14
Cuando Duboisson y Laver se presentaron en la Contaduría se enteraron de la terrible desgracia que los atenazaba. El vómito negro se estaba cebando en los franceses. En la iglesia de San Francisco se cavaban tumbas individuales para los oficiales y un par de fosas comunes para los soldados y marineros. El señor Gombaud, capitán del Apollon, había fallecido esa noche, y el capitán Mattiac del Le Mutine se encontraba grave, al igual que algunos oficiales de las tropas regulares como Monsieur de la Roche Du Vigies, nombrado gobernador de Bocachica, De Ferrieres y Du Villaire de Lavedon. Al día siguiente, veinte de mayo, fueron enterrados unos cien hombres y otros ochocientos se hacinaban en los hospitales. De Pointis bramaba contra aquella plaga más poderosa que las armas españolas, pues diezmaba su ejército con mayor efectividad. Rodeado de los escasos oficiales que le restaban, se contempló la idea de retirarse de Cartagena, idea que fue rechazada de plano por de Pointis.
Laver y Duboisson se congratularon de los problemas del general, que lo tenían lo suficientemente embebido como para no haber mostrado mayor interés por el alboroto de la calle. El general los felicitó por haber parado los pies a los filibusteros y el asunto no llegó a mayores, pues estaba harto de recibir a delegaciones de vecinos y de clérigos que bramaban por las tropelías de los indeseados aliados.
Mariana y Teresa durmieron toda la mañana junto con el resto de la tripulación, por lo que la casa permaneció sumergida en un silencio que escondía la algarada de la noche. Pasada la hora de más calor, fueron emergiendo de su sueño los moradores, quienes se sentaron a charlar apaciblemente para comentar los detalles de la lucha mientras renovaban las curas de las heridas. Mariana se despertó antes que Teresa. Recordó el alivio que experimentó cuando Antoine le dio la noticia de la muerte de Miguel. Él impidió que huyera para terminar con su agonía. Antoine. ¡Cuánto le debía! ¡Con qué cariño la envolvía! Echaba de menos sus caricias y sus besos, que le cantara, que la abrazase. ¿Qué haría ahora? Añoraba a su familia, pero no sabría vivir sin volver a verlo, sin noticias de él. Había experimentado esa sensación de vacío cuando Antoine abandonó la ciudad para reunirse con los suyos. En ese momento no le importó porque la ayudaba a morir, pero la situación había cambiado. ¿Sería capaz de decirle adiós nuevamente? Teresa se removió a su lado.
—¿Estáis despierta?
—Sí, hace rato —admitió Mariana—. Lamento mucho la muerte del chico, era encantador. No me parece justo.
—A mí tampoco. No estaba enamorada así que lo superaré. Han enviado aviso a su barco. Lo siento por esos padres que tendrían tantas esperanzas depositadas en él. En realidad, me siento responsable, ya que estaba aquí por mí. No era su sitio.
—No, no lo era —repitió Mariana abstraída.
—¿Qué vais a hacer ahora? —sondeó Teresa.
—Eso era lo que me desvelaba. Estoy dividida: mi familia o Antoine.
—Olvidaos de la familia. Sois lo suficientemente mayor para formar la propia. Aunque volvierais a su lado, tarde o temprano tendríais que casaros y separaros de nuevo. Vuestro padre puede venderos otra vez.
—Pero quiero a mis hermanas y a mi tío. Por otro lado ignoro qué piensa Antoine. Cuando me dio la noticia de la muerte de Miguel, me dijo que siempre había sido libre. No sé lo que quiso decir, igual que ya no era necesario casarse.
—Preguntádselo, así saldréis de dudas, pero considero que tiene más ganas que vos de contraer matrimonio. Ahora que Miguel ha muerto, ya no hace falta el veneno. ¿Todavía lo guardáis?
—¿A qué viene tanto interés? Llevas días revolviendo mis cosas.
—¡Oh! ¿Lo habéis notado? —se lamentó Teresa—. Es algo muy peligroso. Lo mejor sería deshacernos de ello.
—Debemos cruzar el océano otra vez, Teresa. Aunque parezca que el peligro ha pasado, desconocemos el futuro, no hay nada cierto.
—Bienvenida a mi mundo. Ahora aprenderéis a valorar el presente y dejaréis de entretejer ideas tontas —concluyó Teresa con una sonrisa.
Cuando Laver y Duboisson llegaron a casa, la marinería había recuperado la actividad. Habían limpiado la brecha de la pared y la habían adintelado y apuntalado para que no hubiera accidentes durante su uso. El olor a cerdo asado se extendía por todo el patio y despertaba los estómagos vacíos. Latour les salió al encuentro.
—He revisado los aposentos de arriba. He buscado trampillas, he golpeado y abierto paredes, he dejado la casa un poco maltrecha, y no he hallado nada sospechoso.
—Pues está aquí —concluyó Laver pensativo—. Daremos con ello aunque tengamos que demoler los cimientos. ¿Cómo está todo el mundo? ¿Hay enfermos como resultado de la salida de ayer?
—Por el momento, nadie se ha quejado, excepto de las heridas de cuchillo.
