13


Había regresado don Julián muy preocupado por el paradero del dinero de Miguel. Le había costado mucho trabajo, durante las ausencias del vecino, localizar el escondrijo y cavar un túnel desde su casa para acceder directamente al hueco en el que Miguel había almacenado el botín. Con tanta gente pululando por la casa no podría comprobarlo, pues corría el riesgo de que lo sorprendieran.

Sin embargo, la diosa Fortuna lo favoreció. A los pocos días, la tripulación fue requerida para realizar trabajos de reparación en el barco, y le dejaron la casa libre la mayor parte del día. Quedaba un retén de guardia, pero éstos permanecían en sus puestos y no se dedicaban a vagar por las estancias. Dicha mañana, en cuanto salieron hacia el puerto, bajó a la habitación situada en el fondo del patio y que estaba adosaba a la casa de Miguel. Echó la llave a la puerta después de cerciorarse de que nadie lo hubiera visto entrar. Cerró la contraventana y encendió una lámpara frotando los pedernales hasta que prendió la estopa la cual, a su vez, inflamó la mecha impregnada de aceite. Empujó una silla y levantó parte de la alfombra que cubría el suelo para dejar al descubierto una trampilla de madera. Levantó ésta por las dos argollas que había incrustadas, para que no fueran notadas al pisar sobre la alfombra, y un vaho a húmedo y cerrado invadió el cuarto.

Sin pensárselo dos veces, se introdujo en el agujero de cabeza con la lámpara en la mano y, reptando lentamente por el angosto y breve túnel de unos cinco metros, llegó a una piedra rectangular de la anchura de sus hombros; tiró de una cuerda amarrada a una anilla de hierro, que había mandado incrustar a un picapedrero para tal propósito; y la piedra se movió hacia él. Introdujo la lámpara en el hueco que había quedado e iluminó una cavidad cuadrada, de poco más de medio metro de alto y dos metros de ancho.

La escasez de oxígeno y el esfuerzo realizado lo obligaron a transpirar copiosamente y, cuando descubrió la cavidad prácticamente vacía, creyó que se ahogaba. En el fondo brillaba, al resplandor de la mecha de aceite, la caja de caudales del recaudador, pobre testimonio de lo que había albergado el cubículo. Decidió no tocarla, por si acaso sus planes se malograban por algún imprevisto, y comenzó a recular lentamente. Ésa era la parte más desagradable de la tarea. Cuando emergió en la habitación de su casa, estaba agotado, sudoroso, sediento y lleno de tierra. Todo aquel esfuerzo, aquel trabajo tan meticulosamente realizado, no había servido de nada. El imbécil de Miguel había movido el tesoro. ¿Qué habría hecho con él? Miguel había llegado en barco y con su grupo, pero no le había explicado el por qué. Habló de una coincidencia. ¿Y si había dejado todo arreglado para llevárselo? ¿Y si había regresado decidido a marcharse a la península? Pero si sus hombres veían o intuían lo que cargaban, no daba un real por su pellejo. No le cuadraba. Había una oscura intención que no llegaba a imaginar. Evidentemente iba a partir, pero no con los hombres. Entonces, ¿por qué los había traído? Un tufillo a traición se extendió por su mente. Esos hombres sabían mucho para dejarlos sueltos y que largasen de boca. Había ideado algo con León, cada vez lo tenía más claro. Ahora pretendía llevárselo a él también, cuando habían acordado que se quedaría con los negocios.

No estaba seguro de nada, pero su intuición le advertía de que debía precaverse si no quería terminar sus días asesinado en un callejón. Volvió a dejar todo como estaba y subió a lavarse y a cambiarse de ropa. Mientras tanto, su imaginación trabajaba febrilmente. La jugada quedó rematada cuando reconoció al chico de Maracaibo que introducían sin sentido en la casa de al lado. Había llegado en un barco propio que, aunque fuera modesto, valía para llevarlo a algún puerto más importante y, desde allí, embarcar rumbo a la península. Su mente terminó de atar los cabos que le quedaban sueltos.

A través de un vecino, con el que charlaba en la iglesia, envió un mensaje a uno de los capitanes de presidio, don Francisco Santander. Don Julián lo conocía porque era uno de los enlaces que utilizaba Miguel, y estaba seguro de que participaría en el asalto que se estaba gestando. Echaría mano de todos los hombres disponibles. El capitán don Francisco era un hombre recio, arriscado, formado en mil combates y, como la mayor parte de los soldados españoles, cansado de ofrecer la vida a cambio de nada; pero no era felón como los otros.

Entró el hombre en el templo y lo buscó con la mirada. Don Julián se movió para llamar su atención y se aproximó sin prisa. Iba desarmado, como obligaban las ordenanzas a los paisanos, de hecho, no vestía de militar porque, en ese caso, no hubiera podido acceder a la ciudad.

—Buenas tardes, don Julián.

—Espero que sigan siendo igual de buenas cuando terminemos nuestra entrevista —contestó enigmático don Julián.

—Vos diréis.

—¿Se ha puesto en contacto Miguel con vos?

—¿A qué viene esa pregunta? —indagó don Francisco receloso.

—Esto os concierne en el caso de que Miguel cuente con vos; si no, partid con Dios.

—Estoy al cabo. Está reuniendo una gran partida de hombres. Me he apuntado. La recompensa es generosa.

—Quiero vuestro juramento de que no saldrá de aquí lo que os voy a contar.

Don Julián sostuvo la mirada escrutadora del militar.

—Lo juro por este crucifijo.

—No habrá tal recompensa. Es más, planea deshacerse de todos los que puedan relacionarle con los asaltos y las extorsiones.

Durante un buen rato don Francisco escuchó las razones de don Julián, en alguna ocasión realizaba alguna pregunta que le fue contestada prestamente y, a su vez, informó al viejo del brutal asalto que había sufrido la hacienda de León y de su muerte. La furia del capitán, según avanzaban las explicaciones, era evidente, tal y como don Julián había previsto. Entonces, comenzó a desgranar en el oído el plan para hacerse con la fortuna de Miguel: don Francisco pasaría a la otra casa por el tejado y entraría en la habitación almacén para liberar la trampilla del suelo oculta bajo un arcón de madera rojiza. Él entraría por el túnel, buscarían el botín, cargarían lo que pudieran en el burro que se alojaba en el zaguán y huirían con las mujeres en el barco del chico. Todo esto, mientras el resto luchaba, porque él no cumpliría el cometido de envenenar a los franceses. El plan fue del agrado del capitán y quedó sellada la alianza.

Una mañana, la casa madrugó. Les había tocado el turno de abastecer a las tropas y preferían salir temprano para evitar las lagunas en el momento de más calor. Él, como todas las mañanas, cumplió con su ritual sagrado, sólo que ese día fue diferente. Mientras escuchaba en la iglesia las nuevas atrocidades de los conquistadores, le deslizaron un frasco de barro en la mano y le susurraron al oído:

—Vertedlo en el agua, es de efecto rápido, así que procurad que todos beban en el tiempo más breve, de manera que, cuando se den cuenta, no haya remedio.

Se volvió, pero el emisario ya había emprendido la fuga. Regresó a la casa y el día se le hizo muy largo a causa de la ansiedad que lo embargaba. Desde el piso superior vigiló la calle, y al atardecer, distinguió las figuras de los dos capitanes franceses que enfilaban la calle. ¿Sabría Miguel que una nueva tripulación se había asentado enfrente? Probablemente, pero no le habría importado o habría preparado algo para soslayar el problema.

Reunió todo su valor y respiró hondo. Bajó e intentó entenderse con el guardia de la puerta para que lo dejase salir para entrevistarse con el capitán. El gesto, para su sorpresa, fue de total rechazo. Volvió a intentarlo por signos y le dijo varias veces “Parler capitaine”. El hombre, sonriente, movió afirmativamente la cabeza, pero no lo dejó salir para su desesperación. Unos nudillos llamaron discretamente a la puerta. El guardia se aseguró por la ventanilla y la cerró rápidamente, procediendo a abrir la puerta. Deseó que fueran los marineros de regreso, igual conseguía entenderse con ellos. Sin embargo, entraron el capitán y el oficial rubio.


