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QUIERO VERTE
Lola volvió al trabajo muy morenita. Todo el mundo alabó lo guapa que estaba, pero nadie sabía que no había pisado la playa ni un día. Se había dedicado a untarse autobronceador con mucho mimo. Cuando le empezaran a salir ronchas ya se preocuparía por disimularlo con unos buenos polvos de sol. Pero ahora debía disfrutar de su victoria.
Sergio la recibió con una sonrisa espléndida y comedida y cuando su estómago no reaccionó vibrando, se dio cuenta de que casi lo tenía superado. Poco a poco. Llegaría un día en el que ni siquiera lo recordaría como nada más que aquel chico con el que todo fue un poco complicado.
Miré el teléfono fijamente y tragué saliva, pero me dio la sensación de que tragaba piedras. Quería llamarle. Quería llamarle y decirle que deseaba verle. Quería llamarle, decirle que necesitaba verle para poder besarle. Y quería decirle que no quisiese a otra. No decírselo, pedírselo. Pero no podía.
Todas nos sentimos débiles de vez en cuando del mismo modo que todos cometemos errores continuamente. Yo siempre he sido de la creencia de que existen personas con las que uno puede permitirse el lujo de parecer humano y otras con las que no. Lola pertenecía al primer grupo, al menos en cuanto a mí. Que se cuidaran muy mucho sus enemigos y ligues de mostrar sus puntos débiles frente a ella, porque era una espartana. Pero por eso mismo, a pesar de que la quería, me comprendía y jamás me juzgaba, ir a llorarle porque me moría de ganas de ver a Víctor me daba vergüenza. A mí me entendería, pero la espartana que vivía dentro de ella tendría ganas de tirarme desde lo alto de un acantilado, por débil.
Nerea no era espartana, desde luego, pero era una peligrosa victoriana. Era como ir a contarle a tu madre qué tal es en la cama el muchachote con el que te ves. Bueno, a lo mejor no tan exagerado, pero lo que menos necesitaba yo en aquel momento era una charlita de las suyas sobre las cosas que puede y no puede hacer una señorita bien. Ahora que ya no estaba casada, volvía a entrar en el círculo de amistades necesitadas de su coaching sentimental y, la verdad, pasaba mucho de ese rollo…
Así que allí que me planté en el portal de casa de Carmen con la excusa de que me contara todos los detalles de su boda. Qué ruin…
Carmen me abrió la puerta enérgicamente y con una sonrisa de oreja a oreja en la cara. Así era ella: vivaz. A pesar de que su expresión me calmó nada más saludarnos, vi a Borja poniéndose una chaqueta en el salón y me sentí una cortarrollos.
—Oh, nena, ¿tenías planes?
—No, no te preocupes. Borja se tenía que ir ya. —Sonrió—. ¿A que sí, mi amor?
—Sí, Valeria, no te preocupes. —Sonrió él en mi dirección—. Cielo, ¿dónde he dejado el tabaco?
—En la mesita de noche —gritó ella—. Pasa, Val, ¿qué te pongo? ¿Cerveza, té con limón, una coca cola light, un gin tonic, una copa de vino?
Le eché una mirada y sonreí. Había pronunciado una de las propuestas con más ganas que las demás. ¿Adivináis cuál?
—Lo que quieras estará bien. —Y le guiñé un ojo.
Borja salió del «dormitorio», le dio un beso en los labios a Carmen y vino hacia mí.
—Ha sido breve pero, como siempre, un placer —dijo con su preciosa voz de barítono.
—Igualmente. Y enhorabuena; aún no había tenido ocasión de decírtelo.
—Muchas gracias. Me ha tocado la lotería. —Sonrió y sus ojitos amarillos relampaguearon de ilusión.
Después se marchó, dejándome mucho más deprimida que antes. No por envidia, ni por celos, ni por avaricia. Deprimida porque a mí nunca me habían mirado con aquella expresión.
Cuando la puerta se cerró, como por arte de magia Carmen ya estaba sirviendo dos gin tonics en copas de balón llenas de hielo.
—Somos alcohólicas —sentencié.
—Tú vienes a «llorar las penas de tu corazón enamorao», como dice Bisbal, así que nada mejor que un copazo.
—¿Cómo lo sabes?
—La duda ofende. Te conozco. ¡Venga, escupe!
—Antes quiero decirte una cosa… —La miré, cogí mi copa y abriendo mucho los ojos le dije—: ¡Borja está guapísimo! ¡Pero, niña! ¿Qué le has hecho?
—¡Entregarlo al ejercicio del amor! Él está más delgado y mis nalgas son de acero.
Las dos nos echamos a reír y de repente me sentí mucho más relajada. Carmen tenía ese poder. Exhalaba comodidad y naturalidad por todos los poros de su piel. Así, le dio un trago a su copa y, repantigándose en el sofá, me animó a hablar.
—No me concentro. El brillo de tu anillo me va a dejar ciega —dije.
—Venga…, escúpelo. No busques más excusas.
Me mordí los labios, después las uñas y ya, para terminar, confesé:
—Le echo de menos. Le echo muchísimo de menos y ya no tiene solución.
—Todo tiene solución menos la muerte —sentenció.
