18
Llegó San Valentín, el día de los enamorados. La cena en Beltrán acogería a unas sesenta personas, en años anteriores fueron más del doble, sin embargo en esta ocasión Lorena tan solo invitó a los amigos más íntimos.
Todos los años era una cena benéfica, y con lo recaudado Lorena y Melania ayudaban a los niños y familias más necesitadas de la ciudad.
Con una última mirada en el espejo, admirando el vestido en color gris plata de corte asimétrico que escogió para la cena de San Valentín, Miranda se dijo que por fin le daba uso al caro diseño que le regaló su madre un año atrás. Se retocó un poco el pelo con la mano, le gustó el moño informal que le habían hecho para aquella noche, y se dijo que el vestido era lo suficientemente deslumbrante como para llevar alguna joya de las muchas que tenía.
Cogió la cartera y cuando se disponía a abandonar la habitación para marcharse, tocaron a la puerta. No podía ser nadie más que Fernando.
—¡Pasa! —le dijo.
Fernando abrió la puerta con ímpetu y se encontró con Miranda de frente, se quedó sin habla nada más verla. Tenía ante sí a la mujer más maravillosa que hubiese visto jamás. Tuvo que meter ambas manos en los bolsillos del pantalón del traje chaqueta negro para no ponérselas encima a Miranda. La devoró con los ojos sin apenas darse cuenta de ello. Ese vestido ajustado a su perfecta cintura hicieron que fantaseara con lo que llevaba debajo y despojarla de él entre ardientes besos y caricias.
—¿Necesitas algo? —Miranda lo sacó de sus pensamientos al ver que no le decía nada.
Fernando volvió a tocar tierra al oír su voz.
—Pensé que podríamos ir juntos a la cena. No sé dónde queda exactamente Beltrán. ¿Te viene a recoger alguien? —le preguntó temeroso de esta respuesta.
—No, voy en mi propio coche. Podemos ir juntos. —Estaba ya encaminándose hacia la puerta.
Con aire distraído Miranda lo observó al pasar junto a él y cederle el paso para salir de la habitación. Estaba guapísimo, vestido con traje negro, camisa blanca y corbata estrecha en negra, llevaba un abrigo negro en la mano. Miranda pensó que hoy estaba especialmente atractivo, esos ojos color canela tenían un brillo especial y la característica barba recién recortada le daba un aire muy seductor, sin duda causaría sensación en la cena. Estaba segura de que iba a ser el blanco de todas las miradas, tan apuesto y elegante como su propio padre, no podía negarse que era su hijo, seguramente, muy a su propio pesar, heredó más cosas de Alberto Miller de las que hubiese deseado.
Cuando llegaron junto al garaje, Fernando se dirigió al BMW negro, le abrió galantemente la puerta a Miranda y le sostuvo esta mientras ella acomodaba el vestido. Se quedó mirándola por unos instantes, ella no lo miró, tenía la vista fija al frente, prefería no cruzar la mirada con él en los espacios reducidos.
Fernando sonrió, se inclinó con agilidad y le rozó la piel con sus ardientes manos mientras le abrochó el cinturón de seguridad sintiendo el perfume tan característico que siempre envolvía a Miranda. Al retirarse la miró a los ojos con una sonrisa y cerró la puerta sin decir nada, pero los dos quedaron bastante afectados por ese simple acercamiento.
Luego, dejó el abrigo en el asiento de detrás y entró en el coche poniéndolo en marcha. Volvió a mirar a Miranda con una sonrisa encantadora y se encaminaron a la salida de la propiedad mientras dos corazones latían demasiado alterados y dos personas trataban de refrenar sus deseos.
Durante el trayecto hasta Beltrán, la única conversación entre ambos fueron las indicaciones que Miranda le dio para llegar al lugar. Mientras, ella pensaba que no habría estado mal un cumplido por su parte, y ensimismada en estos pensamientos lo observaba conducir con el semblante serio y concentrado en el tráfico.
