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Ribadesella, julio de 1636.

 

Hacía dos días que viajaban por las vueltas y revueltas de los verdes y boscosos montes. Habían avistado ciervos, eludido cabras y los habían asediado vacas. El pequeño Pedro, de tres años, era el que más disfrutaba del viaje después de un invierno encerrado en el palacete familiar. El sarpullido que había invadido la piel del niño había desaparecido y el frescor nocturno de las alturas les proporcionó un descanso relajado, sin los agobiantes sudores del calor madrileño.

Leonor notó el cambio de olores de la meseta al monte y, en la última etapa, reconoció el olor del yodo del cercano mar, tan familiar, tan ligado a su padre y a otra persona que anidaba en lo más profundo de su corazón. Para ella, ese viaje representaba la liberación del luto, de la tristeza que habitaba en la casa familiar, de las obligaciones de la protocolaria Corte, de los pesados vestidos y del guardainfantes tan molesto para moverse y sentarse. El administrador había alquilado la casa con su nombre para no dejar evidencia de la estancia de ella. Deseaba pasar desapercibida, pasear sin ser reconocida, no recibir molestas visitas ni acudir a aburridas reuniones. Ansiaba no ser nadie, recorrer los prados y las playas con la despreocupación de una persona sencilla. A sus dieciocho años, le pesaba la carga de la administración de una gran casa ducal, de unas obligaciones en la Corte a la altura de su rango, de la tutoría de su hijo, de la compañía de una mujer que había abandonado la vida voluntariamente, incapaz de remontar la muerte de un marido y de un hijo.

La detención del carruaje la sacó de sus reflexiones. Se encontraba ante una portalada de madera, rematada por un arco de piedra que se apoyaba sobre el muro que circunvalaba la casa. Don José Manuel había captado perfectamente su idea. El lacayo bajó del pescante y llamó. Tardaron un poco en abrir y cual no fue su sorpresa cuando reconoció al propio don José Manuel.

—Excelencia —saludó con una reverencia desde abajo—. Deberéis bajar aquí, pues los carruajes son demasiado grandes para traspasar el portón sin dificultad.

A una indicación de Leonor, los lacayos colocaron la escalera y abrieron la puerta del coche en el que viajaban doña María, Pedro con la niñera y ella; del otro coche se apresuraron a bajar la cocinera y dos criadas de casa de Maqueda. Todas eran personas de su confianza y asegurada lealtad. Había decidido seguir el consejo de su padre y se mostraba cautelosa en sus movimientos. Se había desplazado hasta León en los carruajes del ducado y, una vez allí, había alquilado otros con cochero y lacayo, enviando de regreso a los del ducado con la excusa de que su suegra podría necesitarlos. Detrás de los coches de caballos llegó la carreta que transportaba el equipaje.

—Habíais exigido discreción, así que decidí aguardaros personalmente. Ahora que habéis llegado recogeré mis cosas y me retiraré al pueblo.

—Os agradezco las molestias que os habéis tomado y os felicito porque me complace el lugar.

—No os apresuréis, todavía no habéis visto nada. A un kilómetro podéis disfrutar de unas maravillosas vistas sobre la desembocadura del río Sella y sobre el pueblo.

Leonor recorrió la casa con doña María, mientras escuchaban las explicaciones del administrador sobre la casa, los alrededores y la distancia a Ribadesella, donde las criadas podrían proveerse de los alimentos en el mercado que se celebraba los jueves. A ese efecto y a los posibles traslados a la villa para esparcimiento de la duquesa, había adquirido un pequeño carruaje de cuatro asientos y tirado por dos caballos.

—Es sencillo, sin la comodidad del carruaje de su excelencia, pero muy útil para desplazarse por un terreno tan abrupto y unas veredas tan húmedas y encharcadas en ocasiones.

—Habéis pensado en todo, os lo agradezco.

Don José Manuel se despidió tras recoger las escasas pertenencias y dejarle la dirección en la que podría encontrarlo en el pueblo si surgía algún inconveniente. Aunque era tarde, todavía había luz. Los días, con el solsticio de verano tan cercano, eran muy largos. Mientras doña María dirigía a las criadas en la operación de instalarse, salió con Pedro a recorrer el jardín, aprovechando que todavía vestían las ropas de viaje. El jardín era lo suficientemente amplio como para admitir en un rincón apartado una pequeña parcela dedicada al cultivo de hortalizas. Lo dedujo por la tierra oscura y removida, aunque no había nada cultivado. Alrededor de la parcela habían trazado dos líneas perpendiculares con unos incipientes arbustos que la encerraban en un cuadrado junto al muro, de forma que en un futuro la huerta estaría oculta e independiente del resto del jardín. Además de eso, los árboles con los muñones frescos, los macizos de hortensias tan pequeños, la hierba recién segada, eran indicios de la reciente actividad en el jardín para ponerlo a punto. Su llegada había dejado inconclusa la huerta.