—¿Y Mariana?
—Tomando un baño. Durmieron hasta tarde y luego revisaron las heridas graves. He vuelto a hablar con Teresa —Laver le clavó la mirada expectante a la vez que tomaba asiento—. Mariana se encuentra dividida entre la familia y el enemigo; pero en ningún momento ha mencionado a un genovés.
El ruido de la puerta y de las mujeres hablando captó la atención de los hombres. Mariana sonreía despreocupada por algo que contaba Teresa. Había perdido aquel halo trágico que la envolvía permanentemente y le impedía vivir. Estaba cautivadora mientras se dirigía a las escaleras. Teresa se fue a la cocina y dejó sola a Mariana que se aproximó a la mesa donde se habían sentado.
—Por fin, una ráfaga de aire fresco y una visión encantadora para nuestros castigados ojos y nuestro cansado cuerpo —la recibió Duboisson empalagoso—. Cada vez se me hace más difícil llegarme a la Contaduría a realizar el trabajo de simples mercaderes. Menos mal que, de vez en cuando, organizamos escaramuzas para desengrasar nuestras espadas que, a fin de cuentas, es nuestro oficio.
—Mostráis una forma muy curiosa de tomaros vuestro oficio. ¿Cómo podéis bromear de algo tan grave como lo de anoche? Se perdieron vidas —lo reprendió Mariana, aunque suavizó la regañina con una sonrisa.
—Para sobrevivir, mi señora. Bromeamos y reímos para no perder la cabeza, para apurar la vida.
—Apurar la vida —repitió Mariana pensativamente —.Creo que se lo he oído decir a Teresa. Parece ser que comparte la misma filosofía que vos.
—Que todos —matizó Laver.
—Tendré que aprender, aunque es difícil. Yo me tomo la vida muy en serio.
—Como todos —terció esta vez Latour.
—Debemos apresurarnos a terminar las reparaciones y el abastecimiento de las naves y dotarlas de una fuerte guardia. Aunque de Pointis se niegue a abandonar Cartagena, creo que vamos a tener que salir por pies —comentó Laver—. Es una pena dejar aquí un dineral en ajuar y objetos de lujo, aunque no sean oro, plata o joyas. Revisaremos la casa y seleccionaremos qué vamos a llevarnos para cargarlo en la nave. Los rollos de telas, alfombras y tapices irán en el primer viaje. Al ser objetos de menor valor, no tendrán problemas para pasar por la puerta, es más, de Pointis ha permitido a los capitanes cargar ajuar, siempre que no suponga una carga excesiva para el barco.
—Entendido. Mañana me pongo manos a la obra. Dejaré a Eugénie al frente del barco.
—Embarcaré mis requisas también.
—¿Vuestras requisas? —preguntó Laver divertido.
—No soy ningún santurrón y he reunido mi ajuar particular —aclaró Duboisson sonriente.
Al día siguiente, Laver se escabulló de la Contaduría después del mediodía. Regresó a casa y encontró a Latour que organizaba el segundo viaje al barco, con las telas y algunos tapices que quedaban.
—He de hablar con Mariana.
—Suerte —le deseó Latour—. Está en su habitación.
Laver subió las escaleras e indeciso recorrió el pasillo. Llamó y Teresa le franqueó la puerta. A una seña de él, la chica se apresuró a dejarlos solos. Mariana lo recibió con una sonrisa y se levantó a la vez.
—Por diversos motivos hemos ido posponiendo la boda —dijo Laver sin rodeos—. Quiero decirte que, si por alguna razón has cambiado de parecer, eres libre de disponer de tu vida, nada te liga a mí. Yo, por mi parte, mantendré mis promesas si me aceptas.
—Yo también mantendré las mías —aseveró Mariana.
—Pero yo no quiero tus promesas —rechazó Antoine molesto—. Deseo que elijas libremente.
—Yo tampoco quiero las tuyas —replicó Mariana.
Antoine se la quedó mirando alelado. Se perdió en la dulce mirada que se le enfrentaba, como hacía siempre.
—Más allá de las promesas, mi único sueño es hacerte feliz.
—Es un sueño muy bonito, pero inalcanzable para mí. Haga lo que haga, siempre estaré dividida entre mi familia y tú. Sé que no te gusta Teresa; sin embargo, yo he aprendido que tiene razón en todo lo que me aconseja.
—¿Y qué te aconseja?
—Que me olvide de ellos —dijo con las lágrimas a punto de desbordarse y de correr libres por las mejillas.
—Eres una niña en un cuerpo de mujer —dijo Antoine sonriéndose—. No debes olvidarlos. Serías una desagradecida. Varias veces me has dicho que la vida da muchas vueltas. Deja que siga girando, pero a mi lado.
Antoine la acogió en el ansiado abrazo y la besó en un deseo de borrar el dolor con su amor.
—¿De verdad deseas casarte conmigo sin dote ni familia que pueda ayudarte socialmente? —cuestionó Mariana insegura.
—Si me aceptas, seré el hombre más dichoso de la tierra. Por cierto, tu dote la están cargando en el barco y lo de tu familia, ya veremos.
