3

 

La Coruña, agosto de 1635.

 

Patrick la vio partir con el corazón en un puño. Era un sueño demasiado hermoso y una crueldad despertar de él. Cuando la conoció en San Sebastián, le pareció un ángel caído del cielo porque era inalcanzable de tan por encima de él como se hallaba. El mero hecho de haber cruzado unas palabras con ella y haberle regalado la caracola ya suponía una transgresión de las normas. De ahí la apuesta que surgió en el muelle: que no osaría a ofrecérselo. Se atrevió, pero no lo creyeron y pagó la apuesta.

Quiso la caprichosa fortuna que se encontraran de nuevo, después de tres años, y cual no fue su sorpresa cuando descubrió la caracola que pendía del hermoso cuello de alabastro. Recobró la apuesta de sus estupefactos compañeros. Pero eso fue anecdótico para él. Lo que le aceleró el pulso fue la excusa de ella para demorarse en el muelle, para verlo a escondidas. No lo había olvidado, como tampoco él a ella.

Lo que acababa de suceder esa tarde, esa ruptura de la distancia, el quebrantamiento de la norma, el haber sentido la mano delicada sobre su brazo, el haberla tocado, el beso sobre la piel, tan íntimo, tan cercano, había reventado su corazón. Se conocía y era una certeza que ya no amaría a otra mujer. Esos deliciosos minutos pasados en la intimidad lo habían condenado a una vida en solitario, a un amor sin consuelo.

Se encaminó hacia la villa con la liviandad del enamorado y la pesadez del condenado. Todo en él era un constante contraste, una broma del destino. Llegó a la posada en la que se alojaban mientras estuvieran en puerto y en la taberna lo aguardaba Richard junto a los otros dos cabos de los barcos.

—¿Dónde andabais? —Preguntó con voz ronca—. Sentaos, hay noticias.

Aguardaron a que el mesonero les dejara el jarro de vino y Richard procedió a contarles cuál sería la nueva empresa.

—El marqués de Mancera está tan necesitado de naves que custodien su costa que se ha avenido a todo lo que he exigido. He asentado servir a su majestad con tres navíos y trescientos irlandeses. Obtendré el título de gobernador de todos vosotros y con un sueldo como si perteneciera a la Armada del Mar Océano.

—¿Y el grado? —Inquirió interesado Patrick.

—No hay grado, sólo sueldo que ya es bastante. Sabéis tan bien como yo que se guarda mucho de conceder nombramientos militares a personas que han ejercido de corsarios, así que seguiré como cabo y no como capitán, reservado a los militares. Es el agradecimiento de nuestro rey: le llenamos los bolsillos, hacemos el trabajo sucio, pero no se digna a mirarnos a la cara.

—Pedro Aguirre lo ha conseguido —objetó Patrick— a pesar de todas las quejas que su majestad ha recibido de los armadores extranjeros que lo acusaban de maltratar a las tripulaciones apresadas.

—Sí, tuvo suerte, pero era español y cabo de la flota de corso del duque de Maqueda. Con un padrino así... Por cierto, el duque me ha lanzado una propuesta que no he aceptado. Me ha resultado extraña: quería fletar un barco bajo mi mando.

—¿No os ofreció una explicación? —preguntó Patrick con el pulso acelerado.

—Sí, tan rara como la propuesta. La condición era que no se supiera que le pertenecía, figuraría con otro nombre. No estoy en condiciones de entrar en asuntos turbios. Con los nobles, ya se sabe, cogen el dinero y en lo demás se lavan las manos.

La mente de Patrick trabajaba veloz. La duquesa había deslizado esa posibilidad; pero luego, se batió en retirada. Era tan transparente que notó que le mentía. Ella sí conocía las razones de su padre.

—¿Y si es para el yerno? —Apuntó Patrick la posibilidad.

—¿Y por qué no lo añade a su flota?

—Es Grande de España, muy cercano al rey.

—Ignoro los problemas de esa gente, Patrick. De todas formas, los quiero lejos. Ahora debemos afrontar el juicio en Ribadeo de las tres presas francesas. Mañana por la mañana zarparemos con la marea.

Era una de las muchas leyes a las que debían someterse los corsarios para obtener la patente: el juicio de presa. Un tribunal, en presencia del capitán corsario y de los apresados que estaban representados por un abogado defensor, averiguaba si la nave corsaria había actuado legalmente a través de las declaraciones bajo juramento. Si era declarada buena presa, el corsario repartía el botín con sus hombres; si, por el contrario, era declarada mala presa, el botín se le devolvía al apresado. En la dilatada carrera de Pronovil, sólo en una ocasión declararon mala presa. Richard era muy escrupuloso en los asaltos y contaba con unas tripulaciones obedientes. A todos incumbía que la presa fuera buena; en caso contrario, el trabajo era en vano.

Cuando Patrick salió de la casa donde se alojaban los duques, ya había caído la noche. Había sido difícil conseguir que lo llevaran a la presencia del duque de Maqueda. Fue tanta la insistencia que finalmente el duque cedió a su llamada. Lo único que sacó en claro de la entrevista fue que él no era el armador, aunque sí llegaron a un acuerdo beneficioso para ambos. La persona que serviría de intermediaria era un hombre de la confianza de Maqueda, un abogado llamado José Manuel de la Vega.