Aparcaron en la zona reservada de Beltrán y se dirigieron al restaurante, ya se encontraban allí un buen número de personas. Ellos llegaban quince minutos tarde. Entraron juntos y todas las miradas se volvieron hacia ellos de inmediato.
—Han llegado los herederos. Todos nos miran —le dijo Fernando a Miranda en un susurro al oído, mientras observaba a toda la gente que no les quitaban ojo de encima.
—Todos te miran a ti —le aclaró ella—. A mí ya me conocen, no es nuevo que fuera heredera de mi padre.
Con un simple visual del lugar, Fernando observó que todo el local estaba decorado en rojo, y la gran mayoría de las mujeres esa noche vestían de rojo.
—La gran mayoría de las mujeres visten de rojo —le dijo al pasear la mirada por el vestido de Miranda—. ¿Tu vestido es una declaración pública de que eres libre y no estás enamorada?
Fernando pensó que era su oportunidad de enterarse de primera mano, y sin preguntárselo directamente, si tenía o no algo con otro hombre.
Miranda lo miró de mala gana y puso los ojos en blanco.
—Durante años asistí a esta cena con mi pareja, de la que estaba muy enamorada, y jamás vestí de rojo —se dio media vuelta y se alejó al divisar a su madre y Paloma que le hacía con la mano para que se reuniese con ellas.
Fernando se quedó allí plantado mientras observaba cómo Miranda se alejaba con su aire elegante y sofisticado para mezclarse con los demás invitados, en menos de un segundo estuvo rodeada de gente. Luego observó a su alrededor tratando de buscar a Román, que también fue invitado, ya que era a la única persona que le apetecía ver en aquella cena que nada más llegar deseó que concluyese de una vez por todas.
Lorena acudió en su ayuda al verlo solo, le dio un cariñoso beso y lo tomó del brazo enlazándose a él. Lo llevó hacia un grupo de personas para presentar al desconocido hijo de Alberto Miller.
Como una buena anfitriona y fiel a todos los años que acudió a aquella cena, Lorena sí vestía de rojo, siempre asistió de ese color. Ella estaba total y completamente enamorada de su marido, y así iba a ser hasta el fin de sus días. A pesar del dolor que llevaba en su interior por la pérdida de su gran amor, lucía espectacular, radiante, con un vestido en gasa, largo, con mangas transparentes hasta las muñecas y escote en uve, muy similar al que lució la primera vez que acudió a esa cena. Llevaba una maravillosa gargantilla en oro blanco que le regaló Alberto por el nacimiento de Marta. De alguna forma, aquella noche él estaba allí con ella, junto a su pecho.
Cuando la cena terminó y estaban con los postres, Carlos se levantó y fue a poner en marcha un encargo que tenía para aquella noche.
—Buenas noches, señores —dijo al tomar el micro del escenario—. Espero que hayan disfrutado de la fantástica cena. Siempre es un placer comer en Beltrán. Creo que no olvido este día nunca por la maravillosa comida que degustamos. —Los invitados estallaron en carcajadas por ese comentario—. Este año no está con nosotros una persona muy importante para todos los que estamos aquí y especialmente para una —dijo refiriéndose a Lorena y mirándola directamente, ella se emocionó—: Él no ha querido dejar de estar presente hoy.
Y dicho esto, tras de sí, proyectada en una pantalla, apareció la imagen de Alberto Miller sonriente.
La voz de Carlos abandonó la megafonía y comenzó a sonar en español el tema de la película de Dirty Dancing, “time of mi life”, el tiempo de mi vida.
Nada más escuchar las primera notas, Lorena no pudo evitar las lágrimas al ver la imagen de su marido allí, tan guapo como siempre, y aquella música y esa letra que decían tantas cosas y despertaban tantas emociones.