—Hablaré con el padre Iñigo para concertar la ceremonia —prometió Mariana.
—Me gustaría pedirte un favor. ¿Qué posibilidades hay de reunir un cargamento de quina?
—Ninguna. La quina no se vende en cargamentos —respondió Mariana seria—. Pero no tienes que preocuparte de ello. Miguel guardaba un cofre con cortezas y raíces en gran cantidad, de alguno de sus asaltos. Está en el armario. Eso es lo que yo estoy usando —dijo, se dirigió al ropero y abrió una de las puertas que dejó al descubierto un cofre de un metro cuadrado aproximadamente.
—Que no se te olvide incluirlo en el equipaje. Seguramente sea el mayor botín que abrigue esta casa después de ti.
Antoine la dejó con una resplandeciente sonrisa en el rostro para centrarse en lo mucho que tenía que hacer esa tarde.
—Localiza a François —le ordenó a Latour una vez de vuelta al patio—. Quiero abrir los arcones de la habitación del fondo.
En unos había vajillas de porcelana china, perfectamente embaladas para soportar largos transportes; en otros, juegos de ajedrez, en maderas exóticas y marfil, de factura india y china; abanicos de carey, marfil o nácar; batas de seda de variados colores con bordados chinos; dagas y cuchillos con mangos elaborados de materiales suntuosos e incrustaciones propios de príncipes; arquetas de marfil y otras de sándalo con complicados trabajos labrados; y en otro, un extraño cargamento para aquellas latitudes, porcelana y cristal de Venecia. Decidieron transportar en varios viajes los arcones para que los de las puertas no consiguieran estimar la cuantía, y en diferentes turnos de guardia para que no los vieran siempre los mismos.
Mientras Latour estibaba la carga en el barco, Laver registraba metódicamente habitación por habitación, abría armarios, bargueños y arcones. Fue en el salón, al pie de una pared con panoplias repletas de espadas roperas, con guarniciones de lazo y otras más actuales con guarnición de concha, donde encontró un arcón con una finísima colección de figuras de porcelana que representaban diferentes posturas, bastante eróticas, de unión entre un hombre y una mujer. Eran un trabajo delicado y estaban muy bien acolchadas, entre ellas había un hueco libre. Antoine recordó aquella figura que había descubierto en su primera estancia, y regresó a la habitación almacén. Buscó entre todo lo que se había removido hasta que halló la olvidada figura entre unas cajas, la rescató y la acomodó en el sitio original. Cerró el arcón e hizo una marca para diferenciarlo de los demás. Aprovechó que Latour se hallaba en otro viaje, subió a la habitación de Mariana y la encontró con varios vestidos a su alrededor.
—¿Haciendo el equipaje? Procuraremos llevar todo lo que quieras. ¿Cuántos baúles trajiste de España?
—No. Estoy eligiendo un vestido para la ceremonia.
Antoine se fijó en uno de seda de color crudo con un velo de encajes muy apropiado. Lo cogió para enseñárselo pero, para su sorpresa, descubrió que estaba hecho jirones al igual que el velo de encajes. Miró a Mariana interrogativo.
—Era mi vestido de bodas. De mi boda con Miguel —aclaró sonrojada.
—Hiciste un buen trabajo —aprobó y lo arrojó a un rincón.
—Son todos de calle, no tengo más. Sólo he traído tres baúles y me sobraba espacio —añadió con timidez.
Estaba claro que el padre, aparte de cobrar, no se había preocupado por el ajuar de su hija. Los dientes le rechinaron de ira.
—No importa, en realidad. Me gustaría que te pusieras aquella saboyana azul, con la que te vi la segunda vez que llegué a esta casa.
A los ojos de Mariana acudieron lágrimas de agradecimiento. Todavía abrigaba serias dudas sobre la conveniencia de su decisión. Había llegado sola a una ciudad desconocida y partía hacia otro país, desconocido y enemigo, igual de sola y anegada en un mar de interrogantes. Si se había inclinado hacia Francia, había sido únicamente por él, por su fortaleza, por su comprensión, por el cariño en el que la envolvía, por su delicadeza, por su entrega, por su preocupación. Cuando entraba él, el mundo se desdibujaba, todo era fácil y nada imposible. Era un poderoso imán para un humilde metal como ella.
Oyeron voces abajo y salieron al pasillo. Latour había vuelto. Laver bajó para supervisar un nuevo viaje.
—Los arcones parecen haber sido diseñados para viajar. Se acoplan perfectamente y son del mismo tamaño, lo que facilita la estiba, aunque pesan una exageración para lo que llevan dentro.
—Vigilad la línea de flotación. Todavía falta la parte del botín que nos adjudique de Pointis.
—Estoy en ello. Ahora quiero revisar la habitación, es la que me quedaba porque estaba llena de bártulos —dijo al tiempo que se encaminaba a la habitación almacén. Laver lo siguió.
—¿Qué hacemos con la caja del recaudador? Si nos atrapan con ello… —y miró intencionadamente a Latour.
—Esconderla entre la ropa de Mariana. No se atreverán a registrarla —respondió decidido Latour.
—Espero que no. Llevará muy poco equipaje, por lo que no llamará la atención.
