Argumento:
¿Cómo podía el soltero empedernido llamado Ramsey Walker concentrarse en su trabajo cuando vivía al lado de una belleza como Alexis Carlisle?
Cuanto más conocía Ramsey a la aristocrática Alexis, más impulsado se sentía a perseguirla y a hacerla suya.
Dado que la dama sentía debilidad por la cultura, él le enseñó el tipo de cultura que sólo puede enseñar un hombre de verdad. No obstante, cuando ella siguió guardando la distancia, Ramsey recurrió al arte… al arte de la Elizabeth Bevarly – Un acompañante especial
seducción. Pero los irresistibles labios de Alexis, sus tentadoras caricias y su apasionada forma de amar acabaron cazando al cazador.
Capítulo Uno
Rex Malone se encontraba en un aprieto realmente serio. Aquella rubia preciosa no era, al parecer, Carmen, la amante de Largo. Para colmo de males, el silencioso hombre que había recogido en la autopista el día anterior había resultado ser ni más ni menos que Nathan Dobson, un poli con más condecoraciones que un árbol de Navidad. Malone oyó el chasquido del encendedor a su espalda, giró la cabeza y se encontró inmerso en los ojos azules más hermosos que había visto jamás. Sí, estaba en un apuro. Penélope, la esposa de Largo, permaneció con aire confiado delante de él, apuntándole con una pistola Beretta de aspecto mortífero.
—Rex no es el único que tiene problemas —murmuró Ramsey Walker mirando fijamente el folio blanco que sobresalía de su vieja máquina de escribir—. Esto es lo peor que he escrito jamás…
Sacó el folio de un tirón, lo arrugó y lo lanzó contra el retrato de Raymond Chandler que había colgado encima del escritorio.
—Tú jamás te habrías conformado con algo tan mediocre, ¿verdad, grandullón?
—preguntó con afecto a la fotografía.
Suspiró y se pasó los dedos por el largo cabello moreno. Luego se llevó a los labios un vaso con la efigie de Pedro Picapiedra. El tibio whisky lo serenó un poco.
Agarró otro folio del enorme montón que había colocado junto a la máquina de escribir, con la intención de seguir desarrollando la nueva escena que había ideado para su héroe, Rex Malone. El valiente detective privado había conseguido herir en el brazo a la guapísima rubia, y… De repente, Ramsey oyó un ruido de tacones altos en el piso de arriba.
Se detuvo, sonriendo sin poder evitarlo. Alexis había llegado a casa. Sola. Claro que eso no le extrañó, pues Alexis Carlisle siempre estaba sola. Había cruzado pocas palabras con su vecina de arriba, dejando aparte los saludos de rigor que intercambiaban en la escalera o en la lavandería del sótano, y ni siquiera dichos encuentros se producían a menudo, pues él trabajaba en casa y ella en el centro de Filadelfia. Pero hasta un muerto se fijaría en Alexis. Era una de esas mujeres que atraían a los hombres y les alteraban la libido de forma salvaje. Ramsey sonrió y se reclinó en la silla, dejando que su mente recorriese senderos sublimes.
Se dijo que Alexis Carlisle era un auténtico bombón. Cuando los dioses la hicieron, los ángeles debieron de llorar de envidia. Medía por lo menos un metro setenta y cinco, porque con tacones casi tenía la misma altura que él. Lucía uno de esos cabellos castaños que desprendían destellos de fuego cuando les daba la luz del sol, aunque Ramsey ignoraba si lo tenía muy largo, pues siempre lo llevaba recogido en un moño de solterona. Y qué ojos los de Alexis. Eran un mar infinito de fascinación, más negros y estimulantes que el más delicioso café expreso. Lo único que le había quitado a Ramsey más sueño que los ojos de Alexis eran sus piernas.
Largas, esbeltas, perfectamente formadas… Un hombre podía volverse loco pensando en esas piernas.
