; en él habían vivido antiguas generaciones de Altamira, dando la espalda al bosque y mirando al mar desde el mismo lugar privilegiado donde ahora se situaba ella, disponiendo para su disfrute personal de la maravillosa e infinita panorámica de la costa y de los océanos de ondulante hierba que extendían sobre el pueblo de San Julián un verde manto de esperanza.

Quizás sus ancestros también habían experimentado esa misma imponente sensación de dominio… y de soledad. La misma que ahora sentía ella, parapetada en su poderosa atalaya. Con el mundo en sus manos, pero a la vez, infinitamente lejos del mundo.

Tomó aire por la nariz, sintiendo despertar los sentidos gracias a la fresca brisa marina que se deslizaba con descaro desde la playa. Los desgarrados graznidos de las gaviotas sobrevolando en círculos la bóveda celestial, llamaron su atención y consiguieron aflojar sus labios en una sonrisa plácida.

Y continuó paseando, acariciando con sus finos dedos de nieve aquella barriguda formación de boj dispuesta en perfecta hilera, como un ejército vegetal presto a la batalla.

En un acto reflejo, alzó la mirada y volvió la cabeza hacia la casa. El corazón dio un vuelco en su pecho. El aliento quedó suspendido entre sus labios.

Desde la ventana de su despacho, el implacable cancerbero la observaba, amparado por la privacidad que le concedía mirar al exterior a través de los cristales de una habitación en penumbra.

Pero ella sabía que estaba ahí. Sentía su negra presencia acechándola, como un cuervo funesto, siempre apostado en su torreón, esperando el momento oportuno, aquel de mayor flaqueza, para dejar caer su pesado y destructivo mazo sobre la víctima elegida. Y regocijarse después con su victoria.

Cuadró los hombros y sintió que su momentáneo estado de felicidad desaparecía por completo, del mismo modo que se desvanece un puñado de agua en la cuenca de la mano.

Apretó los dientes y, sosteniéndole la mirada, contó los segundos: uno, dos, tres… antes de llevarse la mano al bonete para ajustárselo a la cabeza y darse media vuelta, reduciéndole a aquella sombra acechante el campo de visión. No iba a permitir que la mirara a la cara, no iba a permitir que pudiera apreciar su dolor.

Y que Dios la perdonara, porque seguramente dar cabida en su interior a sentimientos de esa naturaleza hacia alguien de su propia sangre era pecado, pero, a esas alturas, estaba totalmente convencida de odiar a su malvado padre. Con toda la fuerza de su corazón.

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A don Jenaro Monterrey le chocó bastante la repentina e inesperada invitación a cenar por parte del conde viudo de Rebolada.

De todos era sabido que aquel hombre de aspecto almidonado, bigote quijotesco e insoportable petulancia arrastraba abundantes deudas de juego, consecuencia de un vicio que le corroía el alma desde dentro, como una enfermedad imparable que fuera a terminar por consumirlo. Y el conde, en apariencia ya a medio consumir, cargaba dichos débitos como el apocado reo que arrastra sus cadenas por la vida, sin ser capaz de librarse de ellas. Muy al contrario: a cada paso, el pobre infeliz añadía un nuevo eslabón a su grillete, y lejos de tratar de enmendarse, tozudo como el asno, todavía volvía a por más con insistencia, perfectamente escoltado por la hembra de cuello largo de cristal por la que se hacía acompañar en sus noches mundanas.

Alejandro Covas, un don nadie que se creía tanto y que en realidad no era más que un esclavo de sus vicios, un prepotente vanidoso y un alma mezquina, se apuntaba a cualquier timba de la que tuviera conocimiento. Y lo mismo daba tresillo, revesino o mus, pues sea como fuere, de todos los juegos acababa saliendo indignamente desplumado aquel gallo presuntuoso. Y, al igual que un pavo por navidad, con el buche perfectamente atemperado de alcohol. Cosa mala, por cierto, en un sayo descarnado que apenas toleraba el licor y que sumía a su propietario, de continuo, en los estados más vergonzosos, absurdos e intratables que nadie pudiera desear.

Algunos, compadecidos ante la decadencia del infeliz, viendo cómo él mismo se humillaba a cada paso y, sobre todo, por respeto a la noble casa a la que representaba, se retiraban a tiempo con tal de no dejar al pobre caballero en calzones, lo que, teniendo en cuenta lo poco afable que resultaba y lo elevado de su arrogancia, no le estaría mal empleado después de todo.

