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Los típicos engordabuches que se apuntan a cualquier evento destacable: el sacerdote del lugar —tragaldabas donde los hubiera—, la máxima autoridad del consistorio municipal, terratenientes poco escrupulosos acompañados de sus esposas y polluelos y, en definitiva, cuatro caras más o menos destacables, por uno u otro motivo, entre la sociedad de San Julián, paseaban su languidez y su ridícula pompa por los jardines del Pazo, llenando sus estómagos con las bebidas que les eran ofrecidas y los suculentos manjares que ocupaban las mesas del bufé.
Se habían formado inevitables corrillos, y en unos y en otros, dependiendo del sexo de sus integrantes o de la afinidad surgida entre ellos, se hablaba de política, religión, de atavíos a la última moda o de vastas propiedades de las que enorgullecerse, a la vez que sotanas, tules, muselinas y terciopelos, tocados imposibles y moños apretados se paseaban con insolencia por el empedrado exterior, cotilleando sin recato cada rincón, y adulando y criticando a conveniencia. En todos los corrillos, sin excepción, se murmuraba acerca de la naturaleza de aquel evento y de la extraña coalición formada por el conde y el gerente de salazones y conservas Monterrey. Muchos sospechaban la verdad, pero ninguno se atrevía a dar crédito a sus sospechas. Resultaba ridículo darles forma en la cabeza de cada cual.
La suave brisa nocturna de principios de mayo trasladaba en volandas las dulces fragancias que desprendían el dondiego de noche, los jazmines y los alhelíes en flor, y camuflaba las frívolas e interesadas conversaciones de los visitantes.
Ana deambulaba por los jardines como alma en pena, esquivando los diferentes corrillos de comadres deseosas de echarle el guante con la sola intención de arrancarle confesiones de índole privada. Y, seguramente, para mofarse con disimulo, y aun sin él, del perfecto prometido que se había buscado. La condesa de Rebolada se encontraba perfectamente a salvo de que otra candidata se interpusiera entre la pareja: ninguna mujer querría para sí misma a aquel viejo verde.
Ataviada con un vestido de raso brillante en tonos dorados, de amplio escote, mangas abullonadas, guantes del mismo tono a la altura del codo y amplia falda, la joven condesa se escabullía entre las sombras tratando de escapar de su fatalidad, escuchando de lejos conversaciones ajenas de gente que a todas luces parecía mucho más feliz que ella. Seguramente, en ese instante cualquier mortal bajo las estrellas fuera infinitamente más feliz que ella.
No lució ni una sonrisa, ni un solo gesto que denotara un mínimo de alegría. Tan solo un exterior alicaído y resignado, unos hombros hundidos y unos ojos que apenas se levantaban del suelo, no siendo para alzarse hasta el cielo y suplicar en silencio al recuerdo de su madre un poco de presencia de ánimo. Ni siquiera la música que llegaba al exterior procedente de la orquestina que entretenía a los invitados en el salón principal era capaz de tentarla.
¿Qué expectativas albergaba para esa noche? ¡Ninguna! Salvo hundirse inevitablemente en el cenagal sobre el que la habían obligado a caminar. Iba a prometerse a Monterrey. ¡Iban a prometerla a Monterrey! Y todo San Julián lo sabría, todo San Julián sería consciente de ello. Al día siguiente sería la comidilla de todos los corrillos de comadres del lugar. Eso… al día siguiente. Pero hoy la mirarían con ojos llenos de burla, incredulidad y compasión. Y no era de extrañar. Si fuera otra la que ocupara su lugar, ella sentiría lo mismo.
Todos hablarían del asunto. De ella. Del anciano. De los dos. ¡De los dos! ¡Qué doloroso y repugnante pensar en ambos como en un conjunto, cuando en realidad se sentía como una res emparejada a otra a la fuerza, bajo un mismo yugo!
