11
Ribadesella, invierno de 1637.
En invierno, Ribadesella era un puerto difícil pues en muchas ocasiones soplaba el viento del noroeste y las rompientes comenzaban ya desde la punta del Caballo, al pie de la ermita de Guía. Debían aguardar a que el viento rolase o encalmase para abocar la barra, así como a la pleamar. Habían señalizado los arenales y contratado a un grupo de pescadores para que estuvieran al tanto de los cambios que se produjeran y corrigieran las balizas. Eran los inconvenientes de un puerto en la desembocadura de un río. Los barcos corsarios de Pronovil fueron abocando la barra e introduciéndose en la ría. Patrick divisó la población apuntada por el bauprés de la nave y se aproximaron al muelle, donde el calado era mayor.
Regresaban tras varios meses de ausencia. Richard recibió una Orden Real que lo requería para espiar a la Armada francesa y, de paso, habían realizado unas cuantas capturas que dejaron en Fuenterrabía. Patrick se rascó la barba de varias semanas, los piojos lo estaban volviendo loco y estaba deseando sumergirse en agua fría y dejar que se ahogasen todos. Un médico escocés le había recomendado que no se rascase hasta producir herida en la piel, pues era una causa de enfermedad, la principal que consumía a los marinos: tabardillo o pintas coloradas. Según este médico, los piojos, el calor de las ropas y las ronchas estaban relacionados, pues en verano, cuando el cuerpo quedaba más expuesto al sol y al aire, desaparecían. Patrick no prestaba oídos a todo lo que se decía, pero tomaba nota y lo comprobaba. Quedó perplejo cuando constató que los hombres enfermaban en invierno de ese mal, mientras que en verano eran problemas estomacales los que los aquejaban. Así que soportaba estoicamente a sus inquilinos durante el viaje pero, en cuanto tocaban puerto y se le ofrecía la oportunidad, lavaba la ropa en un caldero de agua caliente y luego la aclaraba, además de afeitarse y lavarse con agua fría. Los molestos vecinos quedaban atontados y caían con sólo pasar el peine de barbas de ballena.
Fondearon, se fijaron las guardias y dio instrucciones para que se presentasen al día siguiente para vaciar la nave y acondicionarla. En el muelle lo aguardaba José Manuel con una mujer enlazada por el talle. Reconoció a una de las mujeres de la pensión de San Sebastián.
—¡Uf! Atufáis, nunca me acostumbraré a ese olor —dijo José Manuel estrechándole la mano—. Mi prometida, Teresa.
—Señorita —hizo una reverencia, como si se tratara de una duquesa, y ella sonrió tímidamente, aunque ya se conocían.
—Os aguardábamos con impaciencia. Hemos decidido casarnos aunque no tengamos casa y desearíamos que acompañaseis a mi futura esposa al altar —anunció de corrido el abogado.
—Es para mí un honor —agradeció Patrick—, aunque la novia me preferirá adecentado —y le guiñó un ojo que la hizo enrojecer de satisfacción.
—¿Cómo os ha ido? —inquirió José Manuel mientras se encaminaban a la casa.
—Muy bien. Dejamos los informes que nos exigieron al general que aguardaba en Fuenterrabía, y unas cuantas naves bien cargadas de bastimentos que apresamos y ya hemos cobrado. Estamos de enhorabuena.