Pedro requirió su atención pues el niño, cansado de la obligada inactividad del carruaje, corría como un loco por el jardín y rodeaba los árboles fingiendo que montaba un caballo. Cuando doña María salió a buscarlo, ya caía la noche.

La cena fue frugal: queso y cecina con pan y fruta, todo ello acompañado de vino. La habitación principal, al igual que el resto de la casa, contaba con los muebles esenciales: una cama con una mesa para el candelabro; dos arcones, uno junto a la pared y otro a los pies de la cama que servía para sentarse a su vez; y una mesa con recado de escribir. Detrás de un biombo, se escondía la silla con el orinal y un palanganero. Sobre las paredes se detectaba la falta de tapices y cuadros que habían dejado el cerco delator.

No había preguntado sobre su dueño al administrador, pero aquellos detalles evidenciaban una reciente ocupación y una reforma apresurada. Doña María acudió a ayudarla a desvestirse en cuanto acabó de organizar el servicio.

—En un par de días la casa funcionará con el orden deseado. Mañana temprano partirán los carruajes de regreso a León, las mujeres bajarán a Ribadesella al mercado y encenderán la lumbre. La casa está reluciente. Yo creo que la han reformado por algunos detalles que he apreciado.

—Yo he llegado a la misma conclusión —dijo Leonor, desatando los alamares de la cotilla mientras doña María extendía el vestido sobre uno de los arcones—. El mobiliario es un poco justo y carece de detalles personales que nos hablen sobre el dueño. No obstante, me agrada el lugar.

—Os agradaría un establo con tal de alejaros de Madrid, excelencia —bromeó doña María contagiada de su alegría.

—Es una verdad a medias. Mañana, en ausencia del servicio, daremos el paseo que nos recomendó don José Manuel y entonces confirmaré mi impresión. No sé por qué, pero me gusta el mar.

—¿El mar o cierto irlandés que navega por él? —apuntó doña María.

—Ya me reprendiste por aquella entrevista, doña María. ¿A qué viene traerlo a la conversación?

—¿Creéis que no me he dado cuenta? Llevo muchos años a vuestro servicio, excelencia, os he visto crecer, florecer como mujer. En vuestros momentos más negros os colgáis la caracola como si de un talismán se tratase.

—No se te escapa nada; sin embargo, no lo has mencionado hasta ahora.

—Mi obligación es llamaros a la prudencia; a partir de ahí, excelencia, sois mujer y viuda, tenéis edad y cordura de sobra para actuar correctamente, aunque de vez en cuando cometáis una locura. ¿Qué sería la vida si no fuera así?

—Eres una bendición, como mi padre. En la Corte he conocido algunos padres que no dejan respirar a sus hijas o esposos que no permiten ningún esparcimiento a sus mujeres. Estoy satisfecha, dentro de lo que cabe.

—Muy afortunada, no tentéis al Cielo. Buenas noches tengáis —deseó doña María y abandonó la habitación.

La mañana siguiente amaneció con el cielo despejado, de un azul intenso, tan profundo, que levantó el ánimo de Leonor, aunque no hacía falta mucho para eso ya que estaba predispuesta a vivir el sueño de la invisibilidad, del incógnito. Se puso un vestido gris perla sencillo, el color del alivio. Había confeccionado varios sin brocados ni tejidos en oro para pasar desapercibida y prescindió del armazón en la falda para caminar por el campo con más comodidad. Cuando se quedaron solas, emprendieron su aventura en compañía de Pedro y de la niñera, Emilia.

Se sentía como una niña en una travesura, más liviana, menos seria. La niñera empujaba el coche de Pedro, que movía la cabeza en todas direcciones admirando los interminables prados, escuchando los pájaros y los grillos, saboreando sus propios puños. Al rato se asomaron a la desembocadura del Sella que trazaba una pronunciada curva para esquivar un puntal arenoso antes de adentrarse en el mar. El pueblo quedaba en la orilla de enfrente, a sus pies se extendía una playa sobre la que rompían las olas que llegaban del mar abierto. Descendieron por la ladera con el niño de la mano para que fuera más fácil manejar el coche, cruzaron un brazo de agua por un puente de madera y se internaron en las dunas. Leonor se sentó en un tronco y se quitó los chapines y las medias.

—¡¿Qué hacéis, excelencia?! —preguntó escandalizada doña María.

—Ponerme cómoda. ¡Oh! ¡Qué sensación tan agradable pisar la arena! Os invito a que sigáis mi ejemplo —indicó a Emilia y a doña María.