Suspiró mientras bordeaba los setos perfectamente recortados para crear un pequeño muro vegetal. Al menos debía dar las gracias, aunque sonara patético debido al alcance de su infortunio, porque el padre de Alberto, empresario de prestigio sea quien fuere, y por extensión el propio Alberto, no hubieran sido invitados al doloroso evento. Sería el fin de todo su mundo y de sus ilusiones, y también la mayor de sus vergüenzas, si Alberto llegara a ser testigo de su tragedia personal.
Caminando con paso distraído, retrasó la mano para acariciar bajo el delicado tacto de sus guantes las diminutas hojas que formaban la superficie compacta de boj. Miró de nuevo al cielo y buscó en el terciopelo negro de la bóveda celestial una estrella, tal y como le había sugerido Alberto, aunque fuera una sola, para pedir su deseo: verse a salvo de sus circunstancias presentes.
Había conseguido evitar a Jenaro Monterrey desde que la fiesta diera inicio. Seguramente, porque el muy necio se habría quedado enganchado en la primera mesa del bufé, perfectamente entregado a las codornices rellenas y los cachelos asados, y allí permanecería hasta que su buche se sintiera plenamente satisfecho. Teniendo en cuenta la prominencia del mismo y su notable empuje horizontal, Ana dispondría de cierto margen para verse libre de su presencia.
Tampoco su padre había dado señales de vida. Se encontraría, quiso pensar, alternando con sus invitados predilectos, alardeando de la fastuosidad de los condes de Rebolada en tanto trataba de ocultar su innegable decadencia. ¿Sabrían aquellas gentes que el conde era un miserable ludópata endeudado hasta la médula, uno tan poco escrupuloso y tan desapegado como para usar a su propia hija como pagaré? Sí, seguramente lo supieran. Si los sirvientes estaban al tanto, era más que probable que a oídos de sus patrones hubiera llegado también el rumor. Y tal certeza la hizo morirse de vergüenza. Porque, entre otras razones, los asistentes a la velada serían conscientes del rol que jugaba ella en aquella transacción y de la poca valía que, por tanto, tenía su opinión.

Alberto la vio deslizarse entre las sombras del jardín. Ni siquiera sabía cómo había sido capaz de distinguirla entre todo el barullo de gente que saturaba los exteriores del Pazo. Tal vez fuera cosa del destino, o tal vez un sexto sentido le llevaba a sentir la presencia de Ana mucho antes de verla con sus propios ojos.
El caso es que la había visto de lejos… y estaba preciosa.
Alzando el cuello por encima de aquella marea humana en movimiento, se las ingenió para seguirla con la mirada, sin apartar los ojos de su figura ni el anhelo de sus pasos. Ana destacaba de forma espectacular entre aquellos corrillos de gruesas comadres que no hacían más que rumiar los entrantes con los carrillos llenos, hablar lanzando groseros perdigonazos y reírse a carcajadas, mostrando sus muelas cariadas y hasta la campanilla, sin importarles en absoluto si sus gorgoritos imitaban el barruntar de un elefante o la quejicosa risotada de una hiena. Elefantes y hienas ataviados de gasas, perlas y terciopelo, en todo caso.
Y en medio de aquel tumulto, como si tratara de algún modo de escapar de él, al igual que el salmón que nada contracorriente, Ana se deslizaba entre las sombras como se deslizaría un ángel que pisara nubes. Bella entre las flores, etérea bajo los arcos de glicinias, dulcemente envuelta por los aromas del dondiego y la madreselva. Adorablemente hermosa.
Se había colado en el Pazo como una sombra furtiva, algo que no resultó demasiado complicado entre el ir y venir de carruajes y el trasiego de lacayos, propios y ajenos, con la única esperanza de verla. Necesitaba verla y confesarle sus sentimientos de una vez por todas. Ya no podía ocultarlos por más tiempo. ¡La amaba, la deseaba y necesitaba saber si ella respondía a su corazón con idéntica reciprocidad!