Se despidió de la pareja y coincidió con Brian en la entrada de la casa. Las mujeres contratadas ya habían encendido la lumbre, pues los habían avistado desde hacía días. Les dejó el saco con la ropa sucia, que vaciaron en el caldero de agua caliente con jabón, y lo removieron como si se tratase de un potaje. Se habían acostumbrado a las excentricidades de los extranjeros. Él subió un jarro de agua caliente al cuarto y procedió a afeitarse. Sin quitarse la ropa, cogió limpia, que guardaba siempre dispuesta para cuando llegaba a puerto, y se encaminó hacia el muelle. Le pidió a Simón, el barquero, que lo pasara al puntal; el hombre lo saludó y remó. Habituado al raro proceder de Patrick, no se inmutó cuando lo vio sumergirse un rato en el agua en pleno marzo; lo tomaba como un ritual pagano para dar gracias al dios del mar por haberlo devuelto sano y salvo a tierra. Patrick se pasó el peine por el pelo y volvió a sumergirse, así un par de veces. Luego, salió, se secó y se vistió casi morado de frío. Patrick no ignoraba que aquellas gentes eran muy supersticiosas y que un acto tan estúpido podía llevarlo ante el tribunal de la Inquisición. Esa noche, con el estómago caliente y sin picores, durmió el sueño de los justos.
Al día siguiente, hubo zafarrancho de limpieza en las naves. Patrick descargó un montón de libros que había adquirido en San Sebastián y Fuenterrabía para su biblioteca, incluso había conseguido algunos en inglés de otros capitanes, pues no se podían vender en tierra porque los autores eran herejes. Además, había comprado una cristalería veneciana y una vajilla de porcelana china. Se había propuesto traer algo para la casa en cada viaje.
Al final de la tarde, se reunió con José Manuel en la casa de Sebreño y allí, fuera de oídos e interrupciones, arregló cuentas con el representante de su misterioso armador.
—Es una pequeña fortuna para mí —silbó José Manuel admirado— y esto es sólo una parte. La carrera de corsario es muy lucrativa.
—Siempre y cuando no acabes en una prisión o en galeras —recordó Patrick.
—Es cierto, pero pensáis dejarlo.
—Sí, en dos o tres años habré reunido lo suficiente para vivir el resto de mis días. Invertiré en un astillero y en la fábrica de cañones de Liérganes.
—Todo bien planeado —alabó José Manuel.
—¿Dónde viviréis entretanto?
—Las obras van a buen ritmo, ya me encargo de eso —agregó significativamente—. Cuando estéis ausentes, en la casa; en caso contrario, ella permanecerá con la familia que la ha acogido. Lo importante es que estemos casados. Es muy largo el invierno en estas inhóspitas tierras.
—¿Inhóspitas? No conocéis Irlanda, amigo mío. A pesar de los meses de invierno, gozáis de meses calurosos, incluso de días cálidos en pleno invierno cuando sopla el viento del sur. No os quejéis, siempre hay alguien que vive peor.
La guerra en Flandes se recrudeció y Richard aprovechó la necesidad del rey para conseguir algún beneficio. Ofreció un tercio de mil hombres del que sería gobernador, merced de un hábito de una Orden Militar. El envite era arriesgado, pero la guerra ofrecía oportunidades a los valientes. Mientras tanto, no permanecieron inactivos y patrullaron la costa hacia Galicia. El merodeo era la principal fuente de ingresos, pero en aquella zona sólo encontraban corsarios o buques de guerra que les reportaban escasos ingresos y el reconocimiento de las autoridades de los puertos asturianos. No obstante, Richard era incansable y ambicioso.
Las fortificaciones que había pagado de su bolsillo en Ribadesella seguían adelante. No eran significativas, pero mantenían el pueblo a su favor, respetándolo como benefactor. La presencia de Pronovil en la costa los tranquilizaba y la villa ganaba en actividad económica. La demografía había aumentado sensiblemente, pues las mujeres llegaban atraídas por la presencia de marineros con dinero. Los irlandeses resultaron un tanto promiscuos para los vecinos, ya que enseguida las dejaban embarazadas, y los niños comenzaron a ser la imagen usual en las calles.
Don José Manuel y doña Teresa contrajeron matrimonio en la ermita de Guía una apacible mañana de mediados de marzo. Patrick, vestido de gala, entregó a la novia en el altar y, a la salida, las tripulaciones formaron a lo largo del camino con las espadas en alto. En una taberna del pueblo, el padrino ofreció un guiso de calamar y pulpo regado con sidra de manzana a los novios y a los invitados. Los irlandeses contribuyeron con baile y canciones que amenizaron la velada.