El propio don Jenaro se había dado cuenta de lo deshonroso de la situación, quizás demasiado tarde, puesto que el noble ya había acumulado una cuantiosa suma en contra de las arcas de Monterrey. ¿Cuánto le debía ya? No podía calcularlo, pero seguramente más de lo que cualquier infeliz arrendatario soñara con acumular durante toda su vida. Lo suficiente, a buen seguro, para dejar al noble en calzones y ligueros.

Ya le había advertido en varias ocasiones, e incluso le había enviado al Pazo al abogado de la familia Monterrey en pos de reclamar la deuda, pero el insensato conde no se daba por avisado y seguía con su vida decadente como si nada. Sumando deudas por todas partes.

Don Jenaro no era un prohombre, no poseía títulos ni blasones con los que adornar su fachada, pero sin duda, contaba con generosas arcas, engrosadas gracias a la beneficiosa aportación de una fructífera industria de salazones y conservas de la que él mismo era gerente y propietario, ubicada en la zona portuaria de San Julián.

Don Jenaro tenía su residencia habitual en la ciudad de Orense, villa del interior, pero disponía de una cómoda casita de dos plantas al lado de la fábrica, donde pernoctaba cada vez que acudía a supervisar la producción, asunto que acontecía varias veces al mes.

Viudo, con setenta achacosos años a su espalda, aficionado a la buena vida, esclavo de los pecados capitales, especialmente sometido a los de la gula y la lujuria, y afecto al juego, aunque con templanza, el empresario no era precisamente un santo devoto ni un ejemplo de moralidad. Ciertamente era conocido allá donde pisara por sus aires libertinos y su apego indiscutible a los vicios de la carne. Y su carne, en verdad, poseía dimensiones suficientes para albergar todos los vicios de la humanidad.

Por eso le desazonaba un poco que aquel zorro liante le invitara ahora a cenar. ¡Precisamente a él, uno de sus principales acreedores! No tenía mucho sentido, salvo que se tratara de un ardid del conde para hacerse perdonar la deuda o concederse un poco más de tiempo, lo que no sería de extrañar en una alimaña maquinadora como él. Por lo tanto, resultaba imperativo mostrarse cauteloso en su presencia y no descuidar las defensas en ningún momento.

El conde le recibió en su elegante despacho, claro ejemplo de la grandeza de la Casa de Altamira. Don Jenaro le vio levantarse con displicencia y abandonar su fortín tras el escritorio para acercarse a él y tenderle la mano.

Aceptó el saludo con reticencias. Cada vez estaba más convencido de que debería haber rechazado la invitación pues, procediendo de aquel individuo mezquino, era probable incluso que las viandas que sirvieran en su plato estuvieran emponzoñadas. ¿Qué mejor forma de deshacerse de un acreedor? ¿Y aquella mano tendida afablemente hacia él? ¿Y aquella sonrisa de rata asomando bajo el bigote?

Nada tenía sentido, y a cada segundo se daba cuenta de que nunca debería haber acudido al Pazo. No sin un abogado y en presencia de las autoridades pertinentes, la única forma en la que cualquier hombre en su sano juicio debería acercarse a la madriguera de aquel viejo zorro. O si no, en compañía de un padrino competente, para poder cruzarle la cara de un guantazo a aquel cretino y exigirle la consabida satisfacción.

—¡Señor Monterrey! —saludó el conde como si tal cosa, estrechándole la mano con vigor a su pasmado convidado. Percatándose de la expresión confusa del hombre, se apresuró a añadir—. Supongo que le habrá sorprendido mi invitación.

Acto seguido alargó un brazo para ofrecerle asiento en el elegante butacón orejero emplazado frente a la mesa.

Don Jenaro accedió a sentarse un poco a regañadientes, pues no quería sentirse en desventaja ante el conde, ni acomodarse demasiado en sus dominios. Sería como si el incauto ratón fuera tan estúpido de despreocuparse en presencia de la cobra. Solo cuando observó que el noble hacía otro tanto del otro lado del escritorio, se permitió relajarse un poco.

No pudo cruzar las piernas a la altura de las rodillas a causa de la prominencia de sus muslos, así que se limitó a cruzarlas a la altura de los gruesos tobillos para permitirse observar al conde con desconfianza.

—Tengo que admitir que así es. Acababa de llegar a la fábrica cuando me comunicaron su deseo de contar con mi presencia en —deslizó la vista por la estancia, abrumado ante la riqueza y elegancia de la decoración— su augusto Pazo.

Todas estas piezas de arte, mobiliario y tapices, podrían servir para saldar la deuda. ¿Qué hacemos hablando? ¡Al tajo de una buena vez!

El otro sonrió con suficiencia.

—Me advirtieron que nos visitaría usted durante esta quincena para pasar unos días en la costa, por lo que decidí que no podía dejar pasar tan propicia ocasión.

