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Madrid, invierno de 1637.

 

El otoño había sido uno de los más duros que recordaba. Retomar sus deberes como compañía de la reina, reencontrarse con su suegra, que lo único que hacía era recorrer los conventos ofreciendo misas, vivir encerrada entre paredes y pasillos fue un esfuerzo hercúleo, cuando lo único que le pedía el cuerpo era salir corriendo a Ribadesella y recuperar la libertad, el aire libre, los espacios abiertos, que la vista se perdiera en la inmensidad del mar.

En enero ya se había resignado a dejar que pasaran los días, sin vivirlos, a levantarse y acostarse porque debía hacerlo. Notó que a su hijo le había ocurrido algo parecido, pero la infancia lo borra todo y enseguida se adaptó a la nueva forma de vida. Con amor de madre lo veía crecer sano y fuerte. Se parecía físicamente a su padre, pero reconoció el carácter fuerte e independiente de ella. Eso le llevó a reflexionar sobre su propio futuro: su hijo crecería, contraería matrimonio y seguiría adelante con su vida. ¿Y ella? La vida en la Corte le parecía insulsa, con sus intrigas, cotilleos y zancadillas que la aburrían. Ella era intocable, pues muy pocas familias de la nobleza disfrutaban del título de Grande de España. La idea de retirarse a un convento, como hacían otras mujeres, la paralizaba de terror. Lo consideraba una forma de enterrarse en vida y ella, a pesar de estar rota de amor, deseaba vivir, lo había descubierto cuando lo vio a él. Esas visiones fugaces la alimentaban lo suficiente para seguir adelante. No se engañaba, su irlandés formaría su propia familia, como había hecho ella misma. La había olvidado, pero a ella le bastaba con saberlo vivo, con verlo bailando y cantando como aquella tarde en Ribadesella.

—Excelencia —irrumpió doña María en su salón particular—, he llamado, pero no me habéis atendido y he entrado preocupada.

—Andaba distraída —se disculpó—. ¿Qué os trae tan afligida?

—Afligida porque conozco vuestro disgusto: ha regresado el conde de Trujillo.

A Leonor se le demudó la cara. Había olvidado a su cuñado y, mientras su madre viviera en el palacete, estaba obligada a recibirlo.

—Gracias por ponerme en antecedentes, doña María.

A la hora de la cena se sorprendió al encontrar a su suegra dispuesta a compartir la colación, cuando lo habitual era que la tomase en sus aposentos. El conde de Trujillo no tardó en aparecer. Estaba más delgado, ojeroso, aunque aseado y bien vestido. La guerra no sentaba bien a nadie y el viaje había sido largo. La conversación en la mesa se centró en la persona del conde quien, a instancias de su madre, relató los progresos de la guerra en Flandes. En todo momento, doña Clara alabó y felicitó a su hijo y se dirigió a Leonor para que ésta participase en la admiración del militar.

Como acababa de llegar y ante el cariño de la madre, no se atrevió a preguntar cuánto tiempo duraría la estancia, le pareció grosero. Se retiró a su habitación y, cuando los sirvientes y doña María la dejaron sola, cerró la puerta con llave. Era ilógico, pero la intuición era muy fuerte y, como mujer, obedecía a su instinto.

Los días fueron pasando y doña Clara cambió de hábitos. Dejó de acudir a las iglesias para atender a su hijo, con quien paseaba y presentaba en sus círculos, aunque no abandonó el luto. Varias veces se quejó de la falta de previsión de su marido para con su hijo, pues le había destinado una renta demasiado escueta para un hombre de su categoría. Leonor la escuchaba con educación e hizo como si no fuera con ella.

En más de una ocasión había escuchado al duque y a Pedro quejarse del hijo y del hermano respectivamente. Era una mala cabeza al que habían tenido que socorrer en situaciones embarazosas. Sin embargo, ahora estaba ella al frente de la casa ducal y no estaba dispuesta a mantener una oveja descarriada. La pobre doña Clara se había volcado en la única persona de la familia que seguía viva, aunque tampoco era justo para Pedro, ya que era su nieto y no le había hecho caso durante todos esos meses.

