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Ribadesella, verano de 1638.

 

Leonor bajó a Ribadesella acompañada de doña María. Había mercado y quería solazarse entre los tenderetes. Vestía de luto y el velo cubría el rostro. Los paseos habían fortalecido las piernas y la tripa recuperaba, poco a poco, su forma original, a medida que eliminaba los excesos del embarazo. El niño, nacido en mayo, amamantaba con fuerza y ganaba peso a ojos vistas. Leonor estaba muy orgullosa de él: el pelo era oscuro y los ojos verdes, como los del padre, y casi la hicieron llorar. Al final del verano tendría que desprenderse de él y le apenaba la idea; pero ya estaba acostumbrada al dolor, a la separación, a la prohibición. El único consuelo que le quedaba era que estaría con su padre. Había acordado con don José Manuel que se haría cargo del niño hasta que Patrick regresase y que, a partir de ese momento, todos los beneficios obtenidos del corso fueran la dote del niño.

—¿No deseáis nuevas semillas, señora?

La joven de las semillas atrajo su atención al requerirla directamente. Negó con la mano dispuesta a seguir su camino.

—Al capitán irlandés le gustan mucho mis semillas —insistió la muchacha, con un tono que daba a entender que se refería a otra cosa.

Leonor era demasiado altiva para rebajarse a hablar con una vendedora, y menos, por un hombre. Continuó el deambular entre los tenderetes sin modificar el paso ni el interés que le inspiraron.

—¡Menuda desvergüenza la de esa muchacha! —se quejó doña María después de un rato.

—¡Qué gracia me haces, doña María! Sólo una persona celosa y sin educación actúa de esa forma.

—Muy tranquila me parecéis. Son hombres de puerto y muchos meses en el mar. ¿Y ahora qué ocurre?

La gente corría hacia la playa. Por inercia, siguieron a los vecinos hasta la casa de la ballena y allí se encontraron con don José Manuel, que les informó de lo inusual que era localizar una ballena en esa época del año.

Se aproximaba la pinaza con el impulso de los remos y llevaba a remolque la ballena desangrada. Entraron en el agua algunos hombres para ayudarlos a sacar el mamífero a la arena.

—¡Es enorme! —exclamó doña María admirada.

—En absoluto —contradijo don José Manuel—. Es un ballenato: un poco crecido, pero ballenato. Se ha debido despistar de su madre, de ahí que lo hayan cazado.

—Pescado —corrigió doña María.

—No es un pez —explicó don José Manuel—. De todas formas, es una vieja controversia.

—¿Cómo sería una ballena? —insistió doña María sobrecogida.

—Tres o cuatro veces el ballenato.

—¿Existen criaturas tan grandes? —preguntó santiguándose.

—¿Qué van a hacer con ella? —se interesó Leonor.

—El pueblo entero participará en el despiece. La gente de la pinaza se lleva una aleta, una parte le corresponde a la Iglesia, otra a la cofradía de pescadores y el resto se reparte entre los vecinos. El comerciante se llevará el aceite o saín que se obtenga de los trozos que se derritan en las calderas metálicas del cobertizo.

—Todos se benefician —resumió Leonor.

—Se aprovecha todo —ratificó el administrador—: las barbas para peines, los huesos para agujas y construcción, el aceite para las lámparas, la carne se conserva en salmuera.

—¿A qué sabe?

—Seguro que me ofrecen un trozo. Teresa lo preparará, tiene buena mano en la cocina, y os lo llevaré.

—No era mi deseo privaros de vuestra ración.

—Perded cuidado.

—¿Se ha enterado de las nuevas, don José Manuel? —se acercó un hombre mayor.

—No. ¿Qué ocurre?

—La flota de Pronovil está frente a nuestras costas, se ha cruzado la pinaza con ellos. Navegan con la Armada de Oquendo y se dirigen a Fuenterrabía, a socorrer la villa asediada por los franceses.

—Después de tantos meses de silencio es bueno recibir noticias, Tomás.