No había sido una decisión tomada de un impulso. Hacía tiempo que venía rumiándola sin saber cómo llevarla a cabo y había aprovechado la ocasión casi por los pelos, pero estaba satisfecho y tranquilo al respecto. Aparentemente había perdido, pero a la larga resolvía muchas incógnitas sobre su futuro.

Cuando se embarcó con Richard, ignoraba lo que era la vida en el mar. Había llevado una vida cómoda y de estudio hasta que los ingleses asesinaron a su familia; por rebeldes, según ellos; por codicia de sus tierras y de su posición, según él. Los ingleses eran una plaga de langostas que devoraban aquello en lo que ponían los ojos. La vida del corsario era muy dura, pero con Richard Pronovil mucho más.

En un barco corsario el cabo era el que tenía el mando del buque, quien decidía la presa y quien solventaba los problemas a bordo. No obstante, las tripulaciones de españoles, en más de una ocasión, se habían negado a navegar si las capturas habían sido provechosas hasta que se les acabara el dinero. Una salida de corso era arriesgada, podía costar la vida, incluso el barco, por lo que se mostraban cautelosos a la hora de exponerse si no era realmente necesario. Richard Pronovil, por el contrario, no perdía la oportunidad de hacerse a la mar, aunque las capturas hubieran sido lucrativas. Su codicia no conocía límites como su valor pues, siendo armador, no dejaba de salir al frente de su pequeña flota. Necesitaba fortuna, fama para conseguir el reconocimiento real. Aspiraba a un sitio en la sociedad española y estaba dispuesto a lograrlo. Patrick, por lo que había observado, si no perdía la vida antes, lo conseguiría. Sus tripulaciones no podían oponerse a sus decisiones, pues los desembarcaba con la misma facilidad con que los reemplazaba por otros irlandeses deseosos de hacer fortuna. Porque la fama de Richard se había extendido por Irlanda como un reguero de pólvora y, a una voz suya, se ofrecían cientos de brazos.

Pero las aspiraciones de Richard no coincidían con las de Patrick. Él deseaba una vida tranquila, retirada, desapercibida. Había conocido al cabo Cristian Echevarría en San Sebastián, un bretón que era armador de su propio barco y formaba parte de la Escuadra del Norte de Idiáquez, el armador y superintendente real de Fábricas y Plantíos. Aun así, se acababa de enterar por Richard, que la Corona le había embargado alhajas y parte de una presa por el mero hecho de ser francés. Hicieran lo que hiciesen, no dejaban de ser extranjeros sujetos a las veleidades de un rey caprichoso y con problemas de solvencia, que solucionaba de forma tan enojosa para las gentes que se habían puesto a su servicio.

De ahí que su mente hubiera comenzado a trabajar sobre la posibilidad de establecerse de forma que no pudieran robarle ni echarlo. El resultado de sus reflexiones lo situaba en el caso opuesto de Richard Pronovil: no deseaba destacar ni darse a conocer; necesita desaparecer.

El primer obstáculo para conseguirlo acababa de resolverlo. Se había ofrecido al marqués de Maqueda como cabo del barco que armase el misterioso socio de su excelencia. Ante Richard Pronovil, seguiría siendo él el armador, de esa forma continuaría formando parte de su flota. Era algo conveniente para ambos, ya que el misterioso armador deseaba permanecer a la sombra de dicha actividad, por lo que Patrick decidiría como armador y cabo.

A Patrick le favorecía porque su nave ya cumplía los cinco años. La había adquirido a buen precio con dos años de navegación. La vida media de un barco oscilaba entre cuatro y seis años. A partir de entonces, las cuadernas se desajustaban, los pernos se resentían de la corrosión de la sal y los arreglos nunca terminaban y se dificultaban a causa de la carestía de pertrechos navales que, finalmente, había que importar. Adquirir una nave nueva y equiparla requería una fuerte inversión que no estaba dispuesto a afrontar de nuevo. Había conseguido acumular una cantidad importante de los botines y, si las tres presas que los aguardaban en Ribadeo eran consideradas buenas, incrementaría los ahorros de forma importante. Lo suficiente para llevar a cabo sus planes. Cierto que, al perder la parte del botín como armador, los ingresos se verían reducidos, pero no le importaba. Quedaba ampliamente compensado al no tener que desembolsar los gastos de una nueva nave.

Con la cabeza llena de expectativas, logró desplazar la imagen de la duquesa de Alvarado y, al día siguiente, se alejó de La Coruña sin pesar.

Zarparon con la marea y con viento favorable de popa hasta que fijaron rumbo al este y el viento veraniego del nordeste los obligó a dar bordadas en zigzag, con el trabajo que eso suponía para la marinería encargada de las jarcias de labor, pues había que marear el velamen de acuerdo con el cambio de borda.

En Ribadeo, el juicio de presa se resolvió sin contratiempos a favor de Richard. Resolución que Richard se había asegurado al desembarcar las tripulaciones en un puerto lejano del de origen para que los armadores no tuvieran tiempo de hablar con ellos, además, llevando las naves sin gente, no había testigos que declarasen en contra. Así que dispusieron de las tres presas, fijaron el rescate de las naves y vendieron las cargas, una de ellas de bacalao en salazón que les reportó pingües beneficios.

