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Golfo de Vizcaya, primavera de 1639.

 

Patrick regresó de Guarnizo, en la bahía santanderina, muy ufano con las diligencias que había llevado a cabo. Por un lado, había conseguido invertir parte de su capital; y por otro, el armazón de la nave de Richard llevaba buen ritmo de ejecución. A causa de las incursiones del arzobispo De Sourdis, que había destrozado los astilleros de la cornisa cantábrica, habían aumentado la demanda y las prisas.

Antes de dirigirse a casa de Brian se pasó por la de José Manuel y le extrañó el silencio que la rodeaba. Una vecina, que lo vio llegar porque se hallaba en el huerto, le informó de que la familia había salido de viaje precipitadamente. Le agradeció la información y siguió su camino preocupado. En el suelo de su habitación encontró una carta del abogado que abrió con impaciencia. En ella le detallaba las circunstancias que lo habían obligado a abandonar Ribadesella. Bajó al piso inferior y se tropezó con Colm que entraba en ese instante.

—Ya os habéis enterado —constató al verlo con el pliego en la mano—. ¿Queréis que os acompañe a la casa?

—Perdonad que no os haya confiado la compra, pero no quería que Richard pensara que lo dejaba en la estacada por aquel entonces. Le debo mucho.

—Todos hemos contraído una deuda con él y todos estamos cansados de jugarnos la vida continuamente. Yo también sueño con establecerme.

Subieron a Sebreño hablando de sus planes y deseos futuros, recorrieron la casa y la hallaron en orden. La puerta del balcón, por el que habían entrado, había sido reparada.

—¿Por qué buscan a ese niño? —inquirió Colm—. La viuda no es lo que parece ¿me equivoco?

—Cuanto menos sepáis, mejor.

—Los asuntos del corazón son los más sabrosos, si estáis con el agua al cuello, podéis contar conmigo.

—Ignoraba vuestra vena romántica —comentó Patrick agradecido.

—La mantenía ahogada mientras salía del pozo que ha sido mi vida, pero creo que ha llegado el momento de asentarme. ¿Qué vais a hacer?

—Nada. Don José Manuel ha tomado la decisión correcta. Richard llegará un día de éstos, así que no puedo salir detrás de él.

Pronovil entró en Ribadesella, henchido como un pavo real, luciendo la cruz de la Orden de Santiago y con el nombramiento de Maestre de Campo bajo el brazo. Había logrado sus objetivos, pero no era suficiente. Ordenó pertrechar las naves y en enero zarpó hacia la costa francesa con el encargo de espiar los preparativos del enemigo. Desembarcaron hombres en sitios solitarios de la costa para que se adentraran en los puertos y contabilizaran las naves, a la vez que prestaban oídos en las tabernas. Al cabo de unos días, los recogían y marchaban a otro puerto. Las tormentas invernales mantenían las flotas recogidas, como la del arzobispo de Bordeaux, a pesar de ello, capturaron tres barcos llenos de mercancías, que les supondrían unos diez mil ducados, de camino a San Sebastián, donde entregaron el informe que habían elaborado sobre las fuerzas navales del país vecino. El trinquete de la nave de Brian había sufrido daños de consideración y debía reemplazarlo. A causa de los problemas de abastecimiento de los astilleros y el retraso que llevaban por su destrucción, Brian no pudo acompañarlos en la nueva singladura. Los días que fondearon, mientras aguaban y se avituallaban, Patrick los aprovechó para ponerse en contacto con José Manuel y disfrutar de los progresos de su hijo.

 

 

El duque de Maqueda extendió el catalejo. Era un día claro y soleado de febrero después de dos semanas de intensas lluvias. En cuanto conoció la llegada de la flota de Pronovil, hizo que vigilasen a don José Manuel, consciente de que se pondría en contacto con el amante de su hija. Y así había sido. Lo enfocó desde la ventana de un piso que había alquilado en el puerto para ese efecto. Era alto y ancho de espaldas, vestía correctamente, sin pretensiones, e iba bien rasurado, con el pelo cuidado y recogido en una coleta corta. Cogió el niño de los brazos de don José Manuel y lo alzó haciéndole carantoñas para después acogerlo entre los brazos. Sonreía a la vez que hablaba animadamente con el administrador.

Leonor no se había equivocado, ese hombre no abandonaría a su hijo. Reconoció, aunque más maduro, al joven que le estrechó la mano en La Coruña años atrás. ¿Cómo no se dio cuenta? Interpretó los nervios como propios de una persona tímida ante un noble; sin embargo, escondían mucho más detrás, aunque por aquel entonces no hubieran iniciado su relación, ya se conocían, ya se habían enamorado.