—Tiene que haber más escondites —planteó Latour.
Ambos comenzaron a inspeccionar el suelo y a golpear las paredes. Al cabo de un rato, dieron con un tramo que sonaba hueco.
Laver cogió un hacha de asalto y, sin dudarlo, atacó la pared. Atraída por el ruido, Mariana se asomó a la puerta, sin que los dos amigos se percataran de su presencia. Antoine y Philipe se turnaron en la demolición hasta que abrieron un boquete suficientemente amplio para dejar acceso al interior. Latour encendió una vela para iluminarlo, mientras que Mariana se aproximaba a sus espaldas para participar del descubrimiento.
—¡Mon Dieu! —exclamó asqueado Philipe—. ¡Otras dos mujeres emparedadas! ¿Cuántas más habrá? —Acercó la vela y las examinó con más detenimiento con Antoine a su lado—. Mira, debían de estar vivas porque conservan restos de cuerda en los pies y en las manos.
Un gemido les advirtió de que no estaban solos. Mariana, con los ojos desorbitados y blanca como la cal, se hallaba al borde del desmayo. Antoine, en dos trancos, se situó junto a ella, que dio media vuelta y salió precipitadamente al patio, donde vomitó. Antoine la sujetó por la cintura con una mano y la cabeza con la otra. Cuando terminó de devolver, se sintió floja y Antoine la ayudó a sentarse. Latour se reunió con ellos.
—¡Cuánto lo siento! Soy un bruto, pero ignoraba que os hallabais allí —se lamentaba y se disculpaba a la vez.
—¿Habíais encontrado más? —preguntó Mariana sin fuerzas.
Los dos amigos cruzaron una mirada desesperada.
—Está bien. No me lo digáis. No quiero conocer los detalles. Pero ¿no hay una ley?
Antoine se admiró una vez más de la ingenuidad de la muchacha, que contrastaba visiblemente con su inteligencia, mientras que Philipe estaba sorprendido por una pregunta que ninguna mujer en sus cabales haría.
—Mariana, ¿vivías con tu tío en Sevilla?
—No. Vivíamos solas, con tres sirvientes. Mi tío iba y venía y pagaba las facturas como podía.
—Ya —confirmó Antoine—. ¿Y nadie te habló de los deberes de una esposa?
—Sí, claro —afirmó extrañada—. Mi tío nos explicó que debíamos aprender a llevar una casa, a coser y a atender a un marido. Te aseguro que sé hacerlo todo.
—No lo dudo, pero además te dio una cultura general, hablas idiomas, estudiaste contabilidad y comercio.
—Sí, cada una eligió lo que quiso, ya te lo dije.
—Pero no os explicó vuestra situación.
—¿A qué te refieres?
—Por ejemplo, que todo lo tuyo es de tu marido y lo de tu marido es de tus hijos; que tu marido puede exigirte cualquier cosa en la cama, que puede imponerte castigos corporales si te negaras a eso u otras cosas, que perteneces en cuerpo y alma a un hombre y que él puede hacer lo que le venga en gana contigo; a no ser que tengas una familia que te respalde y ante la cual hubiera de responder ese hombre. Ellos serían tu salvaguarda.
Mariana se sintió indispuesta, le temblaban las manos, un nudo le atenazaba el estómago y hacía un gran esfuerzo por mantener la cabeza en su sitio ante tanto horror.
—Y después de decirme esto, ¿pretendes que me case contigo?
—Por supuesto. Me conoces de sobra, no soy capaz de esas barbaridades. Estás tan sola como lo estuvieron estas mujeres. Con el matrimonio, te ofrezco la protección de mi nombre y de mi familia incondicionalmente, además de mi amor y de mi respeto. Nunca te obligaré a nada, pues no deseo aquello que no me sea entregado por voluntad.
—Y yo acepto tu protección y tu amor voluntariamente, porque confío en ti —contestó Mariana en un hilo de voz y esbozó una tímida sonrisa que iluminó el pálido semblante y sus asustados ojos de miel.
Antoine se agachó, le tomó la mano y se la besó.
—Pasado mañana, sin más dilación, nos casaremos a primera hora. Ya está hablado con el padre Iñigo —le prometió Mariana.
—Soy testigo de los votos que os habéis intercambiado —manifestó Philipe alegremente.
—Voy a retirarme para que podáis seguir con vuestras pesquisas —dijo Mariana.
Los dos hombres volvieron a la funesta habitación: deshicieron paredes, levantaron el suelo, pero no hallaron nada más. Sudorosos por el trabajo de demolición, se detuvieron a descansar.
—Te noto triste cuando deberías estar eufórico. Ella te ha aceptado —le recordó Philipe.
—Sí, exactamente, mi querido amigo, me ha aceptado, pero no me ama. Tengo la esperanza de que en Francia, cuando se aclimate y se sosiegue, pueda conquistarla.
—Yo creo que ya lo has hecho, aunque ella todavía no sea consciente porque se siente abrumada por los acontecimientos.
—Deseo ardientemente que estés en lo cierto. Sé que es fuerte, pero quiero que recupere su equilibrio. Ahora mismo, la siento tan ingenua y tan vulnerable que me vuelve loco, y todo lo que hago por ella me parece poco.
