29

Aquella mañana muy temprano, Miranda se despidió del pequeño Alberto. Hacía ya una semana que había nacido, lo dejó a cargo de su abuela y Paloma los dos días que pensaba estar fuera, ya que no deseaba pasar más tiempo alejada de su bebé.

A las ocho de la mañana, cogió un avión rumbo al aeropuerto de Sevilla, y una vez allí, alquiló un coche y condujo durante casi hora y media hasta llegar al lugar donde se encontraba su marido; Punta Umbría, un lugar tranquilo que cuando más gente había era en verano, por las preciosas playas. Era un sitio pequeño y muy bonito, según le dijo Román. Miranda nunca había estado allí, no conocía el pueblo, la provincia ni sus playas. Por ahora, solo necesitaba encontrar a Fernando y aclararle todo, en otra ocasión se dedicaría a hacer turismo.

Por fin llegó el momento, pensó Miranda al bajarse del coche, estaba en la puerta de la casa que indicaba el GPS que era la dirección exacta donde encontraría a Fernando.

Era un día soleado y muy bueno, a pesar de ser mediados del mes de enero. Había poca gente por el lugar aunque era fin de semana. El chalet que tenía justo delante, estaba cerrado casi a cal y canto, se fijó que no había coches dentro ni fuera de este.

Decidida a cumplir el objetivo que la llevó hasta allí, Miranda llamó al timbre de la puerta que estaba en la calle, pero nadie contestó, insistió. Le resultó muy raro, era sábado. La familia de Fernando debería estar allí, continuó llamando con insistencia, pero nadie contestaba. Se negaba a pensar que hizo todo ese largo viaje para nada.

Una Miranda desesperada trató de buscar una alternativa, no había hecho tantos kilómetros para nada. Se acercó a un hombre que paseaba por allí con un perro, en los pueblos todo el mundo se conocía, y le preguntó por la familia de Fernando.

El hombre le informó que era el vecino del chalet de enfrente al de Ana, aquella mañana la vio salir junto con su hijo y su marido, le dijo que no sabía dónde se fueron, pero seguro que iba a ser para unos días ya que los vio cargar unas maletas en el coche.

Al escuchar aquello, Miranda creyó que se mareaba, no podía ser. Fernando no estaba allí.

—¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó el hombre al ver su cara de decepción.

Miranda asintió apoyándose contra el coche con los ojos cerrados y un nudo en la garganta.

—¿Es usted amiga de la familia, ocurre algo? —se interesó el buen hombre.

—No ocurre nada, solo que he hecho un viaje muy largo y no pensaba encontrarme con la casa vacía. Soy amiga de Fernando, el hijo mayor de Ana —le explicó.

—Ah, pues ese muchacho no iba esta mañana con sus padres y su hermano. A él no lo he visto montarse en el coche.

A Miranda se le iluminó la cara ante aquella noticia, quizás Fernando no se hubiese ido.

—¿Sabe dónde puedo encontrarlo? —le preguntó casi desesperada.

—Ese muchacho es muy raro, nunca habla con nadie, desde que llegó siempre está en la playa. Lo suelo ver cuando paseo a mi perro —le dijo el hombre con aire distraído.

El amable hombre le indicó a Miranda como acceder hasta la playa por un camino público más allá del chalet y se despidió de ella deseándole un buen día. Miranda le agradeció la información y se dirigió con paso firme y decisión hacia el lugar indicado.

Miranda nunca antes había pisado la Costa de la Luz, cuando sus ojos se encontraron con una inmensa playa de arena blanca y el calmado mar de fondo que tenía justo delante, le pareció una estampa maravillosa, se recreó en el bello paisaje y admiró aquel lugar.

Hacía un día muy luminoso y la temperatura era perfecta a pesar de ser mediados de enero, había más gente de la que esperó paseando y haciendo ejercicio por la playa.

Ella continuó por el camino indicado, uno hecho de tablas de madera hasta la mitad de la playa. Una vez allí, se quedó parada y sus ojos trataron de buscar a Fernando entre la gente que paseaba ante su visión, hacía un sol casi cegador, se colocó la mano a modo de visera y miró a ambos lados de la playa.