Una tarde, que no había acudido a palacio por encontrarse mal la reina, su suegra le hizo compañía mientras realizaba las labores de bordado.

—Hernando es un buen hombre y muy aguerrido. Estoy muy orgullosa de él.

—Sí que lo es —concedió Leonor.

—Me preguntaba si habéis considerado la posibilidad de contraer matrimonio de nuevo.

A Leonor le entró un escalofrío al descubrir los derroteros de la mente de doña Clara.

—No, por supuesto que no —dijo categóricamente—. Ahora mismo me debo a mi hijo y al ducado.

—A eso mismo me refería, hija. Comprendo vuestra devoción, soy madre también; pero considerad la pesada carga que recae sobre vuestros hombros: la educación de un hijo y la administración del ducado, cargas propias de un hombre.

—O de una mujer. No entiendo, como siendo mujer os hagáis de menos a vos misma —comentó con una sonrisa para aliviar la crudeza de sus palabras—. Me considero muy capaz de sobrellevar esas tareas. De hecho, el abogado me ha felicitado por ello. Además, me mantiene viva, ocupada y satisfecha con la labor que desempeño. El duque, que Dios tenga en su Gloria, me creyó capacitada para ello pues depositó en mí su confianza y no era ningún estúpido.

—¡Claro que no lo era! — defendió acaloradamente doña Clara—. Ni yo pongo en duda su decisión. Me he limitado a transmitiros que tendréis todo mi apoyo si decidís cambiar de estado, sois muy joven para enterraros bajo un montón de obligaciones cuando deberíais estar divirtiéndoos y conociendo a gente nueva en la Corte. Estar todo el día compartiendo vuestro tiempo con la aburrida reina y sus damas no es lo más conveniente. La reina se ha granjeado muchos enemigos oponiéndose al Conde-Duque de Olivares y, de todo Madrid es sabido que el rey corretea por las camas de otras mujeres, por lo que no goza de su confianza.

—Hoy parece que no estamos de acuerdo en nada, doña Clara, así que será mejor que lo dejemos. La reina es mi amiga y nadie ignora lo que significa un matrimonio de Estado. Gracias a Dios, mi Pedro era un cielo y fue muy fácil quererlo.

Con la última frase intentó congraciarse con su suegra, a la que encontraba muy empecinada. Intuyó que el artífice de ese cambio era su hijo.

Pero aquello sólo fue un asalto de una declarada guerra o así lo estimó Leonor pues, tras unos días de tregua, doña Clara volvió a la carga.

—He decidido romper con la monotonía del luto —anunció— y he alquilado un aposento en el teatro del Príncipe para dentro de tres días.

—¡Cuánto me alegro! Sin duda es un gran avance para vos.

—Espero que me acompañéis. Es una obrita de capa y espada: «La discreta enamorada».

—Me encantará. Nos lo pasaremos muy bien.

—Perfecto. Invitaré a Hernando, que nos acompañe un hombre no estará de más.

A Leonor se le avinagró la velada. Había caído como una ingenua en la celada de doña Clara. Lo que más le molestó fue que el solapado de su cuñado no diera la cara y empleara a su madre para lograr sus designios. Durante los tres días siguientes, la persiguió el malhumor que enterró bajo múltiples ocupaciones que la mantuvieran alejada de la casa. Llegó el día de la función y se arreglaron con esmero para acudir al evento que duraba toda la tarde. El conde se había acicalado con las mejores galas y el carruaje con el escudo ducal y los lacayos aguardaban en el exterior.

—¡Oh! ¡Cuánto lo siento! — exclamó doña Clara—. Tendréis que salir sin mí.

—¿Qué ocurre? Os esperamos —ofreció Leonor.

—No, no hace falta. Estoy un poco suelta de vientre y necesito acudir al escusado. Partid sin mí. Enviadme el coche y me incorporaré más tarde.