De repente, apareció un camarero a su lado y le entregó un enorme ramo de rosas rojas. Era el ramo más espectacular que jamás había recibido, dentro había una nota. Lorena la leyó mientras la canción sonaba a un gran volumen que evitaba que oyese el murmullo de los demás, las luces se bajaron y solo quedó iluminada la imagen de Alberto proyectada sobre una pared.
Lorena leyó la nota emocionada y con lágrimas en los ojos.
“Sabes que eres el amor de mi vida, lo nuestro es un amor inmortal, siempre estaré contigo. Te amo, mi amor. Feliz día de los enamorados. Espero que te guste mi regalo”.
Alberto Miller.
Sonrió al pensar que le encantaba el regalo, él siempre lograba sorprenderla. Recibir esas rosas rojas… Todos los años recibía un ramo de su marido, y aquel año ya lo había echado de menos.
Se limpió las lágrimas que le empañaban los ojos y pudo ver que dentro del gran ramo había una cajita negra de terciopelo, la abrió y encontró un impresionante anillo en oro blanco. Al tomarlo con manos temblorosas para ponérselo, observó que tenía una inscripción que la hizo llorar de nuevo: “para siempre”.
Se lo colocó y recibió el emotivo abrazo de Miranda que también tenía lágrimas en los ojos. Cómo adoraba a su padre, siempre anheló encontrar a un hombre como él, que profesase tanta devoción y amor por ella como el que Alberto mostraba todos los días por su madre. El suyo era un amor casi de película, cada día se amaban con más intensidad. De adolescente, se sentía hasta incómoda en algunas ocasiones por las constantes muestras de amor entre ellos. Pasaron veintidós años de amor como si fuesen adolescentes en sus primeros días de noviazgo, se amaban de una forma que causaban una gran envidia sana en todos a su alrededor.
Tras una noche de intensas emociones, Lorena decidió marcharse temprano de la fiesta junto con Carlos y Andrea. En esta ocasión no despediría hasta a el último invitado como hizo siempre. Pero antes de irse, le dejó encomendado a Miranda que despidiese a los invitados junto con Melania, la otra anfitriona de aquella cena.
Miranda no había coincidido aún con Ricardo esa noche, a la llegada al restaurante saludó a sus padres con los que seguía manteniendo una buena relación. Ricardo llegó un poco tarde, y por esto no pudo hablar con Miranda hasta bien entrada la noche. Se saludaron con un cordial beso de amigos, lo sucedido la última vez que se vieron en casa de Miranda había quedado atrás.
Mientras Fernando charlaba con Román, su amigo se despedía de él, los observó charlando animadamente y no le pasó desapercibida la mirada de Ricardo al recorrer el cuerpo de Miranda. Le molestó verlos hablar y sonreír, tanto que le cambió el humor y deseó abandonar la fiesta de inmediato.
En un arranque de celos incontrolados que ni él mismo fue capaz de dominar, Fernando se acercó a la pareja que no se percató de su presencia hasta que les habló.
—Miranda, es muy tarde ya. ¿Nos vamos? —pronunció esas palabras como si ella le perteneciese tras posarle una mano en el bajo de la espalda.
—Le prometí a mi madre que despediría a todos los invitados, tú puedes irte. Me iré en un taxi —le dijo algo molesta. No le gustaba como Fernando miraba a Ricardo.
—Yo la llevaré a casa —se ofreció de inmediato Ricardo con una sonrisa encantadora.
Fernando tuvo que reprimir el impulso de coger a Miranda y sacarla del alcance de ese tipo que la miraba con ojos de cordero degollado. Y sin duda, tendría todas las intenciones de pasar la noche con ella y él no lo iba a permitir.
—Está bien, solo te decía de irnos juntos a casa para que tú llevases el coche de vuelta, yo he bebido un par de copas de más. —Fernando, que no le quitó ojo en toda la fiesta, observó que Miranda apenas bebió—. Pero no te preocupes, me encuentro bien y el trayecto es corto, buenas noches —dijo con una leve inclinación de cabeza y se volvió sobre los talones dándoles las espalda.