Recordó cierta noche que bajó al sótano a lavar la ropa. La secadora estaba ocupada con ropa de algún otro vecino. Después de esperar quince largos minutos sin que el susodicho vecino apareciera, Ramsey decidió vaciar la secadora por su cuenta, y encontró en ella las prendas de lencería más exquisitas que había visto en su vida. Seda, encajes, braguitas de colores suaves…
Tan fascinado se hallaba contemplando las prendas, que no se dio cuenta de que Alexis había entrado en la habitación y lo miraba como si le estuviera robando o algo parecido. Le dirigió un saludo, y Ramsey, sin poder reprimir una mueca lasciva, mostró un liguero con lacitos rosa y le dijo:
—Si alguna vez necesita que le echen una mano con esto…
Alexis se puso roja como un tomate y alzó la barbilla con aire recatado. Al día siguiente, Ramsey bajó a recoger un par de calzoncillos y descubrió unas medias que seguramente debieron de quedarse en la secadora. No quiso poner a Alexis en un nuevo apuro devolviéndole las medias, de modo que se las llevó a su casa.
Aparte de su buen gusto a la hora de comprar ropa interior, Ramsey sabía bastantes cosas de Alexis. Trabajaba en un organismo denominado Comité de Arte de Filadelfia. Había visto su nombre en un artículo del Inquirer, donde figuraba como portavoz del grupo. Ramsey ya había sospechado que se dedicaba a ese tipo de actividades por las revistas, nacionales y extranjeras, a las que Alexis estaba suscrita.
Solía verlas en su buzón.
Tomando un nuevo sorbo de whisky, Ramsey escuchó atentamente los movimientos de Alexis en el piso de arriba. No tardaría en poner uno de esos horribles discos de ópera que solía escuchar cuando estaba en casa. Efectivamente, al cabo de un par de minutos se oyeron los delicados acordes de una orquesta, seguidos por la voz grave de un tenor que cantaba en italiano.
—Seguro que es una canción de amor —murmuró Ramsey con cierto desagrado al tiempo que apuraba el whisky. Alexis Carlisle tenía pinta de ser una de esas mujeres que se desmayaban oyendo baladas románticas. La típica reacción femenina.
Ramsey se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación. ¿Qué haría con Rex? Nunca le había costado tanto escribir una historia. Su tercera y más reciente novela, Sangre en la ventana, había alcanzado el quinto lugar en la lista de bestsellers del New York Times. Disponía de un plazo de cuatro meses escasos para entregar el nuevo libro, y apenas había comenzado a esbozar la trama.
—Hay que estar loco para dedicarse a la literatura —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.
El tenor italiano que vociferaba en el piso de arriba elevó el tono y Ramsey frunció el ceño, molesto. ¿Cómo iba a trabajar en una novela policíaca con semejante ruido? Debería subir y decirle a la guapísima Alexis que bajara el volumen o llamaría a la policía. Se rió por lo bajo, reconociendo que aquello no era sino una excusa falsa.
Como de costumbre, se había puesto a fantasear sobre la posibilidad de plantarse en el piso de su vecina sin avisar. Seguramente ella abriría la puerta ligerita de ropa o recién salida de la ducha, con el cabello aún empapado. A fin de cuentas, Ramsey Walker era un hombre como los demás y necesitaba una mujer de vez en cuando.
Respiró hondo, procurando recuperar el dominio de sí mismo. De pronto, tuvo una idea. Una idea realmente fabulosa. La mejor que había tenido en varias semanas.
Se sentó de nuevo ante la máquina y se puso a escribir con verdadero ímpetu. Rex Malone estaba a punto de ser salvado. Por una guapísima bailarina de cabello castaño, dotada de unas piernas preciosas y unos ojos negros como el café solo.
Sentada en la sala de estar, Alexis Carlisle pasó distraídamente la yema del dedo por el dibujo del pañito de la mesa. Tomó un sorbo de vino y arrugó la frente, nerviosa. Había tenido un día espantoso. La donación que había solicitado a Grayco Corporation había fallado en el último momento al ser denunciada la empresa por un grupo ecologista. Naturalmente, sentía un gran respeto hacia los Defensores de un Mundo Limpio; al fin y al cabo, ella también vivía en el planeta, pero, ¿no podían haber esperado un par de días para denunciar a Grayco? La compañía estaba a punto de firmar un cheque de cien mil dólares que hubiera posibilitado la creación de un fondo de becas para los artistas de la ciudad. Dicha donación hubiera constituido un ejemplo para otras empresas importantes y habría facilitado en gran medida el trabajo de Alexis.