Al no divisarlo, continuó caminando un poco más hacia delante, hasta el final del camino, luego lo hizo por la arena hasta acercarse a la orilla, la marea estaba baja, por lo que la playa era más grande, desvió un poco la vista hacia la derecha, y justo allí divisó a un hombre solo, estaba sentado en la arena seca, con la vista perdida en el horizonte. No llevaba gafas de sol, ni chaquetón, solo llevaba puesto un chándal color oscuro.

Al reconocerlo, Miranda sintió un leve escalofrío por todo el cuerpo, se ciñó el abrigo negro que llevaba, se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolso. Continuó caminando de forma decidida hacia él, este no se percató de que alguien se acercaba, estaba demasiado sumido en sus pensamientos. Miranda estaba cerca, lo reconoció al instante, era Fernando, su corazón le latía a mil por hora conforme la distancia que los separaba se hacía más reducida. Estaba nerviosa ya que no sabía con lo que se iba a encontrar, pero lo más importante era que él estaba allí, lo había encontrado.

Sintió un gran nudo en la garganta que la ahogaba, Fernando parecía sumido en otro mundo, no era consciente de lo que sucedía a su alrededor.

Con pasos sigilosos, Miranda se situó a su espalda, lo observó durante unos minutos en silencio y luego se sentó, allí en la arena, junto a él, a su derecha. Ella no dijo nada, solo lo miró de medio lado con ojos cargados de reproches y decepción, junto con un agujero en el pecho.

Al sentir la presencia de ella, Fernando se volvió hacia Miranda y sus miradas se encontraron. No mostró sorpresa alguna al verla allí, ni hizo por levantarse y marcharse, solo guardó silencio mientras se limitó a observar el rostro de su mujer. Trataba de buscar respuestas a todo el caos que hacía una semana bullía en su cabeza.

Con los ojos clavados en los de él, Miranda pudo comprobar de primera mano que estaba completamente destrozado. Continuó mirándolo detenidamente, pudo ver unos ojos llenos de tristeza y un rostro desmejorado por el sufrimiento. Se le hizo un nudo aún más gordo en la garganta al verlo allí así, con aquella indiferencia que le mostraba, ya que en ningún momento se interesó por su presencia. Él esperaba que ella tomase la palabra, conocía el temperamento de Miranda, y si estaba allí no era para estar en silencio.

Cargados de emoción, los ojos de Miranda se convirtieron en vidriosos. No quería llorar, ahora no. Tomó una bocanada de aire, ese aire fresco y con olor a sal que reinaba en la playa, se armó de valor, y con la voz un poco tomada por la emoción, se dispuso a decirle todo lo que durante las horas se dijo que le diría.

—Eres el gran amor de mi vida, he venido hasta aquí e iría hasta el fin del mundo por ti. Sé que no hice las cosas bien, debí contarte lo de mi embarazo. Lo siento.

Con pasmosa tranquilidad, Fernando desvió la mirada de sus ojos y la centró en el mar. No le interesaba lo que Miranda le decía.

A Miranda le dolió muchísimo su indiferencia, y fue ahí cuando la rabia se apoderó de ella por completo.

—Entiendo que te sientas dolido conmigo por ocultarte algo así. Pero lo que no entiendo —subió el tono de voz a medida que hablaba— es cómo pudiste llegar a pensar, ni por un solo instante, que tú no eras el padre de mi hijo. Te fuiste después de traerlo al mundo, nos dejaste solos —le reprochó con dureza—. A mí y a tu hijo. Sí, tu hijo. Porque es tuyo, al parecer hace falta que te lo deje bien claro. Y si dudas, puedes realizarte unas pruebas de ADN cuando desees.

Después de escucharla, Fernando la miró con los ojos desencajados. Estos estaban llenos de pánico y horror. No hizo ni dijo nada, no podía reaccionar ante aquello que ella le descubría. Se quedó paralizado, una tremenda culpa lo embargó sintiéndose la peor persona del mundo.

Tras unos minutos de silencio en los que Fernando se limitó a taparse la cara con las manos, Miranda ya no pudo aguantar más su indiferencia ni el silencio. Desde que sus miradas se cruzaron por primera vez en esa playa aquel día, no vio ni un solo gesto de amabilidad, mucho menos de amor hacia ella. Aún seguía mirándola como con desprecio, y no lo pudo soportar por más tiempo, no iba a ponerse a llorar delante de él, y las lágrimas que amenazaban por salir no tardarían en brotar, las estaba reteniendo desde que lo vio allí sentado. Ya había cumplido con lo que vino a hacer, decirle de su propia boca que tenía un hijo.