El diecisiete de mayo, regresaba Laver muy ufano a casa, acompañado por Duboisson. Llevaba días, desde que los descubrió, deseando adueñarse de unos cuadernos de señales en inglés y en español y de unas tablas cuadrienales, pero no se atrevió en la creencia de que el propio general se haría cargo de ellos. Pero, cuando los vio arrumbados en un rincón con un montón de listas y de cartas para ser quemados, sin dudarlo, se hizo con ellos. Duboisson caminaba a su lado y le hablaba sobre los balances que había hecho sobre el gasto de artillería en el asalto: dos mil bombas y más de cinco mil balas, y habían muerto quinientos franceses.

—Yo creí que eran más —apuntó Laver.

—Yo hablo de los caídos en acción. Por enfermedad es otra cosa y esto acaba de empezar. Por cierto, nuestro amigo Gombaud del Apollon, está grave.

—He exigido a mis hombres limpieza y baños. No sé si servirá de algo pero, al menos, el hecho de tomar medidas levanta el ánimo.

—Es una gran idea. Siempre vais por delante, no sé cómo agradecéroslo. Haré lo mismo.

Latour se hallaba sentado a la mesa y sonreía al ver el ceño fruncido de Mariana, mientras ésta decidía cuál sería el próximo movimiento. Hoy se había adelantado a Antoine, que era el habitual contrincante de Mariana.

—¿Qué tal van las cosas en la nave? —preguntó Laver.

—Bien. Limpia como una patena, el aparejo a punto y terminando de calafatear algunos puntos del sollado. Los toneles de agua renovados y llenos. Llamamos un poco la atención en el puerto con tanta actividad.

—No importa. Están acostumbrados a mis excentricidades. De Pointis no ha comentado nada.

—A nuestras excentricidades —corrigió Duboisson, que realizaba los mismos preparativos en su barco—. Llegamos con el cabello húmedo y ya no reparan en ello, como al principio.

—Eso es bueno. Así no levantamos envidias. ¡Qué silencio! —comentó Laver, y echó una ojeada en dirección de la otra casa.

—Les ha tocado a nuestros hombres ir de excursión —respondió Latour moviendo pieza.

—¡Maldita sea! Ojalá tengan suerte.

El artillero Edmon hizo una seña a Latour desde el zaguán.

—Entra Edmon —ordenó el capitán Laver—. ¿Qué ocurre?

—Con su permiso, señor, el primer oficial me designó la vigilancia del anciano. Esta mañana un desconocido le ha hecho entrega de algo en la iglesia, mientras escuchaba las noticias de los corrillos que se forman en las naves.

—Gracias, Edmon. Ahora mismo vamos a hablar con él.

Cuando el marinero se retiró, Laver dejó los cuadernos de señales sobre la mesa del comedor y le sugirió a Latour que cediera su puesto a Duboisson.

—Me encantará terminar la partida en tan adorable compañía —se ofreció rápidamente el capitán—. Aunque no presumo de la destreza del señor Latour, prometo divertirla con mis historias.

Atravesaron el zaguán los dos amigos, apartando el burro de su camino, y salieron a la calle.

—¿Cómo vamos a sonsacar al viejo? —indagó Latour.

—Ya veremos cómo se desarrolla la entrevista.

Llamaron con los nudillos y les abrieron enseguida la puerta. El anciano se hallaba en el mismo zaguán y los recibía con los brazos abiertos.

—Me alegro de verlos —saludó con una sonrisa—. Intentaba que este marinero me pusiera en contacto con vos.

—Pues ya estamos aquí —contestó Latour.

—Deseaba poner en vuestro conocimiento un grave crimen que se va a perpetrar dentro de unas horas.

—Os escuchamos —alentó el oficial interesado.

—Ya están informados sobre el dueño de la casa de al lado.

—Tenemos entendido que es un rico comerciante, como confirman los objetos almacenados en las estancias —ironizó Latour.

—Sí, claro. ¡Qué estúpido! Pues veréis: el hombre se encuentra desesperado y quiere recuperar sus pertenencias y a su esposa —denunció don Julián.

—¿Su esposa?

—Futura —se apresuró a corregir don Julián nervioso—. El caso es que se halla en la ciudad, dispuesto a cualquier locura. Esta misma noche va a asaltar la casa con un grupo de leales. —Se detuvo mientras Latour traducía sus palabras.

—¿Cómo va entrar con un grupo en la ciudad? ¿Cómo va a sacar sus pertenencias?

—Se disfrazarán de filibusteros. Llegarán con un carro de vituallas y saldrán con un carro de muertos por enfermedad para enterrar extramuros.

—¿Y son tan valientes que se van a enfrentar con toda la tripulación de un barco?

—No, para eso cuentan conmigo —explicó don Julián y les mostró el frasco de barro—. Tengo que envenenar la bebida de mi casa. No conozco el contenido exacto, pero hay muchos venenos en la selva procedentes tanto de plantas como de animales o insectos.

—Nos han hablado del curare —comentó Latour ya sin la sonrisa y cogió el frasco de las manos del viejo.

—No es curare puesto que ingerido no es letal. Debe haber herida que lo ponga en contacto con la sangre a la que coagula en segundos y provoca la muerte casi instantánea del individuo.

—¿Qué pasará con vos cuando descubran que los habéis traicionado?

—Nada, si están muertos —respondió el anciano con una sardónica sonrisa.

—Os agradecemos vuestra confianza —se despidió Latour y se dio la vuelta para seguir los pasos de Laver al exterior.

Retornaron en silencio hasta que se hallaron al amparo de los muros de la casa. Se detuvieron en el zaguán, junto al borrico, sin llegar a acceder al patio.

—Marcel, infórmanos del regreso de los hombres —ordenó Laver al guardia de la puerta.

—No comprendo la traición del anciano —manifestó Latour desconcertado—. El plan está bien maquinado y con muchas posibilidades de triunfo a su favor. ¿Por qué desbaratarlo?

—Entre rufianes anda el juego. Desde que compartimos esta aventura con los filibusteros, he comprobado que la lealtad es una palabra que no figura en sus mentes. Eso no me preocupa. Lo que me inquieta es cómo va a sacar provecho el anciano de su delación. Philipe, somos los peones en una partida entre Miguel y Julián. Conocemos los movimientos de uno de los contendientes, pero desconocemos los del viejo.

—¿Lo torturamos?

—No. Si fuera un emisario obtendríamos algo en limpio, pero es la mente urdidora por lo que no conseguiríamos nada. Además, no hay tiempo. En cualquier momento los tendremos encima.

—Miguel lleva días aquí, pero el anciano no ha soltado prenda hasta el último momento —reflexionó Latour.

—Muy sagaz —confirmó Laver—. Nos avisa, pero nos obliga a combatir por la escasez de tiempo para resolverlo de otra guisa. Desea el enfrentamiento. Por alguna oscura razón él sale ganando si hacemos trizas al tal Miguel. Veamos —analizó Laver en voz alta—: Miguel posee una casa lujosa, se permite comprar una mujer noble, almacena mercancías de gran valor y dirige negocios ilegales boyantes. No creo que piense en los negocios, además, según la conversación que oyó Teresa se iba a quedar con ellos.

—Lo que nos deja con las mercaderías y la mujer noble —resumió Latour.

—¿Cómo va a sacarlas? Son pesadas y voluminosas —planteó Laver.

Duboisson les hizo una seña desde el patio. Había concluido la partida de ajedrez iniciada por Latour.

—Duboisson, traemos malas noticias —anunció Laver al entrar en el recinto—. Nos van a asaltar en cuanto lleguen los marineros de la excursión de avituallamiento.

—Contad conmigo —respondió afable el capitán del Vermandois—. ¿Otra vez esos filibusteros?

—No. Son otros filibusteros, en esta ocasión españoles disfrazados de franceses.

—¡Vaya! Esto mejora por momentos. ¿Qué habéis hecho esta vez?

—Esta vez —intervino Mariana— soy yo la razón. Lamento los problemas que os estoy ocasionando.

—¡Ah! —exclamó jocoso Duboisson—. Si es por una dama hasta el infierno. Que no se diga que un francés no sabe batirse por el honor de una mujer —expresó teatralmente el capitán, y Mariana se lo agradeció con una sonrisa.