Aún no había dado dos pasos seguidos cuando oyó la voz de Miranda.
—¡Espera! —Fernando se volvió hacia ella y pudo observar cómo se despedía de Ricardo—. Vamos, no quiero tener en mi conciencia tu muerte. Las llaves del coche —le ordenó y extendió la mano para que se las entregase. Fernando las depositó en la mano y sonrió para sí al salir victorioso y fue tras ella que caminaba dándole la espada.
—Tu ex novio sigue enamorado de ti. —Le soltó Fernando a solas en el coche mientras ella conducía—. Solo hay que ver cómo te mira. —Posó los ojos en Miranda tras decir esto y la observó con la mirada fija en la carretera y el semblante serio—. ¿Por qué lo dejaste? ¿Aún estabas con él cuando nos conocimos en el crucero y me pediste que te curase tus heridas? —Era una duda que le reconcomía por dentro desde que escuchó hablar de Ricardo.
—Eso no es asunto tuyo. No te metas en mi vida. — Miranda volvió la vista hacia él cuando se pararon en un semáforo. Él la notó muy cabreada—. ¿Te pregunto yo si tienes novia o algo parecido?
Fernando le sonrió, pareciera que le divertía sacarla de sus casillas, se mostraba de un humor estupendo mientras ella cada vez estaba más incómoda por cómo la escrutaba con la mirada y esas preguntas que no esperaba.
—Muy poco delicado por tu parte acostarte con un hombre sin saber su situación sentimental —bromeó él.
—Discúlpame, no tuvimos tiempo de ponernos al día. Fue todo demasiado rápido —le respondió con un dardo envenenado.
—¿Tienes remordimientos por lo que pasó entre nosotros? —le preguntó con el mismo humor y una sonrisa, disfrutaba al verla así.
—¿Los tienes tú? —le espetó taladrándolo con sus intensos ojos negros. Ya habían pasado la verja de la propiedad de la casa.
—No le debo explicaciones de mis actos a nadie. Y jamás me arrepiento de una buena sesión de sexo como la que tuvimos. Fue breve pero del bueno.
Miranda sintió que ardía por dentro tras escuchar ese comentario.
—Yo tampoco le debo explicaciones de mis actos a nadie —le manifestó de forma cortante.
—Sin embargo parece que ese tal Ricardo, con ese aire de niño bueno, te importa demasiado —le dijo mordaz.
—Es un buen hombre —lo fulminó con la mirada—. No te atrevas a criticarlo.
Ya habían llegado junto a la puerta principal. Miranda dejó el coche fuera, no lo guardó en el garaje, deseaba deshacerse de la incómoda conversación con Fernando y respirar aire fresco.
—Sí, me importa, y mucho —le espetó ya con el motor apagado—. Lo quiero muchísimo. Solo que lo nuestro es imposible.
—¿Te fue infiel y por eso lo dejaste? —Fernando se deshizo del cinturón de seguridad y se volvió hacia ella impidiéndole salir del coche. La tomaba del brazo.
—No te importa por qué rompí con él. Te sobra saber que es una persona muy importante para mí.
—La otra noche cuando estuvimos juntos no parecías echarle mucho de menos. Te sentí viva y entregada por completo. Eras completamente mía, en cuerpo y alma.
Un ambiente tenso se respiraba en el reducido espacio del coche, Miranda se llenó el pecho de aire, se deshizo del agarre de Fernando y salió del coche tras dar un sonoro portazo. No pensaba seguir con aquella conversación, no saldría nada bueno de todo aquello. Ignoró su sonrisa de diablo, le dio la espalda y subió los escalones de la entrada mientras se recogía el largo vestido para no pisarlo.