Patrick, en las recaladas en Ribadesella, subía por las tardes a Sebreño para acondicionar la huerta, abandonada y destrozada por los vientos y el frío invernal. Se había deshecho de los molestos ratones y había recorrido el perímetro exterior del muro, cortando y arrancando la hiedra por la que trepaban los roedores para introducirse en el recinto. No deseaba que alterasen la estancia de la viuda, si ésta se decidía a pasar el verano en Ribadesella. Por lo que había conseguido sonsacar al abogado, había deducido que era joven y de una buena posición social, por lo que había muchas probabilidades de que hubiera contraído matrimonio de nuevo.
Había releído en distintas ocasiones los escritos de la mujer, que le atraían por la sinceridad con la que impregnaba las palabras y lo entretenida que resultaba la lectura. Había continuado escribiendo en su diario y los sentimientos, con el tiempo, se habían entibiado, aunque no su soledad, cada vez más profunda con la boda de su amigo, a pesar de que no lo había abandonado, pues a última hora de la tarde subía a buscarlo y se convirtió en una rutina sin pretenderlo. Charlaban un rato, le enseñaba los avances y bajaban juntos.
—En algún momento nos desplazaremos a Oviedo para adquirir muebles y el ajuar de la casa. Andáis un poco escaso de mobiliario.
—¿Seríais tan amable? Tenéis bastante en qué pensar con lo vuestro.
—Por eso mismo, un mueble más o menos, no destacará del conjunto —alegó sonriendo.
—Os lo anotaré y os quedo muy agradecido. La viuda encontrará la casa irreconocible este verano —lanzó el cebo.
—Por lo menos más cómoda —picó el pez.
—Así que sigue decidida a alquilarla —planteó Patrick.
—Es lo que acordamos —replicó José Manuel.
—¿Tan fea es?
—No recuerdo haberla descrito —respondió, sin perder la sonrisa, el abogado.
—Joven y de buena posición, de la Corte, luego con algún grado de nobleza.
—¿Y eso lo habéis deducido de nuestras eventuales conversaciones? Sois más peligroso de lo que os juzgué.
—No os escapéis por las ramas. ¿Qué le impide contraer matrimonio?
—¡Qué curioso sois! —Y, ante la mirada conminatoria de Patrick, respondió—: nada.
—Os equivocáis, el amor a su marido. La comprendo, pero el tiempo lo sana todo.
—¿Os habéis curado del vuestro? —preguntó José Manuel esperanzado.
—Casi. Ahora el problema estriba en que no creo que encuentre una mujer a su altura.
—¿Las comparáis? Entonces es un amor dormido, no curado.
—¿Sois un doctor en los asuntos del corazón?
—Salamanca no sólo es la universidad del saber; sino también de la vida. Si se consigue sobrevivir a la vida de estudiante, se está preparado para la vida real.
—Confío en que estéis equivocado.
La bomba estalló en la administración central del reino y la onda expansiva llegó hasta Ribadesella. El marqués de Mancera acusó a Pronovil de no cumplir con el asiento de tres fragatas y trescientos irlandeses en Galicia. Por si fuera poco, insinuó que pirateaba desde Ribadesella y que los que llegaban de Dunkerque hablaban mal de sus procedimientos. A su vez, Pronovil lo acusó de intrigante ya que trataba de desprestigiarlo por no haber atendido a sus requerimientos de que acudiese a Galicia. Ante los informes favorables del corregidor de Asturias, el marqués respondió que lo había engañado como a él.
La Junta de Armas tomó parte en el revuelo, pues Pronovil era un armador poderoso que aportaba hombres para la guerra, y decidió que corriese el asiento como estaba firmado y que se incorporase inmediatamente a la Armada que se estaba formando en La Coruña. El pago de dos mil ducados para juntar el tercio se retrasaría por unos meses, y el sueldo de los navíos y de la gente que participase se haría efectivo cuando llegase a La Coruña.