Leonor oyó el cerrojo de la trampa: había caído como una principiante. Decidió no ser tan transparente y jugar el mismo juego que su familia política. Sabía muy bien cómo hacerlo y, al fin y al cabo, ella sostenía las riendas en aquella partida.

—¡Cuánto lo siento! Ojalá lleguéis a tiempo. ¿No os importará que me acompañe doña María? —le dijo a su cuñado y, sin aguardar una respuesta, envió a buscarla.

Aceptó su mano cuando subió al carruaje y permitió que se sentara a su lado y doña María enfrente. Mantuvieron una charla banal durante el trayecto, sobre la circulación en la Villa y la gente que llegaba de otras ciudades periféricas en busca de trabajo. Cuando llegaron, las condujo por un acceso apartado al aposento privado. Don Hernando se adelantó a doña María y la sentó detrás de ellos. Leonor se guardó de demostrar el pequeño triunfo y desplegó todo su encanto durante la velada, escuchando las explicaciones de don Hernando sobre el teatro, del que era un gran entendido, y sobre el público que se sentaba en la bancada o se quedaba de pie en la mosquetería: conocía de Flandes a algunos de los hombres.

Durante la representación, don Hernando estuvo atento a sus deseos y la obsequió con golosinas y aloja. Leonor reconoció en su fuero interno que era un seductor nato, el inconveniente era que desplegaba las artes con la persona equivocada. La representación duró cuatro horas con entremés, la jácara y el baile final entre los actos. Abandonaron el teatro enzarzados en una discusión sobre el papel de los criados y Leonor se arrebujó en la capa forrada de armiño, la noche había caído y el frío invernal se había agudizado. Subieron al coche que llevaba el brasero del suelo encendido y reposaron sobre él los pies helados. Don Hernando le echó la manta por encima.

—Ha sido una velada entretenida. Lamento que doña Clara se encuentre indispuesta y se la haya perdido con la ilusión que tenía.

—Es una persona mayor e imagino que serán indisposiciones propias de la edad —restó importancia don Hernando—. Me complacería invitaros al Buen Retiro si hiciera bueno esta semana.

—Sois muy amable, pero es semana de pagos.

—Es labor de contables.

—Quienes deben ser supervisados si se desea que se realicen sin abusos. Mi padre es muy severo en lo que respecta a los administradores.

—Vuestro padre, si me lo permitís, parece más un comerciante que un noble. Me han comentado que es armador de corsos.

—Como el duque de Osuna en Andalucía o el marqués de Valparaíso en San Sebastián —rebatió Leonor—. Son nobles emprendedores que cuidan de su hacienda y de acrecentarla, no en dilapidarla. En la Corte se habla de varias familias que están a punto de perder todo por la mala cabeza de los responsables —comentó intencionadamente—. Quiero que mi hijo reciba el patrimonio tal y como me lo entregaron, si no es posible aumentarlo.

—Muy loable propósito pero ¿qué será de vuestro hijo si no disponéis de tiempo para disfrutarlo junto a él?

— ¡Ah! Mi querido don Hernando, si una se organiza bien, hay tiempo para todo.

—Mi madre me ha comentado que os ausentasteis en verano.

—Sí, el luto me agobió mucho y deseé respirar el aire del mar, unas vacaciones alejada de todo.

—Con vuestro padre en alguno de esos puertos del norte —comentó a la ligera don Hernando.

Leonor había aprendido la lección y estaba alerta. Don Hernando había tendido una nueva celada para informarse sobre su salida; pero no estaba dispuesta a desvelar su refugio. Era un sitio apartado y solitario y no deseaba la presencia de extraños en la casa de Ribadesella. Se había convertido en algo personal e íntimo.

—Mi padre estuvo muy ocupado con las presas del verano en los tribunales de San Sebastián. Así que me incliné por La Coruña, que me traía muy buenos recuerdos de mi estancia con Pedro.