La niñera no se hizo de rogar ante el asombro de doña María, a quien no le quedó otro remedio que hacer lo mismo. Con el parasol en una mano y el calzado en otra, se encaminaron hacia la orilla, disfrutando de la sensación de los pies sobre la arena caliente y el contraste de la arena húmeda y fría. Leonor se remangó las faldas y esperó a que le alcanzase la ola: aquello supuso la mayor transgresión a su civilizado y encorsetado mundo. Echó a andar de esa guisa en paralelo a la playa y la niñera y doña María con el niño la seguían por la arena seca. Chapoteó un rato en el agua, deteniéndose de vez en cuando a recoger una concha aquí, un caracolillo allá, aunque sus favoritas eran unas irregulares de tonos irisados, entre gris perlado y rosa, que resultaron muy quebradizas. Cansada de sujetarse la pesada falda, salió del agua e iniciaron el regreso. En el puente se lavó los pies de la arena y se calzó. El ascenso costó más que la bajada por lo empinado. Leonor se ocupó de Pedro mientras que las otras dos mujeres luchaban con el coche.

Una vez arriba se sentaron a descansar y a contemplar la vista. El contraste de las verdes lomas con el mar azul resultaba precioso. Un mar que presentaba diferentes tonalidades de azul según la profundidad del agua y, en la playa, orlado de espumas blancas. Leonor se enamoró del mar, quedó prendida de la playa, quiso fundirse con el infinito azul del cielo. Su sensibilidad llegó a tal extremo que los ojos se anegaron de lágrimas. Quería amar, necesita algo más que desconocía, algo que se le escapaba, se le escurría como la arena de la playa, como el agua del mar entre las piernas, algo imposible de asir pero que anhelaba para estar completa. Era tan fuerte ese sentimiento que la hacía vulnerable y sus deseos vagaban erráticos e impredecibles.

Bajó la vista al pañuelo en el que llevaba las conchas y lo desanudó. Pedro se acercó y cogió una con la que estuvo jugueteando. A ella le recordó su caracola y los ojos verdes del irlandés que se la regaló por una apuesta. Si cerraba los ojos, el olor a mar le recordaba a él, el cabello negro revuelto, los brazos morenos, el beso suave y cálido sobre la piel de su mano. Inconscientemente se acarició el dorso, intentando recuperar la sensación. Necesitaba amar, flotaba en el deseo, pero no un deseo cualquiera, no. Lo que sentía sólo podía apaciguarlo un hombre en concreto.

El ruido de un estómago hambriento le recordó que no habían comido. El sol brillaba en lo alto implacable; sin embargo, la brisa del mar atemperaba los rayos y los convertía en una cálida caricia.

—Imagino que la comida ya estará lista. El paseo me ha abierto el apetito.

—Yo me comería un capón entero —declaró doña María.

El resto del día transcurrió plácidamente sentada en el jardín a la sombra de un roble, entretenida en uno de sus bordados, mientras Pedro correteaba bajo la vigilancia de la niñera. Leonor observó un rato a su hijo: indudablemente el niño crecía más sano en el campo, alejado de los malos olores y de los ruidos de la ciudad. Si salía bien ese verano, repetiría todos los veranos de su vida la experiencia.

El mes de julio transcurrió plácido. Un jueves bajaron doña María y ella en el pequeño carruaje a Ribadesella. Se vistió de luto y se tocó la cabeza con un sombrerillo con velo en el frente para evitar que la reconocieran, aunque el vestido era sencillo destacaba sobre los bastos y mal confeccionados de la población de pescadores. Se pasearon entre los puestos comentando las mercaderías tan básicas que se ofrecían. Leonor se detuvo en uno de ellos, donde una joven bien parecida vendía semillas de hortalizas.

—¿Qué te parece si compramos algunas y las cultivamos en el recuadro que hay preparado para este menester en el jardín? —propuso Leonor.

—La pobre Feli tiene mucho trabajo como para ocuparse de la huerta también. Sólo hemos traído tres sirvientes —objetó doña María.

—No pensaba en la cocinera, sino en mí. Necesito ocupar las horas en algo más que no sea bordar.

Doña María abrió los ojos como platos y su cara se mostró tan cómica que Leonor rió con ganas. Se acercaron al puesto y charlaron con la joven sobre las semillas que mejor rendirían en ese clima y sobre su cuidado. Adquirieron repollo, zanahoria, guisante y judía.

—¡Don José Manuel! Cuanto bueno por aquí —dijo la joven vendedora y Leonor se volvió hacia el administrador, quien inclinó levemente la cabeza como cortesía, pero no dio muestras de conocerlas.

—Buscaba a Herminio, el de las telas —informó a la joven.

—Hoy se ha puesto cerca de la iglesia, llegó pronto. ¿Qué sabe de nuestros amigos los irlandeses? Leonor aguzó el oído mientras aguardaba a que doña María terminara la compra de un cesto para transportar las semillas.