Uno de los vigías que estaban apostados en el tejado se asomó al patio.

—Capitán, un grupo de filibusteros se ha adentrado en la calle.

—Silbad el aviso a los del convento y todos en vuestros puestos —ordenó Laver.

En medio del silencio, se oyeron los silbidos de aviso y de respuesta. Al poco, unos golpes poco corteses hicieron temblar el portón. Los tres amigos revisaron las armas, las dispusieron al alcance y se dirigieron a la entrada. Cerraron la cancela de hierro tras de sí por precaución. Mariana buscó a Teresa y subieron a encerrarse en el baño, como habían acordado hacer cada vez que hubiera una situación comprometida.

Latour abrió la ventanilla enrejada de la puerta. El propio capitán Blois de La Serpente se hallaba al otro lado.

—Quiero hablar con vuestro capitán —demandó.

—No está —respondió, conciso pero sin descortesía.

—No es cierto. Lo hemos visto encaminarse hacia aquí con el otro capitán.

—Quería decir que no recibe. Está descansando —matizó templado Latour.

—¿Descansando? Querréis decir retozando con Ojos de Miel —rió soez Blois.

—¿Ojos de Miel? ¿Qué es eso? ¿Una fruta exótica? —preguntó Latour sin pestañear.

—La chica, ignorante. Así es como la llaman aquí.

—¿Qué chica? Aquí no hay ninguna —puntualizó Latour imperturbable—. ¿Eso es lo que venís a ofrecer?

—No os hagáis el tonto. Sabemos que ésta es la casa.

—Mirad, ignoro de qué me habláis ni de quién es la casa. Nos dieron orden de ocupar las casas deshabitadas y ésta lo estaba.

—¿Lo estaba? ¿No había aquí dos mujeres?

—Quien os haya dicho que las ha visto, ha soñado. Eso os lo aseguro.

—Es cierto, Blois —dijo alguien a su lado—. Sólo han visto a la criada, pero no a Ojos de Miel.

—Un nombre muy dulce para una india. ¿Tan hermosa es para que todos estén pendientes de ella?

—No es una india. Por vuestro bien deseo que no me hayáis mentido. Decidle a vuestro capitán que no he abandonado la búsqueda de mis hombres, —y bajó la voz amenazante—, sólo espero un movimiento en falso para rebanarle el cuello.

—Le transmitiré vuestros saludos, no lo dudéis —respondió impasible. Cerró la ventanilla, finalizando así la conversación.

Laver y Duboisson se despegaron de la pared, a ambos lados de la puerta, donde habían permanecido junto con los marineros de guardia. No hicieron comentarios, todos habían oído la conversación. Abrieron la cancela, entraron en el patio y tomaron asiento.

—Así que todos conocen la existencia de esa mujer —abrió el diálogo Duboisson—. Su belleza ha desatado pasiones. ¿Qué vais a hacer, Laver?

Mariana llegó hasta ellos un poco alarmada por el estado eufórico de los señores.

—Por lo visto han sido buenas noticias las que han traído esta vez los piratas.

—No, qué va —respondió Duboisson y se puso de pie para ayudarla a sentarse—. Más amenazas.

—Entonces, ¿por qué estáis tan contentos?

—Cosas nuestras. Ya sabéis, somos hombres y nos encantan los retos —mintió descaradamente.

—¡Capitán! —llamó Marcel desde la cancela—, llegan los hombres de la expedición de avituallamiento.

—Gracias. Ve tú, Latour. Camina sin prisa, estarán observándote e infórmate de los incidentes de la expedición. Retira la guardia del tejado de esa casa pero refuerza la nuestra, que no quede nadie a la vista y que el silencio sea absoluto. Explícales lo que va a suceder. Quiero que los asaltantes crean que se han cumplido sus objetivos. Pon al frente al normando rubio.

—Clément —concretó Laver.

—Ése. Parece despierto.

—Y eficaz —matizó Latour con una sonrisa.

En menos de una hora iba a producirse una escaramuza de la que desconocía las proporciones que alcanzaría. Informó a los hombres de la casa en una breve reunión en el patio a la que asistieron incluso las mujeres y Duboisson.

—Voy a dejar instrucciones a mi primer oficial —ofreció Duboisson y se retiró al convento de enfrente.

—Mariana, esos hombres seguramente conocerán la casa, así que permaneceréis en la cocina junto a Teresa —continuó Laver—. Allí os haréis fuertes junto con Armand, Eugénie y Pierre. ¿Y Pablo?

Mariana habló con el chico.

—Quiere participar en la lucha junto a los hombres —tradujo Mariana.

—Es decisión suya, no está obligado —matizó Laver y lo miró de frente.

Mariana confirmó su determinación.

—Está bien. François, hay armas por toda la casa. Que los hombres tomen lo que necesiten. Proporciónale a Pierre varias pistolas, no está en condiciones de tirar de espada.

En el entretanto, regresaron Latour y Duboisson.

—En las calles hay bastante trasiego. El sol desciende rápido y los soldados se apresuran. Hasta que no se calme todo, no darán el golpe —dictaminó Duboisson.

Se oyó el silbido de alarma.

—Os equivocáis, amigo —contradijo Laver—. Su osadía es grande. Llegan disimulados entre la gente. Es brillante. Llaman menos la atención y las patrullas no salen hasta después del toque de queda. Nadie acudirá en nuestro auxilio. Lo tienen bien estudiado. Subamos a la habitación de encima del zaguán, desde allí observaremos discretamente la calle —propuso.

Enfiló la calle un grupo de unos treinta hombres que custodiaban un carro cargado de productos coloniales. A Laver le dio un escalofrío. Si toda la tripulación estuviera muerta en la casa de al lado, aquel hubiera sido su final. Según se aproximaban, intentó evaluar a los hombres. Eran fornidos y malencarados; veteranos a juzgar por las cicatrices y por la edad, no había imberbes; por la forma de portar las armas y de moverse, conocedores del servicio militar y no simples filibusteros quebrantadores de las normas. Éstos trabajarían como un grupo unido y metódico, lo que los convertía en muy peligrosos, y así se lo hizo saber a Latour y a Duboisson.

—No huirán cagados de miedo cuando descubran la traición, aunque los superemos en número. Muchos de nuestros hombres son marineros y no soldados. —Resumió Duboisson—. Son españoles, morirán antes que abandonar su presa.

Como habían ordenado al viejo, la puerta de la casa permanecía abierta, por lo que el grupo entró organizada y rápidamente, incluyendo el carro, para que no llamara la atención en la calle, y cerraron la puerta.

—Duboisson, sacad a vuestros hombres a la calle y aguardad a que os abramos la puerta de al lado. Son muchos para que los marineros los puedan mantener a raya, no quiero quedarme sin hombres para gobernar el barco de regreso a Francia. Vamos, Philipe. Nosotros nos introduciremos por el tejado.

Duboisson bajó al zaguán y, en cuanto le abrieron la puerta y se asomó, salió el primer oficial del convento, a quien hizo una seña para que sacara la tropa. Tras él se volvió a cerrar la puerta. Rápidamente la tripulación del Vermandois ocupó la calle.

—Enseguida nos franquearán la entrada —anunció Duboisson al primer oficial—. Son unos treinta.

—Los hemos visto, capitán. Nos han parecido militares.

—Estáis acertado —confirmó Duboisson.

Un nuevo tumulto al final de la calle atrajo su atención hacia ese punto. Un grupo armado y numeroso corría hacia ellos. Se oyó un pistoletazo y unos de los marineros resultó herido en un brazo.

—¡Formad un frente de combate! —gritó Duboisson—. ¡Dios mío! Son filibusteros y se nos echan encima —le comentó al oficial en cuanto reconoció a uno de los que llamaron a la puerta una hora antes—. ¡Vamos a enseñarles a esos imbéciles lo que es una tropa disciplinada! —arengó a sus hombres.

