12
Ribadesella, julio de 1637.
Leonor descendió del carruaje alborozada. Había pasado los días añorando la casa que tanta paz le había reportado. La relación con su suegra, después de la expulsión del conde, no había vuelto a ser la misma. Sin embargo, todo el amor que guardaba como madre para sus hijos lo vertió sobre el nieto. Lo acompañaba en sus salidas, se preocupaba si se enfriaba o se le aflojaba el vientre, escuchaba las tonterías de niño, le contaba cosas del padre o sobre el abuelo, recorría los pasillos del palacete mostrándole los antepasados ilustres de la familia, le explicaba el escudo de armas y las hazañas familiares. Leonor apreciaba a la mujer y le dolió el rencor que las separaba. No habían hablado, pero estaba segura de que la consideraba culpable del alejamiento del conde: justa en la acción e injusta con el corazón.
El marqués de Maqueda acudió en cuanto recibió la carta. Le relató lo que había sucedido y su padre escuchó atentamente. Alabó su intuición y se alegró de las decisiones que había tomado para precaverse del daño del conde. Aun así, el marqués no cantó victoria: un hombre que había arriesgado tanto, era un hombre desesperado que, como tal, no abandonaría la empresa. A través de los corsarios, que recalaban en Dunkerque, recabaría información acerca del conde y sobre sus actividades en el frente. Había que ser precavido y conocer las debilidades del enemigo. Su padre afianzó la confianza que había depositado en ella y se marchó dejándole su bendición.
En cuanto abrieron el portalón del jardín, Pedro entró como un huracán a explorarlo todo con la niñera a la zaga.
—Nos va a agotar con esa vitalidad —rezongó orgullosa doña María, mientras cogía la llave de la hornacina de la Virgen.
Organizó el viaje de la misma forma que el año anterior. El servicio, tomado de la casa de su padre, era el mismo: Feli, la cocinera, y las dos criadas; y en León alquilaron los carruajes. Ahora, más que nunca, deseaba mantener la intimidad.
Entraron en la casa y les recibió el frescor conservado entre los muros que, después de un día caluroso en los caminos, agradecieron. Leonor observó en el recorrido que las ventanas habían sido dejadas abiertas y la casa limpia y preparada para recibir a la inquilina. Don José Manuel era muy atento, o su mujer. Había recibido la notificación del cambio de estado entre las abultadas cuentas de los beneficios que había obtenido ese año. Estaba satisfecha de haber invertido su dinero, y más de haberlo multiplicado, no se sentía tan inútil.
—El dueño no ha permanecido inactivo, excelencia —se complació doña María—. Mirad que alacena tan bien provista.
—Son de calidad —comentó Leonor tomando una copa— y de buen gusto. ¿Se habrá ofendido por la ropa de casa con la que le obsequiamos?
—O avergonzado por alquilar una casa desprovista de lo fundamental —matizó doña María—. Las velas siguen sobre el plato de barro. Apreciará las palmatorias de cerámica andaluza que habéis adquirido.
Leonor no había dejado de pensar en el verano y, cuando salía de compras por Madrid, no podía sustraerse a la tentación de añadir algo para la casa. Con el equipaje traía palmatorias de vistosa cerámica para las habitaciones, unos jarros a juego con las palanganas y más ropa que había bordado durante el invierno. Aparte había rescatado los libros de juventud de casa de su padre y los había añadido para recuperar una afición perdida. Lo que no impidió que se sorprendiera al entrar en la biblioteca y encontrar dos estantes repletos de lectura: el dueño era un hombre ilustrado.
Los carruajes y el carretero se despidieron hasta el treinta de agosto y el instalarse llevó el resto del día. Estaba ansiosa de recuperar la rutina de paseos y de actividad en la huerta. Se retiró tarde y desde la ventana sólo apreció la oscuridad, aspiró profundamente para captar la esencia a yodo y unirse al entorno añorado como en una comunión: Ribadesella la acogía en su seno, la casa le daba la bienvenida, los rincones le resultaban familiares. Flotaba en el ambiente algo intangible, mágico, que envolvía su alma y le susurraba palabras amables y tranquilizadoras.