Era de todos conocido el afán de don Alonso Idiáquez, armador de corso y superintendente de la Escuadra del Norte, que contaba con cabos corsarios tan reconocidos como Francisco de Escorza y Cristian Echevarría, por actuar conjuntamente con la Armada Real, como ya habían conseguido los corsarios dunkerneses con la Real Armada de Flandes. Así que estaba reuniendo una flota bajo el gobierno de uno de sus cabos: don Lope de Hoces y Córdoba en La Coruña, con la finalidad de recorrer la costa francesa con el apoyo de seis buques de la Armada Real.
Las noticias inquietaron tanto al pueblo, que perdería la fuente de riqueza y la protección del puerto, como a las tripulaciones, ya que no les convencía el asunto de formar parte de una Armada que podría entrar en guerra.
Patrick había despedido a Richard y a Brian, quienes se desplazaron a Madrid para enderezar el entuerto, ya que el propio Richard no estaba muy convencido de exponer su flota a una catástrofe. Además, estaba acostumbrado a actuar según su criterio y no bajo las órdenes de otro, aunque fuera el propio Lope de Hoces.
Patrick se quedó anclado en el puerto como cabo de las tres fragatas y resolviendo los problemas que surgiesen en tierra, ya que no podía zarpar a merodear sin patente de corso. José Manuel aprovechó el período de inactividad para viajar a Oviedo con su esposa.
Las responsabilidades no lo dejaron inactivo, incluso hubo de buscar las ocasiones para desaparecer monte arriba y encerrarse un rato en su casa. La huerta le ofreció el trabajo físico para cansarlo y la lectura, así como la escritura, la distracción que le procuraba alivio en la soledad, que se había agudizado en ausencia de sus amigos.
Se sentó a la mesa y abrió el cajón donde guardaba el diario. Los pliegos de la viuda descansaban debajo. Todavía no se decidía a poner punto y final a esa soledad, no se sentía con fuerzas. Imaginó una desconocida en la casa, en la cama; imaginó la charla insustancial, las quejas por sus ausencias, mostrar cariño a una desconocida. Meneó la cabeza vencido por la realidad: no podría. Suspiró y cogió el diario, con los pliegos de la viuda a la vista: sí podría. Con la viuda, aún sin conocerla, sí podría. No la conocía físicamente; pero la reconocía como alma gemela. Era una mujer entregada, apasionada, que luchaba como él por soportar un día más, por vivir un día más sin su amor, un amor sin esperanza. Con ella, sí. Se le ocurrió la insólita idea de escribirle. ¿No había leído los pliegos? ¿No la había conocido por las palabras? ¿Y si él le ofrecía la misma posibilidad? En lugar de emplear el inglés, escribiría en español, vertería su amor desesperado y su soledad en un lenguaje a su alcance, le contaría sus progresos en el mundo real, sus deseos, sus aspiraciones. Animado por el cambio de rumbo que estaba a punto de emprender, abrió el diario y cogió una de las plumas, lijó un poco la punta para eliminar la tinta seca y mojó el fino cañón en el tintero.
José Manuel y Teresa regresaron antes que Richard. Habían adquirido los dos bargueños que había encargado, uno para el salón y otro para la habitación, y una alacena para guardar la vajilla y la cristalería en el comedor. Además, José Manuel añadió de su mano mayor: seis sillas de brazos y un par de arcones.
—Intuí que no os atrevíais a encargarme más cosas y os hacen falta para equipar adecuadamente las habitaciones.
Los muebles no tardaron mucho. En una habitación de abajo, destinada al servicio inexistente, acumularon los muebles de la pareja hasta que terminaran de construir la casa cuya obra, al mejorar el clima, avanzaba más rápido. Después, ubicaron los suyos y Teresa acomodó la vajilla y la cristalería en la nueva alacena. Una vez concluida la ardua tarea, se lavaron e improvisaron una cena con las provisiones que habían llevado. Patrick les puso al corriente de las nuevas en la villa y ellos le relataron su peregrinación, llena de anécdotas, por las tiendas de Oviedo.
