25
San Sebastián, otoño de 1639.
A la mañana siguiente, don José Manuel se presentó con el pequeño Pat, de un año y cinco meses de edad. Doña Teresa había acudido cada semana para que la duquesa pudiera disfrutar de su vástago, pero no lo dejaron por miedo a los rumores. Ahora que conocían el paradero del conde, se sentían seguros y con libertad para actuar a sus anchas.
Pedro entretenía a su hermanastro, aunque se cansaba pronto ya que no comprendía nada de lo que le explicaba. Patrick lo elevó por encima de él haciéndolo reír y los hoyuelos que se le formaron en las mejillas le recordaron a su hermano, fallecido en Irlanda a manos de los ingleses. Pero era un día festivo, de felicidad, no de tristeza y luto. Dejó al niño en el suelo y éste alzó los brazos exigiendo más.
—Tenemos que buscar el sitio idóneo y llevarlo a cabo mañana. Cuanto antes mejor, aprovechando el tiempo bonancible; en caso contrario, Leonor pasará más miedo de lo debido —apremió Patrick.
—Vayamos pues —se aprestó el duque—. ¿Nos acompañas, Pedro?
No hizo falta que se lo repitieran dos veces, el joven duque de Alvarado ya se encontraba al lado de su abuelo. Los tres hombres y el niño traspasaron las murallas y se dirigieron a la larga playa que cerraba la bahía. Desde allí, contemplaron las obras de las nuevas plataformas que se llevaban a cabo en el monte, para establecer más artillería después de la visita del arzobispo De Sourdis. Las obras del Hornabeque y las fortificaciones de Santa Catalina se hallaban muy avanzadas. Rebasaron las ruinas del hospital de San Lázaro y siguieron hasta el otro extremo de la playa, observando las pinazas de los pescadores en el abra hasta la isla de Santa Clara.
—El cuerpo no puede aparecer —comentó Patrick—, deberá ser fuera de la rada, al otro lado de la isla, donde la corriente será más fuerte y, con un poco de suerte, soplará el nordeste que rizará el mar.
—Leonor no será capaz de hacerlo —musitó el duque—. A mí ya se me eriza el pelo de pensarlo.
Patrick agachó la mirada y descubrió a Pedro que lo escrutaba con los ojos anhelantes. Le sonrió y le guiñó un ojo.
—Es fácil, abuelo —se pavoneó—. Los irlandeses lo consiguen todo —añadió, con una fe tan ciega en Patrick que lo halagó.
—Los irlandeses puede, pero la duquesa… —José Manuel meneó la cabeza dubitativo.
—Pasaremos el día en el mar, que nos vean bien desde tierra. Tiene que suceder antes de que regresen los pescadores, muchos de ellos saben nadar y podría resultar sospechoso no encontrarla. Los invitados serán los testigos que necesitamos —confirmó Patrick.
Al día siguiente sopló una suave brisa que no alcanzaba a rizar el mar, aunque lo encrespaba un poco fuera de la bahía. El duque había alquilado una pequeña nao de cabotaje de un solo palo para salir de pesca con unos invitados. Regresarían a medio día y en la playa ofrecería un refrigerio que su servicio ya estaba preparando. Eran tan pocas las ocasiones de divertirse que tuvo mucha repercusión la aventura y una gran asistencia. Subieron al barco, entre risas y bromas, los invitados elegantemente vestidos, pues se trataba de un acto social.
Leonor llevaba el vestido más caro y pesado. Por la noche, entre doña María y ella habían descosido un costado y lo habían hilvanado para que pudiera romperse con facilidad. Había ensayado constantemente cómo mantener la respiración y cómo soltar el aire, poco a poco, para aguantar más tiempo. Le había repetido hasta la saciedad que confiara en él, que no perdiera, bajo ningún concepto, los nervios y para eso lo mejor era no pensar, no pensar que no puedes respirar, no pensar que te vas a ahogar, no pensar en dónde estás, no pensar en la oscuridad, concentrarse en aguantar la respiración. Estaba decidida una vez todo bien explicado y ensayado; aun así, se encontraba nerviosa ante la responsabilidad de no dejar que el pánico se adueñara de su mente.
La pequeña nao zarpó con los invitados a bordo. Un viejo pescador les explicaba, a hombres y mujeres, cómo se ponía el gusano en el anzuelo y cómo se lanzaba al mar el sedal.
—Una pieza de brocado para la pareja que obtenga el pez más grande durante la mañana —gritó el duque para que todos se aprestaran al juego.
