10


Cuando rompió el alba, la dotación del Le Fort formaba frente a la puerta principal. Laver llevó sus cosas al campamento de Duboisson, quien lo recibió con los brazos abiertos, aunque lamentó que no pudieran ir a nadar a la poza. Se resignaron a un largo y tedioso día junto a de Pointis, que les planteó la idea de una ocupación permanente para convertirla en puente de un futuro imperio de Francia en las Indias, por lo que se alojarían en las casas que quedasen vacías cuando accedieran a la plaza. Jean Bernard Desjeans, el hombre, tenía sueños de grandeza. Ésa fue, al menos, la conclusión a la que llegaron Laver y Duboisson. Aquel era un territorio demasiado extenso para sus escasas fuerzas y la toma de una plaza no significaba nada, apenas un mero punto en un mapa; sin embargo, le siguieron la corriente.

Desde el puesto de mando, observaron cómo el capitán Levy ocupaba el baluarte y la entrada. Durante dos días guardarían las posiciones hasta la evacuación de las autoridades y de la guarnición. El tiempo transcurrió muy lento para Laver. A la mañana siguiente, él y Duboisson se escaparon a la poza para dejar en sus aguas el tedio de la espera y de la inactividad.

—Debo agradeceros este descubrimiento. Nunca imaginé que me agradaría tanto un baño.

—Vamos, Duboisson. Nadáis como un delfín y el primer día no os lo pensasteis dos veces para entrar en el agua.

—¡Qué observador sois! Nací en un pueblo costero de la Gascuña y todos los chicos nos bañábamos en el mar en verano, pescábamos y competíamos por aguantar más tiempo bajo el agua. En realidad, no es por el baño en sí, me gusta el agua y la sensación de libertad que ofrece: flotar y estar desnudo.

—Sí, es cierto. Sin embargo, no lo he apreciado hasta que llegué aquí.

—Sois valiente. Yo, durante años, no me he atrevido a hacer nada semejante, y mirad que tenía ganas, pero el miedo a parecer un loco me doblegaba. Aunque eso es lo que le parecemos al general. ¡Menuda cara que pone cuando nos ve llegar! ¡Ja,ja,ja!

—Yo no me reiría tanto. No sé el porqué, pero no le caigo bien. No es bueno para vos que os vean conmigo.

—¡Al cuerno con eso! Ahora soy perro viejo. Sin embargo, a su sobrino le entrasteis por el ojo, os lo puedo asegurar. Era de otra pasta, aunque se plegara a las órdenes de su tío por cuestiones familiares, pero no comulgaba con él. Por cierto, os lleváis muy bien con vuestro primer oficial.

—Somos amigos desde hace años. Aprendimos juntos, en el mismo barco. Luego servimos en diferentes destinos hasta que me nombraron capitán de la goleta en la que él navegaba. Desde entonces, no nos hemos separado.

—Es una suerte. Yo no soporto al mío. Es buen marino, pero hijo de familia noble.

—Latour y yo somos nobles, es más, Latour es heredero del título.

—Sí, pero sois diferentes. No sois remilgados y llamáis a las cosas por su nombre. Dais la cara por otros, aunque no sean de vuestra condición. Creáis unidad, no abismos.

—¿A qué se dedicaba vuestra familia?

—Burgueses, con mucho dinero. Mi padre intentó medrar en la marina para conseguir algún titulillo. Llegó a capitán, como yo. Murió en La Rouge.

—Lo siento. ¿Tenéis familia?

—Por supuesto. Lo raro es que no la hayáis formado a vuestra edad.

—Ni la tendré —respondió Laver con un dejo amargo—. ¿Estáis enamorado?

—¡Hum! Supongo que lo estuve ya que nadie me obligó a casarme. Nacieron dos hijos: uno trabaja con la familia de mi mujer, el otro es demasiado joven. Estáis diferente, apático y nervioso a la vez, no sé cómo expresarlo.

Laver consideró el confiarse a su nuevo amigo, pero era demasiado nuevo y lo que sentía demasiado íntimo para abrirse de buenas a primeras, por lo que desvió la respuesta.

—Enfrentarse a la muerte lo vuelve a uno más cauto y filosófico. Creo que es un mal pasajero.

—Hay que regresar. Si el general nos llamara y nos presentásemos otra vez mojados, nos encerraría por excéntricos.

Dejaron la poza muy a su pesar y se incorporaron a sus tareas. Laver tuvo la mente más tiempo dentro de la ciudad que fuera.

Mientras tanto, Levy había distribuido a los hombres por los baluartes y la entrada, había establecido relevos cada dos horas para que no se agotaran con la tensión de la vigilancia. Latour no podía adentrarse en la ciudad hasta que el gobernador la abandonara así que, por el momento, no podría cumplir los deseos de su amigo.

A la mañana siguiente, lunes seis de mayo, el capitán Levy lo requirió para que anotara los nombres de los vecinos que abandonasen la ciudad y los registraran para evitar que se llevasen más de lo permitido, así que, en la plaza de acceso a la puerta, se establecieron tres controles desde el amanecer. El trabajo fue constante, arduo y penoso. Familias enteras desfilaron con las pertenencias que podían trasladar, preguntándose si volverían a ver sus casas, y partían hacia otras poblaciones o haciendas de parientes o amigos. Al final de tan agotadora mañana, computaron unos tres mil vecinos y retiraron un par de arcones con oro, plata y joyas. Sobre las cuatro de la tarde, el gobernador, montado a caballo, abandonó la ciudad junto con las compañías de soldados y milicianos y algunos oficiales reales del Cabildo y de Justicia. Acto seguido, entró de Pointis, rodeado de sus oficiales y acompañado por el resto del ejército, hacia la Iglesia Mayor, donde se celebró un Te Deum. De esta manera, se daba por concluido de forma oficial el asalto de Cartagena.

Latour, que conocía el protocolo de antemano, al terminar su jornada de control de vecinos en la Puerta del Reloj, echó mano de cuatro hombres del Le Fort y se internó en las calles de Cartagena. Gracias a su conocimiento del español, había hablado con las gentes a las que registraba y le indicaron en qué dirección se hallaba la iglesia de San Agustín. La torre era inconfundible y frente a ella había dos casas. Situándose enfrente, la de la izquierda, le había indicado Laver. Dio orden a dos marineros de trepar al balcón y comprobar la contraventana aparentemente cerrada. Tal y como había sido acordado, no estaba trancada, así que, después de echar un vistazo a la desierta calle, trepó también hasta ella tras dejar a los otros dos hombres abajo, al cuidado de la puerta, pues, aunque Levy había proclamado la pena de muerte contra los saqueadores, ya había ejecutado a seis, uno por robo y el resto por excesos con mujeres, así que no estaba demás ser prudente. Con los dos marineros escogidos, Clément y Pierre, se introdujo en la casa. Habían accedido por el piso superior y de esa habitación, situada encima del zaguán, salieron al corredor que daba al patio.

—¡Vaya casa! —se admiró Pierre.

—Como sean todas así, nos haremos ricos —comentó Clément.

—¡Silencio! —ordenó Latour—. Aquí no se puede robar, ya lo sabéis. Hay que encontrar la habitación que describió el capitán.

No les costó mucho dar con ella. Latour se dirigió al armario, contó los entrepaños y llamó con los nudillos.

—¡Mariana Tamares! Me envía el capitán Antoine Laver. Por favor, abrid la puerta —gritó en español, pues desconocía el grosor de la madera.

Aguardaron, pero no sucedió nada. Llamó de nuevo más fuerte con el puño, y volvió a gritar la invitación. La puerta se abrió y asomó una figura pequeña y enclenque que empuñaba una pistola amartillada.

—Por favor, no disparéis —rogó Philipe en español. Separó los brazos del cuerpo y se retiró de la puerta hacia el centro de la habitación—. Me envía el hombre al que acogisteis. —Sacó la cruz de Mariana.

—¿Dónde está él? ¿Ha muerto? —preguntó la muchacha menuda.

—No, debe acompañar al general. Me envió por delante preocupado por vuestra ama. A pesar de la prohibición, hay hombres que están robando y molestando a las mujeres. Traemos la orden de proteger la casa.

Una sombra se perfiló detrás de la chica, que ocupaba el umbral de la puerta.

—Teresa, deja el arma y permíteme salir.

Tras un momento de duda, la criada bajó la pistola y se apartó de la puerta. Mariana avanzó hacia la luz que llenaba la habitación, y Latour comprendió la causa del estado melancólico de su amigo. La muchacha le llegaba al hombro, su pelo era como el azabache y lo llevaba partido en dos y recogido en un moño trenzado, dejando libre la cara y el esbelto cuello, adornado por una gorguera de encaje muy fino. Vestía una sencilla saboyana de color azul que dejaba entrever una basquiña de color crudo. Su piel era mediterránea, aunque empalidecida por esconderla de los rayos del sol. De su perfecto óvalo destacaban unos ojos alargados del color del caramelo y unos labios rojos perfectamente perfilados. Le sorprendió la falta de afeites y de joyas, aunque no los echaba de menos, pues le hubieran ocultado su belleza.