Don Jenaro enarcó una ceja, acusando su desconfianza.

—¿Propicia para quién?

—¡No se muestre usted reticente, caballero, pues mi invitación es del todo cordial! —exclamó alegre el conde—. Y le aseguro que saldrá usted de aquí de lo más satisfecho.

Jenaro Monterrey estiró los labios en una sonrisa escéptica.

—¡No me diga que al fin está dispuesto a saldar sus deudas! ¿Será este el tan glorioso día? Porque, de ser así, me cuidaré de señalarlo en el almanaque.

Don Alejandro estiró los labios en una sonrisa absolutamente hipócrita. Se revolvió un poco en su asiento y decidió ignorar la puñalada. Sin duda guardaba en la manga un bocado más apetitoso para el rollizo pachón.

—Creo que puedo ofrecerle algo mejor. —Y su gesto, su sonrisa y su mirada se volvieron por momentos más ladinos—. O, al menos, algo que le resultará más tentador que el peso de unas miserables monedas en su bolsa.

Don Jenaro plegó los labios.

¿Miserables monedas? ¿Cómo puede expresarse con semejante ligereza cuando por mucho menos podría ir a la cárcel o verse envuelto en un duelo?

—No lo crea, siento un gran aprecio por el contenido de mi bolsa. Sobre todo, por las monedas ausentes.

El conde se humedeció los labios. El viejo era duro de roer, pero eso no le preocupaba. Como sucede con todos los peces gordos, estúpidos y babosos, solo era cuestión de mostrar el cebo adecuado para conseguir que picara de lleno. Y sin duda, su cebo resultaría muy apetecible a aquel lameruzo.

—Según tengo entendido, es usted viudo desde hace muchos años. —Don Alejandro paladeó las palabras, como la cobra que saborea con regustillo su propio veneno antes de ensañarse con su próxima víctima—. Voy a proponerle un trato, señor Monterrey. Uno que no podrá rechazar.

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En el mismo instante en el que hizo su entrada al comedor esa noche, Ana no pudo evitar quedarse clavada al suelo bajo el umbral, como si un funesto espectro hubiera chocado de lleno con ella, obligándola a permanecer inmóvil, con el aliento en suspenso entre los labios, la mirada petrificada y el corazón martilleando con fuerza en el pecho.

Doña Angustias no le había advertido de la presencia de un invitado para la cena, seguramente porque ni siquiera la buena mujer habría sido informada de semejante circunstancia. El conde solía ser muy reservado con sus ideas, sobre todo cuando éstas ocultaban una doble intención y quería ejecutarlas sin que nadie le estorbara. ¡Maldito fuera una vez más!

Por un momento, mientras trataba de acompasar la respiración y de serenarse para que el corazón no se saliera de su frágil carcasa, consideró seriamente la posibilidad de dar media vuelta y refugiarse en su habitación, aprovechando que doña Angustias permanecía todavía al pie de la escalera. Podía hacerse. No tenía por qué estar allí, ni siquiera tenía hambre y no le apetecía en absoluto malgastar ni un minuto de su tiempo en compañía de su padre. Después de su último encuentro, estar en la misma habitación que él era lo que menos ansiaba.

Ahogando un jadeo, que sotto voce derivó en gemido, se dio cuenta de que ya era demasiado tarde para iniciar cualquier plan de escape: los dos ocupantes del comedor acababan de percatarse de su presencia.

En ese momento, si hubiera dado media vuelta para evitar la velada, barbilla en alto y arrojos en alza, su comportamiento habría supuesto un desacato absoluto a las buenas formas. Y aunque las formas y la etiqueta eran lo que menos le preocupaba en esos momentos, sobre todo teniendo en cuenta la persona falta de ella contra la que atentaría, las represalias por parte del conde serían de órdago. Estaba segura de que el señor de Covas se levantaría de su asiento y la obligaría a regresar de inmediato, aunque tuviera que tirar de ella. Y no dudaba que tiraría de ella, aún en presencia de invitados, sin el menor escrúpulo, así tuviera que agarrarla del moño o apresarla por el vestido.

Sus ojos pasearon con nerviosismo de la silueta de su padre, sentado en la cabeza de mesa, a la de aquel anciano situado a su diestra que la miraba como un pasmarote, boca abierta y labios descolgados. ¡Qué visión tan repulsiva ofrecía aquel desconocido!

Un escalofrío la sacudió de arriba abajo, fruto de la chispa de comprensión que iluminó su mente. No podía tratarse de lo que ella suponía, ¡con grandísimo horror, cielo santo bendito!, pues en ese caso su padre demostraría haber perdido todo su buen juicio por completo. Aunque, a decir verdad, dudaba que alguna vez lo hubiera tenido.