Según trepaban al tejado, Laver y Latour oyeron el ruido de entrechocar de hierros y los juramentos de los españoles al ser sorprendidos por una tripulación muy viva. Se asomaron al patio que servía de redil y que, en ese momento, estaba tomado por los dos bandos beligerantes. Dos españoles yacían en el suelo con el pecho atravesado por sendos cuchillos, de lo que se deducía que habían sido lanzados y habían sorprendido indefensos a los finados. El carro bloqueaba la entrada del zaguán. Latour se adelantó y descendió del tejado al corredor. De allí, pasaron a la habitación de encima de la puerta, oyeron un pistoletazo en la calle y los gritos de Duboisson, por lo que Laver, desconcertado, se asomó al balcón. Los hombres del Vermandois se batían con la tripulación de La Serpente del capitán Blois, quien se hallaba entre ellos.

—Estamos perdidos —comentó Latour a su lado—. Se han aliado a los filibusteros.

—Sólo hay una tripulación. Blois actúa por su cuenta porque la codicia lo ciega. Todo esto no es por una mujer, sino por mucho dinero: el de Miguel. Lo han visto llegar y quieren su parte del botín. Abre la puerta, yo te cubriré.

—¿Qué se te ha ocurrido? —preguntó Latour al mismo tiempo que salía de la habitación hacia el patio para descender por las escaleras.

—Que cada grupo luche contra los otros dos grupos.

—Eso no será ninguna ventaja. Nos deja igual.

—No creas. Me preocupan los españoles, no Blois.

A causa del carro que bloqueaba el zaguán, no habían dejado a nadie al cuidado de la puerta, por lo que Latour no tuvo problemas para abrirla de par en par. Laver se enzarzó con uno de los españoles que, alertado de la maniobra, acudía a defender la entrada. Los mandobles del español eran fuertes y rápidos, propios de un soldado avezado. Intentó varios trucos pero todos fueron parados con destreza. Laver economizó energías, consciente de que iba a ser un hueso duro de roer; en lugar de fuerza, debía batirse con inteligencia.

De pronto, el carro entró en el patio impelido por una enorme presión y arrolló a los contendientes que encontró a su paso. Un marinero cayó bajo los cascos de los caballos que le aplastaron el cráneo y murió al instante. Detrás del carro, una tromba de hombres, empujándose y luchando, invadieron la casa. Los gritos, los juramentos y el ruido del entrechocar de los hierros ensordecían y anulaban la percepción de lo que sucedía alrededor. Cada cual estaba pendiente de su contrincante y, al igual que en el campo de batalla, sabían que detrás de ése habría otro que lo sustituiría. Los más bragados en esas lides se reservaban, pues comprendían que la escaramuza no sólo se había complicado, sino que no había espacio para batirse airadamente por lo que se impusieron las cuchilladas a traición.

En el desconcierto que sembró la irrupción del carro, Laver aprovechó para eludir a su enemigo y correr a reunirse con los suyos.

—¡Formad un frente! ¡Protegeos los unos a los otros! ¡No abandonéis la alineación! —ordenaba a gritos para hacerse entender por encima del fragor.

En medio de ese caos, don Julián se había encerrado en la habitación en la que se hallaba la trampilla que comunicaba con la casa de Miguel. Por la ventana que daba al patio espiaba la refriega y se percató de que el asunto se le había ido de las manos a Miguel para regocijo suyo. Él sólo debía aguardar a que todos se matasen para salir con el tesoro, aunque, por el cariz que estaba tomando la lucha, iba para largo. Se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Don Francisco alcanzaría la otra casa por el tejado y entraría en el almacén de Miguel. Le había indicado que un arcón de madera rojiza escondía la trampilla en el suelo por donde él pasaría hasta la casa. Cargarían el botín en el burro que alojaban en el zaguán, y se llevarían consigo, con engaños, a las mujeres y al chico, quien disponía de un barco en una cala cercana. Unos golpes y un ruido como de desplome lo obligaron a asomarse de nuevo para indagar la procedencia.


Miguel, desesperado por la traición de don Julián, se abría paso a mandobles hacia la pared colindante con la otra casa. Le cubrían las espaldas cuatro matamoros que lo seguían en la peregrinación por el patio. Deseaba llegar a su casa para averiguar hasta dónde lo había traicionado el viejo, y si merecía la pena seguir luchando o tomar las de Villadiego mientras hubiera tiempo. Una vez que consiguió llegar a la ansiada pared con sus compinches, tiró del tapiz que colgaba en ella y, bien a empellones con el hombro, o bien a patadas, lograron que cediera la falsa pared que, al caer, dejó paso franco a la otra casa. Miguel se hizo a un lado antes de que el polvo se posara y hubiera visibilidad, y ordenó avanzar a sus acólitos.


Teresa aguardaba expectante el desarrollo de los acontecimientos junto a su ama. Oían el follón de la lucha en la casa de al lado, pero la suya permanecía en calma. La guardia de la puerta, con François al frente, se había parapetado en el patio, pendiente de los tejados. Un hombre, apostado en ellos, se asomaba de vez en cuando y negaba con la cabeza. Los tejados se hallaban despejados en contra de las previsiones. La incertidumbre comenzaba a poner nerviosos a los hombres. El contramaestre se paseaba ansioso por la cocina. Pierre, sentado en una silla a la mesa, revisaba por enésima vez las pistolas que tenía ante sí, dispuestas para ser disparadas. Mariana se entretenía cortando sábanas, con las que hacía vendas para los heridos, y habían colgado un caldero en el hogar para disponer de agua caliente en cuanto hiciera falta. Pero a Teresa no le cabía el alma en el cuerpo. Su espíritu era demasiado salvaje e inquieto y en su mente bullía la venganza demorada, para ello se había armado con dos afiladas vizcaínas que manejaba con la destreza que le habían enseñado los ribaldos de la mancebía de Sevilla. Unos inusitados golpes en la pared medianera de las dos casas llamaron la atención de los atrincherados. El tapiz que la cubría comenzó a moverse. Aunque todavía no estaban seguros de lo que sucedía, los hombres se aprestaron a utilizar las sillas y la mesa de comedor como parapetos frente a la pared. Finalmente, ésta cedió en medio de una nube de polvo de ladrillo. François, Bordeaux y los demás prepararon los mosquetes y aguardaron. Pablo instó a Teresa para que se refugiara en la cocina antes de que cerrasen la puerta y la trancasen por dentro. Sin embargo, ella se zafó y se escondió debajo de las escaleras adosadas a la misma pared que se venía abajo para desesperación del chico, que conocía el peligro que entrañaban las escaramuzas acostumbrado a la peligrosa vida de las colonias. Teresa oyó cómo atravesaban los escombros los asaltantes y vivió de frente la cerrada descarga con la que los recibieron los defensores. Los ayes de dolor, las invocaciones de Jesús y del Cielo pronunciados en un nítido español de los que dejaban la vida, le llenaron los oídos. Aquello no era una reyerta callejera, era una guerra; y un estremecimiento recorrió su escuálido cuerpo.


Laver, junto a los suyos, mantenía a raya a los arrostrados españoles, pero no conseguían desequilibrar la balanza. La caída de la pared atrajo la atención de muchos y la lucha se recrudeció para llegar a la grieta abierta. Quienes primero lo consiguieron fueron los filibusteros de Blois, pero pronto encontraron sus intenciones frustradas por los españoles. Un hombre arrufaba a los demás para que protegieran el boquete. ¿Por qué abrir una brecha para luego protegerla? ¿Por qué ese interés en que no pasara nadie al otro lado? Sólo una persona podía desplegar semejante celo: el propio Miguel, empeñado en llegar a la escondida fortuna y, al mismo tiempo, en resguardarla de la avaricia de los filibusteros. Él tenía una cuenta personal con ese hombre, pero, por el momento, resultaba inalcanzable. La luz comenzaba a declinar y el patio se sumía en las sombras pues no había iluminación. Eso aportaba un peligro adicional para los contendientes. Distinguió a Blois quien, asomado en el corredor superior, evaluaba la contienda. El aspecto dubitativo y la orden de retirada que gritó a su tripulación significaban que estaban perdiendo.

—¡Blois se retira! ¡Ya son nuestros! —exhortó Laver a sus hombres.

Oyó cómo Duboisson ordenaba a los hombres que copaban el zaguán, que permitieran la huída al enemigo. El desconcierto que se creó por la espantada de la filibustería de La Serpente, fue aprovechado por los españoles que entraron en tromba en la casa de al lado.