—Puede que para nosotros sea demasiado tarde, quizás tantos secretos en nuestras vidas hayan terminado por destruirnos —le dijo ya en pie, mirándolo desde una altura superior mientras él la miraba sin levantarse—. Pero nuestro hijo no tiene la culpa de nada. Tienes un hijo, solo he venido a decírtelo, no quiero que la historia tuya y de tu padre se vuelva a repetir. No deseo que mi hijo crezca alejado de su padre, ni tú ignorando que tienes un hijo. Ya sabes dónde encontrarnos. —Comenzó a alejarse un poco de él—. A mí me costó un poco más encontrarte a ti —le espetó con dolor—. Adiós, Fernando —le dio la espalda y se dirigió hacia el camino de tablas por el que llegó.

Las lágrimas le rodaban sin parar por las mejillas. Se negaba a volver la vista atrás, ya había cumplido con lo que vino hacer. Jamás se hubiese imaginado encontrar al Fernando vacío e indiferente que encontró. No reaccionó al verla, ella se moría por besarlo y abrazarlo después de tantos meses separados, y él ni se inmutó ante la noticia de su hijo. Él mejor que nadie sabía lo que significaba para ella tener un hijo, un hijo de ambos, y fue como si no le importase lo más mínimo. A Miranda le dolió mucho cómo la trató.

Ella casi había llegado al coche, apenas veía para buscar las llaves de este en el bolso, las constantes lágrimas no cesaban de brotar. Cuando estaba por abrir la puerta del vehículo, sintió que alguien la tomaba por los hombros con fuerza, la giraba con brusquedad y se apoderaba de su boca con desesperación y locura, estrechándola contra un cuerpo duro. No era un beso dulce ni cariñoso, era un beso exigente y demoledor.

Con manos firmes, Fernando la tenía tomada por la cintura y la nuca, la inmovilizó con fuerza junto a él sin dejar de besarla ni un segundo. Miranda se resistió en un principio, pero su marido la obligó a besarlo, se apoderó de sus labios y su lengua invadió la boca de ella sin darle tregua, saboreándola sin apenas dejarla respirar. Estaba hambriento de su boca, de sus besos, y de su cuerpo. Fueron demasiados meses sin ella, sin su olor, sin su sabor, sin el tacto de aquella hermosa piel que nunca olvidó.

No pararon de besarse en lo que les pareció una eternidad, no les importaba que estuviesen en medio de la calle, en esos momentos solo eran ellos dos, nada ni nadie más importaba, solo la sed y la necesidad que tenían el uno del otro.

Cuando ya tenían los labios hinchados y casi entumecidos de los apasionados y exigentes besos, se miraron a los ojos jadeantes, con los corazones desbocados, ambos tenían lágrimas en sus rostros.

Finalmente, tras una intensa mirada que les dijo lo que ellos aún no hicieron, se fundieron en un emotivo abrazo lleno de un inmenso amor. No hubo palabras, allí permanecieron abrazados y en silencio durante un largo tiempo.

Fernando le acariciaba el cabello, Miranda se abrazada a su cintura, no se quería separar de esos reconfortantes brazos que la devolvía a la vida, los que tanto echó de menos en ese tiempo.

—Será mejor que entremos. Estamos dando todo un espectáculo en plena calle, señora Miller —le mostró una leve sonrisa, la tomó de la mano y tiró de ella con decisión sin esperar respuesta por parte de ella y juntos, en silencio, entraron en el chalet de los padres de Fernando.

Él se dirigió a la cocina con su mujer en todo momento de la mano, no pensaba dejarla ir. No ahora cuando se sentía el hombre más feliz sobre la tierra.

—¿Deseas algo de beber?, yo estoy seco.

—Agua, por favor —le contestó Miranda.

Él se dirigió a coger una botella y un vaso, ella se sentó en un taburete alto frente a la isla de la cocina, observaba la espalda de su marido mientras llenaba dos vasos de agua. Mientras apreció que estaba más delgado.

Fernando se volvió moviéndose en la estancia como pez en el agua, le puso el vaso delante, y él bebió del otro sin dejar de mirarla a los ojos. Se quedó allí de pie, frente a ella.