Cada pareja buscó el sitio más cómodo para lanzar el sedal una vez fuera de la bahía. Leonor divisó el bote de remos en el que estaban pescando, apaciblemente, Patrick y don José Manuel. Disimuladamente, notó cómo se aproximaban de forma casual por barlovento. El corazón, a causa del nerviosismo, le latía con fuerza. Ella pescaba con doña María de pareja y se situaron en el lado contrario, en la aleta de sotavento. Para dominar el sedal mejor se subió a la borda y pasó los pies sobre el pescante exterior, donde se sujetaban los obenques. Su padre la advirtió sobre el peligro que corría y algunos hombres lo secundaron, pero ella le restó importancia y persistió en su audacia, a pesar de los murmullos de desaprobación. Cuando distinguió el torso desnudo de Patrick, intuyó que se acercaba el momento. Doña María también andaba alerta y observó a las otras parejas, absortas en la pesca. Sólo quedaba aguardar el momento ideal. Al cabo de un rato, surgió el instante deseado. Una mujer, en la amura de proa, gritó cuando sintió que el sedal quedaba tirante. La atención de todos se centró en el regidor y su esposa y en cómo éste le indicaba la forma de proceder. Entre risas y comentarios, cada uno aportaba su nota de sabiduría y el duque contribuyó en mantener la atención.
Leonor sintió el tirón de doña María para rasgar la costura hilvanada. Aterrada miró hacia abajo, donde Patrick ya la aguardaba en el mar y le hacía la seña. Se armó de valor, cerró los ojos, hinchó los pulmones y se lanzó apretando los labios y tapándose la nariz como le había indicado el hombre que la recogería. Se hundió cómo una piedra, el frío la atenazó, la curiosidad pudo más que el temor y abrió los ojos para enfrentarse a la helada y húmeda oscuridad, mientras seguía en la vertiginosa inmersión. Cuando superó la impresión, notó que Patrick la tenía cogida de la ropa y tiraba de ella. El pesado vestido se desprendió con facilidad y se quedó en ropa interior. Patrick la enlazó por la cintura y la pegó contra su cuerpo. Avanzaban a tirones, la presión en los oídos le producía dolor y la opresión en los pulmones, privados del aire, le asustaba. Trató de concentrarse en no expulsar el aire todavía, en aguantar, pero el movimiento y el esfuerzo de Patrick nadando distraían. No lo conseguirían. Recordó que no tenía que pensar, sólo resistir. Los segundos se convirtieron en minutos. Cuando se atrevió a abrir los ojos de nuevo, distinguió la silueta de la nave que ya habían rebasado por debajo. Comenzó a soltar el aire muy lentamente, la cabeza le iba a estallar, si moría, lo haría en sus brazos y la idea la reconfortó. La claridad era gradualmente mayor. A punto de perder el conocimiento y dispuesta a abrir la boca en busca de un aire que no existía, salió a la superficie y el aire que entró en sus pulmones la mareó. Patrick no la soltaba, nadó hasta la barca ayudado por don José Manuel, quien halaba de la cuerda que llevaba atada a la cintura con ayuda de una polea. Tocaron el remo sujeto al tolete y se ayudó con él para subir a la barca a la vez que tosía como una posesa, raspándole la garganta la sal del agua que había tragado en el último instante. En cuanto subió, la cubrió don José Manuel con una vela encerada, mientras Patrick permanecía en el agua.
Debajo de la lona oyó las voces que provenían de la nao, llamaban a Patrick para que se aproximara. La barca cabeceó por el impulso de los remos.
—¿Qué sucede? —gritó don José Manuel.
—¡Un mujer ha caído al agua! —le gritaron—. ¡Búsquenla!
Los dos hombres se aprestaron a representar la pantomima. La barca se zarandeó cuando Patrick se zambulló de nuevo en el agua. Los gritos y los lamentos de las mujeres tapaban las voces de los hombres que impartían órdenes. Leonor sólo intuía lo que ocurría por lo que escuchaba. El vozarrón del regidor intentaba poner concierto en los llantos. Algún otro hombre debió echarse al agua y gritaba a Patrick por dónde debía bucear. Los lamentos arreciaron cuando sacaron el vestido roto. Doña María, metida en su papel de plañidera, aseguró que el vestido se enganchó mientras su excelencia caía al mar, de ahí la rasgadura que presentaba. Algunos hombres declaraban abiertamente lo infructuoso de la búsqueda, pues era imposible que siguiera con vida después del tiempo que había transcurrido. El regidor apuntó que por lo menos era su obligación recuperar el cuerpo. Entonces comenzaron las deliberaciones sobre dónde podía arrastrarlo la corriente, aunque en mar abierto era muy difícil de predecir. Oyó a su padre, que se negaba a abandonar el lugar sin su niña, y los hombres trataban de consolarlo y de convencerlo de la necesidad de regresar y alertar a los pescadores y a las embarcaciones por si aparecía el cuerpo.