Doña María la ayudó a desvestirse y se llevó el vestido para limpiarlo de los días de viaje. Reconoció las sábanas del lecho como suyas, repasó con la mirada la estancia y se quedó suspendida sobre la mesa escritorio. Cuando recordó que no había quemado los pliegos que escribió, pasó varios días de angustia. ¿Qué habría sucedido con ellos? ¿Los habría encontrado el dueño de la casa y los había leído? Había sido una imprudencia por su parte. Un arcón y un bargueño nuevos completaban el mobiliario; sin embargo, la vieja mesa era la que atrapaba su atención. Si no se levantaba e inspeccionaba el cajón, no podría dormir, a pesar de que la razón le advertía de lo absurdo del acto.
En medio del cajón, sobre los pliegos en blanco, se hallaba el cuaderno escrito en inglés, lo levantó y rebuscó los suyos, con la débil esperanza de que hubieran pasado desapercibidos, pero no los encontró. El cuaderno estaba abultado de forma inusual, lo cogió y se abrió por donde se hallaban las hojas dobladas. Exhaló un pequeño gemido de angustia, avergonzada de que alguien hubiera leído sus pensamientos más indiscretos. Para Leonor, desnudar el alma era como desnudar el cuerpo: ambos suponían la violación de la intimidad. El papel había envejecido, no así los sentimientos que desvelaban los imprudentes trazos, tan frescos, tan enamorados de la nada, tan olvidados durante el día y tan presentes en la noche. Extrajo los pliegos y reconoció las palabras escritas en el cuaderno con una letra ajena a la suya: no estaban escritas en inglés. La curiosidad la empujó a leerlas y su significado la invitó a continuar:
«Apasionada y triste desconocida:
He cometido la imperdonable indiscreción de leer lo que no estaba destinado a mis ojos; no obstante, no siento el menor remordimiento; por el contrario, me felicito por ello. Al leer vuestras palabras, me he reconocido a causa de lo afines que son nuestras aflicciones de amor: vos por haberlo perdido; yo por no conseguirlo. En justa correspondencia os ofrezco en desagravio mi alma».
Leonor no pudo seguir leyendo porque se le habían anegado los ojos en lágrimas. Así que su arrendador sufría de mal de amor, como ella. Dejó el libro sobre la mesa y se tumbó en la cama. El extraño se sentía en deuda y le abría el alma, era demasiado delicado para aceptarlo. Cayó en la cuenta de que no había indagado acerca de la identidad del dueño de la casa, había confiado en don José Manuel y se había despreocupado de un tema que no le atañía, pero ahora sí que le importaba: un desconocido había leído su secreto y se había dirigido a ella. No, se corrigió, a una desconocida: don José Manuel había firmado con su nombre en lugar del de ella para proteger el anonimato. El saberse a salvo cambió la perspectiva del asunto: eran dos extraños que escuchaban las confesiones del otro, almas gemelas compartiendo las angustias y las penas. Por primera vez en mucho tiempo, un desconocido despertaba la ternura que anidaba en su corazón. Agotada, se quedó dormida, inmersa en sueños confusos en los que una cara desdibujada intentaba suplir la del irlandés, que se resistía a ser olvidado.
Se había dormido con la ventana abierta y los gritos alborozados de Pedro la despertaron. Había amanecido hacía rato. Se levantó con la vitalidad del que espera un gran día. Doña María la sorprendió sentada en la silla en sus primeras necesidades.
—Para las ganas que tenía su excelencia en llegar, se ha levantado tarde.
—Estaba más cansada de lo que quería reconocer —se disculpó Leonor. Salió del pequeño cubículo que servía de excusado y se puso en manos de doña María, quien le había preparado los sencillos vestidos que había usado el verano anterior. Ligera como una mariposa bajó a desayunar y, sin saberlo, estrenó vajilla y cristalería. Doña María había sacado las mantelerías que había bordado y había cubierto con una de ellas la mesa. Leonor acarició el lino, ahora adquiría un nuevo significado allí extendido, pues el dueño de la casa era una persona sensible que valoraría su trabajo.
Visitó la huerta y comprobó que ese verano degustarían sus frutos. Se hallaba tan bien cuidada como los manzanos que adornaban el jardín alrededor del gran roble, bajo el que se cobijaría para protegerse del sol en las tardes de lectura. En cuanto doña María terminó con las obligaciones, fue a buscarla.
—Las criadas han bajado a la villa para llenar la despensa y se han llevado el carruaje.