Miranda tomó dos sorbos de agua y volvió a dejar el vaso sobre la encimera, pero no alejó las manos de él, estas lo rodeaban, estaba nerviosa y le servía de entretenimiento y ocupación. Todo su cuerpo se estremecía sin saber cómo controlarlo. Habían sido demasiadas emociones en muy poco tiempo. No sabía qué decir ni qué hacer, la tensión se respiraba en el ambiente. Ese hombre que estaba frente a ella y la miraba de aquella forma tan penetrante era su marido, sin embargo en esos momentos se sentía completamente cohibida y como si estuviese con un completo desconocido.

Por su mente pasó todo lo que había compartido con él, lo que había hecho con él, y no pudo reprimir una leve sonrisa que apareció en sus labios. Tenía la vista perdida en el agua del vaso, jugaba con él entre sus manos.

De repente, Fernando se lo quitó, y le alzó la barbilla con un dedo para que lo mirase directamente a los ojos. Él también le sonreía con una gran sonrisa en los labios y un brillo especial en los ojos, esa sonrisa y esa mirada que siempre le mostraba cuando le iba a hacer el amor.

—Creo que tenemos mucho de qué hablar, Miranda —le dijo con tono serio.

Tras un suspiro, ella asintió en silencio. En esos momentos tan solo deseaba besarlo y perderse en su cuerpo, refugiarse en sus cálidos brazos.

—Me conoces bien, y sabes lo que tú y yo haríamos en estos momentos si no fuese porque hace tan solo una semana que has dado a luz. Hace más de seis meses que sueño con ello —le confesó Fernando.

Fue hasta ella y la besó de nuevo con desesperación, dejándola casi sin aliento. Ambos deseaban y necesitaban lo mismo.

Luego, volvió a tomarla de la mano y fueron hasta el salón. La chimenea estaba encendida, la ayudó a quitarle el abrigo y ambos se sentaron en el sofá, más relajados y cómodos.

Fernando tomó la palabra, era consciente que le tocaba mover ficha.

—No sé cómo pedirte perdón, Miranda. Yo mismo no me perdono en estos momentos por haber dudado de ti. Entiéndeme un poco —le rogo confundido—. Fueron muchos meses encerrado en la cárcel, nunca viniste a verme. Las escasas veces que hablamos por teléfono te encontré muy rara. Yo estaba allí desesperado, sabía que algo pasaba contigo. Se me pasaron por la cabeza mil ideas horribles, desde que te había pasado algo hasta que me habías dejado o encontrado realmente culpable. Fueron muchas horas de soledad sin parar de pensar. Cuando salí en libertad, lo primero que hice fue ir a verte. Le pedí a Ricardo que no se lo dijese a nadie, quería darte una sorpresa. Y francamente me la llevé yo. —Tenía a Miranda tomada de ambas manos y podía notar que ella también temblaba mientras lo escuchaba con atención—. Cuando llegué a casa de tu madre me encontré a Emilia tirada en la cocina, con un cuchillo en el abdomen. Luego, a Valentina amenazada por un matón, creí que podrías estar muerta. Y cuando te vi allí en lo alto de la escalera a punto de desmayarte y embarazada… No podía creer lo que mis ojos veían. No lograba entender por qué no me habías contado algo tan grande e importante. Después vino el parto, tú me dijiste que ibas a tener un hijo, pero en ningún momento me manifestaste que era nuestro, yo no podía pensar con claridad. Más tarde, llegó Ricardo y él fue hasta ti y el niño sumamente alegre, tenía lágrimas en sus ojos al contemplaros allí a los dos, y… me hice una idea equivocada de todo —concluyó casi avergonzado. Le rodaban lágrimas por los ojos mientras la miraba. Se llevó las manos de ella a sus labios, las besó con mimo, pidiéndole, rogándole que lo perdonase.

En medio de la desolación que ambos sentían, Miranda lo abrazó, podía ver su dolor. Se dijo que ya era hora de ser felices, habían sufrido demasiado en los últimos meses.

—¿Cómo quedaste embarazada? —le preguntó Fernando extrañado apartándose un poco de su abrazo.

Miranda soltó una sonora carcajada, no pudo evitarlo.

—¿Tú qué crees? Creo que practicábamos lo suficiente —le dijo muy risueña.

—De ello doy fe. Solo que… no podías tener hijos. Yo leí el informe —la miraba con el entrecejo fruncido.

—Era una posibilidad entre un millón que volviese a quedar embarazada a lo largo mi vida —le explicó como si él no fuese médico.