—¿Mariana Tamares? —preguntó Latour y, ante el asentimiento de ella, continuó—, Philipe Latour, primer oficial del Le Fort, para serviros. —Acompañó la presentación con una floreada reverencia.

—¿Primer oficial? Monsieur Laver se presentó como primer oficial.

—Así era, mademoiselle. Pero nuestro capitán murió en combate y ha sido ascendido. Por esta razón se encuentra en medio del ceremonial de toma de posesión de la ciudad.

—Tiene vuestra cruz —medió la criada.

—En efecto, y he de devolverla a su dueño, pues sólo fue una prenda por si dudabais de mi palabra.

—No hay razón para dudar. Habláis muy bien mi idioma.

—Tengo entendido que vos os expresáis mejor en el mío —halagó en francés.

—Vuestras maneras delatan la cuna.

—Sí, señora. Futuro marqués de Latour pues, afortunadamente, mi padre vive.

—Sois un hijo cariñoso y respetuoso.

—Además de egoísta. Si mi padre falleciese, tendría que dejar el mar. La única condición que me impuso fue el matrimonio y un heredero y, ahora que lo pienso, debo de ser padre a estas alturas.

—Felicidades en tal caso —expresó Mariana con una sonrisa.

Philipe no entendía por qué le había contado su vida, pero le encantó la sonrisa. Se sentía como un adolescente con la mirada atrapada en la figura de la mujer.

—Nuestras provisiones escasean, sin embargo, podemos ofreceros queso, pan y fruta. Teresa, atiende a los marineros en la cocina y dispón la mesa en el patio para Monsieur Latour y para mí.

—Los hombres no pueden abandonar la vigilancia —se adelantó Latour.

Teresa abandonó la habitación para cumplir el cometido y, a su vez, Latour ordenó a Pierre que buscara al capitán y, si fuera posible, le informase de que el objetivo estaba logrado. A Clément le encomendó que reuniera al resto de la tripulación y que los enviara a la casa con la comida que consiguieran. Tras las disposiciones, acompañó a la deliciosa joven al patio y abrieron la cancela de hierro que daba al zaguán. Calibró que era amplio, pero insuficiente para albergar a toda la tripulación, además, no estaba seguro de las intenciones de Laver y así expresó sus pensamientos a la muchacha.

—A mí no me importa. Pueden instalarse en el patio.

—El patio es precioso, y estoy seguro de que al capitán sí le importará. ¿Quién vive en la casa de al lado?

—Un anciano con dos criados, pero mucha gente ha abandonado la ciudad.

—Lo averiguaremos. ¡François! —llamó desde el patio y un hombre se asomó en el pasillo de arriba—. Trepa al tejado y comprueba si la casa de al lado está habitada, pero sin riesgos.

Se sentaron en el patio y Teresa sirvió una bebida refrescante a base de leche de coco. En seguida regresó François que confirmó la presencia de moradores. Tendrían que esperar a Laver para tomar la casa por asalto. Latour no quería meter la pata.

La dotación fue llegando como cuentagotas y todos aportaban algún animal a la cocina. Dos de ellos intentaron desalojar a Teresa de su territorio, pero ella se impuso gritándoles en español. Al final, ella daba unas órdenes que no entendían, y ellos trabajaban como podían, procurando no levantar la ira de aquel saco de huesos.

Regresó Pierre con éxito de la misión para informar al oficial.

—De lejos hice la seña convenida al capitán, quien se dio por enterado, señor. Después de la misa, los oficiales han acompañado al general a la Real Contaduría, donde han establecido el puesto de mando. Allí ha ordenado a los oficiales la ocupación de las casas vacías. La tropa y los filibusteros dormirán en los campamentos exteriores. Ha dispuesto un retén en la puerta para controlar que no salgan artículos robados, y ha organizado un censo de los habitantes para exigir la cuantía estipulada en las capitulaciones que se comenzarán a cobrar mañana.


Al caer la tarde quedaron libres para acomodarse. Los oficiales del Vermandois localizaron una casa cerca del Palacio del Gobernador, a medio camino entre el edificio de la Contaduría y la calle San Agustín. Allí, Laver dejó a Duboisson y continuó su camino. Cuando llegó frente a la casa, se detuvo un momento para contemplarla lleno de nostalgia. Pierre estaba fuera, charlando con la guardia.

—Fue fácil entrar. Todo estaba como lo describisteis, mi capitán. La que abrió la puerta al requerimiento de Monsieur Latour fue la criada con una pistola amartillada. Luego salió el ángel…quiero decir, la señora, señor —se corrigió el marinero sofocado.

Antoine sonrió para sí. ¿Qué impresión le habría producido a Philipe? Pronto iba a averiguarlo. Atravesó junto con Pierre el zaguán, donde seguía el asno, pero ahora compartía el habitáculo con los hombres. Según rebasó la cancela que daba acceso al patio, lo vio todo: a Mariana y Philipe sentados en animada charla y a los siete filibusteros que asomaban por el tejado.

—¡Philipe! —gritó, sin mirarlo y sin perder de vista el movimiento de los hombres en lo alto.

Latour se levantó de un salto y dirigió la mirada hacia arriba. Inmediatamente obligó a Mariana a retirarse hacia el pasillo porticado y la protegió con el cuerpo al mismo tiempo que desenvainaba la espada y esperaba el movimiento de los enemigos. Laver, sin embargo, permaneció impasible, pero controlando las posiciones tomadas en el tejado. Una vez descubiertos, los filibusteros olvidaron el sigilo y uno de ellos se aproximó al borde, sobre el canalón que recoge aguas. Laver reconoció el rostro como uno de los que compartieron con él la chalupa. Dedujo que aquellos hombres pertenecían a La Serpente y, seguramente, el asesino estaría entre ellos.

—Ha sido muy fácil dar con vos, capitán. Basta con seguir a vuestra tripulación —dijo el cabecilla de aspecto perdulario—. Creo que nos buscaba, así que nos hemos adelantado.

Laver sopesó la situación, ellos eran sólo tres, pues los hombres del zaguán metían mucho ruido y seguramente no oirían la riña del patio, así que tocaban a dos y un tercio por cabeza. La pelea se presentaba comprometida. Los filibusteros eran buenos luchadores, pero le repugnaba su cobardía, pues eran incapaces de solventar los problemas individualmente. Sólo se arriesgaban si había una marcada ventaja, como era el caso.

—Deduzco que pertenecéis a La Serpente, un nombre que os viene que ni pintado porque sois igual de traicioneros y cobardes —dijo con voz calma y fría—. Lo que no comprendo es por qué no os enfrentáis a nosotros ¿Necesitáis refuerzos? —Les provocó mientras desenvainaba la espada y se quitaba el sombrero que arrojaba a un lado del patio.

Fue la señal para que los piratas se deslizaran abajo como monos, aprovechando los salientes que les proporcionaba la arquitectura. En cuanto tocaron el suelo y se dieron la media vuelta, uno de ellos se encontró con el estilete de Laver en el pecho.

Laver, de una rápida ojeada, distinguió a Mariana detrás de una columna que observaba hipnotizada la escena. Latour protegía el camino hacia ella, así que él y Pierre, que lo acompañaba, fueron al encuentro de los asaltantes.

Cruzaron los aceros con clara desventaja. Laver, en una rápida finta que cogió desprevenido a uno de los oponentes, le atravesó la garganta y murió ahogándose en su propia sangre. Por el rabillo del ojo vio que Latour luchaba contra dos con una espada y un cuchillo y conseguía mantenerlos a raya, de pronto, fingió dejar descubierta su defensa y, cuando uno de los oponentes entró a matar, se encontró con la suya propia. Pierre iba más ajustado y, en el momento en que uno de los contrincantes le trabó la espada y se le aproximó, Pierre le clavó el cuchillo por el costado, pero el otro compañero, libre de su vigilancia, intentó atravesarle con el acero. Éste resbaló sobre el grueso coleto hacia abajo y le traspasó la pierna desde arriba. Cayó el joven al suelo junto con el pirata que había apuñalado.

Laver notó, más que vio, cómo Mariana se deslizaba al amparo de las columnas hasta la puerta de la cancela y avisaba a los hombres del zaguán. Enseguida acudieron a la voz de alarma y libraron a Pierre de una muerte segura. Los otros dos piratas, perdida la ventaja, se rindieron.

