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SOLITA CONMIGO MISMA

Lloré mucho aquella noche. Creo que lloré todo lo que tenía almacenado desde que escuché a Adrián en la cama con otra, o desde que intuí sin querer creerlo que lo nuestro iba marcha atrás, sin frenos y directo al precipicio.

Lloraba y lloraba y me sorprendía de seguir teniendo tantas ganas de llorar y, además, fuerzas para seguir haciéndolo. ¡Con lo que yo había sido, allí, llorando, convertida en un saco de mocos y sollozos! Me alegré de estar sola. Yo no era así, pero creo que tener al lado a Víctor me había nublado la razón y aún no me había parado a pensar en todo lo que estaba viviendo.

Hacía un año Adrián y yo estábamos de vacaciones celebrando la reciente publicación de mi primer libro. Hacía un año ningún otro hombre me había tocado en toda mi vida. Hacía un año yo seguía mirando a Adrián tal y como lo miraba cuando me enamoré de él. Y, ahora que me acordaba, hacía un año mi economía me permitía salir de compras siempre que se me antojaba, que era mucho.

En el fondo, a pesar de darme cuenta de que quizá no esperé lo suficiente como para hacer las cosas realmente bien, no dejaba de pensar en Víctor.

Víctor apareció en mi vida como un paréntesis. Me gustaba cómo me miraba, me gustaban las cosas que me decía. Me gustaba sentirme deseada cuando estaba con él y poco a poco, a pesar de lo que siempre pensé acerca de mi relación con Adrián, el hecho de que no me dejara llevar fue más cuestión de tozudez y fuerza de voluntad que de amor a mi marido. Sí quise a Adrián, pero creo que nunca le prestamos a lo nuestro la atención que merecía. Me parece que ya solo le quería como compañero. No le deseaba, no le quería como se dice en las novelas de amor que hay que querer a tu marido. Ni de lejos. Recordaba vagamente cuando Adrián me deshacía por dentro, pero a pesar de que seguía pareciéndome un hombre atractivo…, ya no me gustaba. Al menos, no tanto como Víctor.

Cuando Víctor me miraba y sonreía, yo flaqueaba sin remedio. No recordaba cuándo dejé de mirarlo como quien pasa por el escaparate donde sabe que va a encontrar algo que le gusta pero que no se puede permitir y mira sin querer.

Víctor y el tacto de sus dedos sobre mi espalda desnuda… El beso que me daba sobre el pelo cada noche, antes de dormir… La naciente intimidad entre los dos… Esos nervios en el estómago… El deseo mezclado con la admiración…

¿Por qué me había convertido con Adrián en una anciana de veintiocho años? ¿Cuándo dejé que se me apagara el deseo? No, nunca se apagó del todo. Y Víctor sabía qué teclas me harían vibrar y Víctor me haría el amor en su cama, sin dejar de mirarme a la cara.

Al fin, me dormí.

Cuando me desperté, pasé cerca de una hora tirada en la cama, sintiendo la hinchazón de mis párpados y pensando en cómo debía ordenar las cosas ahora que sabía cómo quería que fueran. Después, cansada de sentirme de aquella manera, busqué mi antifaz congelado y me lo puse en los ojos, esperando, al menos, parecer humana en un rato.

Cogí el teléfono móvil en un ataque de valentía, pero al final no me atreví a llamar a Víctor. ¿Qué iba a decirle? «Creo que me estoy enamorando de ti pero aún no estoy preparada ni para admitirlo ni para desencadenarme de todo lo que tenía cuando te conocí». Él tenía razón: seguía esperando que me dejase plantada porque así sería mucho más fácil. Yo no era feliz cuando le conocí, pero con todo era mucho más sencillo. Era a lo que estaba acostumbrada. Respondía a una rutina cómoda, pero debía haber prestado más atención a las clases de filosofía del instituto y hacer caso a Hume: mañana puede no salir el sol.

Las rutinas son hechos empíricamente demostrables, hasta que dejan de serlo. No son axiomas ni verdades universales. Mi matrimonio con Adrián era real, hasta que dejó de serlo. No había motivos para ponerse una venda en los ojos y cegarse con la idea de que el amor que sentí por él fuera inamovible de por vida. No, yo no estaba condenada a quererle. Yo quería ser feliz y era tan joven…

Pero ¿y él? ¿Y Víctor? ¿Y sus continuos retrocesos? ¿Que no estaba asustado? ¡¡Claro que lo estaba!! Si no ¿qué falta le hacía ponerse ese disfraz de tío duro para terminar perdiendo los nervios como lo había hecho en el coche el día anterior?

Dejé el teléfono en su peana y me hice café. Después organicé todos los armarios de la casa…, una de las soluciones más útiles que conozco para dejar de darle vueltas a algo.

A las nueve y media de la noche, cuando ya no le esperaba, sonó el timbre de casa y al abrir la puerta lo encontré apoyado en el quicio. Joder, sí, era Víctor. Y además un Víctor que quitaba el hipo, con su traje negro y su camisa blanca con dos botones desabrochados. Estaba mordiéndose el interior del labio con saña.