Justo en ese instante, cuando tenía la vista clavada en los zapatos que quedaron al descubierto, Miranda recibió un fuerte golpe, sin divisar de dónde provenía. Este la hizo caer al suelo de inmediato. Algo atontada alcanzó a abrir los ojos y logró divisar a un hombre con la cara cubierta, llevaba un pasamontañas negro y la amenazó con una navaja en su esbelto cuello mientras la puso en pie de malas maneras. El desconocido se situó detrás de ella que en esos momentos podía notar la frialdad del metal y la afilada hoja sobre su piel.
En medio de todo el miedo que se apoderaba de su cuerpo, alzó un poco la vista, temerosa por la suerte de Fernando, y vio cómo él se deshacía con facilidad de otro atacante con el rostro también oculto. Lo redujo en cuestión de segundos y dejó al hombre inconsciente en el suelo. Luego fue desesperado hacia donde estaba Miranda. Su atacante al ver que Fernando se acercaba hundió más fuerte la navaja contra la garganta de Miranda, tanto que ella notó un leve pinchazo.
—Si das un paso más, la mato —le advirtió el intruso.
Miranda vio que Fernando se quedó quieto frente a ella. La miraba con preocupación en los ojos. Extendió las manos haciéndolas visible para que su oponente pudiera ver que no tramaba nada.
Fernando supo de inmediato que aquellos dos hombres no eran unos simples ladrones. El hombre al que había reducido era casi tan bueno como él en kárate. Estaban allí e iban a por ellos, no a robar a la lujosa casa.
—La alarma ha saltado —le advirtió—. La policía estará aquí en menos de tres minutos. Tienes la oportunidad de salir sin que te detengan. Suéltala y vete —lo apremió para que desistiera de sus intenciones de hacerle nada a Miranda.
El hombre del pasamontañas negro se quedó pensativo por unos segundos, sabiéndose en un callejón sin salida. Tomó a Miranda fuertemente por ambos brazos y la lanzó contra Fernando. Él la recibió evitando que cayese y la protegió con el pecho.
El ladrón salió a correr por el jardín, alejándose de la casa. Era un hombre joven y ágil. Saltó por la verja lateral y escucharon que huyó en un coche.
Tres coches de policía llegaron a la propiedad de inmediato, cogieron al ladrón que aún permanecía inconsciente al lado del coche, y le preguntaron a Fernando y Miranda si se encontraban bien. Ambos asintieron.
Fernando aún abrazaba con fuerza a Miranda, la tenía entre los brazos como protegiéndola con su vida y no deseaba soltarla. Ella temblaba por lo sucedido, y así entraron a la casa juntos.
La policía comprobó que no había nadie más por toda la propiedad, los ladrones no llegaron a entrar dentro de la casa, burlaron la alarma de la entrada de la verja principal, pero aún no habían conseguido entrar en el hogar, estaban a punto de hacerlo cuando Miranda apareció en el porche.
Ya sentados juntos en el sofá del salón, hablaban con la policía y les relataban cómo ocurrió todo desde que llegaron a la propiedad. De repente, Miranda observó que Fernando tenía sangre en la camisa blanca.
—¿Estás herido? —le preguntó alarmada, palpándole el abdomen para ver de dónde provenía la sangre.
—No es mía, estás herida —observó que ella tenía un corte en el brazo que le sangraba. Se puso en pie y se disculpó con los policías de inmediato, haciendo que Miranda se levantase junto con él—. Tengo que curarle el corte. Es todo lo que acabamos de decirles. Mañana nos pasaremos para confirmar nuestra declaración.
Ambos policías asintieron y comprendieron que el corte necesitaba ser atendido.
—Estaremos un rato ahí fuera por si encontramos huellas u otra pista que nos sea útil. Están acabando de reparar el sistema de alarma de la verja principal, señor Miller. Todo parece indicar que se trataba de un robo a esta casa que ha permanecido cerrada durante seis meses, quizás los ladrones no estaban informados que llevan viviendo aquí unas semanas y han sido sorprendidos por ustedes.
—Bien —dijo Fernando indiferente, discrepaba con su teoría—. Si nos disculpan.