—No hay rendición —dijo Laver con ira contenida—. De aquí ninguno de vosotros saldrá con vida. Elegid cómo queréis morir, ¿ejecutados o con la espada en la mano?

Mariana, con Teresa a su lado que había acudido intrigada por el jaleo, asistía a la escena que se estaba desarrollando.

—Os recuerdo vuestras palabras acusadoras —dijo uno de ellos, envalentonado—. ¿Quién es ahora el cobarde? Sois muchos contra dos.

—No, sólo yo contra cada uno de vosotros, por turno —contestó Laver impasible.

Se oyeron voces de protesta entre la marinería que Laver cortó con un gesto.

—¡Dios mío! —suspiró angustiada Mariana en español—. Si consigue eliminar al primero, con el segundo estará cansado y lo matarán —le explicó a Teresa.

—Me batiré con el otro —ofreció Latour.

—No. Es asunto mío. Fue a mí a quien intentaron asesinar. Ahora les ofrezco la ocasión si son hombres —los retó con desprecio.

Los dos filibusteros sonrieron engallados y echaron a suertes quién sería el primero. Se despejó el patio y la marinería se diseminó entre las columnas. El pirata que había perdido se adentró en él. Laver, en el entretanto, se había quitado la casaca que lo estorbaba, y lo aguardaba en el centro del patio. Se pusieron en guardia y giraron tanteándose.

—Fui yo quien os apuñaló en el agua —manifestó el hombre en un intento de hacerle perder el equilibrio.

—Lo sé. Os recordaba —mintió fríamente Laver.

Aprovechó el momento el filibustero para atacar. Laver desvió la espada hacia arriba con el cuchillo, echó hacia delante una pierna y se agachó a ras de suelo todo lo que pudo, dejando la otra pierna atrás y, desde abajo, lo traspasó con el acero hacia arriba. Como movido por un resorte, volvió a la posición anterior. En menos de un minuto, y sin batirse, derribó al primer contendiente. Se dio media vuelta y se sonrió. Sabía lo que afectaba psicológicamente al siguiente contrincante una victoria tan fulminante, aunque ahora tendría que batirse en serio porque conocía la finta.

Retiraron el cuerpo y empujaron al otro, que no disimulaba su temor, al centro. No era igual un duelo a sangre fría que luchar enardecido en medio de una batalla. Esta vez, fue Laver el que arremetió para no darle ocasión de pedir clemencia. El ataque fue furioso y al filibustero sólo le daba tiempo para desviar las estocadas que le llovían por doquier. Comenzó a retroceder para hallar un descanso con la distancia, pero Laver no se lo permitió. Llegó un momento en que al infeliz le fue imposible parar los golpes, y Laver sintió cómo se deslizaba el acero junto al brazo hasta atravesarle el pecho limpiamente. Lo último que vio fueron unos ojos asustados, inexpresivos y, finalmente, vidriosos. Le embargó la satisfacción de quien ha cumplido con su obligación.

Laver extrajo la espada del cuerpo ya sin vida y éste se desplomó sobre el suelo. La marinería, después de un contenido silencio, irrumpió en vítores a su capitán. Laver buscó a Mariana entre los que lo rodeaban, pero no la vio. Era el primer momento que se permitía pensar en ella desde que divisó el peligro sobre el tejado. Si no hubiera sido así, podría haberle costado la vida. Ordenó silencio a los hombres.

—Esto no debe comentarse fuera de aquí. Tenemos siete cuerpos que ocultar antes de que amanezca. Si el resto de los piratas lo sospecharan siquiera, se nos echarían encima. Por esta razón no debía quedar ninguno con vida, no era solamente un deseo de venganza.

—Pero los demás sabrían de sus intenciones —objetó Bordeaux.

—Probablemente, pero si nos ven a todos vivos, y sin darnos por enterados del asalto, tendrán sus dudas de si llegaron hasta aquí, o si perdieron la vida por el camino a manos de otros o… —y una sonrisa ensanchó sus labios—, o si desertaron.

—¿Qué se te ha ocurrido? —preguntó Latour, que lo conocía bien.

—Enterrarlos. Si los cuerpos desaparecen, no hay delito —contestó Laver.

—Mejor echadlos al mar —apuntó François.

—No. El mar devuelve lo que no le pertenece en el momento menos apropiado —rebatió el capitán—. Es mejor enterrarlos. La cuestión es ¿dónde?

—Hay más problemas —corrigió Latour—. Somos muchos compartiendo una casa. He enviado a un par de hombres a investigar y hay un inquilino con dos criados en la casa de al lado. Al no estar libre, no me he atrevido a ocuparla sin vuestro consentimiento.

—Conozco al hombre —dijo una voz de mujer al fondo.

Los hombres se apartaron instintivamente y dejaron un pasillo para que pudiera avanzar. Antoine se adelantó con paso vivo, llegó ante ella y le dedicó una reverencia versallesca. Decidió no tutearla para no dejar evidencia de la intimidad a la que habían llegado.

—Lamento el incidente que nada tenía que ver con vos, y que nosotros hemos traído aparejado inconscientemente. También debo disculparme por haber asaltado vuestro refugio…

—Refugio que es vuestro también y está a vuestra disposición —le interrumpió Mariana con una sonrisa nerviosa—. Si queréis hablar con mi vecino, os acompañará Teresa para que os franqueen la puerta. Se encuentra en la cocina con el hombre al que han herido. Voy a preparar la quinina y os la envío.

Los hombres se apartaron al paso de Mariana y se descubrían y agachaban la cabeza en señal de respeto, pero Antoine se percató de que todos estaban pendientes de su persona, y estaba seguro de que habían llevado la cuenta del número de veces que había pestañeado tan hermosa mujer.

Monsieur Eugénie, coloque cuatro hombres en el tejado y disponga las guardias. Quiero otros dos en la puerta de entrada. Los relevos que hagan falta dormirán en el zaguán y en la habitación por la que han entrado. El resto que espere en el patio nuestro regreso.

Teresa se presentó ante Laver temblando como una hoja. Un marinero le trajo la casaca y el sombrero y, una vez vestido, hizo una seña a Latour para que se le reuniera y salieron a la calle, donde se detuvo.

—Por favor, Philipe, dile a la chica que deje de temblar e indaga sobre el hombre al que vamos a visitar.

—El capitán te ruega que no tengas miedo, y que nos cuentes algo sobre vuestro vecino.

—¿Me ruega? —ironizó Teresa—. Tan pronto me quiere despellejar viva, como es amable.

—Escucha. En mi país a la gente como tú, ni la miramos; es más, si molesta, la matamos —explicó Latour con crueldad.

—El caballero es anciano y responde al nombre de Julián de la Nava. Os prevengo de que es un cobarde, un mentiroso y un traidor. Con una sonrisa encantadora y buenos modales se escuda en la edad para hacer el mal.

Latour le tradujo a Laver.

—Está claro que lo odia, pero no llevan tanto tiempo en Cartagena. ¿Qué problema habrán tenido con él? —A un gesto de Latour, Laver lo detuvo—. No, no le preguntes nada. Más adelante quiero mantener una charla con ella, pero ahora no hay tiempo. Quiero solventar el alojamiento de la tripulación lo antes posible.

Se encaminaron a la puerta y llamaron con la aldaba. Laver colocó a Teresa delante de ellos para que la reconocieran. Al cabo de unos minutos, Latour repitió la llamada, que resonó por toda la calle.

—Se va a enterar toda la población antes que ellos —comentó Latour.

—Seguramente tendrán miedo —razonó Laver—. Debemos idear otra forma de entrar. —En ese momento se abrió la mirilla enrejada.

—¿Qué queréis? —preguntó un viejo de malos modos, aunque visiblemente atemorizado.

—Estos señores quieren hablar con tu amo. Vienen solos y sin intención de causar daño.

Sin contestar, cerró la mirilla. Al cabo de un rato de tediosa espera, oyeron descorrer los cerrojos, y el viejo les franqueó la entrada y los acompañó hasta un salón. Mientras Latour hablaba en español con el dueño, Laver inspeccionó rápidamente el mobiliario, que era el imprescindible, y la decoración, que era bastante pobre. Allí no había mucho botín. La casa era más pequeña que la de Mariana, pero disponía de patio y de zaguán donde acomodar a la tripulación. Volvió su atención a la conversación que mantenía Latour y captó la timidez que mostraba el amable anciano ante Teresa, que lo miraba ¿furibunda? Latour lo sacó de sus cavilaciones.

—Se aviene a alojar a nuestra tropa si la señora de al lado lo avala —le tradujo Latour.

Teresa expuso brevemente su apoyo. El viejo aceptó. Latour dio las gracias efusivamente, como si fuera un favor especial y ellos no hubieran ocupado la ciudad. Laver, con una inclinación de cabeza, saludó y salió seguido de los otros dos.