«Mañana, durante la cena, te presentaré a tu prometido», había dicho. Y aquel era el único hombre ajeno a la casa presente durante la cena.

No podía ser cierto… ¡Si era un anciano, por el amor de Dios! ¡Un anciano que, a pesar de las elegantes ropas con las que se ataviaba, no podía dejar de aparecer repulsivo y decrépito a sus ojos!

No había más que fijarse en la flacidez de sus carnes, que con cada movimiento bailaban como un pudin de gelatina, en el color encarnado de su rostro, seguramente a causa de la anticipación que le provocaba la perspectiva de una suculenta cena —¡o peor aún, la visión de la recién llegada!— o en la fina capa de sudor que perlaba toda su piel.

¡Cielo Santo, a esas alturas el pobre hombre goteaba como una vela encendida! ¿Acaso nadie iba a tener compasión de su pobre alma y arrojarle por encima un cubo de agua fría?

Se fijó también en sus cabellos blancos, tan grasos y esperpénticamente largos como escasos, peinados sin disimulo hacia el lado derecho de la cabeza para retejar una calvicie más que inminente. El rostro era alargado de forma exagerada y formaba un único conjunto con el cuello. De hecho, toda la prominente papada descansaba sobre la base de los hombros en una cascada de pliegues de carne que el lazo del cravat apenas podía abrazar.

Replegó los labios al interior de la boca y trató de no llorar, a pesar de que la anticipación ante lo que estaba por venir la empujaba precisamente a ello. Concentrada en semejante propósito, apretó los puños y se encaminó hacia la mesa. Un conde malvado sin escrúpulos y un anciano gelatinoso a punto de licuarse la esperaban.

Ave Caesar, morituri te salutant; el pensamiento surgió solo dentro de su cabeza. Y ciertamente se sentía como esos pobres cristianos que eran arrojados al anfiteatro ante la mirada golosa y salvaje de los leones. En este caso, de un león salvaje y de un jabalí goloso.

Desde el preciso momento en que la condesa apareció bajo el umbral, don Jenaro ya no fue capaz de apartar su mirada de ella ni de cerrar la boca. Había oído rumores acerca de que la hija de la difunta Altamira y del ludópata arrogante era una auténtica perita en dulce, pero jamás habría dado crédito si no lo hubiera comprobado por sí mismo.

La señorita lucía un vestido de raso brillante en un tono verde botella, a juego con sus hermosos ojos. De escote discreto, ribeteado en delicada puntilla blanca, solo dejaba a la vista la parte alta de los hombros, las finas clavículas y una brevísima parcela de busto. Y no hacía falta nada más. La blanquísima piel destacaba gracias a la vistosa tonalidad del vestido, y ni siquiera la elegante gargantilla de oro que adornaba el cuello de cisne podría llamar más la atención que la dulce y serena belleza de la niña. Un discreto recogido, raya en medio y sin tirabuzones festoneando, remataba tan sencillo como precioso conjunto.

La vio acercarse tambaleante y un extraño regocijo se apoderó de su alma. Era obvio que la chiquilla estaba nerviosa y que se había quedado blanca como la tiza nada más verlo sentado a la mesa. Quizás, al fin y al cabo, su padre llevara razón.

—Ella se encuentra muy ilusionada con la perspectiva de una boda —le había asegurado, aun cuando él tenía sus reticencias al respecto. Demasiado joven, según decían, demasiado bonita…

—¿Está seguro de ello, señor Covas?

—¡Le aseguro que es su deseo casarse, Monterrey! —insistió el conde, tal vez con demasiada porfía—. Ya sabe usted que todas las niñas son educadas para eso, máxime las pertenecientes a tan alto linaje. Son conscientes de que deben casarse y realizar un buen matrimonio para perpetuar la estirpe. Y esta en concreto obedecerá a su padre, se lo garantizo. Es su cometido en este mundo, al fin y al cabo.

—Sí, pero… ¿casarse con alguien que podría ser su abuelo? Incluso mi único hijo es mayor que la condesa.

Don Alejandro había torcido el gesto, tal vez porque ignoraba que el empresario tuviera un hijo o que este fuera mayor que la propia Ana. Pero… ¿a esas alturas, escrúpulos? ¡Jamás los había tenido! Y mucho menos cuando su propia integridad física y su bienestar social estaban en juego. Era Ana o él, y Ana le importaba un bledo.

—¡Desea casarse! ¡Y desea obedecer a su padre! Me he permitido hablarle de usted —el conde sabía sacar partido de los halagos, estaba claro, y Monterrey se dejó camelar con gusto—, y no ha dudado en consentir.