En el entretanto, Patrick, sorprendido por la rapidez de actuación del marqués de Maqueda, conoció al enlace, don José Manuel de la Vega. Se reunieron en una taberna apartada del puerto para mantener la discreción de sus actividades.

—Sois más joven de lo que esperaba —dijo Patrick sin ambages.

El abogado era un joven de unos veinte años, delgado y de piel blanca. Las maneras eran educadas, aunque la ropa hablaba de dejadez o de dificultades económicas, algo que le extrañó en un servidor del marqués.

—Ya somos dos los que compartimos esa apreciación. Os imaginaba mayor, con alguna mutilación o herida visible, un pendiente en la oreja y una tupida barba.

Patrick sonrió ante la sinceridad del joven.

—El marqués ha actuado con una rapidez pasmosa, pues hace un par de semanas que hablamos. ¿Desde cuándo trabajáis para él?

—Desde hace un par de semanas —confesó el joven—. Me encontraba en Salamanca planteándome mi futuro cuando me llamó a su presencia, en la Casa de las Conchas, donde se alojaba con sus excelencias los duques de Alvarado. Viajaban a Madrid.

—¡Qué raro! —murmuró Patrick desorientado—. Cuando me entrevisté con su excelencia me pareció que deseaba que el asunto entre nosotros conservara la total confidencialidad; es más, que se lo encargaría a una persona competente y de su total confianza.

—Y así ha sido. Mi padre ha trabajado toda la vida para el marqués, es su mano derecha, tanto que me ha costeado los estudios en Salamanca, en los que he destacado como alumno brillante.

Patrick lo miró con nuevos ojos y se reconoció a sí mismo: novato, ingenuo, pero de mente despierta y ávida.

—Exactamente, ¿cuáles son vuestras obligaciones para con el marqués?

—Mantenerlo informado. Mis obligaciones son con vos, aunque no debéis preocuparos de mi sueldo, el marqués cubrirá mis necesidades —explicó el joven con una sonrisa.

—¿Conmigo? —se extrañó Patrick—. ¿Qué queréis decir?

—Que estaré a vuestro servicio, seré vuestra sombra —aclaró con la sonrisa congelada en la cara.

—¡Santo Dios! El marqués debe de haber perdido el juicio —se alarmó Patrick—. Gobierno un barco corsario en el que sólo se habla inglés. ¿Domináis esa lengua? —El joven sacudió la cabeza negativamente—. Arriesgamos la vida un día sí y otro también. La comida está racionada de tal forma que una boca más supone más hambre para el resto. ¿Cómo justificaría vuestra presencia si no sabéis luchar?

—¿Y si os espero en el puerto? —sugirió el joven.

—¿En qué puerto? Hoy estoy en Ribadeo, ayer en La Coruña y mañana creo que partimos a Dunkerque.

El rostro del joven era todo un tributo a la preocupación. Patrick tamborileó la mesa con los dedos impacientemente. No había contado con este inconveniente. ¿El marqués no se fiaba de su palabra? Estaba claro que no.

—Mirad, no está en mi ánimo el perjudicaros, pero es imposible que os embarquéis conmigo. El marqués tendrá que confiar en mí, si no es así no hay trato. San Sebastián es un puerto bastante frecuentado por su proximidad a la costa francesa. Os facilitaré una dirección donde podréis alojaros y adonde enviaré noticias siempre que pueda.

El joven suspiró.

—No creo que ése sea el deseo de su excelencia. He sido informado de que la nave se encuentra ya en construcción en las atarazanas de Guarnizo, así que tendré que conformarme con vuestra propuesta.

—¡Ya está construyéndolo! —se admiró Patrick—. Pues sí que tiene prisa. Muy pronto habéis cedido, ¿no lo consultaréis?

—No hace falta. El marqués me indicó que los irlandeses erais muy cabezotas y con seguridad os negaríais a llevarme, pero que lo intentase. Yo he cumplido.

Patrick rio con ganas la ocurrencia del marqués. Comenzaba a apreciar al hombre, pese a las palabras de prevención de Richard. Durante la entrevista expuso sus condiciones y se atuvo a ellas sin ceder un palmo. Contaba con que su excelencia regatearía por obtener ventaja, pero no lo dejó. Había aprendido mucho de Richard y le estaba agradecido.

—¿Qué haréis en tierra mientras tanto? ¿Realizaréis otros encargos para él?

—No. Su excelencia cuenta con mi padre y algún otro abogado de su confianza con los que lleva años trabajando. Me ha dado libertad para desempeñar mi oficio con otras personas, siempre y cuando no sea contra sus intereses y no perjudique al asunto que nos une. Éste último es prioritario. Paga bien.

—¿Sabéis quién ordenó construir ese barco en Guarnizo?

—Su excelencia.

—No lo entiendo. Me dijo que él no sería el armador.

—Y no lo es. Él ha cedido el barco a esa otra persona.

—¿Conocéis por ventura al misterioso armador?

—Sí y responderé ante él; pero no revelaré su nombre aunque me llevéis ante la Inquisición —declaró el joven con vehemencia.