—¡Le Fort, al tejado! —gritó Laver— ¡Vermandois, proteged la casa!

Los marineros escalaron por las columnas y los salientes que les proporcionaba la arquitectura en un abrir y cerrar de ojos, con la destreza que les había conferido el adiestramiento en la arboladura del barco. Duboisson ordenó cerrar la puerta por donde habían huido los filibusteros y dejaba un retén para protegerla. El resto se batía con los españoles que todavía defendían la brecha.


En cuanto los españoles rebasaron el boquete y se enfrentaron a los escasos defensores, Teresa salió de su escondrijo bajo la escalera y, medio agachada y pegada a la pared, llegó a la hendidura por la que se escabulló pisando cascotes, tapices y cuerpos. Al otro lado la recibió un espectáculo dantesco que revelaba la crudeza del enfrentamiento que había tenido lugar. Los cadáveres se mezclaban con los heridos tendidos por doquier. Teresa avanzó a la vez que se le escapaba la mirada horrorizada a los que había más cerca. Ojos vidriosos inyectados en sangre miraban al infinito, aquí un brazo abierto hasta el hueso, allí un vientre que mostraba los intestinos desparramados, allá una garganta rebanada, y todo ello en medio de una laguna de sangre. Los lamentos eran tanto en español como en francés. Los marineros de Duboisson avanzaban entre ellos, rematando a unos y auxiliando a otros. Sin abandonar la pared divisoria de las casas, llegó hasta la habitación del fondo del patio. Su intención era dar con don Julián. Si la justicia divina había fallado, no así la humana, pero para ello había que ayudar. Un ruido la obligó, instintivamente, a inspeccionar el interior de una habitación por la ventana semiabierta que daba al patio. Llegó a tiempo de distinguir unas piernas que desaparecían por un agujero en el suelo. Sin dudarlo un momento, se dirigió a la puerta que encontró cerrada. Comprobó por el ojo de la cerradura que la llave estaba puesta. Buscó a su alrededor y le quitó a un muerto un pañuelo que llevaba anudado a la cabeza. Lo extendió, lo deslizó bajo la puerta y con uno de los cuchillos que llevaba hurgó en la cerradura hasta que oyó caer la llave. Rezó para que no hubiera rebotado fuera del pañuelo. Tiró de éste hasta que sintió el peso de la llave, a la que hubo de ayudar con el cuchillo para que pasara por debajo de la puerta, pues cabía justa. Abrió ésta y entró.

Don Julián, cuando vio la brecha en la pared, comprendió que todo estaba perdido. Sólo era cuestión de tiempo que la gente de Miguel llegara al botín. Había divisado al capitán Santander entre los que pasaban al otro lado, por lo que se decidió a actuar. Si el capitán conseguía su objetivo, bien; en caso contrario, él se anticiparía y se llevaría la caja del recaudador, cuyo contenido no era nada despreciable y tendría para vivir holgadamente unos cuanto años. O eso, o nada. Abrió el agujero y con una mecha encendida se introdujo por el angosto túnel. El silencio después del fragor de la lucha, lo embotó con una sensación de sordera. Llegó a la piedra rectangular, tiró de la anilla y la desplazó. Su mermado cuerpo por la edad pasó fácilmente por la oquedad. En ese momento oyó a su espalda el ruido de la losa al caer y, como consecuencia del aire desplazado, la mecha se apagó.


Miguel pasó al otro lado de la pared y se percató en una fracción de segundo de la débil defensa de la casa, gracias a las teas que habían encendido a causa del crepúsculo. Aun así, había perdido la partida por la felonía del anciano. Una vez disparados los mosquetes, los defensores se les echaron encima con la espada en la mano. Eran sólo nueve pero frescos, mientras que ellos estaban agotados. Por si fuera poco, el ruido de las tejas al ser pisadas sin consideración y los trozos que caían al patio a la espalda los alertó de los hombres que llegaban por el tejado. Se reagruparon en círculo para hacer frente a todos. Miguel, por el contrario, aprovechó para deslizarse escaleras arriba con la intención de llegarse a la habitación de encima del zaguán para escapar por el balcón. Por el momento, el botín estaba en su sitio, aunque ignoraba por cuanto tiempo. Pero, en cuanto alcanzó el corredor, un hombre le salió al paso desde el tejado. Era más joven y delgado que él, aunque ancho de espaldas. Tiró de espada en un reto y cruzó el hierro con él. Como ex militar, Miguel evaluó a su enemigo. Era de esos nobles y finos esgrimistas de salón. Miguel respondió a las florituras enganchando, tirando y avanzando en un agresivo asalto que fue parado por un brazo de hierro. Las suaves maneras del francés engañaban, la falta de corpulencia la compensaba con flexibilidad, se movía seguro. Miguel decidió abatirlo con un violento ataque que lo intimidaría lo suficiente como para dejar expuesta alguna parte del cuerpo. El francés soportó y desvió la espada en todas las ocasiones con unos reflejos sorprendentes, y sin ceder un palmo de terreno. Se mantenía frío y concentrado. Miguel sudaba copiosamente a causa de la violencia que había imprimido al ataque, y respiraba trabajosamente. Pero a él no lo engañaba el lechuguino. Estaba tan cansado como él. Arremetió con saña de nuevo y consiguió herirlo en un brazo, además de rasgarle el coleto. Era duro de pelar, pero ya cedía. Se le escapó una sonrisa aviesa por el pequeño triunfo frente al hierático galo. Miguel había visto a muchos arredrarse ante su espada, sin embargo, el hombre que se batía contra él, pese a llevar las de perder, mantenía el aplomo.


A Laver le dolía el brazo herido tanto como el sano, que había soportado los embates del español. Era buen luchador, pero basaba su pericia en la fuerza que, aunque nada desdeñable, era a la vez su debilidad. En los dos ataques sufridos, Laver había observado que la propia fuerza desequilibraba a su dueño, a pesar de que se recuperaba con prontitud. La sonrisa esbozada del contrincante le avisó del asalto final y de la absurda confianza que destilaba. Un enfrentamiento no se ganaba hasta que el enemigo caía sin vida. Laver se afianzó y respiró hondo para recibirlo. Miguel se abalanzó resollando. Laver simuló no aguantar la acometida y retrocedió abriendo la guardia, ocasión que aprovechó Miguel para caer con toda la fuerza desguareciendo la propia. Laver paró el ataque con la espada y asestó su estilete en el corazón del español por el hueco desprotegido, pero no le dio tiempo a recuperarlo, por lo que Miguel se retiró con él clavado y se puso de nuevo en guardia para su sorpresa. Cuando volvió a arremeter el castellano, Laver lo esquivó y retrocedió con el asombro reflejado en el rostro, lo que detuvo a Miguel.

—Por Mariana —le dijo en español y señaló el estilete que sobresalía del pecho.

Sólo entonces, el hombre se dio cuenta de que estaba muerto. Un rugido salió de la garganta y enloquecido, se le echó encima, blandiendo la espada a diestra y siniestra, en un último intento de acabar con él. Laver lo esquivó, paró y rompió distancia como pudo, hasta que el agotamiento venció a aquel cuerpo que se negaba a morir y cayó de rodillas. Latour llegó junto a él.

—¿Es éste el tal Miguel? —preguntó su amigo.

—Sí. Me ha costado abatirlo.

—¿Todo esto por una mujer? —inquirió Miguel de hinojos.

—Sí —contestó Latour, que hizo de traductor.

—¡Qué ironía!—dijo el español y se desplomó sin vida.

Laver recuperó el estilete, mientras que Latour traducía las últimas palabras.

—¿Qué habrá querido decir? —indagó Latour.

—No lo sé, pero me da igual. Hemos librado a los españoles de una alimaña, aunque no creo que nos lo agradezcan.

Se asomaron al patio donde resistían, al cabo de las fuerzas, dos españoles contra François y Clément, mientras que los demás marineros, impresionados, habían depuesto las armas y presenciaban el duelo final.

—¡François, ese duelo es absurdo! —gritó Laver—. ¡Dejadlos con vida!

—Les hemos ofrecido la rendición, capitán —medió Clément—, pero se han negado.

Laver bajó las escaleras rápidamente y se personó ante los contendientes.