En un impulso, y sintiéndose muy feliz, Fernando la abrazó fuerte contra él.

—Parece que lo conseguimos, Miranda —le susurró con un beso en el cabello.

Después, Miranda deseó que su marido conociese de primera mano las razones que la llevaron a no decirle desde el principio que iban a tener un hijo.

—Cuando tomé conciencia en el hospital de dónde estaba y me dijeron que aún permanecías detenido me quise morir. Hasta ese momento no me di cuenta de la gravedad de la situación. Me sentía muy mal. Cuando Paloma me dijo que me repitió las pruebas médicas tres veces, pensé que tendría algo grave. Llevaba semanas sintiéndome mal, pero no te dije nada para no preocuparte, pensé que sería un virus, pero al ver la cara de Paloma supe que no era así. Cuando me confirmó que estaba embarazada de dos meses no lo podía creer, yo ya me había hecho a la idea de que jamás iba a ser madre, para mí era algo imposible de ocurrir. En ese instante fui la mujer más feliz sobre la tierra y, ¿sabes qué? —le preguntó ilusionada y rebosante de felicidad.

—¿Qué? —deseó saber él tras besarla.

—Mi felicidad era por ti. Porque te iba a poder dar un hijo. Un hijo nuestro. —Fernando la volvió a besar con dulzura—. Era el mayor regalo que me daba la vida. El momento más importante de mi vida y tú no estabas allí para compartirlo conmigo. No sabes el dolor que me supuso eso. Luego, mi dolor fue aún mayor cuando después de esa gran alegría, Paloma me dijo que presentaba un leve sangrado, y que había una amenaza de aborto. —Fernando tensó el cuerpo—. Pero ahí no acababa todo. Ricardo llegó entregándome unos documentos en los que yo te inculpaba de todo para salvarme, me negué a firmarlos, te lo juro —le tomó las manos entre las suyas y lo miró a los ojos con desesperación en ellos, trataba de explicarle uno de los peores momentos de su vida—. Para mí era una traición a ti, pero Ricardo y Paloma me convencieron de hacerlo. Lo hice por nuestro bebé, porque era nuestra única oportunidad de ser padres. Permanecí ingresada y sin moverme de la cama una semana. Cuando la amenaza de aborto desapareció, Paloma me dio el alta con la condición de que me trasladase a casa de mi madre y allí hiciese absoluto reposo. No me moví de la cama, solo bajaba de vez en cuando al jardín a dar un breve paseo. Pero no me quejaba, me acordaba de ti allí en esa cárcel y lo mío no era nada, además era por nuestro hijo. Tenía que nacer sano y salvo. Soñaba todos los días con que aparecieses por mi puerta y darte la feliz noticia de que íbamos a ser padres. Ricardo siempre decía que saldrías pronto y yo tenía un embarazo de riesgo, no quise añadir una preocupación más a todas las que ya tenías. Sabía que si te contaba que estaba embarazada y con un embarazo de riesgo, vivirías preocupado. Por ello decidí esperar. Me hacía fotos y vídeos a diario junto con Marta, no quería que te perdieses nada del embarazo de tu hijo. —Fernando lloraba ante su sincero relato—. Marta está feliz de saber que eres el padre de mi bebé, le conté que nos casamos —le confesó con lágrimas en los ojos, revivir todo aquello hicieron que estas apareciesen—. Durante estos meses pasé muchas horas con ella, ha cuidado muy bien de mí —le dijo con orgullo.

—Tendré que felicitarla por cuidar tan bien de mi esposa y mi hijo —le dijo con una sonrisa de admiración por la gran mujer que tenía frente a sí.

Miranda lo abrazó en un repentino impulso al escucharle decir; mi hijo. Era la primera vez que lo pronunciaba.

—Pensaba decirte que íbamos a tener un hijo antes de dar a luz —Fernando la miró asombrado—. Contaba con el permiso de Paloma, y Ricardo estaba en procedimiento de una visita especial. Deseaba ir personalmente a decírtelo, era algo que solo me correspondía a mí. Cuando di a luz aún faltaba casi un mes para la fecha prevista del parto.

—Miranda, mi vida. —Un emocionado Fernando la estrechó fuertemente contra su cuerpo.

Se besaron con pasión, y así permanecieron durante un largo rato.