Paladeó tales palabras con emoción. Había dudado, y mucho, de que el trato propuesto por el astuto conde le beneficiase. Le había visto venir: estaba claro que el escogerle precisamente a él para desposar a su hija obedecía al único propósito de resolver la deuda contraída. Sí, era obvio, y él no era un bobo.

Pero después de ver en persona a la condesita, no le cabía la menor duda de que podría aceptar el trato sin reparos. La deuda del conde a cambio de aquella muchacha de piel lechosa, hechizantes ojos verdes, pálida sien, rostro sereno y figura delicada. Casi se le hizo agua la boca. Sin duda salía ganando con el cambio. Sin duda bebería hasta saciarse de aquellos pechos que se intuían lechosos y blandos bajo las capas de raso y encaje. Sin duda aquella criatura valía el triple que todas las monedas del adeudo.

—¿Y qué saca usted a cambio, señor conde? —le había preguntado en su despacho.

—Obviamente saldar mi deuda… y que usted me ayude a liquidar las restantes. —Monterrey sesgó la sonrisa. Aquella era la verdadera cara del zorro: la de alguien que no da puntada sin hilo y solo piensa en sí mismo—. Y, por supuesto, continuar viviendo en el Pazo. No quiero abandonar Rebolada ni prescindir de los beneficios de la casa de Altamira. Quiero gozar de todos los privilegios que conlleva el título de conde viudo, a pesar de que los bienes de Ana serán propiedad de usted tras el matrimonio.

—Un extraño acuerdo, sin duda —opinó el empresario—. Parémonos a pensar: olvido la cuantiosa suma que me debe, saldo las que usted mantiene con otros… ummm, ¿realmente me beneficia en algo este trato, caballero?

El conde le miró de forma aviesa.

—¿Le desagrada la oferta? ¿Acaso mi hija no resulta lo bastante deseable para usted?

Monterrey sonrió con retranca. Si la joven condesa no fuera suficiente reclamo, ¿qué más estaría dispuesto a ofrecer el viejo zorro? Pero para fortuna del conde, lo era. Tan deseable como la ambrosía para un sediento mortal.

—Me permito recordarle que se trata de una joven recién desperezada al mundo y a la vida. Pura, casta y sumisa. Además de bonita, como usted podrá comprobar. Sin duda su valor es mucho mayor que el de una saca de monedas.

—Puede que resulte un buen trueque, no digo que no, aunque solo me permitiré juzgarlo cuando vea a la señorita —razonó, consiguiendo sacar los colores al noble—. De todas formas, no puede ser una candidata tan apetecible cuando su propio padre la desmerece convirtiéndola en moneda de cambio.

Miró a la joven, que se disponía a ocupar la silla enfrentada a la suya, y tanto la lividez de su rostro como esa mirada inclinada que no osaba levantarse por nada le dieron a entender que se sentía cálidamente azorada ante su presencia. Se congratuló de tal modo que hinchó el pecho cual palomo. Estaba equivocado: era una candidata más que apetecible. Tanto que se moría por abalanzarse sobre ella en aquel mismo instante, cabalgando incluso por encima de la mesa, para levantarle las faldas, bajarle el escote y saborearla ipso facto. En lugar de eso se limitó a recorrerla de arriba abajo con mirada de lobo veterano, despojándola de las capas de ropa con la lujuria innegable que destilaban sus pupilas.

¡Jenaro Monterrey prometido! ¡Quién se lo iba a decir cuando puso los pies en esa casa! De hecho, hasta hacía escasas horas no había considerado siquiera semejante posibilidad. Llevaba muchos años viudo; cuando había sentido la llamada de la carne y había precisado desfogarse, había recurrido a la compañía siempre sumisa y complaciente de mujeres de vida disoluta. Ahora, viendo ante sí a aquella jovencita tímida y temblorosa, nada podría reportarle mayor satisfacción que la idea de desposarla y hacerla suya. Una perita en dulce que nadie había catado con anterioridad y que su propio padre le ofrecía en bandeja de plata. ¡Y todo a cambio de una deuda de juego! ¡Bendito mus y bendito tresillo! Por su vida que iba a salir ganando con el cambio. Y disfrutaría mucho de él. Ni cien mil rameras valían lo que aquella virgen.

Tuvo que hacer acopio de toda su contención para no llenarse la pechera de babas ante los pensamientos libidinosos que danzaban por su mente y que tenían a aquella joven como protagonista, ataviada esta vez con ropajes mucho más livianos y accesibles que aquel elegante vestido de raso verde.