Siguió observándolo un rato, necesitaba aprenderse su cara, comprender qué había en él para que su hija se hubiera prendado de un hombre tan poco afín a su nivel social, un hombre que se jugaba la vida por dinero, no por ideales, un hombre sin patria. Ella, que lo tenía todo: la amistad de la reina, reconocimiento social, una familia de gran linaje. ¿Qué hombre merecía que se abandonase todo eso por él? Él también había conocido el amor y, como nació, murió. El amor era pasajero mientras que la familia era estable, real, lo que de verdad importaba y perduraba. A su edad, la vehemencia de Leonor lo desconcertaba. Tantos años de amor contenido, secreto. Un misterio de la vida que él no desentrañaría.

 

 

Richard, Patrick y Colm volvieron a espiar la costa francesa. El Conde-Duque necesitaba un golpe de suerte para destrozar la armada francesa. España se hallaba al límite de sus fuerzas, después de las campañas del año anterior. Con la costa cantábrica saqueada, la Armada de la Mar Océano estaba destinada a defender las flotas de la Carrera de las Indias de los ataques holandeses y necesitaba urgentemente de un milagro que los librase del acoso francés que, como un abejorro, hincaba el aguijón aquí y allá causando daños irreparables.

Fue en Dunkerque cuando, por otro irlandés, tuvo noticias del conde de Trujillo. Había sido herido en una refriega y se había embarcado, rumbo a San Sebastián, para curar las heridas. Indagó qué barcos zarpaban con ese destino y localizó una nao mercante, ni siquiera era un buque de trasporte de tropas: al conde le corría prisa personarse en España, dedujo Patrick.

Se acercó a la nao y la estudió con la mentalidad de corsario, localizando los puntos débiles y midiendo el temple del capitán, un hombre de mediana edad, manco y con visibles heridas, un marino experto pero cansado, como muchos de los españoles que había conocido en los puertos, agotados de soportar sobre sus espaldas el imperio para gloria de su rey: España agonizaba.

Regresó a su barco, habló con los oficiales y les comentó el plan, aunque lo llevarían en secreto, a espaldas de Pronovil. Era un favor personal y, como no correrían peligro, se avinieron a secundarlo. Uno de sus hombres se introdujo entre la tripulación del barco español, siempre necesitado de marineros, cada vez más difíciles de encontrar con los tiempos de guerra que corrían. La nao zarpó con la pleamar nocturna, aventurándose entre los bajíos, para escapar de la vigilancia holandesa. Patrick salió a la zaga en una chalupa. Izaron el palo, desplegaron la vela y dejaron los remos preparados para el momento del abordaje. Cuidó de dejar una bandera inglesa, como si fuera un descuido, sobre uno de los bancos.

Poco antes de adentrarse en el Canal de la Mancha, donde el oleaje y las corrientes convertirían el abordaje en imposible, se aproximaron al barco español por la aleta de estribor procurando que el chapaleo de los remos, una vez aferrada la vela, no llamase la atención de la guardia.

Su hombre les echó una driza con nudos por donde ascendieron a la cubierta en silencio y descalzos. La tripulación, pendiente de sondear la profundidad y de salir a mar abierto, se hallaba en la proa, a donde estaban dirigidas todas las miradas. A popa, quedaba tierra amiga.

Cuando quisieron darse cuenta de lo que sucedía, el capitán y el piloto tenían un cuchillo sobre la garganta. Entre ellos hablaron en inglés y fingieron desconocer el español, por lo que no atendieron a razones. Empujaron a la tripulación a la bodega, junto con el capitán y el piloto, y los encerraron. Aparte quedaron cinco soldados de los tercios y el conde de Trujillo, quien no parecía muy afectado por las heridas como para trasladarse a la península a juicio de Patrick.

Por el hombre infiltrado a bordo supo que los soldados eran de la misma compañía que el conde y Patrick se felicitó por ello.

—No son ingleses —oyó sisear a uno de ellos—. Es el irlandés de Ribadesella.

Patrick bajó al camarote que ocupaba el conde y agachó la cabeza para no golpearse contra los baos. Revolvió todo y encontró lo que buscaba: el libro de oraciones de la madre de la duquesa robado de su casa. Como no había tiempo para detenerse a leer todos los documentos que llevaba, arrampló con todo y lo metió en un saco que encontró y subió a cubierta.

—Rompedles el cuello a los cinco soldados —ordenó en inglés a sus hombres—. Son los que asesinaron a la vendedora de semillas en Ribadesella.