Patrick se removió nervioso en el banco. Tanto misterio levantaba su recelo, la premura en que se desarrollaba el asunto no le gustaba; pero ya estaba hecho, no había marcha atrás. Cumpliría con su parte y cerraría los ojos.

—Está bien —claudicó—. Así lo haremos: hasta que no se me entregue el nuevo barco, sigo siendo armador y cabo del mío.

—Así lo ha entendido su excelencia, de ahí la premura —acordó el abogado—. Me instalaré en la dirección que me habéis facilitado y aguardaré noticias vuestras.

Todavía se quedaron unas semanas más en Ribadeo. Necesitaban pertrechar los barcos y cargarlos de bastimentos para recorrer el Canal hasta Dunkerque. Richard envió aviso a Irlanda para que se realizara la leva de trescientos hombres para cumplir con el asiento de Galicia.

En cuanto zarparon de Ribadeo, Patrick examinó a conciencia el estado de la zabra y la navegabilidad. Había perdido fuerza, el casco lucía unos cuantos remiendos y las velas pedían a gritos que se las renovase. En verano, el mar mostraba su cara más apacible, pero se vería en dificultades ante una tormenta invernal.

Richard había escogido la vía más rápida y menos concurrida para alcanzar el Canal de la Mancha. Una vez allí, se aventurarían a seguir la costa francesa en busca de posibles presas. No le gustaba desperdiciar una travesía sin beneficios cuando necesitaba de abundantes recursos para hacer frente al asiento gallego. En el cabo Lizard, en la costa inglesa, cambiaron de rumbo hacia el cabo La Hogue, en la costa francesa.

Los días de navegación se le hicieron interminables, a pesar de que en una semana habían recorrido bastante, gracias a los vientos bonancibles. El recuerdo de la duquesa, que había mantenido alejado por otras preocupaciones más inmediatas, había retornado con una fuerza inusitada. En más de una ocasión se sorprendió distraído, falto de apetito y con una ansiedad interior desacostumbrada. En su visita al duque de Maqueda mantuvo la débil esperanza de tropezarse con ella, en su lugar buscó en los rasgos del progenitor los que le recordasen a la duquesa. Lo peor de todo era que en su mente se había filtrado la loca idea de que ella lo correspondía, de que no le era indiferente, y eso provocaba imágenes locas de sexo y erotismo frente a otras tiernas y felices. Ambas lo dejaban agotado e insatisfecho, con mal cuerpo.

El grito del vigía de la cofa lo despertó de su ensueño. Se apostó en la aleta de estribor y oteó el horizonte. Primero vislumbró los gallardetes y, según se aproximaban, los masteleros. Richard estaría disfrutando con la visión, pues los masteleros indicaban que se trataba de un barco grande. Las dos zabras desplegaron velas y rebasaron la fragata de Richard. Había comenzado la persecución. Las zabras, ligeras, maniobrables y veloces interceptarían la nave mientras llegaba la fragata, que realizaba la labor de intimidación ya que no dispararían sobre el mercante. Había que abordarlo sin dañar el barco, sin causar muertes en ninguno de los dos bandos y conseguir la carga íntegra.

La nao francesa intentó eludir la persecución virando hacia tierra, pero su calado la obligaba a sortear los bancos de arena traicioneros, que eran tan abundantes en el Canal frente a Francia, así que hubo de seguir en paralelo a la costa hasta que encontrara un paso con la suficiente profundidad para acercarse a tierra. Este problema favoreció a los irlandeses, cuyas zabras alcanzaron la nao. Patrick, arriesgando el barco, cruzó por delante del bauprés de la nave francesa. La aleta de estribor pasó a un palmo del bauprés galo, tan cerca que oyó claramente las imprecaciones de los marineros. La maniobra dio tiempo al cabo Brian, de la otra zabra, a botar las dos chalupas cargadas de hombres dispuestos a abordar la nave enemiga por babor. El estampido de un cañonazo y el surtidor de agua que surgió entre las dos chalupas los alertó de que no iba a ser fácil llegar hasta ellos. Pero Richard, en el entretanto, había aferrado velas y otras dos chalupas se hallaban en el agua para abordar la nao por la borda de estribor. La rapidez y la coordinación eran la clave del éxito. Desde el alcázar de su barco, Patrick observaba el desconcierto que reinaba en la nao gala. Gritaban y corrían de un lado a otro sin orden. Dispararon otro cañonazo que tampoco consiguió dar en nada. Había que ser un consumado artillero para hacer blanco desde un punto en movimiento a otro que también se movía. Era una labor reservada a los militares entrenados en esas cuestiones, lo sabía muy bien Patrick, pues enfrentarse a un buque de guerra era jugarse la vida. Sin embargo, con un barco mercante el asunto era diferente ya que el interés en conservar la nave era compartido entre los cazadores y los apresados pues, aunque perdieran la carga, podían rescatar el barco y continuar con el negocio mercante.