Mientras hablaban, Patrick los observaba. José Manuel era un joven corriente, ni guapo ni feo, pero era espabilado y hábil en lo suyo; en lo particular, era de mente abierta y no confiaba en los dictados de nadie, y menos de la iglesia, a la que criticaba cuando ganaba confianza con su interlocutor. Teresa era una mujer acostumbraba a trabajar en la pensión de su madre, por lo que le parecía muy fácil llevar una casa y cuidar de un marido. Sabía leer y escribir, ya que había recibido una educación antes de que el padre falleciera y tuvieran que arreglarse solas, era atenta y poco dada a las quejas, lo que a los ojos de un hombre cobraba valor.
Era de noche cuando regresaron al pueblo y en la casa los aguardaban Brian y Richard que habían vuelto de la Villa de Madrid.
—¿Habéis conseguido algo? —preguntó ansioso Patrick.
—Ese marqués es un rufo jactancioso: me ha llamado pirata en todos los tonos —se quejó Richard—, y como yo le dije: si fuera pirata, lo primero que haría sería dejar vuestras arquetas a buenas noches.
—¿Os atrevisteis? —se admiró José Manuel, aunque Pronovil era famoso por el mal carácter y la terquedad.
—¡Vaya si se atrevió! —medió Brian—. ¡Y delante de Olivares!
—¡No! —exclamaron al unísono José Manuel y Patrick.
—¡Ja! Y no osó intervenir en la trifulca. Guardó silencio como una cantonera bigotuda —Patrick sonrió. Cuando a Richard le daba por hablar en germanía, resultaba cómico—. Necesita a los irlandeses y el apoyo de mi flota, mientras que el rufo del marqués no aporta otra cosa que salmos celestiales.
—¿Y en qué quedó el asunto? —inquirió José Manuel curioso.
—Mitad y mitad. A Olivares no le interesaba la correría por las costas francesas que, por una parte, ya está cubierta con los corsarios vascos: Lizardi navega con cinco galeones desde Pasajes a La Coruña para don Lope de Hoces, quien ha reunido entre dieciocho y veinte navíos en total; le preocupa más la escasez de tropas en Flandes y desea mi tercio de irlandeses. Hemos llegado a un acuerdo: cedo a las pretensiones del marqués los meses de junio y julio; durante agosto mantenemos limpia la costa asturiana a requerimiento del corregidor de Asturias; y contribuyo con el tercio.
—Opino, mi querido amigo, que habéis salido perdiendo —coligió Patrick—: demasiados frentes que cubrir.
—¿Qué es eso para nosotros? Tú y Brian os quedaréis en Asturias una vez desembarcado el tercio en Flandes y no os estaréis paseando con la flota por Francia sin conseguir una presa. Porque yo os anuncio que será un fracaso. Los espías franceses ya estarán enterados de los planes del cornudo marqués y se guardarán de salir del puerto. Y le he arrancado la promesa de la merced que exigía al Conde-Duque —añadió con el brillo de la ambición en los ojos.
Patrick admiraba sinceramente a Richard, era buen comandante, buen compañero y conseguía lo que se proponía; sin embargo, era demasiado ambicioso, arrojado en sus empresas, confiaba excesivamente en la fortuna, aunque igual ahí residía la clave del éxito, en no temer el fracaso.
En junio algo se torció, porque la irritación de Pronovil no conoció límites: no se fiaban del cumplimiento del acuerdo, pues le enviaban el sueldo de medio año de los navíos y el resto lo recibiría cuando se presentase en La Coruña. Por si fuera poco, se le ordenó al corregidor de Asturias que no le permitiera corsear sin las patentes requeridas. No le quedó más remedio que incorporarse a la flota de don Lope de Hoces.