—No hay lucha si uno no quiere. ¡Deponed las armas! —ordenó a sus hombres y, sin mirar a los dos soldados españoles que se apoyaban en la pared, derrengados y sudorosos, inquirió—: ¿queda alguno más vivo?

—No, capitán —respondió Clément—. El capitán Duboisson ha rematado a los que quedaban en la casa de al lado.

—Recuperad a los nuestros. Los heridos a la cocina y los muertos a la casa de al lado. Iluminad todo lo que podáis las dos casas. La noche va a ser larga —vaticinó Laver.

—Los españoles se niegan a entregar las armas —informó Latour—. Dicen que morirán con ellas en la mano y no ahorcados.

Laver se volvió hacia ellos. Eran soldados, valientes y arrojados, aunque agotados. Sabían lo que les esperaba y habían decidido ser dueños de su destino. Se crecían ante la adversidad, como los grandes héroes grecolatinos. Acciones como aquellas engrandecían a los Estados, sin embargo, los Estados no estaban a la altura de hombres tan grandes. Laver era militar, como ellos, y reconocía el valor.

—Diles que su integridad y su vida serán respetadas. Los invitamos a que compartan la bebida y la cena con nosotros esta noche. Por la mañana les facilitaremos la salida de la ciudad. No pedimos nada a cambio, excepto su palabra de honor de no matar a traición.

Según Latour traducía, Laver observó el efecto de sus palabras en los dos hombres. Ambos se miraban con asombro y, en cuanto envainaron las espadas, Laver se presentó.

—Capitán Laver, al servicio de su majestad Louis XIV.

—Capitán de presidio don Francisco Santander y el soldado Juan Pérez.

—Que se sienten junto a esa pared y que les traigan agua para beber y para lavarse las heridas. Deja un hombre al cuidado por si alguno de los marineros intenta tomarse venganza. Explícales que es para su protección.

Quedó Latour hablando con ellos y él pasó, a través del muro, a la casa vecina. Duboisson había tomado la iniciativa y había liberado el carro de los productos coloniales y estaba cargándolo con los cadáveres. A la luz de las teas, el espectáculo era espeluznante.

—¿Muchas bajas? —sondeó Laver.

—No más que por enfermedad —contestó, restándole importancia—, once muertos por el momento, hay cinco más listos para dejarnos. Heridos, casi todos los demás. ¿Vos?

—Diecisiete. Ha sido una lucha suicida. Sólo han quedado dos españoles a quienes hemos respetado porque no han querido rendirse: antes morir que entregar la espada —aclaró Laver.

—No me sorprende, sin embargo los italianos corren como conejos. ¡Ja! ¡Ja1 —rió Duboisson con el buen humor de siempre.

—¿No han acudido los regulares? —indagó Laver.

—No. Antes del toque de queda salieron los filibusteros y después me aseguré de cerrar las puertas. Los únicos que conocen la escaramuza son los agustinos, pero ya he enviado a un hombre para que los calmase y les contase cómo hemos puesto en fuga a los piratas que querían arrebatarles su tesoro. Nos recibirán con los brazos abiertos —concluyó sonriendo.

—Habéis estado en todo. Os lo agradezco.

—Entre amigos no son necesarios los agradecimientos. He pensado en emplear la misma treta que ellos. Estoy preparando un pequeño grupo de hombres que no llamen la atención por las heridas, para custodiar el carro de los muertos por fiebres y que los entierren en la fosa común. En caso contrario, mañana esto va a ser un hervidero de moscas y de mal olor.

—Voy a decirle a Latour que contribuya con hombres a la expedición. Buscad en los arcones de la casa ropas limpias, sin sangre.

Se dio la vuelta y vislumbró unas faldas entre los cuerpos de los caídos. Uno de ellos, herido, agarró a Teresa por un pie, quien se volvió pronta y, con gran presencia de ánimo, le produjo un profundo corte en el brazo con un cuchillo, lo que lo obligó a soltarla prestamente. Luego voló a través de la brecha de la pared sin volver la cabeza.

—Es la doncella esquelética. La vi dirigirse a esa habitación —comentó Duboisson a su espalda—. Ignoro que se le habrá perdido allí, pero arriesgó mucho porque pasó en cuanto los españoles despejaron el boquete.

Laver se encaminó a la habitación citada y entró. Estaba todo en orden a excepción de unas sillas apiladas junto a la pared. La lucha no había llegado hasta allí. Laver volvió sobre sus pasos y entró en la otra casa. Latour dirigía la limpieza del patio y, a la puerta de la cocina, aguardaban los heridos que formaban una ordenada cola.

—Latour, Duboisson está organizando una salida con los muertos. Aporta hombres limpios y sin heridas visibles. Que cojan ropa de la casa.

—A la orden. ¿Habéis oído, señor Eugénie? —constató Latour, y se volvió al contramaestre que se hallaba a su vera.

Laver entró en la cocina, donde Armand cuidaba de que no faltara agua caliente. Pierre y Teresa se encargaban de lavar e impregnar las heridas con infusión de quina, y Mariana y Simon cosían y vendaban. Algo le dijo Teresa que no entendió.

—Siéntese, capitán —tradujo Pierre—. Ella le lavará el brazo.

—¿Hablas español?

—Un poco, aprendí en el Mediterráneo, aunque no lo hablo como el señor Latour. Pero estoy aprendiendo con la mujer que os atiende. Yo la enseño francés.

—Con vuestro permiso, capitán —entró François lleno de arañazos y sangre—. El chico español ha muerto. Acabamos de encontrarlo.

Laver observó a Teresa que se afanaba con su brazo lejos del drama que se avecinaba.

—Si lo preferís, señor, yo se lo comunicaré en el momento apropiado —se ofreció Pierre—. Todavía no lo ha echado de menos con este jaleo, pero significaba mucho para ella.

—Está bien. Gracias a ambos.

François se alejó de regreso a sus quehaceres y Pierre siguió con los suyos. El brazo, aunque había sangrado, no estaba herido. Era un rasguño largo y superficial que no requería de costura, así que la propia Teresa se lo vendó para mantenerlo limpio con una tira de lienzo empapado en infusión de quina.

Allí la quina corría como el ron, reflexionó Laver, cuando en Francia era un bien escaso y muy caro. Consideró seriamente hacerse con un cargamento para uso propio. Seguramente, los padres agustinos se lo facilitarían en agradecimiento del buen quehacer esa noche. Había experimentado los beneficios terapéuticos y eran bastante importantes: aliviaba el dolor, mitigaba la fiebre y las heridas cicatrizaban limpiamente.

Teresa terminó la labor y él, al levantarse, cruzó la mirada con la de Mariana que estaba llena de ansiedad. Se acercó a ella con una sonrisa en los labios.

—Pregúntame —la retó.

—¿Escapó? —susurró sobrecogida.

—Lo intentó, pero no lo dejé. Debo admitir que fue duro de vencer, incluso con un cuchillo clavado en el corazón continuó luchando. Es curioso, para lo vil e infame que era, la cobardía no halló cabida en su retorcida mente.

Mariana cerró los ojos y unas palabras se escaparon de su pecho como un suspiro.

—Soy libre.

La frente de Antoine se nubló, pues no le sonaron como él quería; sino más bien, como que ella podía regresar a su vida anterior, a los brazos de su pretendiente genovés.

—Siempre lo has sido —ratificó Antoine, la tomó de la mano y se la besó.

La dejó con una sonrisa, que iluminaba el bello rostro, y regresó al patio con el nubarrón de los celos enturbiando su ánimo. Los eficientes marineros, bajo las órdenes del contramaestre, se hallaban baldeando el suelo y arrastrando la sangre como si de una cubierta se tratara. Unos restituían la mesa de comedor a su sitio junto con las sillas desperdigadas; otros mantenían las teas encendidas. Los muebles, aunque maltrechos y mellados, seguían funcionales.

Laver se dirigió a la pared en la que se apoyaban sentados en el suelo los dos españoles, pero fue interceptado por Latour y Duboisson, quienes regresaban de la otra casa por la abertura en la pared.

—Habrá que desescombrarla. Resulta más cómodo que salir constantemente a la calle —comentó divertido Latour—. Laver, parece que hubieras visto un fantasma.