Una vez en la cubierta del barco, se solicitaba la rendición sin sangre, aunque en alguna ocasión algún loco imprudente disparaba a quemarropa. Ésta no fue una de esas ocasiones. Al parecer, el capitán de la nao ya había sido asaltado en otra ocasión y conocía las reglas del juego. A pesar del nerviosismo de la tripulación, mantuvo a sus hombres bajo control, aunque no se privó de gritar unas cuantas tonterías a Richard cuando subió a la nave. Pronovil ordenó botar las dos barcazas de la nao y descender a ellas a la tripulación, previa revisión de sus pertenencias. A la marinería le respetó las ropas, sin embargo, los oficiales se vieron privados de sus casacas y ropas de gala, así como de los objetos personales. Luego de bajar a la bodega para inspeccionar la carga, dejó al cabo de presa que viajaba con él al frente de la nao, junto con algunos hombres para marear las velas, y regresó a su nave.

Desde La Hogue hasta Dunkerque hicieron cuatro presas en total. Al entrar en el puerto, los recibieron con los brazos abiertos. Era el puerto corsario español más importante de Flandes y generaba grandes beneficios a la Corona. Desde allí, controlaban el paso de mercancías entre Holanda, Inglaterra y Francia, y su presencia aliviaba la presión que sufrían los flamencos por parte de esas potencias enemigas.

 

 

4

 

Dunkerque, octubre de 1635.

 

Se quedaron el tiempo justo para dejar las presas pendientes de juicio y cargar los bastimentos necesarios para llegar a Irlanda. Debían recoger los trescientos hombres que ya habrían sido reclutados en Waterford. La posibilidad de pisar nuevamente suelo irlandés lo llenaba de melancolía, porque era su patria y estaba cerrada para él. No se quejaba de la vida en el exilio, pero echaba de menos sus raíces. Llevaba seis años viviendo sin un hogar, sin familia. Con diecisiete años se unió a Richard y ya contaba con veintitrés, había reunido una pequeña fortuna y cuatro naves más aguardaban en Dunkerque para repartir. En el barco celebraban escrupulosamente las fiestas de sus santos, organizaban bailes y concursos de canto para entretenerse y no olvidar sus orígenes. Lo único que había mejorado era la alimentación en tierra. España contaba con carnes, verdura y fruta más variada y mejor cocinada que en Irlanda, cuyo suelo generaba unos cultivos más bien pobres y escasos para una población prolífica. El hambre era una sensación constante, por esa causa era fácil encontrar hombres dispuestos a explorar nuevos horizontes y reunir una fortuna que les permitiera sacar a los suyos de la indigencia en la que los sumían los ingleses.

Se hicieron a la mar con todas las velas desplegadas. Esta vez no harían presas pues no podían perder tiempo y necesitaban espacio para cargar a los trescientos hombres que recogerían con los bastimentos necesarios para mantenerlos durante el regreso. Llegaron a Waterford sin novedad, accedieron a la amplia bahía y remontaron el río ancho y navegable hasta la población. Patrick se deleitó con el verde paisaje bajo un brillante sol de otoño. Pronto las brumas invernales envolverían la isla y las horas de luz descenderían drásticamente. Los hombres que embarcaron eran como él, incluso algunos de ellos más jóvenes; llevaban en la cara grabada la desesperación y en su delgadez el hambre y la necesidad. Algunos de ellos miraban con temor, perseguidos por las autoridades. Cualquier delito, por leve que fuera, se pagaba con años de esclavitud en las colonias inglesas, siempre ávidas de carne humana.

Después de dieciséis días, zarparon rumbo a Dunkerque. Bordearon la península de Cornualles y se internaron en el Canal para realizar la travesía acostumbrada: La Hogue, Calais, Dunkerque. Quiso la mala fortuna que, durante la noche, se les aproximara más de lo conveniente un buque de guerra francés. La orden de Richard fue la de largar velas y salir corriendo. Con aquellos hombres a bordo resultaba imposible maniobrar y menos hacer frente a los cañones militares. Patrick era el que quedaba más cercano al buque francés y éstos decidieron perseguirlo. Desde el alcázar hizo un cálculo sobre la velocidad que llevaban y pronto comprendió que no conseguirían escapar. Si le quedaba alguna duda, el disparo de un cañón y el surtidor de agua que levantó la bala por la aleta de babor, le mostró la cruda realidad. Peor armado que el buque de guerra, decidió hacerle frente. No sería la primera vez que, si ponían dificultades, los dejaban en paz, antes que arriesgarse a sufrir daños, sobre todo si se encontraban en alguna misión que requería prioridad.

Así que gritó la orden de combate y la marinería se aprestó a ocupar sus puestos tras las batayolas y los artilleros corrieron a desembragar los cañones mientras los grumetes salían de la santabárbara, que había abierto el condestable, con la pólvora. Los marineros de las jarcias, atentos a las órdenes del contramaestre, viraron la nave hasta presentar la banda de babor al buque de guerra.