Pero lo que no había esperado era encontrarla con ese aspecto desangelado, vagando por el jardín como un hada que hubiera perdido sus alas. Su rostro era una auténtica máscara de desolación. Taciturno, macilento, apagado. Ni una sonrisa, ni siquiera cuando se cruzaba con algún grupo y la cortesía la obligaba a mostrarse sociable, ni un brillo de vida en sus pupilas. ¿Por qué? Semejaba, a pesar de su belleza o quizás precisamente debido a ella, una rosa marchitándose poco a poco, sin que nadie a su alrededor se percatara de ello.
La vio doblar un recodo, desfilando con andares lánguidos bajo un arco de pasifloras, camuflándose bajo las hojas estrelladas y las exóticas flores, para refugiarse en un ángulo oscuro y apartado del jardín. Se las arregló para seguirla a cierta distancia ocultándose entre los arbustos, los jarrones de piedra vestidos de musgo y los ángeles de granito, mohosos y oscurecidos a causa de la humedad del clima. Tenía que guardar precauciones; no podía arriesgarse a ser descubierto y que le arrebataran la oportunidad de abrirle su corazón. Debía actuar como un furtivo. Y, en cierto modo, lo era. Como tal, se había colado en propiedad privada, vulnerando con sus actos sus propios principios y la ley, exponiéndose a ser detenido y a echar a perder su reputación por una imprudencia romántica. Pero no se arrepentía. Era lo que le había pedido su corazón, y en esos momentos, la cabeza nada tenía que opinar.
Allí donde estaban, apenas llegaba el vago rumor de las conversaciones, ni siquiera se percibía el armónico son de la orquestina interpretando sus piezas. Tan solo se escuchaba el sonido de los grillos tomando las pulsaciones a la noche con sus vibrantes cri cri, o el cadencioso rumor del viento entre el follaje, desplazando maravillosas oleadas de aroma por la apacible atmósfera nocturna.
Avanzó un par de pasos hasta que la estrecha espalda de la joven, bajo el raso brillante de su vestido dorado y el ornamento de un enorme lazo de terciopelo verde que caía en cascada sobre la parte posterior de la falda, quedaron perfectamente al alcance de su mano. Era ahora o nunca. Y tenía que ser ahora.

Ana permanecía con la mirada perdida al frente, sin ver nada en realidad. Ante ella, una vasta e intrincada rosaleda se extendía en todo su esplendor alternando especies y colores. Un intenso y delicioso popurrí de fragancias se desplazaba por la atmósfera en lento impulso invisible, convirtiendo aquel rinconcito en el más bucólico y apacible de todo el jardín. También en su particular Monte de los Olivos.
Apenas fue consciente del ligero movimiento que percibió por el rabillo del ojo hasta que una sombra sinuosa se situó a su lado. No le hizo falta volver el rostro para descubrir su identidad. Su corazón, aleteando vigoroso en su pecho, no podía equivocarse: aunque su presencia allí fuera inesperada, sabía que se trataba de la persona más querida, pero también de la última a la que deseaba ver ese día.
Inhaló en profundidad y trató de ignorar el intenso picor detrás de los párpados. No había llorado en toda la noche, y aquel sin duda era el peor momento para empezar a hacerlo.
—¿Por qué no me ha invitado? Hubiera deseado que me pidiera que viniera —Alberto permanecía impasible mirando al frente, tal y como hacía ella, con las manos recogidas a su espalda y un tono de ligero reproche en su voz —. ¿Acaso no deseaba verme tanto como yo a usted?
De algún modo, ella supo que había llegado el momento crucial. El momento de volver boca arriba las cartas que permanecían sobre la mesa. Aunque perdiera. Y estaba claro que iba a perder.
—¿Qué sentido hubiera tenido invitarle? —Su voz sonaba lejana, como si surgiera desde lo más profundo de un pozo—. No tiene razón de ser alargar ciertos asuntos, darles alas y alimentarlos con falsas esperanzas… cuando usted se irá en unos días y todo habrá terminado.
Alberto alzó una ceja y volvió raudo el rostro para mirarla fijamente. ¿Ese era el problema? ¿Su pronta partida?
