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NEREA Y QUÉ ENVIDIA ME DA TODO SIN QUERER ADMITIRLO

Tengo un montón de recuerdos que empiezan con la misma escena: todas nosotras en una cena en nuestro restaurante preferido, en el rincón reservado, esperando el carpaccio. Todas llevando encima la carga de las cosas que nos sobrepasan, que al salir de aquel restaurante pesarán menos, aunque siempre callemos algunas de nuestras ansiedades por no sentirnos tan débiles.

Carmen carraspeó cuando todas tuvimos las copas servidas. Sería la primera en participar en la terapia alcohólica del grupo.

—Chicas, la verdad es que quería contaros algo.

Cualquier otra chica habría vibrado de ilusión. Contarles a sus mejores amigas que iba a dar el gran paso al altar era un momento especial para cualquier chica, pero a Carmen le daba un miedo horroroso lo que pudiéramos pensar de ella. Pensaba que Lola bufaría y le diría que no esperaba algo tan típico de ella, yo le daría ánimos, aunque mi experiencia no fuera muy positiva, y Nerea gritaría de alegría y aplaudiría.

—¿Lo habéis dejado? —preguntó con voz triste Nerea.

—Más bien no.

—¿Ha mandado a la mierda a la vieja? —indagó Lola.

—Oye, ¿por qué no la dejamos hablar a ella? —dije yo al tiempo que me encendía un pitillo.

—Pues…, buf, a ver cómo os cuento esto.

Dejó la mano izquierda sobre la mesa y el diamante relució al encontrarse con la luz de la lámpara de techo que iluminaba sobre nuestras cabezas. Todas contuvimos la respiración.

¿Carmen se casaba? Ya me podrían haber quemado con cera ardiendo en aquel mismo momento que no habría sentido ni calor. Lola lanzó un grito, pero, al contrario de lo que todas podíamos creer, fue un grito de alegría.

—¡Aaaaaaaahhhhhh! ¡Que me aspen! Carmen, hija de la gran puta, ¡que te casas!

—Ya… —Torció la cara en un intento de sonrisa.

Yo solté el cigarro y me tapé la boca. Estaba alucinada. Carmen se casaba…

—Carmen, cariño, enhorabuena —logré decir mientras estiraba una mano para tocar la suya.

—Gracias. —Se encogió de hombros.

—¡Tenemos que organizarte una buena despedida de soltera! ¡¡Si no te gustan los estríperes no te preocupes, les decimos que yo soy la novia!! —Lola.

—¿Ya tienes fecha? —Yo.

—Dime que no necesitarás dama de honor. Si nos vistes de repollo te arruino la boda follándome al cura en el altar. —Lola de nuevo.

—¿Habéis decidido ya dónde será? —Yo otra vez.

—¡Te vas a vestir de niña de comunión! —Lola.

—Estarás preciosa. —Yo.

—¡Tienes que comprarte esa ropa interior de novia que es casi de fulana! —Evidentemente, Lola.

¿Y Nerea? ¿No había venido con nosotras a cenar? Juraría que la había visto sentarse justo enfrente de mí.

Sí. Allí estaba, pero en pulcro silencio. La miramos las tres. Todas esperábamos la misma reacción por parte de ella: gritos, saltos y el ofrecimiento de ayudarla en todo lo que necesitase organizar. Sin embargo, sonrió tímidamente y entre dientes dijo un «enhorabuena» bastante pobre.

Durante el resto de la cena tampoco habló mucho. Carmen nos contó que querían celebrar la boda a finales de la primavera siguiente, sobre principios del mes de junio. Lo harían por la Iglesia en una capilla pequeña a las afueras. Querían que se oficiara por la tarde noche y que la cena fuera en un jardín. Ella no quería un vestido recargado y solo deseaba que pasase todo pronto y no tener que preocuparse de detalles como qué regalar a las señoras.

Nos despedimos de ella en la puerta del local. Había quedado con Borja para darse un homenaje de amor, como lo expresó ella. Estaban, de pronto, más melosos que nunca y a ella le brillaban los ojos de un modo…

Lola y yo nos animamos y decidimos salir a tomar una copa a algún garito del centro, de los que cerraban pronto, pero Nerea no quiso apuntarse y se fue a casa en un taxi. A mí tampoco me apetecía en exceso. Prefería volver a mi cueva y meterme en la cama sin quitarme las pinturas de guerra, pero había que celebrarlo. Nerea se estaba poniendo en evidencia.