Patrick ordenó disparar la primera andanada al aparejo, pretendía ser un aviso. No quería víctimas que obligase a los militares a continuar en su empeño de apresarlos. No obstante, no obtuvo la respuesta deseada. El buque de guerra no se arredró y presentó batalla. La zabra de Brian disparó desde la otra banda, pero el francés respondió por ambas bandas dispuesto a no dejarse abatir por unos corsarios con tan buena suerte que desarboló la nave de Brian, cuyo palo mayor se vino abajo. El asunto se había puesto serio, pero Patrick conocía las leyes y, si lo atrapaban, acabaría amarrado a un banco de una galera y no estaba dispuesto a terminar de esa forma sus días. Ordenó una andanada con mayor puntería, pero la potencia de los cañones del buque de guerra se dejó sentir cuando perforaron la línea de flotación de la zabra. La única solución era que la mayor parte de ellos escaparan en las chalupas. Ordenó botarlas y se llenaron con los hombres que cargaban como pasajeros, necesarios para Richard y su asiento con el rey. Al frente de cada chalupa, puso a un hombre de mar y les deseó suerte. Él y la tripulación quedaron en el barco a la espera de que los apresaran. Pero ese día estaba de la mano de Dios que nada saliera como había planeado. Los franceses, viendo que la nave se hundía y que no podían escapar, se lanzaron en persecución de las chalupas y los abandonaron a su suerte. Vislumbró que Brian había realizado la misma operación con la esperanza de que, con varias chalupas en el mar, los franceses tuvieran que renunciar a alguna captura. Inmediatamente ordenó improvisar una balsa para alejarse de la trampa mortal. En poco más de media hora, dejaban la nave por la banda que quedaba oculta a los franceses que ya habían abordado la primera chalupa. Con unos remos improvisados se separaron del casco y remaron hacia la costa francesa. En el barco dieron la alarma en cuanto los divisaron, pero para entonces se encontraban cercanos a los bancos arenosos que impedirían a una nave de tanto calado rebasarlos. Desde la balsa, Patrick divisaba el cambio de color del agua a causa de la escasa profundidad.

Mientras tanto, más al norte, la fragata de Richard aguardaba al pairo a una distancia prudencial. Patrick mantuvo la balsa cercana a los arenales y remaron hacia el norte al encuentro de la nave de Richard. Por delante de ellos, en otra balsa remaban perfectamente sincronizados Brian y sus hombres. Los franceses, ocupados persiguiendo las chalupas, desistieron de seguir las balsas que se escudaban en los bajíos.

Agotados, abarloaron en la banda de estribor, por donde les echaron la escala para ascender a cubierta. Richard estaba de un humor de perros, por lo que Patrick guardó silencio mientras se desahogaba con toda clase de improperios y maldiciones. Había perdido dos naves y ciento setenta hombres. Comprendía que el hombre lo pagara con Brian y con él.

En Dunkerque el juicio de presa falló a favor de Pronovil. Ante el desastre sufrido, aguardaron a cobrar para conseguir otra nave. La pasividad de Patrick llamó la atención y una noche, sentados a la mesa de una taberna, Richard lo abordó.

—¿Os dais por vencido? ¿No pensáis armar otro barco?

—Ya me están construyendo uno en Guarnizo —alzó las cejas su superior y amigo, y continuó—: mi nave estaba vieja y, tarde o temprano, me daría problemas.

—Sí, es cierto. Yo también voy a renovar la flota. No sé lo que conseguirá por aquí Brian, pero está claro que debemos armarnos mejor si pretendemos continuar en el negocio y conservar el pellejo. Normalmente, los capitanes encuentran problemas para reunir una tripulación decente; nosotros tenemos tripulación, pero nos faltan barcos. ¡Qué ironía!

—A nadie le gusta la vida en el mar, a no ser que esté obligado a ello: mala paga, peor comida y riesgo de morir ahogado o encadenado en el banco de una galera.

—Dicho así, no suena bien; sin embargo, no creo que os haya ido tan mal a vos. Ya sé que no es asunto mío, pero me pregunto qué hacéis con el dinero: no buscáis prebendas, no habéis formado familia y os limitáis a armar un solo barco.

—Aguardo mi momento —eludió Patrick—. He cumplido veintitrés años, vos sois bastante mayor que yo y tampoco os habéis casado.

—Estáis en lo cierto y me pesa. No dejéis que pase vuestra juventud sumida en la tristeza. Os he observado y últimamente tendéis a la melancolía. Una buena mujer disiparía esas brumas que os amenazan.

Patrick se retiró a la habitación que había alquilado con las palabras de Richard agitando su mente. Desde el encuentro con la duquesa, sin habérselo propuesto, de forma inconsciente, había dejado de frecuentar los prostíbulos. Ya no le bastaba el desahogo sexual, necesitaba amor, cariño, compañía. A lo mejor esa sería una buena solución para olvidar a la duquesa. Debía creerlo para salir del agujero en el que había caído.

El invierno se dejaba sentir en una latitud tan alta, los días eran muy cortos y las noches muy largas y aburridas sin una ocupación. Patrick se echó a la calle para aprovechar el día, ya que no llovía. El paseo era lo único que calmaba la angustia que lo atenazaba. Al pasar frente a una librería, tuvo una inspiración. Entró y adquirió un cuaderno con tapas de cuero perfectamente trabajadas, un juego de plumas, tintero y secante. Aquellas compras convirtieron ese día en un hito. Regresó a la pensión, exigió una mesa para la habitación y se dispuso a escribir, una costumbre de los años de estudiante que había perdido y ahora retomaba. El cuaderno sería su confidente, su amigo, en el que volcaría sus alegrías, sus frustraciones, su amor inalcanzable. Aliviaría las penas al dejarlas escritas, como si fuera un acto mágico y, al trazar las palabras, quedasen así apresadas sobre el papel y lo liberaran a él, para que lo dejaran seguir adelante con su vida.

