11
En la cena de gala del crucero, todos los pasajeros debían acudir al salón de etiqueta. Miranda escogió un vestido en tono azul eléctrico, largo y en palabra de honor muy ajustado a la figura. Al hacer la entrada parecían tres modelos sacados de revistas, se llevaron las miradas de todos lo que ya estaban en el salón. Miranda y Paloma eran dos bellezas completamente diferentes, pero espectaculares. Y Víctor no se quedaba atrás, era alto, con un cuerpo trabajado, de pelo negro, corto, bien cuidado, ojos negros y poseía un gran atractivo. Era una pena para el género femenino que fuese gay.
Cuando los tres amigos se juntaban la diversión estaba más que asegurada. Víctor con el carácter abierto que tenía, con tan solo poner un pie en el barco, se hizo amigo de un grupo de personas de Madrid. Paloma reconoció en la cena a un médico con el que coincidió en un congreso un año atrás, Román Gandía, y ambos estuvieron muy animados tomándose unas copas juntos y hasta bailaron.
En mitad de la noche, Miranda apenas se sentía los pies del dolor de los altísimos zapatos de tacón, después de tantas horas de pie con ellos. Había parado de bailar y se lo estaba pasando de muerte, se le veía radiante, risueña y un poco achispada. Había bebido demasiado para ella aquella noche, acostumbrada a solo beber un par de copas como mucho, pero se dijo que necesitaba olvidar y comenzar una vida nueva.
Como el cuerpo no le aguantaba más, les dijo a Víctor y Paloma que estaba cansada y se retiraba al camarote. Ellos continuaron la fiesta. Miranda emprendió camino sola hacia allí; para ella, la fiesta había llegado al fin. Ahora necesitaba dormir y perderse en un sueño reparador. Camino al camarote se le antojó subir a cubierta, a tomar un poco de aire fresco, estaba acalorada del ambiente del salón y el champán. Una vez allí, se quitó los zapatos y los tomó en la mano. Apenas había gente a esas horas por cubierta, y si había no le importaba. Los doloridos pies no soportaban ni un segundo más metidos en esos maravillosos zapatos negros de doce centímetros de tacón.
Se acercó a la barandilla y dejó que la brisa fresca de la noche le acariciase el rostro. Contempló durante unos minutos el mar en calma por el que navegaban esa noche, cerró los ojos y sintió el aroma a sal. Su larga melena se ondeaba al viento, le tapaba la cara casi por completo, pero no se molestó en apartárselo. Se quedó allí quieta con los ojos cerrados y una mano apoyada en la barandilla, en la otra sostenía los zapatos de tacón. No era consciente de nada más que de aquella sensación de paz y libertad que en esos momentos la embargaba, la brisa sobre el pelo y la piel, se dejó llevar.
No sabía cuánto tiempo pasó así, hasta que sintió el contacto de alguien que le ponía una mano en el brazo.
—¿Se encuentra bien? —La voz de un hombre la sacó de los pensamientos que le ocupaban la mente. Él la tomaba delicadamente por el antebrazo.
Miró a la persona que estaba justo al lado, se apartó el pelo de la cara para observarlo mejor, soltándose de la barandilla, y al hacerlo, perdió un poco el equilibrio. Él fue ágil en el movimiento y la tomó entre sus fuertes brazos, impidiendo un traspié con que pudiese caer al suelo. Ambos quedaron muy cerca del otro y se miraron a los ojos con intensidad, las respiraciones de los dos se alteraron y sus bocas casi se rozaron.
Miranda se vio reflejada en unos ojos almendrados color canela, con un brillo muy especial. Y él se vio reflejado en los ojos negros más bonitos e intensos que jamás hubiese visto en la vida. Aunque, mientras ella permanecía con los ojos cerrados se dio el lujo de observarla al detalle. Primeramente, le llamó la atención verla sola en cubierta, y a esas horas de la madrugada, especialmente a una mujer como ella. Él no iba de etiqueta, aquella noche no acudió a la cena de gala. Llevaba unos simples pantalones vaqueros oscuros con una camisa blanca. No podía dormir y decidió subir a cubierta para despejarse. Y allí la encontró a ella, logró impresionarlo. De haber sabido que una mujer como la que ahora mismo tenía entre los brazos estaba en la cena de gala, hubiese accedido ante la insistencia de su amigo para acudir, sin embargo él prefirió pasar una velada en la cubierta privada del camarote, junto con su familia, a la que no veía desde hacía un año y medio.