Lola y yo pensamos exactamente lo mismo y teníamos el mismo sentimiento de decepción. Estaba claro que Nerea tenía pelusilla, pero se casaba una de sus mejores amigas. Esperábamos más de ella.

Nerea llegó a casa hecha un mar de lágrimas. Ni siquiera sabía por qué lloraba tanto. Se sentía fatal; por una parte, no estaba orgullosa de cómo había reaccionado ante la noticia de la boda de Carmen; por otra, en realidad no se alegraba.

Siempre pensó que ella se casaría antes. Siempre pensó que se casaría con el hombre de sus sueños y que todas la envidiaríamos. Siempre pensó en ser madre pronto. Y que tendría los hijos más guapos del mundo y todo el mundo le diría que eran tan guapos como su madre.

Pensó en que su situación tampoco era tan mala. Tenía novio formal. Lola era la típica amiga que se quedaba soltera de por vida y yo…, yo estaba divorciada.

Ella podía casarse con Daniel…

Silencio dentro de su cabeza. Ni pizca de emoción en su estómago.

De pronto todo lo que recordaba de él era el último rato que habían pasado en la cama. Un rato en la cama que fue más pragmatismo que pasión. Daniel era un hombre, tenía sus necesidades, y ella una mujer, con las suyas, por más que las controlara. Aquello no era, ni de lejos, hacer el amor. Había sido un encuentro de quince minutos escasos, aburrido y sin salsa, en el que ella se había puesto encima sin quitarse siquiera el sujetador, y se había movido sobre él con los ojos cerrados hasta conseguir un orgasmo. Había sido casi obligación. Después Daniel se vistió y se fue. Al día siguiente tenía una reunión, o eso decía.

Pero era un buen chico que iba en serio con ella. Daniel era de los que se casaba y ella lo sabía. Incluso lo habían hablado. Aún era pronto, dijeron los dos, pero llegaría el día en el que él se arrodillaría tras una velada perfecta y le colocaría en el dedo anular un solitario con un diamante enorme que le hubiera costado, como dicta el protocolo, al menos el veinte por ciento de sus ingresos anuales. Y ella sería una novia preciosa, aunque estuviera mal pensarlo de sí misma. Y su boda sería la mejor del mundo y…

¿Y Daniel era un buen chico e iba en serio con ella? ¿Boda?

Se sentó en el sofá de su piso y se sirvió una copa de vino, aunque ni siquiera la probó. Después meditó. Nerea podía ser fría, pero siempre fue una chica inteligente. No le costó darse cuenta de lo que las demás ya sabíamos: ella no buscaba al hombre perfecto; ella siempre había buscado al marido perfecto. Un hombre que quisiera casarse, con éxito y guapo. Alguien que encajara, que combinara con la vida que ella llevaba; alguien que le permitiera vivir al ritmo que ella quería. Se sintió esnob, se sintió vacía y se dio cuenta de que Daniel solo era alguien que cumplía requisitos.

Y de pronto descubrió que lo que más le había inquietado del hecho de que a él le diera igual que ella se hubiera sometido a un aborto fue ver que para él ella era lo mismo. Una chica guapa y presumida, de buena familia y buenos modales, educada y con buen trabajo, dispuesta a dejarlo todo, casarse y criar a sus hijos, que serían muy guapos.

Entonces se debatió entre varias opciones. La primera era su típica reacción hacia algo que no le gustaba: adiós. Esperar a que se le templaran los nervios, ir a ver a Daniel y dejarle antes de que él la dejara a ella. Ya encontraría otro. Daniel no era el único hombre sobre la faz de la tierra.

La segunda era más bien la que habría elegido Carmen: este es el camino que quiero llevar en mi vida y este es mi planteamiento de las cosas; ahora dime con sinceridad si puedo contar contigo. Dime qué buscas tú.

La tercera era más bien digna de Lola y mía en alguna de nuestras borracheras nocturnas: presentarse en casa de Daniel y hablar las cosas con todo el torrente de sensaciones que la acosaban en aquel preciso momento, para que no se le olvidara ninguna.

¿Ser ella, ser Carmen o ser nosotras?

Ser Nerea no le había ido bien. Había tomado decisiones en frío que quizá necesitaban uno o dos minutos en el microondas. A Carmen ser como era le iba con altibajos. A Lola y a mí… Le invadió un escalofrío. Nerea nos respetaba, pero ella no sería feliz ni soltera con mil ligues a su espalda ni separada con un exligue en proceso de pérdida total. Pero tampoco quería la vida de Carmen…

Ninguna de las opciones era buena en sí misma, así que cogió un taxi.