—Algo parecido. Mariana es libre de volver a su casa y a los brazos del genovés —les comentó abatido.

—¿Así lo ha expresado? —indagó Latour extrañado.

—No. Pero lo he intuido.

—Entonces son imaginaciones vuestras —terció Duboisson—. Siempre se ha dicho que el amor es ciego, y eso es porque embota las intuiciones de los enamorados.

—Dentro de poco amanecerá —anunció Laver, cuando se fijó en el color de la noche—. Ordenad que repartan los víveres del carro entre la marinería para que repongan fuerzas antes de retirarse a dormir —sugirió Laver. Se centró en los problemas más acuciantes y relegó los propios—. Luego venid a sentaros a la mesa, quiero hablar con los españoles.

—¿Qué pretendéis? –preguntó Duboisson.

—Intentar resolver este galimatías. Aunque no creo que hablen mucho.

Los españoles, aunque recelaban, aceptaron la invitación. Les sirvieron fruta y Latour se centró en su misión de traductor.

—Voy a hacerles una serie de preguntas, pero son libres de contestarlas si les place. —Los españoles lo observaron con interés—. ¿Cómo es que militares aguerridos y de honor se hallaban en tratos con Miguel?

El soldado raso sonrió aviesamente, pero al capitán le quemó la pregunta. Sin embargo, Laver no dejó que su rostro reflejara el triunfo. Se abrió un largo silencio que ya evidenciaba la falta de cooperación, cuando el capitán se inclinó a contestar.

—En vuestra situación, yo también me lo preguntaría —concedió sin acritud—. Pero antes de nada, sabed que Miguel también era hombre de armas. Unos antes y otros después, todos fuimos destinados a las Indias Occidentales como soldados regulares, enviados para mantener las fortalezas y defender las ciudades de actos como éste.

—¿El día de hoy era una acción de defensa? —ironizó Laver.

—Obviamente, no —contestó el capitán sin sonreír—. A vos os resultará divertido, pero a nosotros, no. Una vez desembarcados en las colonias, nos encontramos que, tras cobrar durante unos meses la soldada, ésta dejó de llegar. Necesitábamos comer, vestirnos, formar familia. El Consejo de Indias sólo permite instalarse a soldados, curas y comerciantes. No permite el trabajo artesanal que pueda suponer una competencia a los productos peninsulares. Las haciendas son explotadas por los comerciantes que han comprado las antiguas encomiendas. No soy cura ni comerciante. Decidme: ¿qué haríais vos?

—Hay muchas formas de delincuencia —aclaró Laver con severidad—. Ensañarse con el más débil, no me parece la más honorable.

—Estoy de acuerdo. Ésos eran solamente León y Miguel. Los demás participábamos en los asaltos, pero no nos relacionábamos. Eran robos limpios y con las menos víctimas posibles, pues eran compañeros de armas. Robamos a recaudadores y a las caravanas de recuas de mulas que transportan las mercancías desde el Pacífico al Atlántico por el Camino Real que llega al río Chagres.

—¿Por qué os trajo Miguel a Cartagena? —sondeó Laver.

—Ellos vinieron. Yo vivo aquí, es más, he participado en la defensa de la ciudad hasta que la noble cobardía del avaricioso gobernador, enviado por el Consejo para embolsarse nuestras pagas, entregó la ciudad sin lucha —dijo el capitán con todo el odio y la amargura que albergaba.

Laver, Duboisson y Latour no pudieron evitar sentir una corriente simpática hacia aquella manifestación de rebeldía contra el destino.

—Reconozco que a nosotros también nos sorprendió. Estábamos preparándonos para un largo y difícil asedio. Pero lo que me interesa es saber por qué habéis arriesgado tanto esta noche. El anciano de la casa de al lado os ha traicionado. Por cierto, ¿dónde está? —preguntó Laver.

Latour gritó una orden a un marinero y éste salió corriendo hacia la casa de al lado.

—Miguel quería volver a la península y tenía a su futura esposa y el ajuar aquí –respondió escuetamente el capitán.

—No me creo que esta lucha a muerte haya sido por una mujer y unas mercaderías, por muy lujosas que sean.

El capitán Santander se sonrió.

—Es una mujer muy hermosa que trastorna las mejores mentes. Seguro que ya lo habréis comprobado.

—Es probable, pero aquí había muchas mentes trastornadas, incluso la de un filibustero como Blois, que no la ha visto nunca.

—Desconozco las intenciones de ese Blois. A mí también me sorprendió su intervención. ¿Por qué os vigilaban? Se supone que son vuestros aliados.

—Yo, sin embargo, creo que esta casa ha despertado mucho interés, y no por la dama que la habita. Los hombres no luchan, como hoy se ha luchado aquí, por un rostro hermoso. Eso se lo dejo a la literatura y a Homero. Cada uno de vosotros ha puesto la vida y el alma en este asalto por el botín que alberga escondido, y que debe ser legendario para que Blois se haya arriesgado como lo ha hecho en cuanto os ha reconocido. Intentó obtener una parte de él, estoy seguro.

El marinero volvió de la casa de al lado.

—Capitán, no encontramos al anciano.

—Ha escapado —dictaminó Latour.

—¿Por qué? Hemos ganado nosotros. En principio no tiene nada que temer. Coméntale que no encontramos al anciano.

—Señores, aprovecho para despedirme —dijo Duboisson y se levantó—. Debo ocuparme de mi tropa que estará a punto de regresar del segundo viaje con los cadáveres. Espero que no hayan llamado la atención por la cantidad de ellos. Además, quiero reposar algo y debo acicalarme para incorporarme a mi rutina en la Contaduría.

—Gracias por todo Duboisson. Quedamos como siempre para ir juntos.

Laver no dejó de observar, al tiempo que despedía al capitán del Vermandois, el rostro de preocupación del capitán español al oír a Latour.

—La gente con la que me relaciono no es muy honorable —dijo el capitán—. Antes me preguntó por qué Miguel reunió a los hombres aquí. Según don Julián, para asesinarnos. No podía dejar atrás pruebas o personas que pudieran chantajearlo, como él hacía, cuando quería iniciar una nueva vida entre los nobles peninsulares. Don Julián y yo habíamos trazado un plan paralelo para evitarlo, de ahí la traición del viejo. Pero el asalto se complicó y yo no pude cumplir con mi parte. Imagino que él habrá seguido adelante.

—¿Cuál era el plan? —demandó Latour.

—Ahora ya da igual. Bien mirado, hasta tiene gracia. Don Julián no se fiaba de Miguel y cavó un túnel de su casa a ésta, pero a su vez, Miguel preparó un falso muro, disimulado por los tapices, para comunicar las casas.

—¿Un túnel? ¿De dónde a dónde? —indagó Latour interesado.

—No estoy seguro. Yo tenía que mover un arcón rojizo que se encuentra en aquella habitación para liberar la trampilla donde termina. —Y señaló la habitación del fondo del patio que servía de almacén.

—Vamos allá —dijo Laver, y se levantó de un salto.

Se movieron los dos españoles, pero Laver detuvo al soldado.

—Él espera aquí. Sólo nosotros —ordenó Laver tajante.

El capitán Santander los siguió renuente.

—Si quisiera mataros, ya lo habría hecho. No soy retorcido como vuestros colegas —aclaró Laver con sarcasmo.

Entraron en la habitación almacén con una tea en la mano. Latour se adelantó para encender a su vez una lámpara de aceite que allí había.

—Ése es el arcón de madera rojiza —señaló Laver.

Con ayuda de Latour desplazaron el pesado arcón y dejaron al descubierto el suelo de madera.

—Aquí hay unas rayas que no se corresponden con los tablones de madera —indicó el español también intrigado.

—Con los cuchillos —sugirió Latour, y cada uno sacó el suyo, incluso el español para sorpresa de Laver que, aunque no los habían registrado y les habían permitido conservar sus espadas, no por eso dejó de experimentar un escalofrío.