Tras unos breves segundos, Miranda asintió ante la pregunta del desconocido. Se quedó perdida en esos ojos que la atraparon por unos instantes.
—Si no se encuentra bien, soy médico. Puedo ayudarla —le dijo con amabilidad el desconocido.
Miranda sonrió con ironía, se deshizo del abrazo con un paso atrás y un poco de torpeza. Luego lo miró al detalle de arriba abajo. Él era más alto que ella, delgado, con un buen cuerpo, se notaba que hacía ejercicio con regularidad. Tras la camisa blanca que llevaba, apreció unos músculos formados. El pelo lo tenía castaño claro y un poco alborotado por la brisa. Le mostraba una sonrisa espectacular, y la barba tan bien recortada que llevaba lo hacía mucho más sexy. Se dijo para sí misma que era un hombre muy guapo, de esos de los que cuesta encontrar fuera de las revistas.
—¡Médico! —No pudo evitar la exclamación ante la sorpresa.
Él asintió serio, ella parecía no creerlo y él parecía no entenderla. Le dio la sensación que se estaba burlando de algo de lo que había dicho.
Con sorpresa reflejada en su rostro, Miranda se quedó un segundo pensativa y sonriente.
—Quizás un médico es lo que realmente necesito en mi vida, para que me cure todas las heridas que ni yo misma puedo curar.
De repente, se lanzó a los brazos del desconocido, le rodeó el cuello con las manos, pegó el cuerpo al suyo y le plantó un demoledor beso en los labios sin dejarle opción.
El hombre respondió al beso al instante y con entusiasmo. La había deseado desde que la vio allí sola de espaldas. La abrazó recorriendo con las manos la piel que dejaba libre el corte del vestido por la parte de detrás, en ningún momento dejó de acariciarla mientras se besaron. Se saborearon mutuamente con pasión, y cuando tenían los labios casi hinchados y doloridos del demoledor beso, se separaron y se miraron a los ojos en silencio con las respiraciones alteradas.
Él no la soltó, la retuvo contra el pecho y ella sintió lo fuerte que era, le sonrió levemente con la mejor de las sonrisas y la miró con intensidad, provocando que a ella la recorriese una correine eléctrica de las emociones que logró despertar.
Miranda tomó conciencia de lo que acababa de hacer con un completo desconocido. Se repente, en un arrebato, se soltó del abrazo avergonzada, y salió a correr dejándolo solo y desconcertado por la fugaz y e inesperada huida. Él trató de detenerla pero ni siquiera sabía su nombre. Miranda se perdió de inmediato, y el desconocido no supo por dónde perseguirla.
Después, a solas, clavó la mirada en el lugar donde la había visto por primera vez en cubierta aquella noche, junto a la barandilla. Allí acababa de recibir el beso más impresionante de su vida. Y en ese preciso instante, se percató, al echar la vista atrás, que ella se había dejado olvidado los zapatos en el lugar donde se acababan de besar. Fue hasta ellos y los recogió con una sonrisa burlona en los labios. Su Cenicienta era de gustos caros, se dijo, los zapatos eran de Prada.
Se los llevó consigo y comenzó a andar hasta el camarote. Al día siguiente, pensaba buscarla por todo el barco para devolverle los zapatos y volver a verla. Sentía la necesidad de tener otro encuentro con ella, esa mujer le había gustado y mucho.
Llegó al camarote, dejó los zapatos sobre la mesita de noche, se tumbó en la cama, aún vestido, y se perdió en el recuerdo del maravilloso beso que acababa de recibir de aquella espectacular mujer. Aún le quemaba en los labios y sentía el maravilloso sabor que lo embriagaba. Tomó un zapato entre las manos, recordando el contacto de esa mujer.