Mariana abandonó el patio con ese falso pretexto porque necesitaba estar sola para reflexionar sobre lo que había visto y oído. Se sentía como un muñeco sin voluntad que manejaban los hombres, humillada en su dignidad de persona, huérfana de patria y de familia. Llegó a la habitación y se dejó caer sobre la cama, sumida en esos negros sentimientos, y sólo entonces, recordó nítidamente unos ojos verdemar que la miraban siempre firmes y de frente, sin doblez; recordó la voz aterciopelada y acariciadora que la arropaba y la infundía valor por la noche; recordó que Antoine le había prometido que sería su amuleto en los momentos más perdidos de su vida; y cerró los ojos con esos agradables recuerdos flotando por la mente que, sin darse cuenta, le esculpieron una sonrisa en el bello y cansado rostro.
El veinticuatro de mayo, de Pointis, rodeado de los oficiales, tomó la decisión de evacuar Cartagena. Había llegado a su conocimiento que el virrey del Perú, don Melchor Portocarredo Lasso de Vega, conde de Monclava, estaba preparando una expedición de reconquista bajo el mando del Maestre de Campo, don Juan Díez Pimienta. Por otra parte, se tenía noticia de que una flota inglesa, aliados ahora de España, navegaba hacia el Caribe. A esto, había que añadir la mortandad tan elevada entre los enfermos de vómito negro, que había diezmado sensiblemente la fuerza francesa. Así pues, se dio la orden de pertrechar y avituallar los barcos.
Ducasse y Godefray solicitaron reunirse con de Pointis para llevarse la parte acordada del botín, pero el general dilató la reunión, pretextando estar muy ocupado con la planificación de la evacuación. El botín ascendía a veinte millones de pesos de a ocho, y, según lo pactado, a los filibusteros les correspondía la “chasse- partie”, es decir, el diez por ciento del primer millón y el tres por ciento de los restantes.
Laver aprovechó un breve descanso del general para abordarlo.
—Señor, solicito vuestro permiso para contraer matrimonio, es más, sería un honor que fuerais testigo del enlace.
El barón lo miró con ojos como platos, estaba seguro de que creía hallarse ante un loco, pero Laver decidió llegar hasta el final. Ante la falta de respuesta, a causa de la sorpresa, lo tomó como una afirmación.
—Lo celebraremos a las ocho de la mañana, para no entorpecer la evacuación, en la iglesia de San Agustín.
—¿Estáis en vuestros cabales, capitán Laver? —atinó a decir el barón—. No hay nadie en Cartagena que esté a vuestra altura. No puedo permitir tamaño desatino. Como representante del rey, debo proteger a la nobleza que se encuentra bajo mis órdenes.
—Por eso no debéis preocuparos, señor. Es hija del conde de Olvera, pertenece a la nobleza española.
—¡Ah! ¿Cómo es que no la he visto? —comentó sorprendido de Pointis—. Nadie me notificó que hubiera una mujer de esa categoría en la ciudad.
—Es la mujer que me rescató y encubrió durante el asalto, señor. La he protegido residiendo en la casa con la tripulación del Le Fort.
—¿Es libre? ¿Tenéis el consentimiento paterno? ¿En qué situación se halla?
—Su padre reside en Sevilla y me importa muy poco lo que opine un español —repuso con intención—. Es doncella y me acepta libremente, señor.
De Pointis lanzó una mirada de arriba abajo al oficial. No dudaba de que la jovencita perdiera la cabeza por aquel apuesto francés, aunque seguramente él se arrepentiría de su arranque romántico cuando se diera cuenta, una vez en suelo francés, de que había perdido la oportunidad de un enlace con una familia poderosa. Pero allá él, y si efectivamente era noble… ¡Qué diablos! Que el español se fastidiara.
—Mañana a las ocho me encontraréis en la iglesia. —Y con una inclinación de cabeza, dio por terminada la entrevista.
El veinticinco de mayo, la casa situada en la calle San Agustín, frente a la iglesia de los agustinos, se levantó temprano. Laver y Duboisson cruzaron la calle engalanados y acompañados por los oficiales del Le Fort y del Vermandois, que actuarían también de testigos. Mientras tanto, el futuro marqués de Latour aguardaba a Mariana en el patio para acompañarla hasta el altar, honor que le había concedido la muchacha y por el que se sentía reconocido. A las ocho en punto de la mañana, Mariana, con el pelo recogido y su vestido saboyano azul añil, coronado por una delicada gorguera de encaje que realzaba el cuello, sin joyas y sin afeites, con el porte majestuoso y la mirada firme de unos dulces ojos mezcla de miel y coñac, que la hacían inolvidable para los hombres, avanzaba por la nave central de la iglesia del brazo de su padrino, Philipe de Latour, que vestía medias de seda y calzón gris plata hasta la rodilla con una casaca color Burdeos ricamente bordada, debajo llevaba un jubón más entallado e igualmente trabajado, y de las mangas y del cuello, asomaban profusamente los impolutos encajes, tan de moda en Francia. Remataban la indumentaria una peluca bien peinada y un sombrero en la mano, de fieltro color Burdeos, con alas recortadas, plegadas hacia arriba y acabado en un pico.