Leonor se percató de la magnitud de su decisión, aunque no se arrepentía. El frío no la abandonaba porque continuaba con la ropa interior mojada, pero no se atrevía a moverse. La barca se balanceó de forma brusca y Patrick subió chorreando agua.
—Yo remo —dijo el irlandés—. Vos dadle ropa seca y que se cambie bajo la vela en cuanto nos alejemos de la nao.
Leonor suspiró de alivio y comenzó a tiritar incontroladamente. La lona se elevó y la mano del administrador le alargó una saya de lana muy rústica. Sería su disfraz para sacarla de la barca y del muelle. Con mucho trabajo, a causa del tembleque y de que los dedos no le obedecían, se desprendió de las ropas mojadas y se vistió la saya. Le resultó imposible ceñirse el delantal y la pañoleta.
—Ya casi estamos —dijo Patrick—. Coged el remo.
Hubo un silencio roto únicamente por el resoplar del esfuerzo de los dos hombres.
—No es el remo lo vuestro, abogado —se quejó Patrick—. Remáis con más fuerza de un lado y nos desviamos. Acabaremos trazando un círculo si seguís así.
—Ahora ya comprendéis por qué no soy marinero —rezongó don José Manuel—. Mañana tendré las manos que no podré coger una pluma en una semana.
—Dejadlo ya. Leonor, ya puedes asomar la cabeza.
Leonor obedeció, retiró la vela que la cubría y agradeció el sol del mediodía que calentaba sus huesos.
—¡Santo Dios! Excelencia, tenéis los labios morados y tembláis como una hoja.
Don José Manuel acompañó las palabras pasándole desde su banco una chaqueta de caballero, que ella agradeció con una inclinación de la cabeza pues el castañeo de los dientes le impedía hablar.
Arrebujada en la chaqueta, se sentó en el banco más cercano para no descompensar el peso del bote. El barco, que había alquilado su padre, les llevaba ventaja con la vela desplegada. Observó el rítmico esfuerzo de Patrick en la boga y en cómo se tensaban los músculos desnudos de cintura para arriba. Era fuerte y no tiritaba como ella, a pesar de que había pasado mucho más tiempo que ella en el agua. Se sintió orgullosa del hombre que la amaba. Cerró los ojos para no perder ningún rayo del tibio sol de septiembre. Era libre. La duquesa de Alvarado había muerto en un trágico accidente en el mar ante un montón de testigos, tan ocupados en escrutar el mar por el lado de la caída que nadie advirtió cómo subía al bote por la banda contraria. El papel de su padre y de doña María consistía en mantener la atención en aquel punto. Era muy sencillo, muy estratégico, muy de Pronovil cuando quemó unos bajeles en el puerto de Argel, muy de corsarios.
Abrió los ojos y centró la mirada en su corsario, con el que compartiría su vida, quien no la abandonaría, a quien daría hijos. Era libre. No echaría de menos la Corte ni Madrid. Contempló San Sebastián, que quedaba a la izquierda de la bahía, una ciudad cuadrada, limitada por el mar y por la desembocadura del río Urumea, fortificada en su acceso por tierra. Sobre el caserío destacaban los campanarios y el monte a su espalda cobijaba los cañones que la defendían por el mar. La casa del armador Idiáquez era la más lujosa, la más importante, donde se había alojado una hermana de Felipe III y tía del rey actual, a pesar de carecer de título nobiliario. De padre vasco y madre santanderina, había nacido en Amberes cuando su padre era teniente en la fortaleza. Comenzó la carrera militar en los Tercios de Flandes y comprendió que su futuro se hallaba como armador de barcos corsarios, con los que amasó una fortuna. Sus cabos de corso eran tan legendarios como los de Pronovil; Escorza, Hoces y Echevarría habían realizado una gran labor minando la economía de las potencias enemigas.
—Ya llegamos —dijo don José Manuel—. No reméis tan fuerte si no queréis embarrancar de nuevo, marinero de agua dulce —ironizó vengativo.