—¿Cómo te llamas, mi Cenicienta? —preguntó en la soledad de la habitación—. Voy a encontrarte. Y esta vez no te vas a escapar tan fácilmente. Tengo todas las intenciones de retenerte. Me has gustado demasiado, y algo me dice que mis besos te hicieron estremecerte.
***
A la mañana siguiente, Miranda despertó con un fuerte dolor de cabeza. Escuchó que llamaban con insistencia a la puerta del camarote y no eran otros que Paloma y Víctor. Se levantó como pudo y fue a abrirles, les indicó que hablasen bajo con un gesto de la mano y se volvió a meter en la cama tapándose la cabeza.
Paloma y Víctor sonrieron ante tal actitud, acudieron junto a la inmensa cama y se sentaron en ella.
—Te dije anoche que estabas bebiendo demasiado. —La reprendió Víctor destapándole la cara que Miranda tenía oculta con la sábana—. ¿Te ha pasado factura, no? Solo espero que no hayas hecho ninguna tontería de borracha novata. Espero que anoche vinieses directita a este camarote después de dejarnos en el salón.
No sería fácil deshacerse de Víctor, Miranda protestó bajo la almohada.
Paloma fue a por un vaso de agua y unas aspirinas, se las puso en la mesita de noche y le dijo que se las tomase.
—Por lo menos no ha pasado la noche con ningún desconocido —dijo Víctor con una sonrisa tras pasear la mirada por el camarote.
No había señales de que ningún hombre hubiese pasado allí la noche.
Consciente de que no la dejarían dormir más, Miranda se incorporó en la cama exasperada y de mal humor. Se tomó las dos aspirinas, se cogió una coleta alta improvisada y miró a sus dos amigos interesándose por la hora.
—Son las cuatro de la tarde, cariño —respondió Víctor—. Ya nos tenías preocupados.
Paloma abrió por completo las cortinas.
Miranda protestó, agachó la cabeza hacia las piernas y se las llevó al pecho.
—Hace un día estupendo, Miranda. Ponte el bikini y vamos a la piscina y al jacuzzi. Verás cómo se te pasa el mal cuerpo —le propuso Paloma.
—Ah no, de aquí no pienso moverme.
—¿No pensarás pasar aquí todo el día, verdad? —preguntó Víctor horrorizado con un gesto de la mano.
—¡Exacto! Anoche hice algo… No quiero encontrarme con… él —Estaba un poco avergonzada por la actitud de la pasada anoche con el desconocido de cubierta.
—¡Miranda! —dijeron Víctor y Paloma a la vez, totalmente escandalizados.
Miranda se apresuró a contarles lo ocurrido con el desconocido antes que sacasen conclusiones apresuradas.
—¿Pero él te correspondió al beso? ¿Era guapo? —deseó saber una impaciente Paloma.
—Sí —respondió con entusiasmo y tapándose la cara con un cojín—. Era un hombre joven, guapísimo. Con una sonrisa espectacular. Y… ¡Ay, Dios! Cómo besaba… Esos labios…
Involuntariamente, Miranda se recorrió los labios con un gesto al recordar el beso en cubierta con el desconocido.
—Cariño —le dijo Víctor—. ¡Busca a ese hombre ahora mismo!
—¿Estás loco? Si ni siquiera sé cómo se llama. Me moriría de vergüenza si lo vuelvo a ver.
—¿No quieres volverlo a ver? —le preguntó Paloma con una medio sonrisa burlona.
—¡No! —le mintió exasperada—. Además, ¿qué iba a decirle?
—Podrías decirle: cariño, soy la mujer que te comió la boca anoche y necesito unas curas urgentes —le recitó Víctor, cómico, para tratar de escandalizarla.
—¡Víctor! —Miranda le tiró el cojín a la cara—. Sabes de sobra que no soy así. No voy por la vida lanzándome en los brazos del primer tío guapo que veo. Además, ya casi he perdido la práctica.