En febrero, Brian consiguió una fragata de ochenta toneladas con dos años de navegación. Patrick embarcó con él como cabo de presa hasta que adquiriera su propio barco. La tripulación y los hombres que se salvaron se repartieron entre los dos barcos. En ese tiempo les llegó la noticia de que los irlandeses apresados por los franceses habían sido condenados a galeras. Richard maldijo a los galos. Dejaron Dunkerque con los ciento veintisiete hombres que les habían quedado rumbo a La Coruña.

En invierno, el Canal no mostraba su cara amable. La mayor parte el día se hallaba sumido en la niebla, las aguas se picaban y rizaban con el viento que soplaba constante. La navegación se volvía peligrosa porque las corrientes empujaban a las embarcaciones despistadas en la bruma hacia los bancos que se formaban frente a la costa francesa. Había que ser muy buen navegante para aventurarse en esos meses, pero Richard Pronovil lo era, uno de los mejores. A golpe de campana mantenían la comunicación entre las naves y avanzaban con las velas bajas y los masteleros aferrados, pendientes de los sondeos y del color de las aguas. Por la noche buscaban cobijo en alguna rada despoblada y con la guardia redoblada, pues seguir la línea de costa era muy arriesgado ya que se podían encontrar con naves militares que patrullaban en defensa de los puertos. De esta forma se tropezaron literalmente con tres pequeños navíos de cabotaje que se desplazaban a Saint Nazaire, en la desembocadura del Loire. La sorpresa fue por ambas partes, pero la capacidad de reacción estuvo de parte de los irlandeses.

Se hallaban tan cerca que con las culebrinas de proa fue suficiente para intimidar a los pobres marineros. Botaron las chalupas al agua y Patrick comandó una de ellas como cabo de presa. Los franceses, temerosos de que se ejerciera la violencia con ellos, colaboraron desde el principio y les echaron la escala. Patrick ascendió y saludó al capitán en el idioma galo. Patrick se mostró amable con la gente sencilla y les permitió abandonar el barco con sus enseres personales. Mientras bajaban a los botes, de entre la niebla surgió una pequeña nao. A Patrick se le erizaron los pelos cuando oyó el toque de zafarrancho del nuevo participante. Aunque la mayor parte de la tripulación francesa ya se encontraba embarcada, un recorrido por la cubierta de la nave le confirmó que carecía de medios de defensa. Era una nave costera que recalaba en todos los puertos, trayendo y llevando pequeñas mercancías. Brian debió intuir algo porque presentó batalla a la nao y, sin pensárselo dos veces, le envió una andanada directa al casco. Patrick observó el agujero de una de las balas de cañón que penetró por la amura de babor, haciendo saltar astillas por todas partes, reventando una de las piezas de artillería de la cubierta y creando el caos entre la marinería. Los gritos y los juramentos se oyeron aumentados a través de la niebla en la que intentaba refugiarse para lamer sus heridas, pero Brian se cebó con otra andanada al aparejo que la dejó a la deriva. Desapareció entre los celajes de la bruma y, al poco, el crujir de las cuadernas los avisó de que había embarrancado en uno de los arenales que se alineaban a la costa.

Patrick azuzó a los últimos tripulantes galos y se apresuró a poner la nave rumbo al sur, al igual que los otros cabos de presa que habían ocupado las otras dos naves. Se hallaban en una situación comprometida: demasiado cerca de la costa con tres barcos indefensos. En cuanto los marineros tocaran tierra, darían la voz de alarma. Un hombre a caballo podía recorrer mucho más rápido por tierra la distancia que les separaba con cualquier puerto del sur que dispusiera de una nave de guerra y salir en su persecución.

Richard debió de haberle leído el pensamiento porque, en cuanto los bajíos se lo permitieron, se adentró en mar abierto. Afortunadamente, en el golfo de Vizcaya, el tiempo se presentó despejado y los vientos bonancibles. Las dos fragatas redujeron la marcha para escoltarlos, conscientes de las dificultades que afrontaban unas naves viejas y limitadas al cabotaje.

Arribaron a San Sebastián, pues llegar hasta La Coruña, con semejante rémora, era impensable. Por los barcos seguramente no sacarían mucho en una subasta, pues daban por cosa hecha que nadie pagaría un rescate por ellas; pero las cargas si resultaron sustanciosas: vinos franceses, cereal, toneles de nueva fábrica y sal. Los productos típicos que se llevan de un puerto a otro cuyas mercancías son muy rentables para los corsarios.

A causa del juicio de presa, la subasta de las naves y la venta de la carga, pasaron casi un mes en el puerto. Patrick alquiló una habitación en la misma pensión que había recomendado a don José Manuel. Estaba situada cerca del muelle y lo suficientemente apartada del jaleo nocturno, era limpia y daban bien de comer porque estaba regentada por mujeres, una viuda de un cabo corsario y sus dos hijas, lo que era una ventaja a los ojos de Patrick, pues la viuda, cansada de las ausencias de su marido, no animaba a las hijas a relacionarse con marinos y Patrick se movía a sus anchas sin el acoso de las mujeres de las que, en muchas ocasiones, era objeto. Sin embargo, no sucedió lo mismo con don José Manuel, quien ya estaba encariñado con una de ellas, como averiguó el día que compartieron mesa para cenar.