—Nada. Sabéis tan bien como yo que hasta que no regresen a puerto es imposible obtener noticias.

—Las fiestas de Nuestra Señora de Guía comienzan mañana, se les echará en falta.

—En general o a uno en particular —provocó don José Manuel.

La moza se mostró tímida y arrebolada antes de contestar.

—En general —mintió con una sonrisa que delataba lo contrario.

—Las señoras no son del lugar —inicio la conversación con Leonor, dejando a la joven de lado—. Permitidme que les indique que Nuestra Señora de Guía es la patrona de los marineros de esta villa. Allí —señaló el monte que los separaba del mar abierto— se erige una ermita en su honor. El domingo se dirá una misa solemne en la que se recordarán los nombres de los que perdieron la vida en el mar este año y se elevarán preces por los vivos.

—Hemos alquilado una casa para pasar el verano —explicó Leonor ante la expectación de la joven, quien no disimulaba que escuchaba la conversación—. Os agradezco la información. Acudiremos a una fiesta tan señalada e importante. Mencionasteis un puesto de telas.

—Si os interesa, acompañadme y os conduciré.

Doña María, desconcertada, meneaba la cabeza de un lado a otro cargando el cesto con los semilleros. Leonor sonrió bajo el velo, divertida por la comedia que desarrollaba con el administrador.

—Así que se espera a los irlandeses en este puerto, de ahí vuestra presencia —comentó durante el camino, como si fuera un tema para rellenar la conversación.

—Se refugiaron aquí durante un temporal esta primavera, Pronovil se enamoró de la hija de un comerciante y ha decidido establecer en la villa su base. He adquirido una casa a una viuda que se ha trasladado a vivir con unos familiares a otra población en nombre de uno de los cabos y me trasladaré a vivir allí. Ahora me ocupo de muchos de los asuntos de estos corsarios que desconocen las costumbres, y procuro allanarles el camino con las autoridades y las compra-ventas. He localizado a una mujer que cose y borda y voy a comprar tela para confeccionar ropa de casa.

—Se me hace extraño que un hombre se ocupe de menesteres reservados a las mujeres.

—Si os hubierais embarcado en alguna ocasión, habríais descubierto que son muy habilidosos con la aguja, con la cocina, con la limpieza. El marino es un hombre diferente.

—Deduzco que mi barco se encuentra en este puerto —susurró Leonor en un momento en que se encontraron solos.

—Así es, pero desconozco cuando recalará. Si os encontráis aquí, os enviaré aviso.

Llegaron al puesto de las telas que se encontraba apartado para que no se manchara el género con las inmundicias de los otros puestos. Aguardaron en silencio a que unas mujeres escogieran para sus vestidos y don José Manuel le cedió la vez. Doña María no salía de su asombro cuando adquirió un montón de varas de lienzo de hilo. Leonor agradeció la discreción que mostró ante el administrador al guardar silencio sobre su parecer, pero la escuchó en el carruaje durante el regreso.

—¿Os habéis vuelto loca? ¿A qué ha venido ese dispendio?

—La casa adolece de lienzos para asearse, las sábanas son las justas y poco finas, comemos directamente sobre la mesa.

—¿Y a vos qué os va y qué os viene?

—Me encuentro a gusto en este sitio. Quiero regresar el verano que viene. ¿Has visto cómo ha progresado Pedro desde que pasa más tiempo al aire libre? Ha sido un invierno duro para un niño de tan corta edad, encerrado con tanto luto y rodeado de tristeza.

—Aun así, me parece una locura —dictaminó doña María.

Acudieron a la misa de la ermita y tuvieron que escucharla de pie, apretujadas entre la gente que había acudido a rezar por los suyos. Doña María ya no decía nada, sólo emitía un suspiro fuerte cuando algo le disgustaba o no le parecía apropiado. Leonor rezó fervorosamente por su irlandés, preguntándose si seguiría en el mundo de los vivos. No se atrevía a abordar al administrador, pues una pregunta tan directa levantaría conjeturas sobre cómo conocía el nombre y el porqué del interés. Callaba y aguardaba a que su nombre surgiera en alguna conversación.

Los días transcurrieron más rápidamente desde que empezó a coser sábanas, a bordar embozos y lienzos para el aseo con la ayuda de doña María. La huerta fue un proyecto divertido, aunque dudaba de los resultados. Feli, la cocinera, resultó una fuente de información inagotable y, de vez en cuando, se acercaba a supervisar la labor: por la mañana, con el fresco de la amanecida, limpiaba de bichos y malas hierbas, removía y escarbaba; al atardecer regaba. Aprendió a valorar tanto el sol como la lluvia y la llenaba de satisfacción la idea de comer de su propio esfuerzo al finalizar el verano.