—Ya te lo decía yo siempre. Ricardo no era tu tipo. Necesitas otra cosa, nena.
Miranda suspiró y lo miró de mala gana por nombrarle a Ricardo en aquellos momentos.
Paloma la tomó del brazo y la obligó a levantarse.
***
En un día esplendido, Fernando almorzaba en la cubierta privada del crucero que hacía con sus padres, su hermano pequeño y Román Gandía, un amigo desde hacía algún tiempo y médico al igual que él.
Estas vacaciones pensaban ir a Alemania junto con otros compañeros, sin embargo los padres de Fernando iban a realizar ese crucero con su hermano pequeño, y le propusieron que los acompañasen. Fernando decidió pasar unos días con la familia y luego seguir el rumbo con Román, y este aceptó pasar parte de las vacaciones de crucero. En unos días, ellos se bajarían del barco en Italia y continuarían su destino.
—¿Nos vamos a la piscina? —propuso Pablo, el hermano menor de Fernando, impaciente al terminar de comer. Estaba alucinado en ese crucero.
Pablo tan solo tenía ocho años de edad.
—Acabas de comer. Vamos a descansar un rato y bajaremos luego —le dijo su madre.
—Yo me voy a mi camarote a descansar un poco. Anoche me acosté muy tarde —les dijo Román levantándose de la mesa.
Fernando lo imitó.
—Yo también voy a descansar. Pablo, en una hora vengo y vamos a la piscina —le dijo para contentar a su hermano.
—Mejor nos encontramos allí —propuso el padre de Pablo—. No habrá quien lo aguante por tanto tiempo. Él y yo nos vamos a dar una vuelta mientras Ana descansa.
El niño se puso feliz y Fernando salió del camarote junto con Román, ambos se dirigieron a sus camarotes.
—¿No has encontrado a tu Cenicienta en toda la mañana? —le preguntó Román con una sonrisa.
Fernando le había contado lo sucedido la noche anterior con la misteriosa mujer en cubierta, y que la había buscado hasta el cansancio esa mañana.
—No. He buscado por los restaurantes a la hora del desayuno, por las piscinas y nada.
—Quizás se te haya pasado. Deben de haber cientos de mujeres altas, de ojos negros, pelo oscuro y buen cuerpo en este barco. —Así se la había descrito a su amigo.
—Te aseguro que la reconocería nada más verla.
—Esa mujer te ha calado hondo, amigo. Puede que esté con su marido y se esconda de ti después de lo de anoche.
Fernando no creyó esa opción.
—Le ocurría algo. Cuando me besó, me dijo que le curase las heridas que ella no podía. Estaba triste, encerrada en sí misma a pesar de estar un poco achispada. ¿No recuerdas a nadie en la cena con esa descripción? Llevaba un vestido azul eléctrico.
—En la cena había cientos de personas. Y no es que seas muy preciso en tu descripción.
Su amigo suspiró.
—Ya la encontraré. Aún nos quedan unos días en este barco. Necesito saber, por lo menos, el nombre. Y devolverle los zapatos —añadió con una sonrisa al pensar que los tacones estaban en el camarote.
En todo ese día, ni al siguiente, Fernando encontró a su Cenicienta por todo el crucero. La buscó por todos lados, pero ni rastro de ella. ¿Dónde se habría metido?
Esa mañana Fernando se levantó temprano, decidió ir a nadar a la piscina de cubierta. A esas horas, apenas habría gente y podría hacerlo con tranquilidad, al mismo tiempo que disfrutaba del aire fresco de la mañana.
Al llegar vio que alguien se le adelantó. En una tumbona solitaria había una toalla con objetos personales, y una persona estaba en la piscina haciendo largos sin parar. Nadaba muy bien, se quedó observándola mientras se deshacía de la camiseta para meterse en el agua. Ella paró para tomar aire y descansar, y entonces alzó la vista hacia él. Fernando reparó en sus ojos, aquellos ojos negros que había buscado, casi sin descanso, durante dos días por todo el barco.