—Ha habido suerte —comentó Latour.

—Sí. ¿Te has fijado qué dos casas tan diferentes?

—¿A qué te refieres?

—Las dos están juntas, pero una contiene un tesoro y la otra es pobre como las ratas.

—A lo mejor durante el asedio lo han escondido todo.

—Quizás. Ocúpate del alojamiento de los hombres y de que dispongan guardias en esa casa también.

—¿Esperas un nuevo ataque de los filibusteros?

—No creo, porque el que quería mi piel está muerto. Pero, si descubren la matanza… Mejor estar prevenidos.

Entraron en la casa y Latour se dirigió al patio para cumplir las órdenes, mientras, Laver se encaminó a la cocina para interesarse por el herido. Se encontraba todavía tendido sobre la larga mesa, iluminado por las velas, pues la noche ya había caído. Simón, el velero, estaba a su lado atento a lo que hacía Mariana pero, en cuanto lo vio, fue a su lado para informarle.

—He cosido la larga herida lo mejor que he podido, capitán, pero no creo que recupere toda la movilidad. Había tendones afectados. La señora nos ha obligado a lavarlo y ahora está bañando la herida con una infusión. Hemos obedecido todas las indicaciones aunque nos hayan parecido extrañas. Lleva un rato inconsciente.

Mariana empapaba la herida de Pierre con infusión. Los cocineros atendían en la chimenea los asados. Laver encontró todo en orden y se relajó. Se apoyó en la jamba de la puerta y contempló con placer a Mariana. Hasta ese momento no se lo había podido permitir. El vestido era sencillo y caro a la vez. No era tan profuso en adornos como los franceses pero reconocía los encajes flamencos y el ruido de la seda. Había pasado el suficiente tiempo con ella como para darse cuenta de que había cuidado su aspecto más de lo habitual, aunque seguía sin llevar ninguna joya, cuando él era consciente de que las había en aquella casa. Ni siquiera lucía su crucifijo. Eso le recordó que tenía que pedírselo a Latour.

Aguardó a que Mariana terminara y diese instrucciones sobre cómo cuidar al enfermo. Entre varios compañeros lo trasladaron a un camastro que habían improvisado en un rincón de la cocina. Pacientemente, escuchó las explicaciones u órdenes que daba a Teresa, quien vigilaba hosca a los cocineros, en español. Hecho esto, se dirigió a la puerta donde él aguardaba y Antoine le ofreció su brazo para adentrarse en el funesto patio.

—¿Habéis decidido qué vais a hacer con los muertos? —preguntó Mariana de sopetón.

—Lamento la macabra visión, pero no se me ocurre cómo sacarlos sin llamar la atención para enterrarlos.

—No hace falta que los saquéis. Enterradlos en el patio.

Antoine se paró en seco y la miró con los ojos dilatados por tan peregrina y desagradable idea. En ese instante irrumpió Latour, que llegaba de la otra casa, y se aproximó a ellos.

—No ha habido incidentes. Desde esta cocina les pasarán la cena por la noche. Mañana se apañarán ellos solos. ¿Ha ocurrido algo nuevo? Parece que hubieras visto un fantasma —comentó alegre, pues todo se había solucionado satisfactoriamente.

—No estoy seguro. Mariana acaba de proponerme enterrarlos en el patio.

—¡Vaya! ¡Qué gran idea! Podremos cavar sin levantar sospechas y sin arriesgarnos para sacarlos de la ciudad.

—¡Philipe! ¡Ella vive aquí! —se alarmó Antoine ante la poca delicadeza de su amigo.

—No la ocuparé durante mucho más, no es mi casa y me da igual lo que hagáis en ella. Si os viene bien, enterradlos aquí.

—Pero la persona que os la ha confiado, así como sus riquezas, no verá con buenos ojos un cementerio en el patio.

—No me ha confiado nada y nada le debo —contestó inexpresiva y distante—. Mientras os decidís, ayudaré a Teresa con la mesa.

Se alejó y los dejó solos con el asombro grabado en las caras.

—¡Vive Dios, Antoine! Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida, pero también la más extraña.

—Extraña, no. Enigmática. He de admitir que es la mejor solución a nuestro problema, así que procedamos. Después de cenar y antes del amanecer, que caven por turnos una fosa de dos metros de profundidad como mínimo en aquella esquina, si el terreno lo permite. Al menos, habrá que hacerlo bien.

—De acuerdo. Daré las órdenes. Es una casa bien bonita —comentó su amigo— y, por lo que he podido atisbar, alberga un buen botín. Los hombres también lo han apreciado.

—No quiero que se toque nada. Al margen de esto, deseo mantener una conversación con la criada sin que Mariana esté presente. ¿Alguna idea para separarlas?

—¿La casa de al lado? Se la puede requerir con algún pretexto.

—Perfecto. Nosotros estaremos ocupados con la recaudación del dinero. Encárgaselo a Eugénie, al ser más viejo, confiará en él. Que la retenga hasta que lleguemos nosotros al caer la tarde. Iremos allí directamente, así Mariana no sospechará nada.

—Deduje que había más confianza entre vosotros. Cuando la encontré, sólo preguntaba por ti, y me pareció sinceramente preocupada. En cuanto entraste en el patio, le cambió el semblante, tal era la alegría de verte.

Philipe notó que a su amigo le habían complacido sus palabras, y se alegró, porque últimamente le invadía a menudo la melancolía característica del enamorado, aunque rezaba para que fuese pasajera. No le agradaba verlo sufrir. La dama era un sueño, pero un imposible en las circunstancias en que se encontraban.

Teresa los avisó de que la cena estaba servida y pasaron al salón. Mariana los aguardaba junto a la mesa. Antoine la ayudó a sentarse y después lo hicieron ellos. A falta de servicio, cada uno se sirvió a sí mismo. Mariana centró la conversación en Philipe que le describió cómo era el château de la familia; que su madre era española, del alto Aragón, de ahí su familiaridad con el idioma; le habló de su mujer, Claire, y de que ya sería padre; de por qué se enroló en la marina y de cómo conoció a Antoine. En ese punto su interés se avivó y Philipe lo intuyó en el brillo de la mirada, así que siguió por ese derrotero, y le contó anécdotas de ellos dos en el Mediterráneo. Entretanto, Antoine la observaba en silencio. Disfrutó contemplándola cuando escuchaba tan entretenida y divertida con la labia de Latour, quien no acusaba que estaba siendo el centro de un severo estudio por parte de ella. Entrada la noche, abandonaron el salón. En el patio, ya habían empezado a cavar el siniestro hoyo varios hombres, iluminados por fanales. Ascendieron las escaleras y Mariana les indicó la habitación con baño.

—De ninguna manera. Éste es vuestro retiro. Nosotros ocuparemos las siguientes —rechazó Antoine.

—Se trata de una solución práctica, no sólo de comodidad —explicó Mariana—. Vosotros os levantaréis antes y querréis bañaros. Yo me levantaré más tarde y dispondré del baño durante todo el día.

—¿En España se bañan con tanta frecuencia? —indagó amoscado Philipe.

—No sabría deciros. No me relacionaba mucho, pero en mi familia, sí. Nos lo inculcó mi tío. En Andalucía hay muchos baños árabes que siguen utilizándose y tenía unos amigos genoveses que también guardaban la higiene. ¿En Francia no os laváis?

—Sinceramente, no —admitió Philipe—. Es peligroso: los resfriados, la pulmonía. Es un clima muy frío. —Se disculpó.

—¿Y qué hacen con el olor y las liendres?

—Nos perfumamos —contestó alegremente.

—Nosotros también nos perfumamos, pero no se huele igual sin baño —argumentó convencida Mariana—, y el perfume no libra de los parásitos.

—Se hace tarde —interrumpió Antoine nervioso—. Será mejor que nos retiremos.

Antoine y Philipe compartieron la habitación. Estaban habituados a espacios mucho más reducidos y aquello les pareció un salón de baile. Decidieron que Mariana compartiera la suya con Teresa porque se negaron a que la criada se quedara sola en la cocina con los marineros pululando por toda la casa.

Cerca de la madrugada, Antoine fue despertado por el timonel, Bordeaux.

—¿Qué ocurre? Aún no ha amanecido.

—No lo sabemos exactamente, mi capitán, por eso queremos que bajéis a verlo.

Al moverse para salir de la cama, despertó a Philipe.

—¿Es ya la hora?

—No, pero algo sucede. ¿Bajas o te lo cuento luego?

—Voy.

Se pusieron los calzones y semidesnudos salieron al pasillo. Un grito ahogado que provenía de la habitación de las mujeres, incitó el movimiento de Latour y de Bordeaux hacia allí, pero Laver les cortó el paso.