Durante la conversación, Leonor se percató de que el administrador no perdía de vista a la mujer de las semillas.

—¿Qué os inquieta de esa mujer? —indagó Leonor cuando Tomás los dejó solos.

—No me gusta. Nos vigila.

—En el mercado nos dejó claro que conocía a cierto capitán —intervino doña María.

—¿De verdad? —preguntó alarmado.

—¿Qué ocurre con esa mujer?

—Drogó a ese capitán el día que cantó y bailó mientras que yo os acompañaba —contó bajando la voz para que no llegara a oídos ajenos—. Llegué a tiempo de rescatarlo y la amenacé con la Inquisición si metía las narices donde no le incumbía. En otra ocasión, él mismo la prohibió arrimarse.

—¿Con qué finalidad lo drogó? —preguntó Leonor.

—Para casarse. Huelen el dinero y las mujeres andan revolucionadas. Es mucha la necesidad.

Leonor no había contado con aquello. Patrick era libre de contraer matrimonio, si no con esa mujer de malas artes con otra cualquiera. Imaginó a su hijo con otra y le entró un escalofrío. ¿Y si no lo comprendía? ¿Y si lo relegaba para dejar más espacio a los suyos? Entonces comprendió que sería un bastardo allá donde fuera. Las lágrimas fluyeron tontamente. Todavía no había recuperado el equilibrio emocional y con suma facilidad se convertía en una fuente.

—¿Nos retiramos doña María? —propuso—. Comienza a agobiarme el velo y la ropa de luto.

En cuanto llegó a casa, se cambió y corrió a buscar a su hijo, del que no se separó el resto del día, excepto cuando el ama de cría le daba el pecho. Doña Teresa había sido muy hábil al buscar el ama en los valles del interior. Su marido le había puesto al corriente de lo que sucedía pero sin desvelar la identidad de la madre. La buena mujer no dudó en ayudar a Patrick en una situación tan complicada.

Resultaba paradójico que el padre de la criatura hubiera estado tan cerca y tan lejos, sin sospechar su paternidad. En un principio, se alegró de conocer el paradero de Patrick y de que se encontrara bien, pero ahora no apartaba de la cabeza que se dirigía a un combate del que podría no regresar. Moriría sin conocer a su hijo, sin una alegría, en un mar inhóspito en el que habitaban animales gigantes y horribles.

Últimamente la perseguían negros presagios que socavaban su felicidad, se estaba volviendo medrosa. Ella, cuyo temperamento era alegre y positivo, no debía permitir que las sombras ganaran espacio. Se dirigió a la habitación y sacó del cajón de la mesa el diario de Patrick para refugiarse en sus palabras de amor. Cuando partiera, lo haría desnuda: sin hijo, sin amor, sin palabras, que quedarían en su escondrijo secreto, fuera del alcance de ojos indiscretos.

 

 

El duque de Maqueda paseaba por el muelle de La Coruña contemplando la enorme actividad desplegada para abastecer y pertrechar los barcos de la bahía. Su nieto iba delante con la curiosidad propia de un niño. Había sido una suerte que ese verano no se encontrase en la costa vascuence, cuando las tropas del príncipe de Condé habían sitiado Fuenterrabía y recorrían la costa hasta San Sebastián. Por mar, la Armada de De Sourdis había bombardeado los astilleros de Pasajes y había perdido una nave que estaba construyendo: la guerra le estaba costando dinero.

La ría de La Coruña se encontraba saturada de naves dispuestas a acudir en socorro de la villa asediada. Lope de Hoces no era santo de su devoción, demasiado engreído y fanfarrón de sus proezas, prefería a Lizardi, un oficial de la Armada que había pasado a ejercer de cabo corsario, un hombre serio, con temple y conocedor del oficio; o a Francisco de Escorza. Eran hombres reconocidos, de gran valía que formaban parte de la escuadra de Idiáquez, con la que colaboraba abiertamente armando buques con patentes de corso. Había aumentado su patrimonio considerablemente; pero no siempre era período de vacas gordas, con la guerra llegaban las flacas.