—Coged algo de comer e iremos de excursión a la playa con Pedro, quiero ver el mar.
Esa noche fue valiente y retomó la lectura del misterioso dueño de la casa.
«Debo comunicaros que este verano no sufriréis la molesta vecindad de roedores en la huerta. Los encontré sobre la hierba totalmente ebrios y los eché del paraíso terrenal. Para que no regresaran corté y arranqué las enredaderas exteriores de los muros y limpié el perímetro. En caso de que algún recalcitrante retornase, os sugiero una nasa de pescador, es más clemente que emborracharlos. Creedme, sé de lo que hablo».
Leonor se sonrió al recordar la persecución de los ratones. Sacó los pliegos del cuaderno y releyó sus propios escritos. No fue tan doloroso como recordaba, aunque revivió sentimientos adormecidos, el tiempo cicatrizaba las heridas, incluso las del corazón. Apagó la vela y se acostó.
Por la mañana, don José Manuel se presentó para conocer si había encontrado la casa de su agrado. Lo recibió bajo el roble del jardín, ya que aprovechaba al máximo los días soleados al ser tan frecuentes los lluviosos. Le informó de que pasaría el verano en la población y le indicó la casa en la que se alojaba. Leonor indagó sobre el arrendador mencionando detalles tontos, pero todo lo que obtuvo fue una evasiva. La casa y la huerta las mantenía él en buen estado porque el dueño pasaba grandes temporadas ausente. Se sinceró con el administrador y le confesó que había contribuido con unas naderías al ajuar de la casa, en compensación por arrebatarle el hogar.
—Sois muy generosa, excelencia, pues ya es recompensado con el dinero del arriendo. Lo único que conseguiréis es despertar la curiosidad del caballero por conocer a un alma tan dadivosa y no es ese el efecto que pretendemos, ¿me equivoco?
—No erráis, don José Manuel, pero también esquiváis mis preguntas sobre él. ¿Acaso tiene algo que ocultar? ¿No me indicaréis al menos si es joven o viejo?
—Viejo —mintió el administrador, con el desparpajo y los años de entrenamiento en Salamanca.
—¡Qué simpático! —se enterneció Leonor sorprendida.
A juzgar por los escritos y esos sentimientos tan frescos… ¿pues no había mencionado que le quedaban muchos años por delante de soledad? Entrecerró los ojos y escrutó con detenimiento a don José Manuel. ¿Qué le ocultaba? ¿Por qué mentía o evitaba decirle la verdad? ¿Algún problema del dueño con la ley, con la Inquisición? No, sería un escándalo que ella se alojase en casa de alguien con causas pendientes y su padre lo mataría. Por el momento, no podía descubrirse sin referirse a los pliegos y al diario.
—De vuestras palabras colijo que el amable viejecito desconoce la identidad de la inquilina.
—Perded cuidado, ni siquiera mi esposa lo sospecha. Debo agradeceros vuestra generosa contribución a mis nupcias. Imagino que la noticia os habrá reavivado momentos de dicha que desearíais olvidar.
—Mi matrimonio fue concertado y conservo un agradable recuerdo de mi marido, a quien tuve por un buen compañero. La prolongación del luto es por respeto a mi suegra, que perdió esposo e hijo. Es muy duro perder a un hijo.
—En ese caso, me retiro y os dejo con vuestros asuntos.
—Seréis bienvenido siempre que no os canse nuestra compañía.
El mes de julio comenzó su carrera entre días de paseo por la costa, la festividad de la ermita de Nuestra Señora de Guía, donde el administrador le presentó a su esposa, y las labores que se imponía para no caer en la melancolía. Por la noche, había convertido el diario en el libro de cabecera. Era cierto que eran almas enamoradas, Leonor comprendía los sentimientos del autor y había surgido una cierta empatía.
«Por las noches, cuando contemplo la luna, me habla de ella porque comparte la misma palidez; cuando la mirada se pierde en el infinito del mar, semeja mi soledad inabarcable; cuando el viento me toca con su gélido aliento, me susurra sobre un hogar vacío de risa. La naturaleza y las leyes de los hombres me condenan a vivir sin esperanza. Mi corazón herido sangra lentamente hasta que no quede vida».