—Hola —dije en un tono neutral.

—Si no vuelvo a fumar estando contigo, ya no habrá nada que me haga recaer. —A pesar del comentario, Víctor sonrió al final. No pude imitarle y miré al suelo—. ¿Me dejas pasar?

—No sé. —Me encogí de hombros.

—Vale. —Suspiró—. Pues…, esto…, vine a decirte que siento haberte dejado tirada ayer en el Kinépolis. Soy un completo subnormal. No debí irme. —Crucé los brazos sobre el pecho y me apoyé en el quicio. Él siguió disculpándose—. Siento también haberte dicho lo que fuera que te dije, porque cuando me cabreo suelto perlas sin pararme ni siquiera a pensarlas. Pero algo feo debí de decir para que me mandaras a la mierda y me llamaras ¿gilipollas?

—Imbécil —aclaré con ganas.

—Me he pasado el día pensando que descolgarías el teléfono y me pedirías una explicación sobre toda esa mierda. Pero no lo has hecho. Y como me acuerdo de que dijiste que no vales para seguir estrategias de seducción del tipo «hacerse la interesante a propósito», entiendo que si no me has llamado es porque ayer la cagué de verdad.

—Un poco —confesé.

—Y ahora… yo, que soy hombre de pocas palabras, estoy aquí, manteniendo un jodido monólogo contigo. —Me señaló con la palma de la mano abierta hacia arriba y levantó las cejas—. Y tú estás ahí, escuchándome con cara de circunstancias. Y pienso: «Vaya Víctor, sí que eres gilipollas».

—Imbécil —repetí—. Dije imbécil.

—Bueno, pues imbécil. El caso es que… me encantaría que fuéramos a mi casa a cenar, bebiéramos unas copas de vino y…

—¿Y? —pregunté frunciendo el ceño.

—Mujer… Ya que estamos siendo sinceros, pues, claro, me encantaría un maratón de sexo de reconciliación. —Me miró al tiempo que hacía de su boquita un nudo, tratando de hacerme sonreír—. Pero creo que lo tengo crudo.

—Para el sexo sí, desde luego. —Me crucé la bata de raso en el pecho y me miré las puntas del pelo.

—Nadie tiene la verdad absoluta —respondió él mucho más serio—. Y menos yo, que, como ya demostré ayer, soy un auténtico cretino. Pero entiende que esta situación tiene que resolverse de alguna manera y creo que la correcta es el divorcio, cariño. —Y el tono en el que lo dijo me desarmó. Le miré a la cara—. ¿No crees? —insistió.

—Pasa —le pedí haciéndome a un lado.

Cuando entró se quitó la americana, la dejó doblada sobre la cómoda y me miró.

—Tú dirás. —Y era probablemente lo más en serio que había visto a Víctor tomarse algo que nos concerniera a los dos, así que tuve que actuar en consonancia.

—Tienes razón en que me da miedo desatarme de todo, pero debes admitir que eres tú quien me hace sentir insegura. Yo no soy así, Víctor.

—Lo sé. Yo tampoco —asintió y metió las manos en los bolsillos de su pantalón de traje.

—¿Entonces?

—No lo sé —dijo lacónicamente—. Contigo me vuelvo un poco loco de vez en cuando, pero no puedo indignarme porque ya me he hecho a la idea de que es el precio que tengo que pagar por esto. Siento que estés enfadada.

—No hay por qué pagar nada.

—Sí, tengo que asumir que me caerán los trozos de algo que ayudé a romper. —Tragué y me revolví el pelo. Víctor se rio—. Todo esto suena tan raro… En cualquier otro caso me habría faltado tiempo para salir por piernas, ¿sabes? Por eso me marché ayer. Fue un acto reflejo. Es lo que siempre hago cuando las cosas se ponen… menos amables. Me piro y adiós muy buenas. Pero cuando llegué a casa… —Puso los ojos en blanco. Después nos miramos en silencio y, en voz muy baja, Víctor me pidió disculpas—. Perdóname.

Cerré los ojos.

—Odio cuando te pones en plan gallito. No hace falta que marques territorio conmigo. Creía que lo sabías —confesé frotándome la frente.

—Lo sé y lo siento. Es un mecanismo que… no controlo.

—Tendrás que hacerlo. Me haces sentir mal. Yo no soy como esas chicas que dejaban que tú… —no contestó. Carraspeó—. ¿Te estoy agobiando? —le pregunté irritada.

—No. Claro que no. —Suspiramos los dos—. Dame un beso —mendigó—. Luego dejo que lo medites todo bien y me voy a casa a pensar también en esto. Pero dame un beso. —Se acercó, me besó en la frente, en la punta de la nariz y después en los labios, mientras me sujetaba la barbilla entre sus dedos índice y pulgar—. Adiós, nena. Llámame mañana.