El almirante Oquendo, con quien había compartido la cena la noche anterior, le había confiado que Lope de Hoces dejaría el puerto con la marea alta. Les había pisado los pertrechos y se había adelantado para llevarse la gloria, sin tener en cuenta los gastos. Quien va primero arriesga más, le recordó el viejo zorro con sonrisa taimada. A última hora, se había adherido la flotilla de Pronovil que acababa de arribar procedente de Dunkerque.

—Buena gente esos irlandeses —le confió el almirante—, temperamentales, luchadores, bromistas y cantarines, no conocen el desaliento ante las adversidades. Nuestros tercios y nuestros barcos se nutren de su carne sin reconocerles el mérito. Pronovil es orgulloso y de mal genio, pero astuto. No arriesga inútilmente a su gente y no equivoca un golpe.

Al duque le hizo gracia la defensa que Oquendo realizó de los irlandeses, justamente cuando él estaba tan sensibilizado con el tema. Le había llegado la carta del administrador con los pormenores del parto y ahora era abuelo de un niño por el que corría sangre irlandesa, de ésa tan admirada por el almirante.

Desde que había leído el cuaderno y los pliegos, en los que cada uno de los amantes refería sus estados de ánimo, más confuso se encontraba. El blanco ya no era blanco y el negro no resultaba tan oscuro. No estaba de acuerdo con la situación, pero tampoco la condenaba. ¿Qué postura adoptaría si se encontraba frente al amante de su hija?

Llegaron a un pretil y sentó al chiquillo para que observase el trasiego mejor y sin meterse entre las piernas de los marineros. Le habló de los tipos de barcos que fondeaban y, para su sorpresa, Pedro se le adelantó con algunos.

—Conoces muy bien los términos marineros —alabó el duque.

—También conozco algunos nudos y pronto aprenderé a nadar.

Al duque se le paró el corazón, ¿conocería el chico al amante irlandés?

—¿Quién te enseñará?

—Un pescador de Ribadesella.

La respuesta, tan inocente e infantil, le convenció de que no lo conocía, hasta que el rostro de su nieto experimentó un cambio total: de la mera curiosidad se transfiguró en una alegría y un brillo en los ojos que le recordó a su madre cuando era pequeña y su cara se transformaba de la misma forma cuando lo veía. Siguió la mirada del chiquillo y divisó un poco más allá la arribada de una chalupa llena de marineros. Lanzaron un cabo y el hombre de proa saltó al muelle para anudarla a la estaca. Por los gritos, reconoció el inglés tan extraño que hablaban entre ellos.

—¿Conocerás a todos los irlandeses de Ribadesella? —aventuró.

—No —negó el chiquillo con una sonrisa—. Vamos a la playa grande, no al pueblo.

—Pero con alguno coincidiréis en playa. ¿No tienes amigos? ¿Y ése que te iba a enseñar a nadar?

—Me lo dijo una vez, pero los mayores no cumplen —contestó despreocupadamente.

El duque vio lo que se había negado a ver en un niño: la inteligencia y la intuición. Intuía y protegía a la madre y a su amante, que él consideraba un amigo por la razón que fuera. Recordó la seguridad de doña María cuando le afirmó que el padre se haría cargo del hijo porque disfrutaba con los niños. ¿Cómo podía saberlo? Porque había presenciado la complicidad que había crecido entre el amante y el chiquillo en escasos días. Y ese hombre se encontraba en aquella chalupa.

—¡Vamos! —acució a Pedro y lo bajó del pretil.

Su intención era llegarse hasta los hombres, pero Richard Pronovil se cruzó en el camino y lo detuvo para saludarlo. Para cuando pudo desprenderse del gigante irlandés, los hombres habían desaparecido para su desesperación. Prolongaron el paseo un rato más, pero no tuvo la suerte de volverlos a encontrar, así que se retiró. Lo intentó algún otro día, pero fue una tarea infructuosa: había perdido la ocasión.