Dejó escapar un suspiro. Dos meses de esfuerzo para nada. Tendría que empezar de nuevo y buscarse otro patrocinador.
Alexis fue quitándose uno a uno las horquillas del moño hasta que el cabello le cayó suelto sobre los hombros. Se quitó el alfiler de la blusa color marfil y se desabrochó hasta la mitad del pecho. Luego, con los ojos cerrados, dejó que la música del Turandot de Puccini la envolviese. Cuando el tenor llegaba a su parte favorita del aria, empezó a oírse el molesto tecleo de la máquina de escribir del vecino de abajo.
Alexis abrió los ojos de golpe y apretó la copa que tenía en la mano con tanta fuerza que temió romperla. Ramsey Walker estaba otra vez liado. Siempre se ponía a trabajar con especial ahínco en los momentos más inoportunos. Algunas noches permanecía levantado hasta las tres o las cuatro de la madrugada, al parecer sin preocuparle el hecho de importunar a los vecinos. Naturalmente, ningún inquilino, aparte de ella, se quejaba de Ramsey Walker. Era un novelista de éxito, un «hombre de extraordinario talento», según los artículos y reseñas que Alexis había leído sobre su última novela. Un genio de la palabra.
Pues vaya un genio. Tras enterarse, por medio de la señora Fife, la vecina de enfrente, de que un escritor vivía en el piso de abajo, Alexis se apresuró a comprar todas las novelas de Ramsey Walker. Le habían chocado un poco los títulos, que contenían términos como «bala», «cadáver» y «sangre», pero sólo después de obligarse a leer su última obra, Alexis había visto confirmadas sus dudas acerca del talento de Walker.
Novelas policíacas. Escribía novelas policíacas. Para una mujer que había echado los primeros dientes leyendo a Jane Austen y luego había crecido devorando obras de Dante, Shakespeare, Eliot y Thoreau, autores de verdadero talento, calificar la obra de Walker de «genial» era una auténtica aberración. Por lo que a Alexis respectaba, sus personajes eran arquetipos exagerados, sus argumentos eran totalmente predecibles, y las pocas mujeres que no morían en sus historias eran patéticas y estúpidas. Seguramente un hombre como Ramsey Walker consideraba ideal dicho modelo de mujer, pero para Alexis sus novelas no eran más que panfletos machistas.
Y a juzgar por el ruido que provenía del piso de abajo, Walker estaba perpetrando un nuevo crimen literario. Sin duda, los demás vecinos se sentirían entusiasmados al ser testigos de semejante acto, pero a Alexis le parecía intolerable tanto insulto contra el sexo femenino. ¿Cómo diablos se habría convertido aquel hombre en un novelista de éxito? ¿Acaso era ella la única persona del mundo que se daba cuenta de lo malo que era? Incluso la señora Fife, que participó activamente en el movimiento a favor del sufragio femenino, opinaba que Ramsey Walker era un autor excelente. Alexis no lograba entender tal paradoja.
Y eso que Walker no le desagradaba como persona. Muy al contrario, lo consideraba un hombre interesante. A fin de cuentas, era escritor, aunque su obra dejase mucho que desear, y Alexis opinaba que cualquiera que se dedicase a una labor creativa merecía la admiración del prójimo. Las veces que se había cruzado con Walker había comprobado que se trataba de un hombre encantador y tremendamente guapo. Incluso se le podía calificar de sexy si a una le atraían los hombres de sus características: fuerte, de hombros anchos y aspecto agresivo. Poseía, además, una sonrisa que permitía a las mujeres saber, sin asomo de duda, que iban desvestidas a sus ojos.
Pero Alexis sabía muy bien que no le iban esa clase de hombres. Había comprobado, desde hacía mucho tiempo, que lo que su padre solía decir acerca de los artistas muertos de hambre era cierto, y que se encontraba mejor con tipos más seguros y predecibles: médicos, abogados, banqueros, etc. No obstante, desde que se mudó al edificio, hacía un año, Ramsey Walker le había rondado por la cabeza de forma constante e inevitable.