Habían llegado a la casa y la conversación quedó convenientemente interrumpida. Se interesaron por la salud de doña Clara antes de retirarse a sus habitaciones. Leonor, cuando salía el servicio, cerraba la puerta con llave, como acostumbraba desde que el conde residía en el palacete.

Por la mañana la vistió doña María y le ofreció los comentarios y noticias sobre los moradores, tanto del servicio como de los señores. Así se enteró de que el conde volvió a salir por la noche después de dejarla a ella. Todavía era pronto para desayunar, despidió a doña María y se sentó a redactar una misiva al administrador. Al cabo de un rato, regresó doña María blanca como la cal.

—¿Qué te sucede doña María? ¿Estás indispuesta? —indagó Leonor, levantando la cabeza del pliego.

La mujer, al borde del llanto, alzó la mano y mostró el collar de esmeraldas de doña Clara. Leonor frunció el ceño y la miró interrogativamente.

—Estaba en mi habitación, en mi arcón —confesó con voz desmayada.

La mente de Leonor trabajó a velocidad de vértigo. El conde debía de estar muy desesperado para moverse con tanta rapidez y con tan poco tino. Si ese collar era encontrado en las manos de su dama de compañía, supondría la cárcel por ladrona o algo peor. Era una forma de dejarla desamparada de leales en su propia casa.

—No tendría que haber regresado, pero me ha bajado el periodo y fui a buscar unos paños —prosiguió doña María temblando—. No he sido yo.

—Por descontado que no —negó categóricamente Leonor—. Dámelo, esto es asunto mío.

Se levantó y arrancó el collar de manos de doña María.

—Escúchame —exigió cogiéndola del brazo—: no des a entender que lo has encontrado ni que lo has visto. Sigue actuando como si fuera un día cualquiera. Deja cerrada con llave la puerta de tu aposento como hago yo y, para estar más segura de que nadie ha entrado, deja un pequeño lazo en algún punto de la puerta para que caiga si ésta se abre. De esta forma conocerás si te han tendido una trampa. Actúa discretamente, estamos en territorio enemigo y se ha declarado una guerra. Ésta ha sido la respuesta del conde a tu injerencia en sus planes.

—¡Oh, Dios mío! ¡Qué será de nosotras! —se lamentó doña María.

—No soy un alfeñique y sabré defenderme.

Leonor metió el collar en el gato y salió de la habitación hacia los aposentos de su suegra. Llamó y solicitó ser recibida. Doña Clara estaba siendo peinada por la doncella.

—Buenos días, doña Clara, ¿qué tal se encuentra?

—Muy bien, hija. En cuanto termine Luisa, bajaré a desayunar con vosotros. ¿Cómo resultó la obra de teatro?

—Una delicia. Fue una tarde muy amena y lamenté que os la perdierais.

—¿Vais a poneros el collar de esmeraldas, excelencia? —interrumpió Luisa.

—Demasiado ostentoso para un paseo matinal —objetó doña Clara—. Me ha invitado Hernando al Buen Retiro —explicó a Leonor.

—Entonces nada es demasiado. Vuestro hijo querrá presumir de madre. Trae el collar, por favor, Luisa.

La víbora se escurrió con un gesto de satisfacción hacia el bargueño en el que guardaban las joyas y objetos de valor. Mientras lo abría, con la llave que colgaba del cuello, Leonor aprovechó el instante.

—¡Oh! ¿No es ése que está ahí? —dijo, a la vez que alargaba la mano de forma que pareciera que lo cogía del cajón semiabierto de la mesa donde se acicalaba su suegra.

—Sí, es ése. ¡Vaya descuido, Luisa! — amonestó doña Clara—. Debes poner más cuidado en tus obligaciones.

Leonor le abrochó el collar y, por el rabillo del ojo, vislumbró el estupor en la cara de Luisa.

—Vámonos —propuso alegremente Leonor.

Doña Clara se levantó y salieron juntas de la habitación.

—¡Ay! El pañuelo. Seguid adelante, ahora os alcanzo —dijo regresando sobre sus pasos.