Ribadesella fue una palabra que comprendieron los españoles y los puso en alerta, pero ya fue demasiado tarde pues los hombres a sus espaldas ejecutaron la orden sin demora, requería la sorpresa para llevarla a cabo, sin resistencia. Impresionado el conde, cuando vio caer a sus hombres sin emitir una queja y sin vida sobre la cubierta, se volvió hacia Patrick.

—No quedará impune vuestro asesinato —amenazó rabioso.

—Quedará, como los vuestros. Llevo tiempo investigando sobre vos, quizá más que vos sobre mí. A juzgar por vuestro descuido en el puerto ante la llegada de la flota de Ribadesella, a la que conocen en Dunkerque sobradamente pues es como nuestra segunda casa, ignorabais mi identidad.

—Sois el amante de esa zorra que tiene engañada a mi madre y a la Corte.

—Will, dejadle una espada —ordenó a uno de sus hombres—. La mentira y el insulto deberéis sostenerlos con la espada en la mano. Tirad la saca al mar y guardadme esto —pidió a otro de sus hombres, a quien entregó la saca y el libro.

—Es una lucha desigual —se quejó el conde.

—Es una lucha, por lo tanto mucho más de lo que me hubieseis ofrecido a mí; me habría asesinado uno de vuestros esbirros por la espalda; al menos, habréis empuñado una espada por primera vez en vuestra vida. No creo que las heridas os estorben mucho —apuntó con sarcasmo.

El conde sudaba a pesar del frío, pero empuñó la espada. Intentó mantenerse sereno, pero la impotencia y la rabia lo dominaban, así como la evidencia del desenlace del mortal desafío.

Cruzaron el hierro que resonó rompiendo el silencio nocturno y el ruido metálico se propagó por el mar. No duró mucho el lance pues, aunque el conde intentó demostrar su destreza, el temple, la frialdad y el hábito de los asaltos arropaban a Patrick, quien le traspasó el corazón limpiamente. Antes de retirar la espada y mientras los ojos se le vidriaban sin vida, Patrick le susurró:

—Con los saludos de la duquesa.

Cayó el cuerpo sin vida del conde sobre la madera de la cubierta. Patrick hizo una señal y descendieron por la driza de nudos. Abajo oyó los golpes de la tripulación para conseguir abrir la puerta que los encerraba. Abandonaron la nave y se separaron a golpe de remo, ya que la vela se podía detectar a distancia y no querían ser vistos mientras retornaban al puerto de Dunkerque.

A la mañana siguiente, aguardó en su barco la noticia del asalto, pero el puerto permaneció tranquilo. Extrañado, se preguntó cómo actuaría él si fuera el capitán de la nao asaltada. La principal responsabilidad eran la carga y el barco, los pasajeros que llevaba no figuraban entre las obligaciones del capitán, quien seguramente los habría aceptado a cambio de una generosa donación. Regresar a puerto para dar parte a las autoridades de un asalto en el que sólo habían resultado muertos los pasajeros, cuando la tripulación, la carga y el barco habían salido indemnes de la aventura, hubiera supuesto perder días de navegación y una regañina sino suspensión de sueldo y cargo por parte de los armadores que debían cumplir con los mercaderes. Evidentemente, el capitán habría optado por limpiar la cubierta de tan molestos pasajeros, se habría deshecho de todo rastro de su estancia allí y habría continuado la singladura hasta San Sebastián donde, si se llevase a cabo una investigación, negaría haber aceptado pasajeros en su nave.

La flota de Pronovil salió de Dunkerque y continuó con la rutina de espionaje de las costas francesas, desembarcando a los hombres que hablaban francés y recogiéndolos con las informaciones sobre las actividades que se llevaban a cabo en los puertos. No obstante, Richard no renunció a conseguir un sobresueldo si se hallaba ante la oportunidad. De esa forma se llegaron a Laredo con una nueva presa. Ante la premura de recoger a los hombres de la costa francesa, dejaron a Colm para que se encargase de defender sus intereses durante el juicio de presa y se hicieron a la mar nuevamente Richard y Patrick, pues Brian se había dirigido a Ribadesella y Colm se reuniría con él allí cuando terminase en Laredo.