Ella lo miró, lo reconoció y adivinó, por la expresión del hombre, que él había descubierto quién era. Sin decir nada, se volvió, sumergió la cabeza de nuevo en el agua y comenzó a nadar a gran velocidad. Trató de alejarse de ese individuo que la observaba con una sonrisa de triunfo.
Con una inmensa alegría, Fernando se lanzó al agua con agilidad. Con la velocidad de un rayo se situó delante de la muchacha impidiéndole continuar.
Ella no se lo esperaba cuando tropezó con él. Alzó la vista y lo miró molesta.
Él la observaba con una gran sonrisa.
—¿Hoy no necesitas que te cure ninguna herida? Estoy completamente dispuesto —le dijo sin dejar de mirarla al detalle.
—Creo que me confunde. —Lo apartó del camino con altanería, mostrándose casi indignada.
Con descaro, Fernando se situó de nuevo al lado impidiéndole nadar.
—Creo que no. No ibas tan borracha la otra noche como para no recordarme, aunque claro, siempre podemos hacer memoria.
De repente, la tomo entre sus brazos y la besó casi a la fuerza. Le molestó que ella le negase lo sucedido la pasada noche entre ellos.
En un principio, Miranda opuso resistencia, lo empujó con las manos en los anchos y formados pectorales, sin embargo en cuestión de segundos su cuerpo y su labios cedieron al deseo y a esos maravillosos besos.
—¿Me recuerdas ahora? —le preguntó él entre besos sin soltarla. Reteniéndola pegada a su cuerpo.
Ella tomó conciencia de la realidad, lo miró enfadada, se deshizo de su cercanía y le dio una bofetada. Luego se alejó nadando, dispuesta a salir de la piscina.
Él soltó una carcajada por aquella actitud tan recatada que no esperaba y la siguió. A la salida de la piscina la tomó por el brazo, volviéndola y encarándola.
—Tengo tus zapatos, Cenicienta —le dijo con la mejor de sus sonrisas.
Fue en ese instante, cuando Miranda recordó que había llegado al camarote sin sus zapatos preferidos. Se los regaló su padre un día que salieron a comer juntos y al pasar por un escaparate ella los vio y se los quedó mirando. Alberto no dudó en entrar y hacerle el caro regalo.
—Devuélvemelos. Son un regalo —le exigió.
Él le sonrió satisfecho, devorando el magnífico cuerpo de ella en bikini.
—Ya veo que has recordado, Cenicienta. Los tengo en mi camarote. Te los devolveré esta noche, ¿aceptas una invitación a cenar?
—No ceno con desconocidos —pronunció tajante.
—Pero sí besas a desconocidos. ¿No crees que es una gran contradicción? —se burlaba de ella.
—Eso… fue… un malentendido —trataba de excusarse. Había conseguido ponerla nerviosa.
—He de reconocer que me gustó demasiado el malentendido. ¿A ti no? Llevo pensando en ese malentendido —y recalcó estas últimas palabras—, casi dos días.
Miranda miró a ese hombre, de cuerpo perfecto y mojado, que tenía ante sus ojos y le mostraba una sonrisa de canalla.
—No voy a cenar contigo. Puedes quedarte con los zapatos. —No iba a ceder a los chantajes de ese hombre para recuperar los zapatos—. Aunque no creo que te sienten bien. —Comenzó a alejarse dándole la espalda y sin despedirse de él.
En un impulso Fernando fue tras ella, la tomó por la cintura, rodeándola con su torso por la espalda, inmovilizándola. Le dio un beso en la mejilla y sintió cómo ella se estremeció al contacto.
—Si quieres tus zapatos, te espero a las doce de la noche en el mismo lugar donde me besaste, allí estaré Cenicienta —le susurró en el oído rozándola con el aliento.
Luego se alejó tras dejarla allí plantada.
Algo le decía a Fernando que ella iba a acudir, había sentido la reacción de su cuerpo al besarla, no le era indiferente como trataba de mostrarle.