El novio aguardaba junto al altar escoltado por Duboisson y el general de la flota. Los tres eran una explosión de color, verde, oro y tabaco, que rivalizaban en la gran profusión de encajes y en las pelucas bien peinadas. Con los tricornios a juego bajo el brazo se giraron para verla avanzar por el pasillo. A los lados, se alineaba el resto de los oficiales de ambos barcos.
Antoine la contempló erguida, con el orgullo español asomado a los ojos, decidida y hermosísima del brazo de su amigo, y detrás, muy seria, Teresa. Cuando llegó a su lado, la tomó de la mano y se la besó, como cálida promesa del futuro, como una caricia para arroparla. Mientras tanto, de Pointis no cabía en sí de asombro. Desde el momento en que la novia traspasó la puerta del templo, no pudo apartar la vista de semejante aparición. Era la criatura más bella que jamás había soñado. Ahora se le desvelaba el profundo interés y el secreto con el que el capitán Laver la había guardado. Antes de haber otorgado su consentimiento tendría que haber investigado más a fondo. Todo lo que hacía el extravagante oficial no era para pasarlo por alto. Desde que había embarcado en Brest, nada de lo que había hecho había pasado desapercibido para nadie de la flota, incluso tenía seguidores entre los jóvenes, que lo imitaban y se bañaban, prescindían de la peluca y vestían en mangas de camisa. Esto le hizo caer en la cuenta de la sobriedad y falta de sofisticación de la joven, algo que no había echado de menos cuando la vio avanzar hasta el altar. La belleza, sin adornos, había sido suficiente para capturar la atención de todos.
El padre Iñigo, agustino descalzo, fue el encargado de casarlos. La ceremonia transcurrió en un suspiro. Antoine le entregó el anillo, sello de su familia, y ella el anillo de bodas de Philipe que le había prestado para la ocasión. Al concluir, los oficiales se colocaron en fila, desenvainaron las espadas y formaron un arco en alto con ellas por el que desfilaron los desposados. Recibieron los parabienes de la marinería situada al fondo de la iglesia, que sigilosamente se había deslizado en el interior del templo para no perderse ni una coma del acontecimiento.
Cruzaron de nuevo la calle, aunque esta vez juntos, y entraron en la casa donde la mesa estaba dispuesta con un frugal desayuno. Lo compartieron con el locuaz y simpatiquísimo barón, que no abandonó a Mariana para impaciencia de Antoine, quien no lo perdía de vista. Cuando se lo proponía, de Pointis desplegaba una peligrosa cortesía versallesca muy sugestiva.
Tras el ágape, de Pointis, Laver y Duboisson se dirigieron a la Contaduría para dirigir la operación de desalojo; mientras que Latour, una vez concentrada la marinería que le quedaba, pues el resto excavaba fosas para los muertos, se encargaba de embarcar el equipaje de Mariana. De Pointis ordenó a Levy y a Duboisson la colocación de cargas de explosivos en los lugares más convenientes para volar los baluartes y las murallas. Laver cargó con la pesada labor administrativa del aprovisionamiento de los barcos, por lo que tuvo que quedarse en el edificio de la Contaduría.
A media mañana, se presentó el gobernador de Saint-Domingue, Ducasse, para exigir su parte del botín, pues él y los colonos querían partir ese mismo día hacia la isla. Sin quererlo, Laver fue testigo de la tormentosa entrevista en la que de Pointis le negó lo convenido, alegando, cínicamente, que habían robado ya lo suficiente de forma clandestina como para quedar satisfechos con la aventura. Ducasse, consciente de lo que podría suponer perder el tiempo en una discusión, pues conocía sobradamente las expediciones de castigo españolas, decidió abandonar Cartagena, pero no así los filibusteros, que lejos de contentarse, ardían en deseos de venganza.
Laver sintió un escalofrío cuando Ducasse abandonó el edificio. Hasta ahora, había sido el hombre que controlaba a Godefray. El barón no era un buen diplomático, levantaba a todo el Caribe en su contra por avaricia. Aunque bien mirado, tanto la avaricia como la ambición eran las reinas del Caribe, la causa de la caída de Cartagena, la razón del filibusterismo, el origen de las explotaciones agrarias y mineras, y el motivo por el que se encontraba allí él mismo, aunque hubiera sido enviado por otros. Cansado, salió a tomar el aire a la plaza donde fue abordado por Beaumont.
—No es justo cómo nos trata vuestro general —se quejó.
—Sabéis que no soy responsable ni puedo hacer nada al respecto. Soy un peón más en esta historia —contestó molesto Laver.
—Si no fuera así, no conservaríais la piel sobre los huesos. Al dinero hemos renunciado, pero nosotros somos colonos. Hay un almacén lleno de aperos, grano y semillas.
—¿Dónde? —inquirió Laver.
—Debajo de vuestro asiento. La primera planta son depósitos, pero no podemos acercarnos sin permiso.
—Aguardadme aquí. Voy a investigar.