Entró en la estancia de nuevo y se dirigió hacia Luisa, a la que cogió sin contemplaciones de un brazo.

—Eres tan estúpida que no ves más allá de tus cortas entendederas —espetó a la cara—. Yo soy la duquesa, yo soy quien te mantiene, yo soy quien manda aquí. Si se me antoja puedo echar a doña Clara de la casa y, por supuesto al conde, quien no es nadie, no es Grande de España, no tiene amistad con los reyes ni los asiste ni los visita. Si tú o alguien más del servicio se atreve a serme desleal, tendrá los días contados en esta casa. Y si te ha prometido un sitio en su lecho, será lo único que obtengas de él, porque está sin blanca.

Luisa temblaba como una hoja al viento, pálida y con las lágrimas rodándoles por las mejillas, pero Leonor estaba furiosa por el atentado tan deshonesto hacia doña María y no sintió remordimiento.

Alcanzó a doña Clara cuando accedía al comedor, a tiempo de sorprender el gesto de sorpresa del conde al descubrir el collar en el cuello de su madre. Leonor se hizo la tonta durante el desayuno y comentaron la velada de la tarde anterior con su suegra; sin embargo, la guerra había sido declarada, porque en breve el conde sería puesto al corriente de que ella estaba al cabo de la confabulación.

En cuanto se quedó sola, escribió a su padre y se aseguró de que la carta llegase entregándola ella misma en la casa Maqueda, para que la enviasen a donde quiera que estuviese. Él sabría cómo manejar la situación.

Esa noche, mientras se retiraban a sus aposentos, doña Clara se lamentó de la torpeza del servicio.

—Luisa se ha caído por la escalera y no puede atenderme, así que tendré que apañarme con Cecilia, aunque no es tan habilidosa.

Leonor se retiró con el estómago encogido. La violencia había estallado y se había llevado por medio a un inocente. El conde dejaba clara su postura con la contundencia de un militar y una gran falta de inteligencia. Llegó a su puerta y, al extraer de la limosnera la llave, reparó en la cinta caída. Pensó en doña María pero unos pasos por el pasillo le anunciaron su llegada. Con el dedo en los labios la ordenó guardar silencio. Se quedó unos segundos ante la puerta dilucidando qué hacer. Recordó la violencia del conde y que él se había retirado más pronto. La posibilidad de que fuera él quien la aguardaba al otro lado de la puerta era tan grande que la dejó sin respiración. Entonces le vino la idea. Empujó a doña María por el pasillo y la instó a que se encerrase en su aposento y ella se encaminó al cuarto de su suegra. La recibió extrañada cuando estaba a punto de acostarse, pero Leonor apeló al recuerdo de su marido y doña Clara se deshizo por ella. Se sentaron en la cama y charlaron un rato hasta que doña Clara se durmió. Leonor se desvistió y se acostó junto a la buena señora.

A la mañana siguiente, bajaron juntas al comedor, donde el conde se encontraba desayunando plácidamente.

—Buenos días, doña Leonor —susurró mientras su madre hablaba con la criada sobre lo que debía servirle—. ¿Habéis pasado una noche agradable?

—Sí, muy agradable. Gracias —respondió seca.

—¿Con el amante de las vacaciones en Galicia o éste es otro?

—¡Cómo os atrevéis a insinuar…!

—Yo no insinuó y bajad la voz —ordenó colérico el conde—. Seguiréis mi dictado si no queréis que os consideren promiscua para ejercer la tutoría de un niño de tierna edad.

Leonor decidió seguirle el juego. Le había quedado claro que el conde creía que había un amante que le facilitaría el chantaje.

—¿De qué habláis en voz baja? Mi oído ya no es tan bueno —se quejó doña Clara.

—De un pequeño problema, madre —expuso jovial en conde—. Anoche Leonor y yo no pudimos contenernos y hemos caído en pecado. Uno de los lacayos me sorprendió saliendo de su habitación esta mañana, así que habremos de reparar el honor de la dama.