Ella continuaba impasible mirando al frente, pero esta vez su barbilla temblaba ante la ardua tarea de contener el llanto. Sus pupilas brillaban a causa de las lágrimas no derramadas. Aquella implícita demostración de sentimientos dio alas y arrojo al corazón del hombre.
—¿Y si no me fuera?
Ahora fue ella la que volvió el rostro para mirarlo a los ojos, bajo un ceño profundamente fruncido. ¿Se estaba burlando de ella y de su pobre corazón? ¿Cómo podía ser tan cruel como para jugar de ese modo con sus esperanzas?
—¿Y si no me fuera? —repitió—. ¿Y si me quedara?
Al punto, Alberto atrapó la mano de la muchacha bajo la suya y tiró de ella para ocultarse ambos bajo la sombra de un intrincado arco entretejido de rosales. En esos momentos, bajo un pecho varonil y curtido, su corazón golpeaba como un ejército de tambores en plena avanzadilla, y casi se sintió ridículo. Era un hombre hecho y derecho y, sin embargo, en aquel preciso instante temblaba como un mozalbete.
—Ana, no soy un hombre rico, no tengo dinero, título ni propiedades; tampoco grandes relaciones sociales y mucho menos un lugar como este para ofrecérselo a usted… —Empezó a hablar con prisa, casi con desesperación, como si temiera que, por algún infortunio del destino, aquel instante, y su consiguiente oportunidad de confesar sus sentimientos, fuera a desvanecerse de un momento a otro como arena entre los dedos—. Solo soy un pobre letrado que vive de su trabajo en un modesto apartamento alquilado de la capital. No vivo mal, pero tampoco puedo permitirme grandes lujos.
Sujetó con firmeza la mano de Ana entre las suyas, fijándose con excesiva porfía en las costuras del guante y en las arruguitas que formaba la tela entre los dedos. Solo precisaba insuflarse ánimos antes de continuar, ordenar sus pensamientos, ahora atropellados, y dejar que fuera su corazón el que se expresara a través de los labios. Elevó las oscuras pupilas para fijarlas en aquellos dos jades temblorosos.
—Nada soy y poco tengo. En realidad, no puedo responder por nada más que lo que guardo dentro de mí, lo único de lo que soy consciente y plenamente responsable: mis sentimientos.
Ana, con la espalda ligeramente apoyada contra el arco, escuchaba sin parpadear las palabras de Alberto, sin poder evitar que una sonrisa temblorosa curvara sus labios. Él le soltó la mano para reposar las suyas con suavidad sobre su talle en posesiva caricia, y continuó, agitado y nervioso:
—¡La amo, Ana! ¡Nada existe para mí más que usted: su presencia, su recuerdo, su fragancia, su voz…! Desde el mismo instante en que la conocí, todo lo demás ha dejado de tener importancia, ¡incluso yo mismo! ¡Tan solo usted, usted y siempre usted!
Unas pisadas cercanas sobre el sendero de grava les pusieron en alerta y Alberto, sujetándola aún por el talle, la desplazó hasta un ángulo más oculto de la rosaleda. Las pisadas, sumadas a unas risitas juveniles, pasaron de largo, y sus respiraciones, que hasta el momento habían permanecido en suspenso, se normalizaron.
—¡Ana, mi dicha o mi desgracia están en su mano! —continuó él, profundamente agitado. Levantó una mano deseando tocarla, su rostro, su pelo… pero temblaba tanto y era tal el respeto y la adoración que ella le inspiraba, que no pudo más que descenderla de nuevo al fino talle—. Aliénteme con sus palabras o fréneme en seco. ¡O si no, ni siquiera hace falta que hable, si es el recato el que la vence! Soy muy poco caballeroso al solicitarle que sus palabras me concedan dicha, cuando de sus labios no podría salir jamás nada que perturbe el decoro y la cautela. No hable, no hace falta, solo míreme y que sean sus ojos los que dicten sentencia.