—Aún no me has preguntado cómo se llama nuestro hijo —le dijo Miranda mientras le recorría la barba que hacía días no se cortaba.

Él sabía que su hijo era un niño sano, al día siguiente de Miranda dar a luz, accedió con sus claves personales al sistema informático de la clínica, y comprobó ambos expedientes. Si bien por aquel entonces creía que no era su hijo, no podía dejar de preocuparse por ellos, amaba demasiado a Miranda y necesitaba saber que estaban bien después del parto.

—Se llama Alberto —le dijo con orgullo Miranda. No esperó que se lo preguntase.

Fernando se puso serio de inmediato.

Su mujer notó un leve tic en la mandíbula.

—Nuestro padre era un gran hombre, y nos amaba con locura. Que nuestro hijo lleve su nombre es un honor. No te atrevas tan siquiera a protestar ni poner mala cara —le advirtió muy autoritaria.

—No sabes lo que he echado de menos a esta Miranda mandona —le murmuró entre besos sin estar molesto porque ella hubiese escogido ese nombre para su hijo.

Esta el beso fue más profundo, más pausado, saboreando cada rincón de su boca, explorándolo, hacía tanto tiempo que no la besaba que aquello era una completa experiencia. Tenía el corazón a mil, parecía que fuese la primera vez que estaban así.

No pudo reprimir el impulso y la tumbó en el sofá, sentirla debajo de él lo hizo perder la cabeza por completo, ambos estaban embriagados de pasión, se necesitaban mutuamente, sus cuerpos estaban ansiosos por tocarse piel con piel, por ser uno mismo. Con prisas, Fernando comenzó a desnudar a su mujer, le quitó el chaleco y le bajó el sujetador. Al descubrir sus pechos vio los cambios que se habían producido en ellos como consecuencia del embarazo. Miranda le daba el pecho al bebé, junto con los biberones.

Embelesado, Fernando admiró los pechos de su hermosa mujer, la miró a los ojos con una sonrisa diabólica y llevó su boca hacia ellos, los probó. Miranda se arqueaba bajo su marido, aquello era terriblemente erótico, él allí probando y mordisqueando sus pechos llenos de leche.

Cuando ya no pudo más, Fernando se incorporó, se sentó a horcajadas sobre ella y la admiró allí debajo de él, el deseo los consumía a los dos. Tiró de la mano de su mujer y ambos se pusieron en pie con urgencia.

—Vamos a la ducha, si me quedo un minuto más aquí no respondo de mis actos —le dijo subiendo los escalones hacia la planta superior de la casa.

Miranda sonrió y siguió a su marido sin rechistar. Llevaban seis meses sin tener relaciones, tendrían que solucionar aquello de alguna forma.

Miranda y Fernando permanecían despiertos, era casi de madrugada, estaban en la cama, desnudos y abrazados. Hablaban del bebé. Miranda le contaba a su marido que Alberto era un niño muy bueno, hasta ahora solo comía y dormía.

—Espero que siga así —le dijo su marido encantado de escucharla—. Durante el día puede tener a su madre por completo, aceptaré eso —le sonrió—. Pero por las noches, señora Miller, la quiero así, desnuda y en mi cama por el resto de mis días. ¿Tienes idea, Miranda Miller, de todo lo que te amo?, ¿y de lo inmensamente feliz que me haces?

—Tú provocas lo mismo en mí, Fernando Miller. Creo que no es posible amar más de lo que yo ya te amo. Cada vez que te miro, haces que mi corazón vaya más deprisa, se me acelera el pulso con una simple sonrisa tuya, tengo mariposas en el estómago cuando me besas, consigues hacerme perder la razón y me trasladas a otro universo cuando me haces el amor. Soy tuya, moriré siendo tuya, mi vida.

—Mía, solo mía —sentenció entre sonoros besos—. Somos una familia, mi amor, y te juro que os voy hacer muy feliz.

—No me cabe la menor duda —le confirmó abrazándolo y acomodándose en sus brazos, era tarde y debían dormir.

Habían decidido que al día siguiente ambos se irían a Barcelona, no tenían nada más que hacer allí, su hijo los esperaba, y estaban ansiosos por tenerlo en sus brazos.

Aunque se prometieron, que aquel verano regresarían a aquel lugar junto con su hijo. Deseaban pasar unas largas vacaciones en esa bonita playa que fue cómplice de su reconciliación.