Salió con Miranda cogida del brazo hacia la cocina. Cuando llegaron hizo que se sentase en un taburete y fue en busca de un botiquín.
En silencio, le curó el corte que le sangraba en el brazo. Miranda también estaba en silencio, la observó y una vez más se sorprendió ante una espectacular mujer que cada día le demostraba que no era lo que aparentaba ser. Cualquier otra que hubiese sido agredida aquella noche, habría estallado en un ataque de nervios y pánico, algo normal y comprensible después de lo sucedido. Miranda en todo momento se mantuvo en su lugar, no montó una escena de llanto ni se mostró débil y asustada antes los policías, todo lo contrario, colaboró en la declaración con aplomo, sin nervios ni titubeos. Fernando admiró su actitud, cuando más preocupada la había notado fue cuando creyó que él estaba herido, ni siquiera se alarmó al decirle él que la sangre era de ella misma. Aquella noche pudo comprobar que no era la niña mimada y débil que pensó en alguna ocasión. Miranda era decidida y valiente, una mujer en toda regla.
—Te has arruinado el vestido con la sangre del corte y tienes un golpe en la cara que mañana será un buen moretón, por lo demás creo que estás bien, Cenicienta —le dijo a modo de romper el tenso silencio que llevaron mientras la curó con pericia.
—Gracias, doctor —le mostró una amable sonrisa de agradecimiento. Esta era sincera. Bajó la vista hacia sus manos en el regazo y con la voz cortada por el pánico que sentía en esos momentos le expresó—: No dejo de pensar qué hubiese ocurrido si llegas a venir solo. Eran dos, Fernando.
—Habría podido con ellos —intentaba tranquilizarla.
—¿Dónde aprendiste a pelear tan bien? —le preguntó confusa.
Verlo pelear con tal maestría la dejo sin palabras.
—Un amigo me inició en un curso de kárate, me gustó y soy cinturón negro.
—Vaya… —estaba sorprendida— Lo recordaré. —Ambos sonrieron cómplices—. Quizás te pida que me enseñes algunas llaves de defensa personal.
El ambiente pareció relajarse un poco, Fernando asintió de buen grado y la acompañó hasta el principio de las escaleras que llevaban a la planta de arriba.
—Estoy cansada, me voy a mi habitación. ¿Despides tú a todos estos? —Se refirió a los agentes de policía que aún andaban por casa y el jardín tratando de encontrar algo.
Él asintió con un gesto amable.
—¿Estás bien? —no pudo evitar la pregunta antes de que se marchase.
—Sí —le mintió, apartó la vista de la suya y se dio media vuelta.
Fernando la observó subir las escaleras con decisión y luego salió al porche para hablar con la policía.
Al cabo de una hora la alarma quedó completamente restablecida y la policía se marchó de la propiedad.
con paso cansado Fernando subió a su habitación, se dio una ducha y se colocó el pantalón del pijama. Fijó la vista en el reloj de pulsera que dejó sobre la cama, lo cogió en las manos y observó que eran las cuatro y media de la madrugada. Le hubiese gustado ir a ver cómo estaba Miranda, pero a esas horas seguro que ya estaba dormida.
Todo los acontecimientos de esa noche no lo dejaban dormir, estaba inquieto y pensativo. Se tumbó en la cama con los brazos tras su cabeza y se dejó llevar por los pensamientos que lo acechaban. Al cabo de una hora aún estaba desvelado.
En un impulso, salió de la habitación por la puerta que daba a la piscina cubierta, cruzó la estancia y entró en la habitación de Miranda con cuidado, tenía curiosidad por ver si se encontraba bien. Entró con cuidado de no hacer ruido y vio que todo estaba oscuro, fue hasta la cama pero ella no se encontraba ahí, desvió la vista alarmado y la vio delante de la gran cristalera que daba a la parte trasera de la casa. Esa zona del jardín siempre permanecía iluminada en la noche, a través de aquella luz que entraba por los cristales vio la silueta de Miranda. Estaba de pie y se la veía abstraída observando el infinito, sumida en sus propios pensamientos y abrazada a sí misma, sin ser consciente que él estaba muy cerca de ella.