La flota de Pronovil quedó reducida a dos barcos y con ellos se aventuraron por las costas de Francia para recoger a los hombres que los aguardaban en los puntos establecidos. Entre las islas de Oléron y Re fueron sorprendidos por dos buques de guerra franceses. Patrick dio orden de zafarrancho y las portas de babor se abrieron, los cañones fueron liberados del braguero y los artilleros se aprestaron a cargarlos con los cartuchos de pólvora y las balas de hierro o de piedra, según el tipo de cañón. La primera descarga fue a quemarropa, contra el casco del buque militar con el ánimo de hundirlo y la que recibieron les dio de lleno en la amura de babor, desbaratando una pieza de artillería y provocando muertes y heridos entre los artilleros. Richard también se defendió como un león, pero la superioridad del enemigo era indudable. Rebasaron la nave francesa y una nueva descarga los dejó sin timón para gobernar el barco. Los hombres treparon por los flechastes hasta las vergas para aferrar vela todo lo deprisa que pudieron, aun así no pudieron evitar embarrancar en la escollera de la costa, ante la isla.

Si hubieran estado en tierra firme, habría intentado huir, pero en una isla era cuestión de tiempo y le podría costar la vida. La alternativa, amarrado al banco de una galera, no era muy halagüeña, pero le quedaría la esperanza. Los hombres se miraban con desesperación mientras aguardaban a los franceses, que habían botado las chalupas y se aproximaban a abordarlos. Más allá, a Richard no le fue mucho mejor y había arriado la bandera. Después de tantos años navegando como señores del mar, habían terminado como había sido su temor: serían juzgados por corsarios, los que pudieran pagar el rescate serían liberados y el resto a galeras.

Los trasladaron al buque francés y los encerraron en la bodega. Como se encontraban próximos a la costa, el trayecto sería corto. Hablaba correctamente el francés y oyó que los llevaban a La Rochelle. Durante el camino examinó las posibilidades: podía pagarse el rescate, le ofrecerían la posibilidad de escribir una carta a José Manuel, pero dejaría a su hijo sin futuro; por otra parte, ¿qué futuro tenía él? Leonor era inalcanzable aunque la hubiera liberado de la amenaza de su cuñado, y, con mucha suerte, disfrutaría de alguna semana de amor en años venideros.

En La Rochelle, los condujeron a la prisión de la fortaleza. A él lo separaron de la tripulación y lo metieron en la misma celda que Richard.

—Nunca pensé que volvería a dar con mis huesos en una mugrienta prisión —dijo Richard—. Los dos años que pasé en la torre de Londres todavía me persiguen alguna que otra noche. Era más joven y lo soporté. Fue en 1631, cuando se firmó la paz entre los dos países. Los ingleses me detuvieron a traición y me condenaron a ser degollado, pero llevaba diez años sirviendo a España como espía en Argel, de donde tuve que huir con otros siete irlandeses después de quemar varios bajeles piratas —Se rió al recordar la hazaña—, arribamos en Mallorca. Luego me asenté en San Sebastián dispuesto a armar navíos y conseguir patente de corso para operar por el Cantábrico. Así que, en aquella ocasión, el embajador español afiló las uñas y logró mi libertad. Esta vez no va a ser tan fácil, estamos en guerra con Francia, aunque el dinero abre muchas puertas.

—Creo que yo terminaré en galeras —le comunicó Patrick.

—¡Qué decís! ¿Queréis ser el más rico del cementerio?

—Tengo un hijo.

—El mocoso que cuida el abogado —confirmó Richard—. Ya me había fijado. ¿De dónde ha salido? Siempre habéis sido muy discreto con vuestros asuntos, pero éste se ha llevado la palma.

Como había tiempo, mucho tiempo, tanto que no sabrían qué hacer con él, Patrick le contó la historia, aunque sin descubrir la identidad de la dama. De un bolsillo de la chaqueta extrajo un pliego cuidadosamente doblado y lo leyó:

«No llores mi ausencia, pues dejé el sabor de mis besos en tus labios; la huella de mis manos en tu piel; la esencia de mi cuerpo en tu cuerpo. Recréate con lo que conseguiste y no añores lo que perdiste.

Cuando sueñes, búscame en el recuerdo de mis besos, de mis caricias, de nuestra unión. Yo haré lo mismo, y allí, se reconocerán nuestras almas enamoradas».

—Sensiblerías de mujeres. —Richard chasqueó la lengua y observó la reacción de Patrick—. ¡Por todos los cielos! Habéis vendido vuestra alma al diosecillo del Amor. Así que os vais a sacrificar por un mocoso al que le faltan unos años, si es que consigue superarlos, y porque habéis perdido la esperanza de compartir vuestra vida con una mujer. Espero que unas semanas encerrado entre estas paredes os hagan recapacitar y os devuelvan el juicio.