La medianoche se acercaba y Miranda estaba en el salón de juegos con Víctor y Paloma. Víctor coqueteaba con un chico y Paloma se dio cuenta de la inquietud que embargaba a su amiga.
—¿Qué te ocurre? Has mirado la hora mil veces en los últimos veinte minutos —le preguntó con disimulo.
—Nada —dijo Miranda tras consultar de nuevo el reloj.
Eran las doce menos cuarto.
—¿Nada? Miranda te conozco, suéltalo ya.
Ante la mirada de su amiga, Miranda le contó el encuentro con el desconocido en la piscina esa mañana y la cita que le propuso.
Paloma la convenció de inmediato, y le hizo ver que si no iba se arrepentiría al día siguiente y probablemente el resto de la vida.
Tras meditarlo y haciéndole más caso al corazón que a la razón, Miranda se levantó de la silla cuando faltaban solo dos minutos para las doce y se dirigió apresurada al punto de encuentro.
Llegó al punto de encuentro cuando eran las doce y un minuto, para su decepción el desconocido no estaba por allí. Había algunas parejas que caminaban por cubierta, pero ningún hombre solo. Esperó, se apoyó en la barandilla y contempló el mar sin dejar de aguardar su llegada, estaba inquieta y nerviosa.
A las doce y diez un trabajador del barco uniformado se acercó a Miranda. Desde que llegó, paseó una mirada inquieta por todas las personas que estaban en cubierta, en busca del hombre que la besó.
—¿Espera usted a un joven en este lugar a las doce de la noche? —le preguntó con amabilidad un chico joven.
Miranda miró alrededor, pero no vio al desconocido. Asintió con recelo a la persona que tenía justo enfrente, al hacerlo este le extendió un sobre.
—Tome señorita.
—Un momento, ¿qué es esto? —le preguntó intrigada sin saber si aceptarlo.
—Me dieron órdenes de dárselo esta noche a la mujer de pelo negro que esperase aquí a las doce.
—¿Quién? ¿Sabe el nombre? —preguntó con insistencia.
—No lo sé. Solo sé que es el doctor que tuvo que abandonar el barco esta misma tarde en el helicóptero porque un cocinero sufrió un terrible accidente en la cara.
—No sabía nada de ese accidente —se quedó perpleja.
—El señor estaba en la pizzería, donde ocurrió el accidente, y atendió al cocinero al instante. Insistió en acompañar personalmente al hombre hasta el hospital. Las quemaduras eran graves, dijo. Quería cerciorarse de que lo atendiesen de inmediato.
—¿Cuándo le dijo que me entregase esto?
—Antes de montar en el helicóptero junto con otro médico del barco. Yo lo acompañé hasta allí con el herido. Somos compañeros de camarote —le aclaró.
Miranda asintió. Tomó el sobre que le extendía y le sonrió.
—Gracias.
El hombre se marchó con discreción y la dejó sola.
Miranda abrió el sobre enseguida, en él había una nota escrita con mala caligrafía en una simple servilleta, donde le decía:
“Siento mucho no estar ahí, Cenicienta. Tengo tus zapatos. Espero volver a verte”.
Nada más.
Miranda le dio la vuelta a la servilleta cuadrada y nada. Ni un nombre, ni un número de teléfono, ni de camarote. Nada. Ni señales de sus zapatos.
Volvió a meter la servilleta arrugada en el sobre completamente indignada y se marchó al camarote con paso ligero. Cuando llegó, se tumbó en la cama con la nota entre las manos, pensó si lo volvería a ver y si volvería al crucero en el próximo puerto.
Al día siguiente, ni al otro, ni al otro, Miranda pudo averiguar nada más sobre la identidad del médico que abandonó el barco en helicóptero con el trabajador herido. Nadie sabía el nombre, tan solo que no volvió al crucero porque el helicóptero no regresó más.
Miranda conservaba la esperanza de que aquel día, cuando alcanzasen puerto él subiese a bordo, pero no fue así.
El crucero terminó y no volvió a saber nada más de aquel desconocido que besaba tan bien.
Y él, se quedó con sus zapatos de Prada.