—Es una pesadilla. La criada se ocupará de ella. Bajemos —dijo. Y sin esperar la reacción de sus compañeros, inició el descenso.

Lo siguieron sin agregar ningún comentario hasta la fosa prácticamente acabada; la parte que estaban ensanchando para que cupieran los siete cadáveres atraía la atención de los inexpertos enterradores.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Laver.

—Pues que nuestros muertos no estarán solos, mi capitán, ya tienen compañía, y femenina —contestó Sébastien.

—¿Quién más ha muerto? —indagó escamado Latour.

—Tendríamos que preguntárselo al dueño de la casa, señor —apuntó de nuevo Sébastien. Ante la expresión de incomprensión de los oficiales, explicó—: Por lo menos hay dos mujeres más ya enterradas.

—Pero, ¡¿qué decís?! —exclamó Laver atónito.

—Bajad a verlo, capitán. Bordeaux, acercad los fanales.

Laver saltó los dos metros de altura de la fosa, y el olor a tierra húmeda y podredumbre lo envolvió. Aproximaron los fanales y Sébastien señaló la pared en la que sobresalían unos huesos y colgaban unos retazos de telas.

—Mirad, capitán, son dos, una encima de la otra. Los vestidos son de diferente color.

—¡Mon Dieu! ¿Cómo puede ser esto? —No pudo evitar un estremecimiento de horror, pero se sobrepuso, los hombres estaban pendientes de él—. No habléis con los demás de esto. No es asunto nuestro. Enterrad a los piratas y asunto concluido —dictaminó.

Latour le tendió una mano para ayudarlo a salir del macabro agujero. Camino de la habitación, comentó a su amigo.

—Por la memoria de mi madre que no pasa de mañana que hable con la criada —juró, enfadado por el giro de los acontecimientos.

—Pero si han llegado hace poco, no sabrá nada. Esos cuerpos llevan ahí bastante más —objetó Latour.

—¡Por los clavos de Cristo! —Se revolvió furioso Antoine—. ¡Algo tendrán que saber del dueño de la casa donde viven! ¿No crees? Además de otras cuestiones que me están matando.

A la mañana siguiente, cuando un marinero subió los cubos para el baño, Laver ordenó que preparase el desayuno en el salón para cuatro, y que avisara al contramaestre y al timonel. Cuando bajaron, los dos hombres estaban aguardándolos.

—Sentaos y desayunad. A partir de ahora y siempre que sea posible, desayunaremos juntos. Quiero que me contéis todas las incidencias del día, por nimias que os parezcan: cotilleos, sucesos o anécdotas que veáis o escuchéis en la ciudad. ¿Queda claro?

Los tres asintieron y procedieron a sentarse en cuanto el capitán lo hizo y dieron comienzo al petit déjeuner.

—Eugénie, durante nuestra ausencia sois el oficial al mando en las dos casas. Os recuerdo el encargo que os hice para el final del día.

—Sí, señor.

—Bordeaux, como los hombres de esta casa están faltos de sueño por los trabajos nocturnos, quiero seis hombres de la casa de al lado para que nos acompañen al señor Latour y a mí.

—¿No será un signo de debilidad para los filibusteros? o ¿una pista de que sabemos lo de los siete hombres? —planteó Latour.

—No. Es una medida prudente en una ciudad recientemente ocupada. Siempre hay algún exaltado que no está de acuerdo. La consigna para los hombres es que desconocemos el paradero de esos piratas, ni siquiera los hemos visto, aunque lo pregunte el propio de Pointis.

—¿Y las mujeres? —preguntó Eugénie.

—¿En cuanto a qué? Ellas no hablarán, os lo aseguro. Ésta es su casa y pueden moverse libremente por ella. Procurad no molestarlas.

—¿Y si desean salir?

—Dudo mucho que la señora salga. En todo caso, la criada. Si así fuera, que la acompañen cuatro hombres. Si no hay más preguntas… Bordeaux, esos seis hombres.

—Sí, señor. —Y salió a buscarlos.

Laver y Latour se presentaron en la Contaduría con el resto de los oficiales. De Pointis no dejaba de impartir órdenes. Había establecido los relevos de la Puerta del Reloj, que los dejó de la mano del capitán Levy y del capitán Mattiac. Los capitanes Duboisson, Gombaud y Laver se encargarían del cobro del dinero y del metal y joyas preciosas estipuladas en las condiciones de capitulación. Para ello, habían dispuesto unas mesas en la plaza frente a la Contaduría. En el Arrabal de Getsemaní se estableció el mercado para poder controlar mejor a la población cartagenera a través de la puerta. Con ayuda de los bucaneros que hablaban español, de Pointis hizo pregonar por toda la ciudad que se devolvería el diez por ciento a quienes entregaran los valores voluntariamente.

Los dos amigos se centraron el resto del día en la pesada y tediosa labor de certificar las identidades de los ciudadanos. Latour, gracias a su dominio del idioma, era el que trataba con ellos, y Laver se limitó a la labor de amanuense. Duboisson llevaba la contabilidad de las cantidades entregadas y Gombaud, capitán del Apollon, se ocupaba de la custodia y traslado de los arcones.

A la hora de las vísperas, ya se encontraban de regreso. El paseo por las calles cartageneras fue agradable. Los vecinos formaban corrillos para cambiar impresiones y guardaban silencio a su paso, aun así, a Laver y a Latour les gustaron los balcones con las desbordantes plantas, la animación y la mezcla de razas. El contramaestre los esperaba en la puerta de la casa vecina y se aproximó en cuanto los vio aparecer, junto con los seis marineros que los acompañaban.

—La chica aguarda en una sala. Está inquieta por lo inesperado de la situación —informó Eugénie.

—Está bien. Podéis regresar, nos ocuparemos nosotros —dijo Laver.

Entraron los dos amigos en una sala escasamente amueblada y cerraron la puerta. Laver no se anduvo con rodeos.

—Para empezar, explícale lo que quiero y que, si no obtengo respuestas satisfactorias, no la salvará ni su ama.

Latour le tradujo fielmente la amenaza y la joven, lejos de tranquilizarse, ante el asombro de Laver, se revolvió como una víbora furiosa y lanzó una larga parrafada.

—Resumiré —anunció Latour con una sonrisa—. La amenaza estaba demás, ella tiene más interés que tú en hablar.

Laver la miró sorprendido.

—Pero, ¿le has explicado que es sobre su ama?

—¿Por quién me tomas? —respondió Latour falsamente ofendido.

—Adelante, pues. Que me hable de Mariana, desde que la conoció en Sevilla.

Teresa no ocultó nada. Les contó cómo mendigaba en Sevilla y cómo conoció al conde de Olvera; les describió las debilidades y bajezas de un tipo despreciable y cómo había ofrecido a su hija como prenda en pago de una deuda, hija que no había criado ni conocía; les confesó cómo entrevió ella la ocasión de salir de aquella miseria y cómo Mariana, a pesar de darse cuenta del engaño, no la delató, sino que se apiadó de ella y la aceptó como doncella durante el viaje y le enseñó su trabajo y a leer y a escribir; les explicó cómo aquel padre había roto las esperanzas de un buen matrimonio con un guapo genovés de mucho dinero, con una casa mayor y mejor que la de ella, y cómo vio llorar de rabia e impotencia al genovés con el que había compartido estudios y juegos; les habló de las hermanas, Inés y Carmen, y del tío. No entendía cómo dos personas, el padre y el tío, tan iguales físicamente, fueran tan diferentes psíquicamente. El tío, don Pedro Tamares, afectuoso y familiar, se había ocupado del futuro de las sobrinas, pero no consiguió impedir el viaje y la boda de Mariana con un desconocido, porque la ley asiste al padre legítimo. Les relató el viaje, las inquietudes de Mariana y las esperanzas que les habían embargado. Llegaron a Cartagena, en donde fueron aparentemente bien recibidas. —Aquí, la voz y la actitud de Teresa comenzó a cambiar. Había ira contenida e ironía, y así se lo hizo notar Latour a Laver—. La ciudad les pareció un paraíso y la casa les trajo la esperanza. —De pronto se puso de pie y elevó la voz—. Pero la culpa era de ella, y sólo de ella. No debía haber bajado las defensas. Ella conocía ese mundo, pero todo era nuevo, bonito, la gente amable, y no prestó atención. —Según hablaba, empezaron a saltársele las lágrimas.

Laver y Latour se quedaron cohibidos ante semejante arranque. Con un gesto, Philipe le pidió paciencia a su amigo, así que esperaron ansiosos a que prosiguiera. Se limpió la cara con la manga, se armó de valor y recobró la voz.