Los primeros rayos del amanecer se filtraban por la ventanas cuando Fernando observaba a su mujer dormida entre sus brazos, no había podido pegar ojo en toda la noche debido a las emociones. Y justo en esos momentos recordaba, al acariciar el vientre de Miranda con sus manos, cuando ella dio a luz. Entre los dos le dieron vida a su hijo y entre ambos lo trajeron al mundo, fue algo realmente maravilloso. Fue él el primero en coger a su hijo en brazos, en depositarlo en los de su madre. Cuando recordaba ese instante se le ponía el bello de punta y los ojos llorosos.

Besó a su mujer plácidamente dormida y recostada en su amplio pecho agradeciéndole haberle dado tanto.

—Gracias por el hijo que me has dado, asistir el parto ha sido lo más grande que me ha pasado en la vida. Sacar yo mismo a mi hijo de ti…

—Fue una recompensa que nos tenía guardada el destino —logró decir Miranda adormilada.

Ambos se besaron y Miranda se despertó del todo.

—¿Cómo pudiste pensar que nuestro hijo no era tuyo?, ¿crees que con la intensa vida sexual que llevábamos me quedaban fuerzas para estar con nadie más? —le preguntó Miranda. No era un reproche, le mostraba una gran sonrisa y su mirada era la de una mujer muy feliz.

—Perdóname —le pidió una vez más—. La cárcel te hace pensar mucho, y nada bueno.

Haciéndose la perezosa, Miranda se revolvió entre sus brazos y decidió cambiar de tema, ya que ese le entristecía demasiado a su marido.

—Doctor, ¿cuándo cree usted conveniente que pueda retomar la intensa vida sexual que llevaba con mi marido desde que lo conocí? La echo mucho de menos.

Fernando no pudo reprimir una sonora carcajada ante tal ocurrencia.

—Pronto, muy pronto. Déjeme explorarla bien para darle una fecha concreta.

Y ambos rodaron abrazados y riendo por toda la gran cama.

Antes de emprender viaje para Barcelona, Fernando estaba sentado en la cama con el torso desnudo, se ponía los zapatos cuando su mujer se quedó mirándole atentamente la espalda con ojos de horror. Tenía una cicatriz cerca del riñón derecho y otra en el costado.

—Fernando, ¿y esto? —Las manos de Miranda recorrieron las cicatrices. Estaba muy asustada.

—Una pelea en la cárcel. Querían matarme —le confesó dolido.

A Miranda se le saltaron las lágrimas, ella ignoraba aquello. Abrazó a su marido, desconsolada.

¿Cómo fue? —atinó a preguntarle con lágrimas en los ojos.

—Fueron dos contra mí, con navajas. Me defendí, pero pudieron más. Uno de ellos terminó con un brazo roto, y otro con la nariz rota también. Yo no tenía armas.

—¿Fue muy grave?

—Me llevé dos semanas ingresado en la enfermería de la cárcel.

—¿Por qué nadie me dijo nada de esto? —estaba indignada.

—Se lo prohibí a Ricardo, no quería que estuvieses preocupada por mí. Desde ese día todos tenéis seguridad privada, las veinticuatro horas del día —le reveló serio.

—¿Todo es por la herencia, verdad? —preguntó preocupada.

Fernando asintió. Y le aclaró sus más que confirmadas sospechas. En la cárcel, los matones terminaron por confesar que Diana Miller había encargado hacerlo desaparecer.

—Tu tía está detrás de todo. Se ha vuelto completamente loca.

—Siempre lo sospeché. Nunca se conformó con lo que tenía, quería más y más. En este año se ha vuelto enferma de avaricia y rencor hacia todos nosotros.

—Me acaba de llamar la policía mientras te duchabas, Miranda —le informó su marido—. El jefe del laboratorio ha confesado y entregado las pruebas. Todo fue tramado por Diana, ahora sí hay pruebas en contra de ella. La policía la está buscando. Hace días que su marido no sabe nada de ella, está desaparecida. Y me temo que somos su objetivo a toda costa.

—Santiago no tiene nada que ver en esto, él es inocente. Hace meses que le pidió el divorcio a mi tía, dice que está loca —lo defendió. Ella adoraba a Santiago, nunca entendió qué le vio a Diana ni cómo la soportaba.

Fernando asintió de acuerdo con ella.