La escuadra de Oquendo se hizo a la mar una semana más tarde que la de Hoces y el duque les deseó suerte mentalmente: Flandes le dolía en el orgullo; Fuenterrabía, en el corazón.

Viajaron hasta Ribadesella bajo una pertinaz lluvia, que los acompañó todo el camino sin ofrecer una tregua. Los recibieron unas mujeres ansiosas de compañía masculina que los atendieron y alimentaron. Leonor estaba exultante y rebosaba salud. Pedro, con quien había compartido un verano inolvidable, se movía por territorio conquistado, así que decidió que bien podía demorarse la partida unos días. Envió aviso a la Venta de los Peregrinos de que aguardarían a que las lluvias cesasen y para que detuviesen los carruajes alquilados de León en la venta hasta nueva orden.

Conoció a su nuevo nieto de casi cuatro meses, cuyos rasgos no le resultaron familiares, luego se parecería al padre afortunadamente. Pedro permaneció en silencio mientras observaba al hermano y Leonor lo abrazó para transmitirle su amor.

—¿Cómo puede ser mi hermano si mi padre ha muerto?

—Porque es hijo mío y de nuestro secreto.

—Entonces, ¿ya no jugará conmigo ni me explicará más cosas? —se alarmó.

—Por supuesto que sí —aseguró Leonor—. Ahora debes entender que el hermanito forma parte de tu vida y será tan secreto como todo lo relacionado con la casa.

—El abuelo está escuchando.

—El abuelo conoce la casa y algunos secretos de tu madre; aun así, no tiene la suficiente confianza para contarme todo —replicó el duque con el ceño fruncido.

Leonor dejó a su hijo y se acercó a él, lo miró a los ojos y le exigió:

—Prometedme que no iréis contra él, que no le diréis nada, que no lo estorbaréis en su carrera, que no azuzaréis a vuestros amigos contra él, prometédmelo y sabréis todo.

Se quedó perplejo ante la arremetida de su hija, durante unos segundos consideró la propuesta y dudó, porque todavía no había decidido cómo actuar para no dañarla, y esos segundos de incertidumbre fueron los que decidieron el desenlace.

—Os respeto por vuestra sinceridad —dijo Leonor besándolo—. Respetad mi silencio.

—¿Sigo guardando el secreto? —preguntó Pedro.

—Sí, sigue guardando el secreto de tu madre —respondió el duque vencido.

Al día siguiente escampó y, entre nubes, asomó el sol. Ante la insistencia de Pedro, bajaron a la playa. El duque se sorprendió de la pendiente tan empinada que salvaban las mujeres para llegar abajo, luego cruzaban un riachuelo por un puente de madera donde se descalzaban y dejaban los zapatos y las medias. Caminaban entre las dunas hasta llegar al mar que entraba hasta la playa entre dos lomas, una de ellas coronada por la ermita de Guía.

Pedro recogió unos palos que había dejado la marea y, con algunas cuerdas y restos de sedal abandonados por los pescadores, fabricó dos espadas. El duque se admiró de la destreza del chiquillo y de la complejidad de los nudos. Le entregó una espada todo serio y lo retó.

—Señor, os acuso de ser un deslenguado que no sabe guardar un secreto.

Y, como no llegaba, soltó dos tortazos al aire.

—Señor, os acuso de que sois un renacuajo insolente.

Imitando al chiquillo soltó otros dos guantazos al aire.

—Esa afrenta a mi estatura deberéis sostenerla con la espada.

Al duque le hizo gracia que a Pedro le quemara el asunto de la estatura. Para sus cinco años, se defendió admirablemente. Conocía los movimientos y era ágil. En lugar de dejarse matar de forma fácil, dejó un hueco en su defensa y Pedro lo aprovechó sin dudarlo.

—El irlandés os ha adiestrado magníficamente.

—No sé de qué me habláis, señor —replicó con una sonrisa.