El silencio se hizo más denso y las fragancias que los envolvían, más intensas. Por toda respuesta, Ana se inclinó hacia delante, temblando; sus ojos se encontraron y en verdad no hizo falta más que la intensidad de los sentimientos de ambos para que los labios se rozaran hasta dar lugar a un beso. Un beso suave, dulce y sensual que actuó como fiel reflejo de todas las emociones que flotaban en el aire y permanecían a flor de piel. Un beso a través del cual las almas se entrelazaron y las pasiones, junto con los labios, se fundieron.
Alberto bebió de su aliento con avidez, enmarcando el rostro de Ana con sus manos trémulas mientras le acariciaba los labios con los suyos y jugueteaba con su nariz.
Cuando sus ojos y sus labios se separaron, con la lentitud propia del alma que actúa en contra de su voluntad, Alberto descubrió una lágrima descendiendo en soledad por la mejilla sonrosada de Ana. De manera involuntaria, ella volvió el rostro para ocultarla, pero él la sujetó por la barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos.
—¿Qué sucede?
Ella jadeó y forzó una sonrisa, pero nuevas lágrimas siguieron a la primera. Tenía que confesarle que le había mentido, que no era una simple doncella de compañía ni la hija de un ama de cría. No podía seguir adelante con aquel embuste. Tenía que confesar que era algo completamente distinto de lo que él creía, que su destino y su futuro estaban condenados sin remedio, pero no tenía fuerzas para hacerlo. No ahora, después del beso. No ahora, que bebía de su aliento y respiraba tan de cerca su masculino aroma a cuero y esencias. No ahora, cuando él había abierto su corazón y ella lo había encontrado tan acogedor.
—Nada.
—¿Llora por nada? —acarició con los pulgares las humedecidas mejillas.
—Es que jamás imaginé que mi primer beso fuera a ser un beso de despedida…
Él la miró con ceño, sin entender nada.
—¿Cómo de despedida?
Ana alzó la mirada y sus pupilas vidriadas por el llanto se fijaron en las suyas. Abrió y cerró la boca un par de veces sin llegar a emitir sonido alguno antes de que las palabras abandonaran por fin los labios.
—Lo será, en cuanto confiese todo lo que tengo que decirle.
Alberto meneó la cabeza en un gesto que reflejaba su ignorancia.
—¿Qué podría ser tan grave como para forzar una despedida entre nosotros? —Y sonrió, dando a entender que ningún asunto lograría separarlos jamás.
—Muchas cosas pueden interponerse, me temo —sollozó—. Alberto, necesito decirle la verdad…
—No hay mayor verdad que la fuerza de mis sentimientos en este instante —cortó él.
Ella inclinó la mirada y meneó la cabeza en negación, mientras las lágrimas seguían recorriendo su rostro. Alberto le arrebató ambas manos para asirlas con firmeza y besar uno a uno los nudillos recubiertos de tela. De pronto, se paró y la miró fijamente. Una chispa de intuición acababa de prender en su cabeza.
—La he interrumpido cuando quería confesarme algo. ¿Acaso es incapaz de corresponder y recibir los sentimientos que le ofrezco con absoluta sinceridad? ¿Es esa su verdad? —Cuadró los hombros al barajar dicha posibilidad—. Si es así, necesito saberlo, aunque me rompa el corazón y me desgarre el alma. Hable, Ana. ¿Acaso sus ojos y sus labios me han mentido hace un rato?
Ana jadeó, desesperada.
—¡Es usted mi vida entera! —confesó entre sollozos, y liberó una mano para acariciar con dolorosa ternura la mejilla, perfectamente rasurada, de aquel hombre que tanto amaba—. El aire que respiro y la luz en la que vuelco todas mis esperanzas… —retiró la mano e inclinó la mirada—, pero me temo que yo no soy lo que espera. No soy lo que cree ver en mí.
—Deje que eso lo decida yo, ¿quiere?