Laver se llegó hasta la arcada de la planta baja, en la que había varios soldados de guardia. Después de mucho preguntar, consiguió que le enseñaran uno de los depósitos. Se habían almacenado todos los materiales sobrantes de la feria que habían llegado de la península, a la espera de otros mercados a lo largo del año. Evidentemente, los franceses no tenían ningún interés en ello, pero prefirió hablarlo antes con el general, así que subió a la Contaduría, donde de Pointis seguía tomando disposiciones.
—El fuerte San Luis también debe quedar fuera de servicio. Ocupaos de ello. ¿Capitán Laver?
—Señor, me preguntaba si tienen para nosotros alguna utilidad los aperos y el grano acumulados abajo.
Jean Bernard Desjeans lo observó con los ojos estrechos, mientras meditaba la respuesta.
—Capitán Laver, cada día me sorprendéis con algo nuevo. No ignoro que una dotación filibustera exige vuestra cabeza a cualquier precio y, sin embargo, conversáis con ellos e incluso hacéis de intermediario.
—Lamento disentir, señor, pero sólo trato con los colonos.
—Al final, todos son lo mismo. Pero, si eso calma los ánimos y abandonan Cartagena, por mí, de acuerdo.
Tras saludar, dejó la estancia para reunirse con Beaumont quien, en el entretanto, había reunido a su gente y había confiscado un carro.
— ¿Tan seguro estabais de que lo conseguiría? —se burló Laver.
—Por lo que puedo comprobar, más que vos mismo. Ignoráis vuestra ascendencia —respondió irónico—. Os devolveré el favor. Los filibusteros están furiosos y saben que Miguel ha muerto por lo que el botín sigue en la casa. Han apostado espías. —Beaumont optó por no añadir más, pues no le gustó la expresión del oficial, y siguió a su gente hasta los almacenes en los que ya estaban adueñándose de todo.
Laver permaneció allí hasta que concluyeron la rapiña, después ordenó a los guardias cerrar los almacenes. Pocas horas más tarde, se hacían a la mar las naves de los colonos. Los capitanes Levy y Duboisson regresaron de su explosivo trabajo. Laver puso en antecedentes al capitán del Vermandois sobre la discusión entre los piratas y el barón acerca del botín, y recomendó que mantuviera a la tripulación sobria y alerta. Después de la cena sería el mejor momento para abandonar la ciudad, sin llamar la atención sobre la maniobra, y así dormir en la seguridad de las naves.
De camino a casa, Antoine lamentó no poder pasar su noche de bodas en una cómoda cama, pero los filibusteros andaban desesperados y el tiempo se agotaba. Atacarían aquella noche o nunca, y él les daría esquinazo. En medio del patio encontró a la recién casada y al padrino, enzarzados en una nueva partida de ajedrez. Le sonrieron en cuanto levantaron la vista del tablero. El trabajo de los picos en las paredes y en los suelos resonaban por la hermosa casa.
—Lamento romperos el encanto y la paz del atardecer, pero levamos anclas —anunció con sarcasmo, molesto por los golpes que alteraban la armonía en la que había vivido.
—¿Cuándo? —preguntó anhelante Philipe.
—Pasado mañana, pero nosotros abandonaremos esta noche la casa. Los filibusteros quizá la tomen por asalto, pues están muy revueltos porque de Pointis les ha negado su parte del botín, y algunos de ellos se han enterado de que Miguel ha muerto y de que el hipotético botín se halla aquí —le comunicó—. Es mejor estar agrupados y es más fácil defenderse en la nave. Tomad las disposiciones necesarias sin que se adviertan en el exterior nuestras intenciones —recalcó Laver y su amigo acató la orden sin preguntas.
—No disfrutaremos de la noche de bodas por el momento —informó Antoine a Mariana—. El barco no reúne las maravillosas condiciones de vuestros galeones, dormimos en hamacas y los camarotes están separados por endebles mamparas de madera que no ofrecen suficiente intimidad.
—Lo sé y lo entiendo. Han sido construidos para la guerra, no para cobijar mujeres. Mi equipaje está embarcado, sólo conservo algunas cosas de aseo que reuniré en un saco. Lo que me preocupa es: ¿qué será de Teresa?
—¿Qué problema hay con Teresa? ¿No quiere acompañarte?
—Nadie la ha mencionado y, como en un principio se iba a ir con Pablo…
—No conozco a ninguna dama que viaje sin el servicio personal —decidió Antoine, y el alivio y agradecimiento que se reflejaron en el rostro de Mariana lo acompañaron el resto del día—. Además, si se quedara, vuestros compatriotas la destrozarían por convivir con el enemigo; o en caso contrario, lo harían los filibusteros que están detrás del botín de Miguel. No le queda otra alternativa.
Se levantó para irse, pero Antoine la retuvo por la cintura y la miró a los ojos.
—Mi país te gustará. No temas nada.
—No temo nada desde que estás conmigo, ni las pesadillas se atreven a regresar. —Sonrió y Antoine la encontró fascinante a la media luz del anochecer. Se inclinó sobre la boca entreabierta y se unieron en un largo beso.