Se dijo que su obsesión por aquel hombre era consecuencia de su torpe labor con la máquina de escribir, cuyo estruendo la molestaba en los momentos más inoportunos. A eso había que añadir las ocasiones en que Walker dictaba textos a una grabadora con aquella voz tan potente que se oía incluso a través de los tabiques.
Sin embargo, había veces que Alexis no podía evitar prestar atención a su vecino. Algunas noches permanecía tumbada en la cama, despierta, escuchando la voz grave de Walker, que le llegaba desde la habitación que debía de ser su dormitorio. Casi siempre recreaba alguna parte de la novela de turno, poblada de matones y de escenas violentas que producían pesadillas a Alexis. En cierta ocasión narró lo que Alexis supuso que para él sería una escena de amor. En realidad, se trataba de un episodio casi pornográfico, pero ella sintió curiosidad por oír cómo Walker describía el acto sexual de un hombre y una mujer. No se había excitado, faltaría más, pero aquella noche tuvo sueños bastante intensos. Dejando aparte sus defectos, Ramsey Walker debía de ser, probablemente, un amante magnífico.
¿A qué venía semejante reflexión? Alexis intentó desterrar de su mente otros ruidos que de vez en cuando se oían en el dormitorio de su vecino escritor. Le resultó difícil, puesto que la máquina de escribir emitía un traqueteo cada vez más frenético.
De pronto, el teléfono sonó en el vestíbulo y ella sintió un verdadero alivio.
Se sentó en la silla con bordados que había junto a la mesa y atendió la llamada.
—¿Alexis? Soy yo, Margaret —dijo alguien al otro lado de la línea.
A pesar del tono urgente de la voz, Alexis esbozó una sonrisa. Margaret Warminster era hermana de Evan Warminster, su novio más reciente. La relación había empezado a ir bastante en serio durante los últimos meses, y Alexis no tenía la menor duda de que el tópico del matrimonio surgiría en cualquier momento. De lo cual se alegraba. Al menos, eso se repetía una y otra vez. Se sentía muy orgullosa de aquel noviazgo, porque lo había conseguido por sus propios méritos, sin que hubiera intervenido para nada la mano de su padre. Tal vez a su padre no le cayera muy bien Evan, pero Alexis trataba de convencerse de que era el hombre perfecto para ella.
Pertenecía a la Ivy League, era culto, sofisticado, elegante, adinerado… La lista de adjetivos podía prolongarse hasta el infinito.
Lo más importante, sin embargo, era que Evan carecía de cualquier inquietud artística. Aceptaría su proposición de matrimonio, naturalmente, pues sentía mucho aprecio por él. Podía ser que, con el tiempo, llegara incluso a amarlo.
—Hola, Margaret. ¿Cómo estás?
Se produjo una pausa, luego la voz de la otra mujer volvió a ocupar la línea.
Esta vez su preocupación resultó evidente.
—No muy bien, querida, no muy bien. Tengo que hablarte de Evan.
Alexis se tensó en la silla, pero trató de no perder la calma.
—¿Qué le ocurre?
—No quiero alarmarte, pero parece que ha desaparecido.
—¿Desaparecido? ¿Cómo que ha desaparecido?
Era lo más ridículo que Alexis había oído en la vida. Evan era un banquero de ideas conservadoras, sensato, capaz y muy respetado en el seno de la comunidad. La gente como él no «desaparecía», sin mas.
—Bueno, tal vez no sea la palabra exacta —se apresuró a aclarar Margaret—.
Sabemos dónde está. Pero no conseguimos hacerlo volver.
—Margaret, ¿de qué demonios estás hablando?
Margaret dejó escapar un largo suspiro antes de responder.
—Quiere que te diga que lamenta que las cosas hayan sucedido así, pero que no soportaba seguir viviendo como hasta ahora.
Alexis notó como si un puño le estrujara el corazón. ¿Cómo podía sucederle otra vez algo semejante? Evan no era ningún artista trasnochador; se suponía que era el partido perfecto. Lo había encontrado por sí misma, sin tener que recurrir a los arreglos y las manipulaciones de su padre. No era posible que la hubiese dejado igual que los otros. No era posible.
—Margaret —dijo Alexis después de respirar hondo—, será mejor que comiences desde el principio.