Con un sigilo asombroso Fernando se acercó sin hacer ruido. Miranda no sintió su presencia hasta que estuvo justo detrás de ella, la rodeó entre sus brazos y acercó su espalda a su ancho y musculoso pecho desnudo. Al notarlo, Miranda se alarmó de inmediato, pero él la tranquilizó haciéndola sentir segura.
—Soy yo. No te asustes. —Sintió cómo ella se relajó al instante—. Yo tampoco puedo dormir —le susurró en el oído.
Ninguno de los dos dijo nada más, permanecieron abrazados durante un largo tiempo sin decir ni una palabra, ambos miraban al infinito a través del cristal, sintiendo los latidos de sus corazones alterados por la proximidad de sus cuerpos.
—Podríamos estar muertos a estas horas. Los dos, o uno de nosotros —dijo Miranda sintiendo aún el miedo en el cuerpo. Él la notó estremecerse.
—No lo estamos. —Acarició su mejilla con delicadeza, después depositó un suave beso en la misma mejilla y le acarició el cabello con paciencia y ternura.
Las ganas de llorar sobrevinieron a Miranda, cerró los ojos y se recostó aún más sobre él que la abrazó más fuerte. Le embargaba la emoción de estar así en esos momentos con Fernando, se sentía segura y protegida. Las rodillas le fallaron, se sintió mareada y débil, sin apenas fuerzas. Él lo notó y la llevó hasta la cama en brazos, y sin dudarlo se metió allí con ella. Miranda no protestó, ambos necesitaban del calor, contacto y compañía del otro en esos momentos. Se acomodaron abrazados y se dejaron embargar por el sueño. Miranda encontró en los brazos de Fernando la paz que necesitaba.
Tener a Miranda entre sus brazos como la tenía en esos momentos, lo hizo sentirse muy bien. Necesitaba comprobar que su Cenicienta se encontraba bien, la sola idea de que a ella le hubiese pasado algo malo en manos de aquel ladrón le hizo estremecerse sobremanera. Ene se instante, Fernando se dio cuenta que nunca en su vida le importó tanto algo o alguien como en esos momentos le importaba Miranda. La estrechó entre sus brazos con fuerza, consciente de que estaba metido en un buen lío, justo del que había huido durante mucho tiempo; estar completa y perdidamente enamorado de una mujer como Miranda Miller. Una mujer orgullosa, independiente, decidida y enamorada de otro hombre que no era él.
A lo largo de su vida Fernando rompió tantos corazones, que ahora le tocaba sufrir a él. Era un castigo, pensó reteniéndola entre sus brazos, una penitencia que llevaría en el más absoluto de los silencios. Siempre deseó encontrar una mujer que le hiciese sentir algo diferente, que fuese diferente a todas las demás, ella era sin duda alguna Miranda Miller. Desde que la miró por primera vez a los ojos y la besó en aquel crucero, algo ocurrió en su interior, se dijo que ella era la mujer. Desde que la hizo suya, dudaba que volviese a obtener con ninguna otra lo que tuvo con Miranda aquella noche de sexo desenfrenado. Pero no podía hacer nada, Miranda estaba enamorada de otro, y él no era segundo plato de nadie, ni mitigaba el amor de ninguna mujer, era demasiado orgulloso en ese sentido.
Tanto Miranda como Fernando eran demasiados orgullosos, fuertes, decididos y testarudos, muy parecidos en ciertos aspectos, y eso era lo que le fascinaba a Fernando de ella. Miranda no era una mujer callada, noble y sumisa, ella era de las que afrontaban cualquier reto con valentía, plantaba cara, luchaba y discutía en cualquier aspecto de su vida.