—Esto no. Él ya está con otra chica y no puedo culparle. Yo lo dejé. Yo rompí porque me cagué de miedo. Siempre he criticado a las personas que hacen eso. Les llamaba cobardes y me creía mejor. Me creía valiente, pero solo era una atrevida inconsciente. Por eso me casé, por eso me dejé llevar demasiado con Víctor, por eso me divorcié y por eso escribí el libro sobre nosotras. Porque soy una inconsciente.
—No, no, no. —Negó con la cabeza y sus amplios y brillantes bucles bailaron alrededor de su bonita cara—. Te casaste enamorada cuando tenías veintidós años. Éramos unas románticas y sabíamos poco de la vida. Pero lo hiciste con la mejor de las intenciones: pasar la vida con el primer hombre del que te enamoraste. ¿Qué hay más bonito? ¿Y lo de Víctor? Tu relación con Adrián se estropeó, te hacía sufrir y Víctor apareció justo en el momento indicado. Te divorciaste para ser consecuente contigo misma y con lo mucho que habías querido a Adrián. El libro lo escribiste porque eres escritora. Punto y pelota.
La miré con resignación.
—¿Sabes? En el fondo todas esas cosas me dan igual. Solo me importa que echo de menos a Víctor y que ya no puedo hacer nada.
—Sí puedes hacerlo. Tienes muchas opciones. No todas son viables o… cómodas, pero menos da una piedra —dijo al tiempo que se miraba las uñas pintadas de rosa, purpurina y dorado—. ¿Te gusta mi manicura o roza lo kitsch?
—Roza lo kitsch. A ver, enumera mis opciones.
—Puedes llamarlo. Puedes enviarle un email. —Fue levantando deditos—. Puedes abrirte una cuenta de Facebook y agregarlo. Eso me gustaría. Yo podría cotillear. También puedes seguir viéndolo como amigos colándote en el grupo de amigos degenerados de Lola, a la espera de que vuelva a surgir, ya sabes, la llamita. Puedes ir a buscarle y tormentosamente confesarle que no has podido dejar de pensar en él. Puedes, no sé, ir y simplemente disculparte, decirle que no lo haces con ninguna intención y explicarle cómo te sientes. Si le preguntas a Lola te dirá muchas más opciones, no todas legales, eso sí…
—No. Ya no puedo hacer nada. Sería ridículo. —Me eché hacia atrás en el sofá.
—Valeria —suspiró—, yo estoy loca de atar y no controlo mis emociones. Nerea es fría y calculadora y Lola…, bueno, Lola no necesita explicación, más bien un exorcista. Pero tú siempre has sido la sensata porque has sabido equilibrarlo todo. Tú siempre has sido sincera y natural. Solo tienes que hacerlo una vez más.
—No te entiendo.
—Dices que te casaste con Adrián porque eras una loca irresponsable y todas esas cosas, pero lo que no te has parado a pensar es en por qué ese matrimonio que ahora te parece una absurdez duró seis años. ¿Sabes por qué lo hizo? Alguien tuvo que remar en la buena dirección y debo confesar que siempre me dio la sensación de que Adrián se dejaba llevar.
Me revolví el pelo, larguísimo, algo confusa.
—No sé por qué lo hice. ¿Por qué dejé a Víctor? Aún no sé decir por qué…
—¿Quieres que te lo diga yo? —Carmen dejó la copa sobre la mesa y se sentó en el borde del sillón.
—¿Me va a doler?
—Quizá un poco, pero lo que escuece cura, dice mi madre.
—Adelante.
—Rompiste con Víctor porque nunca creíste ser suficientemente buena para él. Todo lo que hacemos, decimos…, la forma en que miramos y el tono que le damos a las palabras…, todo comunica. Y es muy probable que le estuvieras dando continuamente la sensación de ser demasiado frágil y dependiente, cuando todos, incluso él, sabemos que no lo eres. Y ¿sabes? Como no lo eres y nunca lo has sido, a ti tampoco se te pasó por alto y no estabas cómoda. Era como calzar unos zapatos que te encantan y con los que andas de lujo, pero con los que piensas constantemente que te caerás. Al final el mínimo bordillo te hará caer, si no decides quitártelos antes. —Me quedé mirándola sin saber qué contestar—. ¿O no? El que Adrián apareciera en tu casa no fue más que la gota que colmó el vaso. Pero era un vaso que tú habías llenado hasta la mitad. En mi opinión, fue tu manera de volver a tener el control.
—Joder, Carmenchu. —Suspiré.
—Te he hecho daño. Lo siento —dijo al tiempo que me cogía la mano.
—No. —Negué con la cabeza—. Para nada. Es que suenas tan profesional…
—Sé que es duro escuchar a otra persona hablar de tu vida y de tus emociones de esa manera, pero…
—Pero —la atajé, levantando la cara— no es una persona cualquiera. Eres tú.
Ella sonrió y yo me acurruqué a su lado, dejando que me abrazara y me besara el pelo.
—¿Has pensado ponerte reflejos? Estarías muy guapa —dijo ella cambiando de pronto de tema.
—¿Y si está enamorado de ella? ¿Y si yo solamente fui un pasatiempo? —le contesté.
—Ay, cielo, lo dices con esa cara de angustia… ¿Y quieres quedarte para siempre con la incógnita? Haz magia. Si alguien que conozco puede hacerla, esa eres tú.
La miré apoyada en su pecho y ella me tocó una teta antes de echarse a reír. Esa era mi Carmen.