Unos fuertes y acompasados pasos en el zaguán anunciaron la llegada de Duboisson y se separaron los recién casados.
—Mis hombres ya están preparándose para abandonar el nido en cuanto cenemos —anunció el capitán del Vermandois—. ¿Qué son esos endemoniados ruidos?
—Hemos decidido realizar algunas mejoras en la casa antes de dejarla —respondió irónicamente Latour, quien regresaba en ese momento de impartir las órdenes.
—Buscamos la razón de tanto ahínco por tomar la casa, pero no la encontramos —terció Laver—. Conocemos el lugar en el que debía hallarse el botín teóricamente, pero está vacío el agujero para sorpresa nuestra y de sus compinches. Miguel lo cambió de sitio, aunque supuestamente está aquí por el empeño y el riesgo que corrieron en el asalto, pero somos incapaces de dar con él.
—¿Puedo dar una vuelta? —preguntó Duboisson.
—Y dos, si son necesarias —animó Latour.
En cuanto el capitán se alejó para realizar su particular inspección, los dos amigos reanudaron la conversación.
—No me quito de la cabeza las últimas palabras de Miguel —comentó Laver—. Estaba sorprendido de que lo hubiese matado por una mujer.
—Tú luchabas por la mujer; él, por el botín. Cambió de sitio el botín porque intuía que todos lo querrían, como así ha sido. Las traiciones han sido por el botín —reflexionó en voz alta Latour—. ¿Qué hubieras hecho en su lugar? Era un individuo arriesgado, valiente y traidor, conocedor de las felonías.
—Hubiera hecho creer a todos que el botín se hallaba aquí, pero lo ocultaría en otro sitio. ¿En la casa del viejo? ¿Por qué la pared falsa? —concluyó Laver.
—¡Eugénie! —gritó Latour— ¡Que piquen en la casa de al lado!
Después de cenar, apagaron el fuego de la cocina y cada hombre cargó con sus pertenencias y sus armas camino del barco. Dejaron las bonitas casas de estilo colonial demolidas por dentro, con los patios llenos de hoyos y las habitaciones impracticables de escombros, pero se iban con las manos vacías. Miguel conseguía su venganza desde su anónima tumba.
Laver marchaba en el centro, junto a Mariana y Teresa disfrazadas de marineros, pues no quería dejar la certeza de su huida. La tripulación del Vermandois salió al mismo tiempo para desanimar cualquier posibilidad de ataque y, una vez en el muelle, establecieron las guardias y embarcaron las dotaciones. Antoine condujo a Mariana a su camarote que, aunque era el más amplio, no ofrecía mayores comodidades que los demás. Teresa dormiría en la hamaca de Antoine cuando él no estuviera, y se las arreglaría en cubierta o en un rincón del suelo en el mismo camarote mientras él la ocupara. Latour había dispuesto las hamacas juntas y Antoine se pasó un rato, entre risas, enseñando a Mariana cómo subirse a ella; luego él mismo se tumbó en la suya, estiró el brazo y le cogió la mano. La oscuridad era absoluta pues esa noche no había luna. Se aclaró la garganta y cantó para calmar y hacer soñar a Mariana. Y Mariana se calmó y soñó con una sonrisa en su cara; como se calmaron y soñaron, con Francia y con el amor, todos los marineros que lo escucharon porque, en un barco, en un espacio tan reducido, no había intimidad.
El veintisiete de mayo comenzó la voladura de las murallas. Los cartageneros se despertaron con la desesperación grabada en el alma. La evacuación de las tropas llevó toda la mañana, de Pointis ordenó enterrar a los últimos muertos y dejó en el hospital a los más graves. A los enfermos leves los embarcaron en la pingüe Ville dÁmsterdam. El vómito negro le había arrebatado unos mil hombres frente a los quinientos que había perdido en la toma de la ciudad, un auténtico descalabro difícil de asimilar. Ordenó echar a pique la propia galeota lanzabombas, que había sido la más efectiva en el asalto, por falta de tripulación. Redistribuyó a los hombres en los barcos y destinó a un oscuro oficial, el señor Pardieu, al Le Fort, con la secreta misión de informarle sobre lo que ocurriera en la nave durante el regreso. El señor Laver era antes un oficial, pero ahora era capitán y, por sus cualidades, debía ser vigilado estrechamente. Igual, en un futuro, podría hacerle falta ese conocimiento.
Laver y Latour se movían nerviosos, como todos ante la perspectiva del regreso a casa. Duboisson les había enviado un mensaje muy satisfactorio: Godefray no partiría con ellos, se quedaba en Cartagena. Laver, que temía un asalto en alta mar, celebró la ruptura de la sociedad, aunque lo sentía por los cartageneros, ya que no se le escapaba la razón de la demora. La misma noche que abandonaron la casa fue asaltada, al igual que la de al lado. La noticia llegó a su conocimiento por los padres agustinos, que se quejaron ante de Pointis por los destrozos causados en ambas casas. Seguramente sería la primera vez que se les atribuía algo de lo que no habían sido responsables. Hacia el mediodía, levaron anclas y abandonaron la bahía de Cartagena de Indias rumbo a Francia.