—La gente mostraba sorpresa cuando la conocían, pero ella lo achacó a la belleza de su ama y no al incongruente enlace. Lo peor fue la traición de don Julián.

—¡Por Dios! No lo soporto más —saltó Laver—. ¿Quién es él? Que nos hable del tal Miguel Fernández.

Teresa se sobrecogió hasta que Latour le tradujo. Después continuó.

—Es un hombre de muy baja procedencia que ha ganado una fortuna con el contrabando, la piratería, los lupanares, incluyendo el tráfico de mujeres y niños, el chantaje y la extorsión; porque su posición de proxeneta le permitió conocer las debilidades inconfesables de la gente prominente, de los que se valió para continuar con los negocios ilícitos. Desde que desembarcaron en Cartagena, creyeron que eran libres, pero eran vigiladas por otro proxeneta que tiene el garito en las afueras, un hombre al que le faltan dos dedos en una mano y responde al nombre de León. Una tarde, cuando volvieron a casa, encontraron sentados en el patio a don Miguel y a don Julián. Aunque de maneras torpes y poco elegantes, don Miguel se comportó como un caballero. Pasó unos días cortejándola para conocerse mejor antes de la boda; sin embargo, la situación no mejoró para su ama, quien se sentía más desgraciada, aunque eso lo callaba, pero ella la conocía lo suficiente para colegirlo. Un día realizaron una excursión al cerro en el que se situaba la ermita de Nuestra Señora de la Candelaria y allí, ella misma, descubrió la falacia del individuo y de que toda Cartagena estaba enterada de la situación de su ama, incluso le habían ofrecido al tal León mucho dinero para pasar una noche con ella, en la cuenta de que don Miguel se cansaría pronto de su matrimonio. Ellas sopesaron sus posibilidades y decidieron escribir al primer oficial del galeón San Andrés para que enviara a por ellas y las llevara de vuelta a la península; pero don Miguel, alertado por una sirvienta traidora, había interceptado la carta y descubrió que ellas estaban al tanto de sus actividades. Había pasado toda la vida evitando caer en las manos de tipos como aquellos, pero no creyó que la señora corriera peligro, puesto que se iba a casar. Don Miguel y don Julián trataron de convencerla para que aceptara la boda, pero ella se negó. Don Miguel despidió a don Julián y la metió en el salón.

Latour miró a su amigo que tenía la vista clavada en la criada y no respiraba.

—La oí gritar —prosiguió Teresa y las lágrimas volvieron a brotar al tiempo que movía su delgado cuerpo de atrás hacia adelante, meciéndose, como si aquello aliviara su dolor, pero no se detuvo—. Corrí al patio, pero no me atreví a entrar. De pronto la puerta se abrió y yo me escondí detrás de una columna y lo vi pasar risueño, aunque un labio le sangraba. No la violó, pero la maltrató. Fue horrible verla en el suelo, ensangrentada, con la mirada ida, propia de una loca.

Esta vez Philipe no necesitó mirar a su amigo. Su propia sangre hervía.

—Tenía partido un labio, el vestido rasgado y le había mordido salvajemente un pecho. Tuvo la cara amoratada varios días y varios hematomas por el cuerpo, pues le introdujo la mano para comprobar si era virgen.

Teresa se detuvo y Antoine advirtió cómo sus ojos se llenaban de espanto y Philipe, que siguió la mirada de la muchacha, convergió en él: de pie, lívido, con la mandíbula apretada, los ojos llenos de loca furia y con los nudillos de la mano, cerrada en torno al puño de la espada, blancos.

—Antoine —le habló Philipe quedamente—, eso ya pasó. Respira hondo. Antoine, ¿me oyes? ¡Mírame!

Poco a poco, Laver fue reaccionando, giró la cabeza hacia su amigo lentamente y pareció recobrar el pulso y el color.

—Pregúntale dónde puedo encontrar a ese cobarde.

—Estoy seguro de que no se encuentra a nuestro alcance. Ellas no estarían tan tranquilas —razonó Latour—. Lo dejamos o proseguimos.

Laver giró en redondo, masajeándose las sienes y, con grandes zancadas, recorrió un par de veces el largo de la sala. Luego se detuvo.

—Que prosiga —ordenó con voz ronca.

—A la mañana siguiente era la boda, pero por la noche elaboramos un plan. Ella, personalmente, había decidido acuchillarlo sin importarle las consecuencias. Haría cualquier cosa por su ama, pero su señora fue más inteligente y la envió a comprar curare.

Latour no esperó la pregunta de Laver y él directamente la formuló:

—Es un veneno que elaboran los indios y, al menor rasguño, coagula la sangre de la víctima y muere en cuestión de segundos. Así que untamos una punta de flecha, de las que había en la casa, para presentarlo como un mortal accidente. Pero sucedería después de la boda. Su ama quería cumplir con la palabra de su padre a rajatabla. Ella, por supuesto, intentó disuadirla.

—Entonces ¿está muerto? —inquirió esperanzado Antoine.

—No. Un barco, que esperaba con cargamento, había llegado a Portobelo y salió corriendo. No hubo boda, por fortuna.

Un fuerte suspiro de Antoine llamó la atención de los interlocutores.

—La señora desde entonces no sale a la calle. Al principio estaba como ida. Todo su mundo de algodón se vino abajo. Yo no hice sino pincharla y animarla, quería que gritara, que llorara, que no se lo quedara dentro. Finalmente, conseguí convencerla para salir a pasear por los baluartes y por la costa norte, que eran muy poco frecuentados. Así fue como lo encontramos, señor, vimos zozobrar el bote y después lo descubrimos atrapado entre las rocas.

—Te doy las gracias por rescatarme.

—Ya me las habéis dado al tratar tan gentilmente a mi señora, y al devolverle la fe y la confianza en el hombre. Ese día me hicisteis la mujer más feliz, cubristeis ampliamente mis expectativas.

—¿De qué habla? Me he perdido —preguntó desconcertado Latour.

Antoine recordó las palabras de Mariana cuando quiso azotar a la criada, “pues perderías a tu mayor defensora en esta casa”. Luego suspiró ante el recuerdo de aquella maravillosa noche y, sin darse cuenta, se sonrojó.

—Está bien, no me lo cuentes —dijo Philipe, al notar por donde discurría la conversación.

—Pregúntale qué van a hacer ahora. ¿Por qué no vuelven a España?

—¿Estás de broma?

Antoine, sorprendido, se volvió hacia su amigo.

—¿Y qué quieres que haga?

—¿Tú la quieres?

—¡Vaya pregunta! Estoy loco por ella —respondió iracundo.

—Pues llévatela.

—¡Por Dios, Philipe! ¿Tienes algo debajo del pelo? Esto es un asalto, si la embarco, será botín de guerra.

—La tripulación te es fiel, nadie la tocará.

—¿Y el rey? ¿Y si piden rescate? Botín de guerra, Philipe, discurre. Su padre es pobre como las ratas. ¿Y si el novio paga el rescate? Como ves, ya lo había pensado.

Teresa los veía discutir y, aunque no entendía nada, se hacía una idea del tema de la discusión. Decidió arriesgarse.

—Tenéis que sacarla de aquí antes de que él vuelva. Debéis llevárosla.

Se callaron los dos.

—¿Qué ha dicho?—preguntó Laver.

—Más o menos lo mismo que yo. No puedes dejarla aquí.

Laver, de pronto, recordó algo.

—¿Por qué odia tanto al viejo de esta casa?

Latour le preguntó.

—Porque se hizo muy amigo de ellas. En realidad fue encantador, pero las traicionó al no ponerlas en guardia sobre la clase de individuo que era el tal don Miguel. Don Julián mostró interés en el enlace porque el plan de don Miguel es residir en la península para conseguir ennoblecerse y el anciano se quedaría con los negocios de éste. Aunque, el día de la ermita, Miguel sugirió a León que lo matase si lo molestaba. Al día siguiente de la tragedia, el viejo intentó entrar en la casa, pero ella no sólo se negó, sino que le escupió en la cara y lo maldijo. Pero cree que no lo ha hecho bien, porque el hombre sigue incólume.

—Todavía —añadió enigmáticamente Laver—. Pregúntale por las pesadillas.

—Las sufre desde aquel día. Ella cree que es porque no habla sobre ello y se lo guarda. La socorre en lo que puede y en lo que se deja.

Antoine la miró con ojos más amables. Era una ratera de calle, pero una cría todavía. Había adquirido la sabiduría del hambre, pero no había perdido el alma. Diferenciaba entre el bien y el mal y era agradecida a quien la trataba como persona. Adoraba a Mariana, como había dejado patente a lo largo de su declaración. Casi lamentaba haberse forjado tan mal concepto de su huesuda persona.