Ana negó con la cabeza y las lágrimas siguieron descendiendo en desbandada por sus mejillas. Justo en ese instante, en el momento de mayor intensidad e intimidad entre los dos, se escuchó un repique extraño en las cercanías, parecido al que provoca el golpeteo rítmico de un cubierto al chocarse contra el cristal de una copa. Y seguramente se tratara de eso. También en ese instante se escuchó la voz firme del conde, reclamando lo que era suyo con absoluta rotundidad y un ligero timbre de ebriedad en su voz.
—¡Ana, Ana de Altamira y Covas, sal de tu escondite y acude a deleitarnos con tu presencia, chiquilla desconsiderada! ¡Tu padre y tu futuro prometido te reclaman a su lado! ¡Tus invitados te esperan!
Alberto no fue consciente de cómo el corazón de Ana daba un vuelco, ni de cómo la sencilla tarea de tragar saliva se volvía imposible para ella. Él continuó mirándola embelesado, como si aquel reclamo no fuera con ellos. Al fin y al cabo, ¿qué podía importarle a él nada referente a los señores del Pazo, ni siquiera la joven condesa, cuando su corazón ardía de pasión por Ana Guzmán? ¿Qué más daba que ese futuro prometido que mencionaba el conde fuera su propio padre, o que muy en el fondo sintiera una punzante curiosidad por ponerle cara a aquella incauta con la que iba a desposarse? Su futura madrastra…
Lo único que le importaba estaba allí, ante él, con los labios entreabiertos y el aliento agitado, con los ojos brillantes y empañados a causa de la emoción y el rostro bañado en lágrimas. Lágrimas de felicidad, supuso.
Lo único que le importaba estaba allí… y un instante después se deslizó de su lado, sin apartar sus ojos de los suyos, para abandonar el idílico remanso en el que habían abierto el uno al otro sus corazones.
La miró confuso, como si acabaran de propinarle una patada en el estómago, como si le hubieran arrancado la mitad de su alma y ahora le dejaran desangrándose y roto, con el pecho abierto, el costillar al aire y el corazón completamente expuesto.
Frunció el ceño y separó los labios para tratar de formular una pregunta. En vano, pues su incomprensión era tanta que parecía haber olvidado el habitual y necesario uso de la palabra. Ni siquiera en su cabeza fue capaz de componer una frase con sentido.
Los labios de ella solo pronunciaron dos sencillas palabras apenas susurradas:
—Lo siento… —Y el profuso descenso de las lágrimas silenció cualquier nuevo intento de justificación verbal.
Alargó una mano para tratar de retenerla, pero sus dedos tan solo alcanzaron a rozar la lazada verde que caía por su espalda. La vio alejarse de la rosaleda muy despacio y sin mirar atrás, caminando entre las sombras como el ángel o la ninfa o el hada que siempre había creído que era. Su cabeza se llenó con mil interrogantes.
¿Qué sucede? ¿Por qué se va? ¿Qué es lo que escapa a mi entendimiento?
No sabía qué pensar, tal vez porque ya intuía la respuesta y no quería creerla. En el aire, había sonado rotundo el eco de un nombre: «Ana de Altamira y Covas», y ella se había soltado de su mano, desvaneciéndose de pronto, como tanto había temido que fuera a suceder.
Apretó su dentadura tan fuerte que temió por un segundo que la mandíbula se le desencajara. Las lágrimas acudieron a empañar sus ojos, unas lágrimas desconocidas que no había sentido brotar desde hacía muchos años, azuzadas esta vez por un dolor para el que no estaba preparado.
Cuando, segundos después, asomó su contraído rostro entre los arbustos para contemplar la repentina concentración de gente en el atrio, y distinguió bajo el arco porticado aquel trío, sus ojos, ahora más negros e insondables a causa del tremendo dolor, se vidriaron por completo.
Un caballero enjuto, de mejillas descarnadas y bigote quijotesco, que identificó como el conde de Rebolada, depositaba la mano de Ana, ¡de su Ana!, sobre el brazo de aquel anciano en un claro signo de ofrecimiento.