—Han sido muy amables conmigo desde el primer día —comentó el abogado—. Teníais razón, es una pensión muy agradable. No penséis que soy tan tonto como para no haberme dado cuenta de los avances de las muchachas, acuciadas por la madre. En cuanto dije a qué me dedicaba, se deshacían en sonrisas y don José Manuel por aquí y don José Manuel por allá. Pero en algún momento formaré una familia, el cuerpo me pide el disfrute tranquilo de una mujer. No soy hombre de burdel ni de saltar de cama en cama.

—Os comprendo. Yo tampoco soy de los que disfrutan de una mujer en cada puerto, sin embargo, no me decido a crear una familia con una profesión como la mía.

—Mi estancia en San Sebastián me ha permitido informarme de los entresijos del ejercicio de corso, incluso ya he participado en varios juicios de presa. Un tema apasionante. También se escucha lo que comentan los cabos y las tripulaciones. Pronovil es un corsario muy activo y con mucha suerte.

—Cierto, aunque lo de la suerte, según como se vea. Hemos perdido muchos hombres en la travesía de Irlanda a Dunkerque y dos barcos, uno de ellos el mío.

—Sí, pero no os amilanáis. Habéis regresado con tres capturas. Sois un hombre prudente, luego habréis reunido una fortuna importante. ¿Por qué habéis cedido vuestra parte como armador?

—¿Es una pregunta personal o de parte del duque de Maqueda?

—Personal. El duque, tened la certeza, habrá investigado por su cuenta. Y os recuerdo que no trabajo para el duque, sino para el armador.

—¡Ah, sí! El misterioso armador.

—El barco está listo, aunque falto de equipamiento.

—Por cierto, ¿os informasteis del tipo de embarcación?

—Sí, incluso me desplacé hasta allí para dejar constancia de que andábamos pendientes de su fábrica: es una fragata de ochenta toneladas.

Patrick silbó con admiración.

—Juega fuerte vuestro armador. Estaré encantado con una nave así, y nueva. Ya imagino la velocidad, la maniobrabilidad. ¡Vaya una sorpresa!

—Os noto ilusionado —sonrió el joven abogado contagiado.

—Es una joya para un corsario. Pienso en los cañones con los que la armaré. ¿Hay límite en el gasto?

—No, que yo sepa; pero tened en cuenta que el armador deseará obtener beneficios que justifiquen la inversión —indicó el abogado, deseoso de retomar la conversación sobre los beneficios.

—Los beneficios. ¿Qué habéis escuchado acerca de ellos?

—Los verdaderos beneficiados son los armadores, de ahí que me sorprenda que perdáis vuestro puesto como armador; los cabos y las tripulaciones obtienen unos réditos sustanciosos, pero bastante reducidos en comparación. Lo que más llamó mi atención fue la renuencia de la tripulación a salir al mar una vez cobraba la presa. Viven en tierra hasta que se les acaba el dinero y entonces embarcan de nuevo. Excepto Pronovil.

—Somos exiliados, no tenemos familia ni tierra donde vivir. Algunos de los nuestros, cuando han reunido una cantidad, regresan a Irlanda y abren un negocio para mantener a la familia. Pero ésos son sólo los que no están buscados por la autoridades.

—Lo siento de veras —dijo don José Manuel con sinceridad—. Si puedo ayudaros, no dudéis en decírmelo.

—Igual, sí. Es algo que vengo barruntando desde hace meses, pero es ilegal.

—¿Cómo de ilegal?

—Muy ilegal, pero con un margen mínimo de que nos apresen por ello.

—Desembuchad, se me ha debido adherir el ambiente corsario del puerto.

Patrick rió con ganas. Le caía bien el abogado.

—Una doble identidad —ante el alzamiento de cejas de don José Manuel, prosiguió—: quiero ser español. ¿Os habéis enterado de lo que le ha sucedido a Cristian Echevarría?

—Él es bretón, vos sois irlandés y bien recibido en este país. No estáis en la misma situación.

—¿Por cuánto tiempo? No puedo regresar a Irlanda, ya no es mi país por mucho que me duela. Tampoco soy español.

—Comprendo vuestra angustia. Es desagradable ser un exiliado —simpatizó don José Manuel—. Todo el mundo os conoce por irlandés y el acento os delataría.

—Ya lo había pensado. La cuestión sería la siguiente: no quiero ser un corsario toda mi vida. Como muy bien habéis deducido, he reunido una gran suma que me permitirá comprar una buena casa con alguna granja que me proporcione una pequeña renta para mantenerla. He calculado que, en cinco años más, reuniría una cantidad similar para retirarme. Ésa es la razón por la que no quiero armar un barco, pues me supondría mis ahorros para la casa. Sin embargo, no me decido. Tengo miedo a que confisquen mis propiedades por mi extranjería.