Con ayuda de ellos, izaron un cuadrado de madera, con los tablones ligados por debajo para que no fuera perceptible. Un olor, ya familiar para Laver, a tierra y podredumbre surgió del agujero. Pero lo que ninguno se esperaba, fue el espectáculo que quedó a la luz de la lámpara, que lo volvió más escabroso: el anciano don Julián yacía hecho un ovillo alrededor de una gran caja de caudales, a la que se aferraba con dedos engarfiados y con la cara violácea. Mostraba el terror vidrioso que había dejado la muerte en sus ojos, y la boca desmesuradamente abierta, propia del que se está ahogando.

—¡Por los clavos de Cristo! —gritó con estupor el español.

—¡Mon Dieu! —exclamaron al unísono Laver y Latour.

—¿Cómo ha llegado? —investigó Latour, acercando la luz.

—Por ese agujero —indicó el capitán Santander.

—¿Por qué no volvió por él? —preguntó Latour.

—Porque le cerraron la entrada. Se encontró atrapado de pronto —contestó Laver, al recordar la pila inusitada de sillas en la habitación de al lado.

—Alguien lo vio y no quiso que se escapara con todo —resumió el español.

—Os equivocáis. Fue un acto de venganza. La mujer se adelantó a la justicia divina.

—¿La mujer? —preguntó Latour, asustado al imaginarse a Mariana.

—Teresa. Duboisson la vio pasar al otro lado y entrar en la habitación vecina a ésta. Luego hablaremos con ella. Vamos a retirar la dichosa caja de ahí —propuso Laver.

Laver se inclinó todo lo que pudo hasta que la cogió por un asa y tiró de ella, pero el cadáver del viejo, agarrado a la caja, lo impidió. Bajó Latour y con las manos tiró de ella a la vez que, con un pie sobre el cuerpo del muerto, intentaba separarlo, pero solo consiguió que los brazos se extendieran sin soltar la caja.

—¡Caramba con el viejo! —exclamó entre risas el capitán español—. Avaro incluso después de muerto.

Latour no pudo reprimir la risa que secundó Laver que, aunque no entendió al español, pudo apreciar la comicidad de la escena. Latour decidió partirle los dedos para hacerse con el anhelado botín. Sacaron la caja y colocaron el suelo en su sitio de nuevo.

—Así nos ahorramos cavar una tumba —reflexionó Latour.

—Se trata de una caja de recaudación. Va a ser difícil abrirla —comentó Laver.

—No para alguien que yo me sé —contestó Latour y salió de la habitación.

Al poco regresó con François quien, sin hacer preguntas ni mostrar extrañeza, se enfrentó a la caja. Sacó una aguja de coser velas de su bolsillo, le dio una forma y la introdujo por la ranura de la llave. Lo intentó varias veces y modificó la aguja otras tantas hasta que sonó el ansiado chasquido. El marinero comprobó que la tapa cedía pero no llegó a abrirla, se la dejó al capitán.

—Gracias, François —le despidió Laver y aguardó a que el hombre abandonara la estancia.

—Es de una familia de cerrajeros —explicó Latour, con una sonrisa beatífica.

—¿Ahora se llaman así? —demandó Laver sardónicamente.

—Siempre dices que hay que dejar que los demás tengan honra. Es lo que hago, fiel a tus enseñanzas.

Laver no respondió a la chanza de su amigo y se concentró en el contenido de la caja de recaudación: estaba forrada en terciopelo negro para que no sonase el contenido. Los sacos de terciopelo llenaban el interior. Laver tomó uno y lo abrió, derramando su contenido en el suelo sobre el que se hallaban sentados. Los reales de a ocho de plata relucieron a la tenue luz de la lámpara. La mayor parte de ellos, nuevos, acuñados en las cecas coloniales, que se caracterizaban por las dos columnas de Hércules sobre las ondas de las aguas, con las palabras latinas Plus ultra y alrededor Hispaniarum et Indiarum; otros, viejos, acuñados en la península con la efigie de Carolus II rex.

—Habéis encontrado vuestro botín —anunció el capitán Santander.

—Efectivamente, hay mucho aquí, pero no lo suficiente para llevar una vida de nobleza regalada. Esto me lleva a recordar que vos conocéis a cuánto asciende y de qué consta el botín, pues habéis participado en los asaltos perpetrados por Miguel. —Laver advirtió que el hombre se ponía en guardia según le traducía Latour—. Pero no os alarméis, mantendré mi palabra de dejaros marchar incólume.

—El día ha despuntado —anunció Latour—. Debéis cambiaros para acudir a la Contaduría.

Laver contempló la caja pensativo, rememoró el relato del capitán sobre la triste situación de los soldados allí. Sabía que no había exagerado, pues lo había oído de labios de Mariana y de Beaumont que, aunque la historia era diferente, en lo principal coincidía: habían sido olvidados por los países que los habían enviado allí bajo falsas promesas.

En un acto de incomprensible generosidad por su parte, abrió la caja, tomó una bolsa y se la arrojó al español.

—Para que podáis regresar a vuestro país y estableceros —dijo y, antes de que Latour terminara la traducción y el capitán reaccionase, salió de la estancia con la caja de caudales bajo el brazo.

Subió a la habitación en una carrera, dejó la caja en uno de los armarios y se desvistió rápidamente. Alguien, a pesar del caos, no había olvidado su baño. Se metió en la bañera, aunque el agua estaba casi fría, pero así espabiló mejor el cansancio. Mantuvo el brazo fuera para no mojar el vendaje y sumergió la cabeza. Cuando emergió se encontró con una Teresa llorosa que le tendía un lienzo. Ya le habían dado la noticia. Entró Latour dispuesto a cambiarse también.

—Ya se han ido. Me dijo que no nos preocupásemos, saldrían sin ser percibidos. El hombre, turbado por vuestra magnificencia, se sintió obligado a confesar que el montante del botín es una fortuna en lingotes, monedas y piedras preciosas; pero que desconocía el paradero. Se suponía que estaba guardado en el hueco en el que encontramos al viejo, por eso había excavado el túnel, para robarlo. Pero ignoraba cuando Miguel lo ha cambiado de sitio. Nos retó a encontrarlo, en caso contrario, lo intentará él cuando abandonemos Cartagena.

—Ya que estás aquí quiero mantener una conversación con Teresa mientras me visto —le pidió a Latour.

—¡Pobre chica! Está hecha un mar de lágrimas —se compadeció Philipe—. El capitán y yo sentimos la muerte del chico —le dijo en español.

—Gracias, pero no lloro por eso —contestó, sorbiéndose los mocos y enjugándose las lágrimas con la manga del vestido.

—¿Por qué entonces? ¿No será por el viejo que encontramos asfixiado en el agujero? —sondeó socarrón Latour.

Teresa se alarmó y abrió mucho los ojos.

—¿Cómo os habéis enterado? ¿Lo sabe el capitán? —preguntó afligida.

—Él me lo contó. ¿Qué importa eso?

—Creerá que soy una asesina —se angustió— y no me querrá llevar con él. Y ahora que no está Pablo, no sé qué voy a hacer sola en esta maldita ciudad.

—Vamos a ver. ¿No has sido tú la que cerró la entrada del agujero? —indagó Latour.

—Sí, pero no soy una asesina. El viejo nos traicionó y la mañana que vino Miguel con la carta lo acompañó y, aunque intuía lo que le haría el muy animal a la señora, la dejó desamparada. Se lo merecía. Era tan cerdo como Miguel —manifestó, elevando el tono y enardeciéndose a medida que hablaba.

Latour tradujo rápidamente todo.

—El capitán no está enfadado por ello. Dice que es asunto tuyo. El problema es que teme que Mariana no quiera casarse con él ahora que ya no lo necesita.

El asombro de Teresa no tenía límites, lo que atrajo la atención de Laver.

—¿Por qué juzga tan mal a mi ama? —se indignó.

—No piensa mal. Es normal que ella quiera regresar a su casa y casarse con el genovés, como tenía previsto.

—¿Se lo ha dicho ella? —preguntó estupefacta.

—Entre nosotros, no. Lo ha deducido él solito.

—¡Ah! —exclamó satisfecha, se dio la media vuelta y se fue.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Laver desorientado.

—No lo sé, pero tienes una aliada muy valiosa en ese osario ambulante.

—Bueno, no seas tan cruel. Yo creo que ha engordado un poco.

—Compruebo que empieza a caerte simpática —se chanceó Latour.