—Yo tampoco —suspiró el duque.

Pedro corrió hasta su madre que buscaba conchas en la orilla y comenzó a salpicarla sin piedad. Ella se rió y lo mojó a su vez. Se estableció una guerra con el agua entre madre e hijo. El duque los observó con melancolía. Leonor lo hacía muy bien: era muy fácil quererla, su hijo la adoraba.

—¿No cogerán frío? —se preocupó el duque.

—Es un ritual. Por eso quería bajar Pedro —explicó doña María—. No es Ribadesella si no hay batalla de agua.

Empapados y sonrientes, emprendieron el regreso.

El día anterior a la partida se presentó don José Manuel para ocuparse del niño. El ama de cría había empaquetado sus cosas y las del niño y las subieron al pequeño carruaje que alquilaban durante la estancia. Leonor estaba deshecha en lágrimas con el pequeño en brazos y le ofrecía las últimas carantoñas.

El duque, apenado por el dolor de su hija que se mostraba incapaz de separarse del pequeño, lo tomó de sus brazos y se lo entregó al ama que ya estaba sentada en el carruaje. El administrador prometió escribir y que hablarían sobre el potro que había adquirido recientemente como alusión al niño.

El duque abrazó a su hija mientras contemplaban cómo se alejaba el carruaje con el potro, y suspiró resignado con la convicción de que aquello no podía salir bien. Emprendieron el regreso a Madrid con el ánimo encogido y la tristeza en el corazón, aunque cada uno por motivos diferentes. Pedro, preocupado por el nuevo rival; el duque, compungido por la hija y Leonor, con la vida a punto de deshacerse contra la escollera de las normas sociales y la rigidez de la Corte.

—Debes sobreponerte antes de llegar —aconsejó el duque.

—Cada vez soporto peor la Corte y Madrid. Cada año, en lugar de mejorar mi disposición, empeora. Creí que sería capaz de seguir con mi vida adelante, que no sería tan difícil si ponía empeño, pero no es así, cada vez lo encuentro más arduo. En esa casa soy yo, está mi felicidad, me envuelve la paz.

—¿Y por qué no vivimos allí? —intervino Pedro—. Soy el duque, puedo hacer lo que quiero.

—No, mi vida —replicó Leonor con una sonrisa cariñosa—. Tenemos unos deberes y los conoces muy bien. Cumpliremos, como personas de honor que somos.

—A mí también me gusta Ribadesella —aseveró el chiquillo.

—¿Y a quién no? A todos nos complace escapar de nuestras obligaciones de vez en cuando.

Llegaron a Madrid el día ocho de septiembre y doña Clara los recibió encantada de romper con los meses de soledad. Los había echado de menos y temió por sus vidas.

—¿Por nuestras vidas? —se extrañó el duque—. Viajo con un buen séquito.

—No es por el viaje, sino por los franceses que atacan el norte. Está en boca de toda la Corte el desastre naval en la costa de Guetaria y las tropas que acuden en auxilio de Fuenterrabía avanzan despacio a causa de las lluvias.

—¿Desastre naval? —se angustió Leonor.

—No nos precipitemos —se adelantó el duque—. Los rumores corren muy rápido y distorsionados. No sería la primera vez que las noticias se exageran. Me informaré de primera mano y os tendré al corriente. No te aflijas por mis negocios —se dirigió a Leonor, ofreciéndole una excusa a su interés—. Volveré con datos más fehacientes.

El duque marchó enfadado con el Cielo y todos los santos. Era muy duro asistir a la depresión y decadencia de un carácter alegre y positivo como el de su hija. Haría todo lo que estuviera en su mano por ayudarla, pero se lo estaban poniendo muy difícil. Había tomado una decisión: le daría una oportunidad al irlandés, al parecer, todos lo avalaban; pero no prometería nada hasta que lo conociera y le demostrara que era digno del cariño que Leonor había depositado en él. No obstante, aunque así fuera, no encontraba una salida digna para los dos amantes.