Patrick sudaba por el esfuerzo. Con los remos, dirigió expertamente la proa de la barca hacia el muelle. Leonor, con las manos más calientes, se anudó la pañoleta a la cabeza para cubrirse el pelo. Aunque se cruzase con alguien conocido, no la reconocería porque no buscaría a la duquesa bajo la saya de una pescadora. Se ató la falda encima de la saya. Patrick levantó los remos y los sacó de las escalameras mientras don José Manuel saltaba al muelle para amarrarla.
—¡Eh! ¿A dónde vas? —preguntó Patrick poniéndose la camisa.
Leonor lo miró confusa.
—El capazo de sardinas —le indicó Patrick—. ¿Querrás cenar?
Leonor abrió la boca asombrada. ¿No pretendería que cargara con el pescado? Don José Manuel aguardaba el desenlace de tan inaudita exigencia. Cerró la boca, lo desafió con los ojos, se agachó y cogió el pesado capazo con toda la dignidad y el equilibrio que le fue posible. Se agarró al brazo del administrador para saltar al muelle y, sin volver la vista, se contoneó por el muelle con el capazo apoyado en la cadera, como había observado tantas veces que hacían las pescadoras. La risotada del irlandés no tardó en oírse. Don José Manuel meneaba la cabeza incrédulo. Patrick le arrebató el capazo desde atrás y le susurró:
—Como te contonees así delante de otro hombre, te encerraré en la torre de mi castillo.
—¿Sola o contigo? —preguntó Leonor sugerente.
—Imagino que será la resaca de la felicidad —intervino don José Manuel—. Por favor, no escandalicéis a mi esposa.
Ante la imposibilidad de regresar a la casa del duque, que estaría abierta a las autoridades y a las personas que se acercaran a dejar sus condolencias, se instalaron en casa de la familia del administrador. A la mañana siguiente, don José Manuel y doña Teresa partieron con ellos hacia Ribadesella en los carruajes que habían contratado. Los acompañaron Pat, la nodriza del niño de doña Teresa, la cocinera y las dos doncellas que siempre habían viajado con ella a Ribadesella. A causa de lo peligroso del camino por los soldados mutilados y sin oficio que ejercían de bandidos, los pícaros y demás personajes no gratos que pululaban por el país, los escoltó el capitán Montesinos con sus hombres. Leonor soportó los vestidos de viuda inconsolable por última vez y viajó cubierta por un tupido velo negro. No obstante, fue consciente de que no había engañado al veterano capitán y así se lo comunicó a Patrick una noche que habían conseguido habitación en Laredo.
—No te preocupes por él. Jurará que estás muerta. Tu padre lo ha contratado como guardia personal del duque de Alvarado. Con los tiempos de penuria que corren para los militares retirados, está muy contento de su suerte.
—¡Vaya tres que os habéis juntado! Entre mi padre, Pedro y tú me haréis perder el poco juicio que me queda —se quejó Leonor.
—¿Pero te queda algo? Arrojarte al mar desde la borda de un barco, pasar por debajo de la quilla sin saber nadar y simular tu muerte, sólo por vivir con un pobre hombre dedicado a ejercer de corsario, ¿no es perder el juicio?
Leonor lo miró sonrojada, pues dicho así, sonaba a locura.
—¿Por qué te menosprecias? He sido armadora de un barco con patente de corso y creo que he servido a mi patria honorablemente mientras perdía la economía de los países enemigos.
—El duque me ha confiado que los corsarios en España hemos tenido nuestra época dorada pero que, en cuanto desaparezcan los armadores como Idiáquez, él mismo o Beográn, desaparecerán las patentes. Los legendarios corsarios del Atlántico llegamos al final de nuestro reinado, pues Felipe IV no nos apoyará por razones de Estado.
—No me gusta la Corte veleidosa ni la política tan incierta. —Leonor se aproximó a su hombre y lo miró sugerente—. Por eso me retiro a una casa en Sebreño, sobre una playa donde encontré a un irlandés que se bañaba con las olas.
—¿Un irlandés? ¿Te da igual uno cualquiera? —provocó Patrick atrayéndola hacia él.
—No. Sólo me importa mi irlandés. Era como te llamaba en mis pensamientos cuando no conocía tu nombre —y sus labios se unieron para degustarse a placer, sin la limitación del tiempo, sin la premura del secreto.
Llegaron a Ribadesella y, mientras las mujeres se instalaban, Patrick y José Manuel buscaron a Brian y Colm para conocer la nuevas sobre Pronovil.
—No sabemos nada, excepto que todos los trámites para su liberación siguen su cauce —explicó Brian—. ¡Vaya suerte que habéis tenido!