La seguridad de que era un hombre joven, lo aproximaba a ella. Leer sus palabras la obligó a reflexionar sobre sí misma: no hay amor más grande que la vida misma, no debía abatirse pues la vida era larga y la posibilidad de encontrar un compañero no era imposible. Los sentimientos que compartían así lo revelaban. Se había rendido igual que él, sin apenas lucha. ¿Dónde estaba escrito que no pudiera sentir algo así por otro hombre? En su mente, en su corazón.
Se encontraban en mitad del verano, la última semana de julio llegaba a su fin. Esa mañana, Pedro no quiso acompañarlas, pues quería asistir al parto de una gata que se había afincado en el jardín, así que emprendió el paseo con doña María. Cuando llegaron a lo alto de la playa, desde donde se divisaba toda la desembocadura de la ría, descubrieron las tres fragatas corsarias en el muelle. El corazón se le alborotó y la sangre zumbó alocadamente ensordeciéndola.
—Suspirabais por esto —confirmó doña María resignada.
—Conozco mis deberes —desoyó Leonor—. No iré al pueblo hasta que se vayan.
Siguieron con su ruta habitual y bajaron a la playa. Doña María se sentó al resguardo del nordeste entre unas dunas, mientras Leonor se acercaba descalza al agua. La playa era larga, con restos de ramas y troncos que bajaban en las avenidas del Sella en invierno y algas acumuladas en la orilla; el mar se extendía frente a ella, cerrado ligeramente por los montes de Somo, al oeste, y Corbero al este, sobre el que se asentaba la ermita con un par de cañones apuntando a la barra, dispuestos a impedir la entrada de naves no deseadas. El nordeste rizaba la superficie creando pequeñas crestas blancas entre las que distinguió la figura de un hombre que se sumergía bajo el agua. No se percató de su presencia porque le daba la espalda, pendiente de la siguiente ola. A Leonor le extrañó que alguien pudiera bañarse de esa forma y se quedó observando embelesada hasta que se percató de que estaba completamente desnudo. Ahogó un grito de sorpresa y reparó en la ropa extendida unos metros más allá. Buscó con la mirada un sitio donde esconderse y corrió, con las faldas levantadas, hasta un grueso tronco. Se echó al otro lado y asomó un poco la cabeza para comprobar que no la había descubierto. No lo vio y se preocupó hasta que emergió cerca de la orilla y salió lentamente, permitiendo que las olas lo acariciasen. La sangre se le heló en las venas cuando descubrió que no era un hombre cualquiera, sino su irlandés. Se secó con un lienzo, se vistió y emprendió el regreso por la playa hacia el lado que daba a la ría, en donde había dejado un bote varado en la arena.
Las sensaciones la embargaban de forma desordenada, las imágenes del cuerpo desnudo se mezclaban con el alivio de saberlo vivo. Se levantó y se sacudió la arena. Doña María se acercaba nerviosa.
—¿Os habéis caído? —indagó solícita—. Se estaba tan bien al calor del sol que me quedé un poco traspuesta y, cuando espabilé, os vi echada boca abajo junto a ese tronco y pensé lo peor.
—Ya me conocéis, soy un poco alocada y tropecé con la falda y, una vez en el suelo, me fijé en la arena, tan fina y compuesta de unos caracolillos en miniatura —mintió. Afortunadamente, no se había percatado de nada; seguía siendo su secreto.
Pero el mal ya estaba hecho, lo supo en cuanto retomó esa noche el diario y las frases de su casero las hizo propias, los sentimientos expresados eran suyos, las palabras se las había arrebatado de la boca, le había robado su ser.
«En mis noches más febriles se me presenta la imagen amada desnuda y le hago el amor lleno de un deseo incontenible tan real que despierto para no olvidarlo y me descubro rodeado de soledad. Me abrazo a mí mismo para recuperarla, para sentir que alguien toca mi cuerpo, que no estoy solo: un sentimiento tan desesperado, tan frustrante…».
Así se despertó Leonor, empapada en deseo, hambrienta de caricias, hastiada de sueños y vacía de realidades.
Dejó pasar varios días antes de aventurarse de nuevo a la playa. Cuando se asomó en lo alto, el corazón le dolió. ¿Tan grande era su pena que podía doler físicamente? Porque el dolor que sintió era real cuando los ojos se posaron en la ría vacía.