Vio cómo Jenaro Monterrey se llevaba a los labios el dorso de aquella mano enguantada que minutos antes él había besado, para besarla ahora con hiriente lujuria, y cómo ella torcía el rostro en sentido contrario, escondiendo al resto del mundo su expresión. ¿Así de fácil le resultaba ocultar sus emociones?
—¡Oh, vamos… vamos! —rugió entre dientes—. Cielo santo, ¿de verdad se trata de esto? ¿De verdad?
En un momento dado, los ojos de Ana se deslizaron sobre la multitud de cabezas, rodetes y tocados, y sus miradas se encontraron en medio del bullicio y de la dicha de otros. Se miraron en silencio, ¿cuánto tiempo? ¿Unos segundos? ¿Un tortuoso minuto, tal vez? La negrura que asoló sus almas fue tan densa e inescrutable; la fuerza de sus sentimientos, tan violenta; el dolor que los traspasó, tan lacerante, y la certeza que traía la realidad, tan devastadora, que ambos apartaron los ojos al punto, a riesgo de acabar por destruirse o romperse en mil pedacitos por dentro. Fue tan solo una fracción de segundo, lo que dura un parpadeo tal vez. Cuando Ana volvió la vista a las sombras, al punto distante más allá de los rostros desconocidos que la miraban expectantes, necesitada de un último consuelo visual, el rostro de Alberto ya había desaparecido.
Y fue en aquel preciso instante cuando supo que acababa de rompérsele el corazón y que nada más importaba. Que había jugado y que, al igual que su padre, había sido una mala jugadora, había apostado todo y lo había perdido. Y lo peor de todo: al hacerlo, había lastimado a quien más le importaba.
También fue ese el preciso instante en el que a Alberto le quedó claro que el destino se había burlado descaradamente de él. Y junto con el destino, también aquella chiquilla y toda la cohorte de titiriteros que la rodeaban.
Dio media vuelta antes de seguir obligándose a presenciar aquella blasfemia, para abandonar el Pazo a grandes zancadas. Por el camino, tropezó con un lacayo que portaba una bandeja repleta de copas; todo el contenido acabó estrellándose en el suelo de piedra y convirtiéndose en mil millones de fragmentos de cristal. Ni siquiera se detuvo para disculparse o tratar de enmendar las consecuencias de su precipitación, si no que se deshizo del infeliz incordio con feroces aspavientos y blasfemias. Nada importaba ya. Las lágrimas descendían ahora por sus mejillas y tampoco le importaba. ¡Era un hombre, sí! ¿Y qué? ¿Acaso ese hombre no acababa de recibir la mayor decepción de su vida? ¿Acaso no le habían apuñalado el corazón? ¿Acaso no le habían abierto los ojos, a la fuerza, a una horrible realidad?
Acababa de abrir su corazón, lo había ofrecido con sinceridad, y se lo habían tomado directamente del pecho tan solo para arrojarlo bruscamente al suelo y pisotearlo después delante de sus narices. ¿Ni siquiera en tales circunstancias le estaba permitido llorar? ¡Y que el universo se diera por satisfecho si esa era, por el momento, la única forma de desahogo escogida, porque bien podría decantarse por otras más perniciosas! ¡Ansias homicidas no le faltaban!
Una vez traspasados los muros del Pazo, se detuvo un instante, ocultándose entre los claroscuros del camino, jadeante y ofuscado como una bestia ensartada por el enemigo en lo más profundo de su alma. Allí, lejos de los sonidos dolorosamente alegres que brotaban del Pazo, de las risas, los aplausos, los insultantes vítores y la música de la orquestina, liberó su dolor rugiendo como un animal herido, gritando al cielo mil y un improperios, mil y un reproches, mientras descargaba su rabia contra los impasibles troncos de los pinos y permitía que el dolor físico tomara ventaja al dolor del alma. Ya nunca más volvería a ser consciente de su alma…, o tal vez sí: solo que ahora sería negra como la boca del Averno. El corazón, por más señas, lo había perdido en el camino, en aquella olorosa rosaleda del jardín.