Daniel le abrió la puerta sorprendido. Tenía asimilado que el comportamiento de Nerea respondía a un patrón establecido por una mente como la suya: recatada, educada, siempre pulcra y fingiendo una independencia sobre la que tenía serias dudas. En eso se había basado su relación desde que empezaron. Que se presentara a las doce de la noche en su casa se salía del patrón.

—¿Pasa algo? —dijo él al tiempo que la dejaba pasar.

—No me gustó lo de la otra noche. Me callé, como siempre me callo estas cosas. Mi madre siempre me dijo que a los hombres no os gustan las respondonas, pero ¿sabes qué? Que siempre he pensado que mi madre es una machista que nos dio carrera para hacernos más atractivas a los ojos del hombre actual. Somos meros cromos en su catálogo de hijas diez —vomitó.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Daniel mesándose el pelo.

—Aborté y a ti te dio igual enterarte, pese a saber además que yo pretendía escondértelo. Lo siento, hay algo que no me encaja. Sí, no te lo dije porque estaba tan avergonzada que quería morirme. Estas cosas no me pasan a mí. Jamás me han pasado a mí. De pronto esto y… —tartamudeó—, pum, ni lo pensé. Era la respuesta lógica dentro de mi vida lógica. No me arrepiento, lo volvería a hacer, pero ahora pienso que debí decírtelo. Y a ti…, a ti, plim. «¿Te ayudo con la cena?». ¿Tú de verdad crees que es la respuesta correcta? —Daniel no contestó. Se sentó en el sofá y siguió escuchándola—. Y no sé qué me pasa, no sé ni siquiera en qué tipo de persona me he convertido o si en realidad siempre fui así, pero no me gusta. Y…, y…, y…, ¿sabes qué? Quizá he amueblado mi vida de manera racional porque le gustas a mis padres, eres muy guapo, tienes un buen sueldo y un coche precioso, me llevas a restaurantes caros y me regalas bolsos de firma. Y yo ya no sé, Daniel, de verdad que no sé si lo que estamos haciendo lo hacemos porque queremos o porque nos han educado para hacerlo así.

Cogió aire para respirar y Daniel se levantó.

—Nerea…, simplemente entendí que no querrías hablar de ello. Si me lo escondiste sería porque, respondiendo a alguna extraña y femenina razón, no querías que yo lo supiese.

—¡Y no quería!

—Entonces ¡no entiendo por qué estás tan nerviosa y te presentas en mi casa a estas horas hecha un basilisco!

Nerea se dejó caer en el sofá y lo miró. Su madre habría desaprobado total y absolutamente aquella conversación. Según esa buena mujer, Nerea debía dejarse querer, pero se le estaba empezando a pasar el arroz. Ella fingía no darle importancia a todas esas cosas, pero se le incrustaban en la cabeza, entre los preceptos implantados desde niña, entre el «no te pongas eso, qué pensarán de ti», «no te juntes con ella, qué pensarán de ti», «no estudies eso, qué pensarán de ti», «no vivas sola, qué pensarán de ti». Suspiró.

—¿Te ha pasado algo esta noche, cariño? —susurró él.

—Esta noche me miré al espejo y no me gustó lo que vi. —Se revolvió el pelo.

—¿Por qué?

—Porque Carmen y Borja se casan y yo no me he podido alegrar.

Daniel sonrió, se agachó y se apoyó en sus rodillas.

—¿Estás celosa?

—No…, pero…, sí. ¿Te asusta?

Daniel se rio.

—No, no me asusta para nada. Me fijé en ti porque eres preciosa, pero ahora es lo que menos me importa. Y sé que algún día te haré mi mujer.

Nerea le miró con desconfianza pero él asintió. Ella cogió aire y Daniel se levantó y le dijo que iría a la cocina a por un vaso de agua para ella. Entonces Nerea se quedó sola de nuevo y, aunque quiso volver al punto en el que estaba cuando salió de casa tan enfadada, la idea de sí misma como mujer casada…, esa idea la bloqueó y no pudo concentrarse en nada más.

¿Para qué narices habría ido ella a casa de Daniel aquella noche?

Nadie cambia tan fácilmente…, pero al menos había accionado el botón de «pensamiento crítico».