—Hay algo que no me cuadra —reflexionó Laver en voz alta—. ¿Recuerdas lo que dijo Mariana ayer cuando nos propuso enterrar a los piratas en el patio?

—Sí, que no era su casa, que no le importaba —respondió Latour.

—Y que no iba a vivir mucho más ahí —completó Antoine—. Vamos a ver, Philipe. ¿A ti te cuadra que una persona que acoge a una mendiga porque le da pena devolverla a la calle, y que salva a un enemigo en pleno asalto, luego asesine a alguien? Es una persona inteligente, ponte en su lugar. ¿Qué posibilidades tiene de matar al tal Miguel? Es un hombre cruel, se dedica a la trata de mujeres y niños, seguramente estará habituado a que intenten escaparse o matarle. Eso no puede ser nuevo para él. De hecho, en ese patio hemos encontrado mujeres enterradas. ¿Cuántas más habrá?

—Ella, ignora ese dato —matizó Philipe—. De todas maneras, ¿en qué estás pensando? ¿Suicidio? Entonces, ¿por qué no lo ha hecho ya?

—El razonamiento de las mujeres se me escapa, pero sospecho que es por la tontería de la boda, por cumplir el compromiso.

—Eso es ridículo.

—Ya veremos. Pregúntale si existe otra posibilidad de escape.

—Sí. Conocieron un agricultor de Maracaibo, un tal Pablo que ha mostrado interés por la criada, porque sabe leer y escribir. Aquí las mujeres escasean, y más si son instruidas. No se engaña en cuanto a sus posibilidades físicas, la pequeña mendiga —le comentó sonriendo Philipe—. Dispone de un pequeño barco de alquiler y quedó en regresar, pero sólo por la criada. Esto sucedió antes del asalto y, ahora, no creen que vuelva.

—Una vaga esperanza; sin embargo, ella habló como algo cierto. ¿Quién guarda el veneno que compraron?

Teresa se levantó alterada, hablando con rapidez.

—¡Cielo Santo! Lo tiene Mariana —exclamó Philipe—. Quiere que le expliquemos qué es lo que ocurre y por qué hemos preguntado eso.

—Explícale mis deducciones, ordénale que vuelva a la casa, que no mencione a su ama esta entrevista y que busque discretamente el veneno.

A medida que Latour hablaba, Antoine vio cómo cambiaba la expresión de la criada y se transformaba en una máscara horrorizada, con los ojos a punto de salírsele de sus órbitas. La chiquilla, con nuevas lágrimas, lamentaba su falta de intuición. Al cabo de un rato, Latour consiguió serenarla.

—Dile —añadió Laver— que, si descubre algo o recuerda algún detalle que necesitemos conocer, te lo haga saber. ¡Ah! No le cuentes nuestro macabro hallazgo en el patio. No quiero otra mujer con pesadillas nocturnas.

Latour habló con ella y se mostró conforme con las instrucciones que le daban. La acompañó hasta la puerta y ordenó a un marinero que la condujera a la otra casa. Cuando volvió a entrar, halló a Laver apoyado en el quicio de la ventana.

—Tráeme al viejo —demandó con voz seca.

Don Julián de la Nava llegó escoltado por dos hombres y se mostraba desconfiado por el trato. Uno de los hombres se disculpó a Latour.

—No le hemos hecho daño, señor, pero no nos entendía y lo hemos traído un poco forzado.

—Está bien. Podéis retiraros. —Notó a Laver a su lado—. ¡Menudo pájaro! ¿Cuál será su pecado para no atreverse a oponerse a su vecino? —comentó Latour.

—Eso es una de las cosas que tendrás que averiguar. Lleva tú la conversación, ya sabes lo que quiero.

—Mi capitán, Monsieur Laver, y yo queremos haceros unas preguntas sobre vuestro vecino el señor Miguel Fernández.

Latour se dirigió al anciano con cortesía, necesitaba ganarse su confianza y, si no conseguía así lo que deseaba, siempre había tiempo para otras maneras.

—Sin duda, sois vos el hombre al que recogieron y mantuvieron escondido las mujeres de al lado.

Latour no pudo evitar el manifestar su sorpresa. No había sido una pregunta, sino una afirmación. Se lo tradujo inmediatamente a Laver, que lo miró con ojos acerados y en guardia.

—¿Cuál es vuestra pretensión con esa afirmación? —inquirió Latour.

—Me importa lo que le ocurra a esa mujer —contestó don Julián—. Me he percatado de mi error ahora mismo. Era su capitán. Creí que erais vos por el idioma, pero claro, me había olvidado de que ella habla francés. No supe que se hallaba en la casa hasta que lo vi salir con la criada. ¿Cómo llegó allí?

—Si tanto os importa la mujer, ¿por qué no la ayudasteis cuando más lo necesitó? —replicó con ironía y desprecio Latour, haciendo caso omiso de la pregunta.

Don Julián bajó la mirada y se pasó las manos por la cara con desesperación.

—¿Veis esta casa? Antes estaba ricamente amueblada. Yo era joyero, y eso deja mucho dinero, pero aquí la vida es dura por la soledad, los días son iguales. La relación con las personas es cerrada, todos nos conocemos y el tedio nos invade. Sólo una vez al año se vive, cuando llega la flota de la península, el resto del tiempo vegetamos. Yo caí en un vicio inconfesable, me gustan los niños, y Miguel me atrapó en sus redes. No tengo familia, así que no me importó, pero me fui hundiendo cada vez más. Hasta que desembarcó ese ángel de mujer. Me encandiló como nadie lo había hecho nunca. Esa alegría. Rezumaba vida por todos los poros. Su amena e inteligente conversación. Me pasaba horas escuchándola y no me cansaba. Sentí celos del primer oficial del barco en el que llegó, porque se derretía de amor culpable. Le enseñé Cartagena, las costumbres, que acogía como si fueran propias, sin cuestionarlas. Era inocente y confiada. No tuve valor, fui un cobarde pero, en ese momento, sí me importó lo que se dijera de mí. Don Miguel regresó y, desde entonces, el remordimiento no me deja reposar. No he vuelto por el garito de León, el sin dedos. Soy viejo y don Miguel es el mismo diablo. No sé las muertes que lleva a sus espaldas, y no hablo sólo de hombres, que Dios me perdone, destroza a las mujeres por placer. Cada vez que se corre una juerga en la casa de su compinche, hay algún cadáver. Es un malnacido.

—¿Y las autoridades? —preguntó Latour.

—Están tan involucradas como yo. Tiene a la ciudad cogida por los huevos, y lo digo en el estricto sentido de la palabra. Esa mujer no encontrará ayuda aquí, es más, algunos tienen la vaga esperanza de que don Miguel venda también sus encantos.

Latour calló de pronto sin terminar de traducir y miró a su amigo.

—¿Qué ocurre? ¿Tienen la vaga esperanza de qué? Termina —apremió Laver.

—De que la prostituya —contestó en voz baja.

La furia le invadió, pero sólo la manifestó en la mirada y en la fuerza con la que empuñaba de nuevo la espada que llevaba ceñida al costado. Después de la furia vino la calma, fría, inteligente y peligrosa. Latour temió por el viejo, pero él mismo estaba asqueado de lo que había oído y traducido y no se opondría. Sin embargo, Laver dio la media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Oyó la voz del anciano, pero no se detuvo ni se volvió a mirarlo.

—Vayámonos, Philipe, no aguanto más mentiras porque, evidentemente, creo a Teresa. Según él, tendríamos que perdonarle su debilidad y no ha reconocido su participación. Si espero un minuto, cometeré un crimen y no quiero rebajarme a tanto. —Y siguió su camino. Latour salió detrás de él sin contestar ni despedirse del cartagenero.

La ira de Antoine no era por un individuo como Miguel, de esos había muchos por el mundo. Su escándalo tampoco era por las costumbres viciosas, de las que estaban llenas todos los estamentos sociales. El dolor era por Mariana, porque era el epicentro de toda aquella escoria. Ahora comprendía la indefinible tristeza que la acompañaba, los silencios, los sueños plagados de pesadillas, la filosofía tan determinista “la vida da muchas vueltas”. Su vida había sufrido un giro de ciento ochenta grados. El viejo la describió cuando desembarcó, pero él no podía imaginarse a una Mariana alegre y despreocupada; sin embargo, era lo que deseaba para ella: una vida feliz, tranquila, amada. Estaba en sus manos proporcionarle esa vida, pero antes debía resolver cómo sacarla de allí.

Entraron en la casa, donde esquivaron al cansino burro que continuaba en el zaguán, y accedieron al patio que había sido gratamente transformado, de manera que no permitía adivinar la lúgubre actividad nocturna. Sobre el suelo se extendía la gran alfombra del comedor con la mesa de roble y las sillas encima. En los arcos de acceso, entre el pasillo y el patio, se alternaban las grandes macetas con exuberantes plantas multicolores y los fanales, que iluminaban como si fuera de día. La mesa estaba preparada para recibir a los comensales.