Leonor se quedó tan aturdida por la audacia del hombre que no reaccionó. Algo similar le ocurrió a doña Clara, quien miraba perpleja a su hijo.

—¿Y qué lacayo es ése? —inquirió doña Clara.

Leonor se volvió asombrada a su suegra que permanecía con el gesto serio, pero sin dejar traslucir lo que pasaba por su mente. El conde hizo que lo avisaran y se presentó ante ellos.

—Debo instarte a que guardes silencio con el resto del servicio sobre lo que has presenciado esta mañana —dijo don Hernando en su papel—. Será un secreto hasta que se repare el honor de la duquesa.

—Isidro, ¿verdad? —intervino doña Clara—. ¿Desde cuándo trabajas para la familia? ¿Desde los siete, ocho años, quizá?

—Su excelencia conserva buena memoria.

—Espero que tú también la conserves para relatarme qué viste esta mañana —Las palabras de doña Clara sonaron a advertencia.

—Vi al conde abandonar la estancia de su excelencia la duquesa.

—¿Y viste a la duquesa?

—No, excelencia —Leonor percibió el nerviosismo del lacayo.

—Retírate y, antes de hablar de lo que no sabes, coméntaselo a Cecilia.

—¿Qué tiene que ver Cecilia con esto? —receló el conde.

—De modo que vais a reparar el honor de una mujer —planteó doña Clara.

El conde entrecerró los ojos al mirar a Leonor intuyendo, por la tranquilidad de la deshonrada, que había sido descubierto por algo que no alcanzaba a vislumbrar.

—¿Os parece mal? De esta manera queda todo en familia, como vos misma propusisteis el otro día.

—Lo dije, es la única verdad que he escuchado esta mañana, pero no lo propuse —corrigió doña Clara—. Seguís siendo el mismo de siempre. Durante unos días me habéis engañado o yo os dejé engañarme. Estaba tan desolada que me aferré al único hijo que me queda vivo. Siete hijos y el único que vive es el que debería haber muerto. ¡Cuánta razón llevaba el duque en dejaros a un lado! ¡Y yo qué necia he sido! Mi corazón de madre, me ha cegado. El pobre Pedro valía cien veces más que vos. Vuestros paseos por el Buen Retiro para que os vieran conmigo y el que os presentara a tanta gente traían una doble intención como todo lo que hacéis. Egoísta y sinvergüenza hasta el final.

Leonor se alarmó, pues el tono de doña Clara fue subiendo en la misma proporción que su cólera y la tez pasó de un sonrosado a un rojo subido. Temió que sufriese un ataque de apoplejía.

—¿A causa de mi pasado vais a creerla a ella antes que a mí? —Se levantó enojado—. Es una manipuladora. Preguntadle dónde ha estado en verano, preguntadle dónde ha pasado la noche.

—La noche la ha pasado conmigo —bufó su suegra poniéndose de pie—. Haced vuestro equipaje y desapareced de mi vista —ordenó—. Mañana mismo dejaré un óbolo en el cepillo de las Ánimas para que se digan unas misas por vos. Ya sólo me queda mi nieto.

Leonor sintió como propio el dolor y la decepción de doña Clara. No se olvidó de rezar para dar gracias a Dios por desvelarle la verdad a una madre ciega. El conde de Trujillo, lívido, se dio la media vuelta e inició la salida, lanzándole una mirada de odio que Leonor soportó valientemente.

—Hay cosas en las que el conde mentía, pero en otras llevaba razón —acusó volviéndose hacia Leonor—. Anoche conocíais los planes del conde —se negaba a llamarlo hijo— por esa razón acudisteis a mi cuarto. Nunca pensé que fuerais tan ladina.

—Me limité a defenderme, si hubiera acudido a vos directamente, nunca me hubierais atendido, no me habríais antepuesto a vuestro hijo. Si no me creéis, preguntad a vuestra doncella, todavía lleva las marcas del conde sobre su cuerpo.