—Vámonos, quiero estar cuanto antes en Barcelona con nuestro hijo. Acabo de doblar la seguridad en casa de tu madre y en la clínica. Tenemos que ser muy precavidos hasta que logren coger a Diana. Estoy seguro que desea vengarse de nosotros haciéndonos daño de una manera u otra.

***

Era casi media tarde cuando Miranda y Fernando llegaron por fin a la mansión Miller. Juntos, entraron de la mano en el salón de la casa, y allí encontraron a Lorena leyendo un libro. Los saludó a ambos cariñosamente y les dijo, emocionada como cualquier abuela primeriza, que Alberto estaba en su habitación dormido, Marta cuidaba de él.

Sin perder más tiempo, Miranda y su marido fueron hasta la habitación del bebé en la planta de arriba. El día un medio que Miranda llevaba separada de él se le hacía un mundo, y Fernando ansiaba volverlo a tener en sus brazos.

Al abrir la puerta, vieron a Marta, estaba de pie junto a la cuna del bebé, lo observaba en silencio mientras este dormía plácidamente. No se dio cuenta de que sus hermanos estaban detrás de ella.

—Gracias por cuidar tan bien de tu sobrino —le dijo Miranda en un susurro para no despertar a Alberto.

Marta se giró y se abrazó a Fernando nada más verlo, no se lo esperaba. Ambos se fundieron en besos y abrazos, emocionados.

Mientras, Miranda cogió a su hijo en brazos, lo había extrañado mucho. Este abrió los ojos cuando su madre lo tenía en brazos dándole un cariñoso beso. Fernando se los quedó mirando, esa imagen maravillosa de su esposa y su hijo lo dejó son palabras y se juró grabarla en las retinas para siempre.

—Creo que Alberto está deseando estar en los brazos de su padre —le dijo Miranda entregándole a su hijo con lágrimas en los ojos.

Fernando no pudo reprimir la emoción y las lágrimas al sostenerlo y admirarlo, su hijo lo miraba con los ojos muy abiertos y esbozó una pequeña sonrisa al mirarlo. Fue un momento único y especial el tenerlo en brazos y sentirlo suyo. Era padre, y se juró en aquel mismo instante que sería el mejor del mundo.

Unos sentimientos que nunca antes había experimentado lo embargó en esos momentos, por primera vez en su vida estaba sintiendo ese amor incondicional y extremo que siente un padre por un hijo, ese amor que Alberto le describió en tantas ocasiones y él no lo creyó. En esos momentos supo que daría la vida con gusto por su hijo, y entendió todos los actos de su padre. Se dijo que le hizo falta tenerlo en brazos para perdonar por todo a Alberto Miller. Besó a su hijo y se juró protegerlo el resto de su vida, junto con su mujer, eran su razón de vivir.

—Miranda me contó que tú eres el padre de Alberto —le dijo Marta sacándolo de sus pensamientos. Fernando le sonrió con su hijo aún en brazos—. Me gusta que te hayas casado con Miranda —se abrazó a la cintura de su hermano emocionada de tenerlo ya allí.

Alberto lloró y Marta dijo que era su hora de comer. Fernando depositó al bebé en los brazos de su madre para que lo alimentase, y él se quedó allí, observando cómo Miranda lo amamantaba. Era una imagen maravillosa ver a su mujer sentada en el sillón, con su pequeño hijo entre sus brazos, dándole de comer.

Aquella tarde, Miranda y Fernando recibieron una llamada de Carlos, el abogado de su padre. Este les recordaba que en unos días se cumpliría el aniversario de la muerte de Alberto y como herederos, estaban llamados a acudir a lo que faltaba por decir por este al cumplir el año desde su muerte, como él mismo estipuló.

Miranda le pidió a Carlos hacerlo allí, en casa de su madre, donde permanecerían hasta que encontrasen a Diana. Fernando quería tener a toda la familia junta, y la mansión de Lorena fue preparada con una gran seguridad en los meses anteriores.

Aquella noche, Fernando les comunicó a Lorena y Miranda que él se haría cargo desde el día siguiente de la clínica. Felicitó a su suegra por la gran labor llevada a cabo en los meses anteriores, y les prohibió salir de la mansión Miller más de lo estrictamente necesario. No quería que Lorena, su hermana, su mujer y su hijo corriesen peligro alguno.

Esa misma noche, Fernando llamó a su madre y le contó muy ilusionado que era padre, y ella abuela de un precioso niño.