—¿Cómo os habéis librado de servir a la armada de Oquendo en su nueva gesta? —indagó José Manuel.
—Nos escudamos en la ausencia de Pronovil y en la necesidad de reparar las naves tras haber estado todo el invierno navegando por las costas de Francia —declaró Colm—. Nadie dudó de nosotros. Nuestra labor es sobradamente reconocida. Zarpó la flota el día seis de septiembre de La Coruña. Por unos pescadores sabemos que se encuentran en los Downs ingleses.
—No me gusta, demasiado peligroso. No confío en los ingleses tan proclives a romper su palabra a conveniencia y los franceses conocen sus intenciones por los espías en los puertos. Aunque la acción está dirigida contra los holandeses, España no tiene amigos.
—Nos creemos invulnerables —continuó Brian después de la evaluación de la situación política—, pero no lo somos. Cumplimos años. Colm y yo hemos hablado mucho sobre si continuar en el mar, queremos asentarnos. Hemos reunido una buena fortuna y queremos disfrutarla, ¿de qué nos sirve si nos capturan y nos cuelgan o nos atan al remo de una galera?
—De nada, os lo puedo asegurar que me he visto en esa tesitura —confirmó Patrick—. En el día de hoy, sigo sin comprender por qué Richard, a su edad y sin necesidad, ha seguido al frente de su nave cuando podía haberse quedado en tierra, como muchos otros armadores. Yo me retiro —anunció—, mañana me caso en la pequeña ermita de Santa Marina, que se encuentra en el arenal de enfrente. Estáis invitados.
La noticia de la boda corrió por la villa. Los irlandeses, que decidieron quedarse a pasar el invierno tras el cese de sus cabos en las actividades corsarias, afinaron las voces y se prepararon para la gran fiesta. Patrick compró varios barriles de sidra y un cerdo para asar en la playa. Esa noche dormiría en su antigua habitación en la casa de Brian por última vez. Habían decidido que José Manuel se encargaría de conducir a la novia hasta el altar. Se retiró pronto y se dedicó a recoger las ropas y enseres personales que había dejado allí antes de embarcarse. Los instrumentos de navegación los había perdido con el barco, aunque conservaba una antigua brújula de repuesto. Todo lo demás, libros y objetos personales, se encontraban en la casa de Sebreño.
Se recostó sobre el lecho y echó de menos a Leonor. Sería la última noche sin ella, un sueño no soñado, un regalo no esperado, una suerte no reclamada. Se enamoró con veinte años de una forma insospechada y a sus veintisiete recogía el fruto de su paciencia, de su tácita entrega.
A media mañana se encaminó con sus mejores galas, bien bañado y afeitado, hacia la ermita de Santa Marina, flanqueado por sus dos amigos, Colm y Brian. Alrededor de la ermita se encontraban el regidor de la villa, la esposa de Richard y los compañeros irlandeses. Desde lo alto de Sebreño, llegaron las mujeres del servicio y, desde un carruaje de enormes ruedas, saludaba la novia a los rezagados. La acompañaban doña Teresa y don José Manuel que habían engalanado el caballo con guirnaldas de flores silvestres.
Leonor vestía un discreto y sencillo vestido de seda en color índigo de perfecta hechura. El cabello peinado según la moda de la Corte y con los bucles perfectamente elaborados, a pesar de que no contaba con la eficiente doña María, quien no se reuniría con ella hasta finalizados los funerales y dejado un tiempo prudencial para solicitar a doña Clara el retiro a casa de un familiar. Le había entregado una lista de objetos personales de los que no quería desprenderse para que su padre los reclamara y se los hiciera llegar. Si Patrick se había sentido culpable por aquella farsa que había organizado, lo olvidó todo cuando la vio descender del carruaje ayudada por el abogado. Entraron en la ermita oscura con olor a mar y a incienso. La novia lloraba de alegría y lo miraba enamorada.
—Te haré feliz —le prometió en un susurro—. Te lo mereces.
—Nos lo merecemos —corrigió Leonor entregándole su mano.
La fiesta en la playa fue inolvidable, con Patrick bailando como un poseso al rápido ritmo de su tierra. Los irlandeses cantaron extrañas canciones que sonaban como un lamento tras varias jarras de sidra, comieron con fruición, bromearon y les desearon toda la felicidad del mundo.
Patrick raptó a la novia en cuanto comenzó a caer la tarde y, trepando por la empinada cuesta, entre risas, besos y promesas, subieron a Sebreño, hacia su escondido hogar, para culminar su amor.