—Nosotros no hemos sido, capitán —explicó Eugénie a sus espaldas—. Ha sido la señora. Sólo hemos obedecido sus indicaciones, aunque hay que reconocer que es toda una idea para olvidar lo que se pisa.

—¡Claro que sí! —exclamó animadamente Latour—. Siempre y cuando no se mencione lo que hay debajo cada cinco minutos. —Latour vio dibujarse una sonrisa en el rostro de su amigo y se sintió satisfecho.

—Iré a avisar a la señora —dijo el contramaestre, más tranquilo.

—Ahora que estamos solos, Philipe, quiero que envíes dos hombres a indagar sobre ese individuo, León, y sobre el garito. Dos hombres de confianza, que observen cuándo es el momento de menor actividad y cómo se puede provocar un accidente sin dejar huella, sin levantar sospechas. Si el tal Miguel trapichea tanto, estoy seguro de que los filibusteros lo conocerán.

—Para eso, Clément es nuestro hombre. Ya lo organizo.

—Que no hagan nada todavía. Sólo que recojan información, luego evaluaremos las posibilidades.

—De acuerdo. ¿Habrá que interrogar al individuo?

—¿Para qué? ¿Te parece poco la basura que hemos desenterrado? ¿Ves este patio? Es de ensueño, el escenario de un día feliz que esconde en el subsuelo todo el horror de los hombres. Esta ciudad es igual. Mejor no mover nada. Mi curiosidad está hartamente satisfecha. Ahora hay que actuar. Ese hombre es el enlace de Miguel, vigila y controla la ciudad en su ausencia. Acabemos con él.

La conversación fue interrumpida por la llegada de las dos mujeres con las fuentes de la cena. Ambos amigos se aprestaron a ayudar a Mariana, mientras Philipe tomaba la bandeja de sus manos, Antoine la aguardaba junto a la silla para acomodarla.

—Confío en que no os disguste cenar al raso. Se me ocurrió la idea después del chaparrón. No me gusta estar dentro de la casa, me agobia. Prefiero la profundidad del cielo estrellado a un limitado techo.

—¿Sufrís de claustrofobia? —se interesó Latour.

—No, en absoluto, pero vos ¿qué preferís? —preguntó sonriente.

Su aspecto fresco, divertido y conversador, enseguida consiguió arrastrar a aquellos dos hombres, cansados y horrorizados de lo que habían oído, a un charla intrascendente.

—Indudablemente prefiero el romanticismo al que invita este patio. ¿Sabíais que todas las mujeres ganáis por la noche? —provocó Philipe.

—Dejadme adivinar. La media luz esconde parte de los defectos y la promesa de algo más anula las demás imperfecciones.

—Sois terrible. Me dedicaré a la cena.

La velada transcurrió tranquila y amena. Laver admiró el ánimo y la buena disposición de la joven. Se encontraba allí sola, en medio de una jauría de lobos que esperaban el momento para despedazarla, y les sonreía, abierta y sinceramente, como si no hubiera sucedido nada. Pero, ahora, él compartía el secreto de su miedo. Lo eludía durante el día, pero la noche lo conjuraba contra ella. Demasiados agravios y humillaciones para un frágil cuerpo, para ese delicado cuello que él deseaba acariciar. La voz de su amigo lo sacó de sus cavilaciones.

—Lo siento. Me he distraído.

—Lo mejor será que nos retiremos —propuso Mariana—. Estáis cansados, y yo aquí, parloteando como una tonta.

Se levantó y obligó con ello a los caballeros. Latour se excusó para dar unas órdenes a los hombres antes de retirarse. Así dejaba libre el campo a Laver. Era la primera vez, desde que había vuelto, que se hallaban solos. Se quedaron un rato callados, sin saber qué decirse.

—Te doy la enhorabuena por tu ascenso —rompió el hielo Mariana al tutearlo—. Me lo contaron tus hombres, aunque debe de ser agobiante tanta responsabilidad; estás frecuentemente distraído y hablas muy poco.

—Lamento haber sido grosero, pero te puedo asegurar que venía dispuesto a celebrarlo, cuando los filibusteros irrumpieron. Desde entonces, nada parece desarrollarse dentro de lo que se consideraría normal.

—Es una forma discreta de expresarlo, pero lo acepto como disculpa. —Le dedicó una sonrisa.

Antoine se aproximó y le tomó una mano que se llevó a los labios y a la mejilla.

—Te he echado terriblemente de menos, Mariana. Sé que no tengo ningún derecho para decirte esto, pero es lo que siento.

—Estoy muy contenta de que te encuentres aquí conmigo, aunque por breve tiempo.

—De momento, la idea del barón de Pointis es quedarse permanentemente, pero no es viable, tan sólo la idea de un loco visionario. Tu país no abandonará la ciudad y nosotros somos muy pocos en medio de este vasto imperio.

Las voces y los pasos de Teresa y Latour los obligaron a separarse. Antoine y Philipe se retiraron y dejaron a las mujeres recogiendo la mesa.

Durante los dos días siguientes se repitió la rutina en la plaza de la Contaduría. De Pointis se mostraba satisfecho con la recaudación. La flota de galeones hacía poco que había estado y se habían celebrado las ferias, así que se había reunido un buen botín. Había mandado un par de destacamentos con carros a las haciendas próximas para abastecer a la ciudad de alimentos, pues el mercado no se había restablecido por el temor de los labriegos.

Sin embargo, Godefray no parecía compartir la felicidad del general francés. Exigía que se investigara la desaparición de siete tripulantes de La Serpente. De Pointis y Levy defendieron la tesis de la deserción, pues no había cuerpos, pero Godefray no lo admitió obstinadamente, hasta tal punto que el general sospechó que sabía algo, y así se lo planteó. El filibustero negó cualquier conocimiento y cambió de tema. Consideraba que la recaudación estaba siendo muy blanda, que los ciudadanos no decían la verdad y evadían una gran suma. De Pointis contestó que la recaudación no había finalizado y había que tener paciencia. El ambiente con los piratas se iba caldeando poco a poco.

Al final del tercer día, Laver invitó a Duboisson a cenar con ellos en casa. Por el camino le explicó que se alojaban en la casa en la que había permanecido escondido, pero también le pidió discreción sobre la mujer que le iba a presentar.

—Cuánto misterio os traéis, Laver —comentó divertido Duboisson.

—Cuando la veáis, lo comprenderéis. No deseo que corra la voz.

—¿Y vuestros hombres?

—Son discretos y ya la adoran, prefieren no compartirla.

Mariana había sido advertida del invitado por uno de los marineros y los aguardaba con todo dispuesto. El marinero François serviría la cena junto con Teresa.

A Duboisson aquello le pareció el cuento de “Las Mil y una Noches”. La luminosidad del patio era propia del Palacio de Versalles y la dama lo dejó sin aliento. Tartamudeó su presentación y se mostró torpe al sentarse a la mesa, mientras que su cabeza giraba al ritmo que Mariana se movía, como si poseyera un imán. Laver y Latour no disimulaban la risa que les producía la confusión de su amigo. Acabaron de cenar y Mariana se retiró para dejarlos charlar un rato sin cohibirlos con su presencia.

—¡Por Dios! ¡Es divina! Ahora lo entiendo, Laver. ¡Qué suerte tenéis!

—Sí, pero no os emocionéis, capitán —lo detuvo Latour—. Nuestro amigo está enamorado y es correspondido.

—Ya había notado el cambio de estado de ánimo. Pero se escabulló con no sé qué respuesta filosófica sobre la vida y la muerte.

Laver sonrió al recordar la charla de la poza.

—Debéis perdonarme, pero nuestra amistad es reciente. Lamento no haberme confiado en aquel momento.

—No os preocupéis, es algo demasiado íntimo. Aun así, os felicito, la joven lo merece. Y ahora, volviendo a lo terrenal: se va a organizar una buena con los filibusteros.

—¿Y eso? —preguntó Latour.

—Por los siete malditos desertores. Han tenido la desfachatez de presentarse en mi casa para registrarla. ¿Y sabéis la razón que me dieron? —Duboisson sonrió al percibir el interés y la tensión que había suscitado—. Imagino que tendréis mucho que contarme, porque la razón fue mi relación con vos. Huelga decir que ni entraron ni contesté a esos majaderos.

A Laver le caía bien Duboisson por su llaneza y su franqueza. Era un militar sano, capaz, inteligente y, si lo respetabas, muy buen amigo.

—Esos siete hombres están aquí —informó Laver tranquilamente—. Uno de ellos fue el que me apuñaló. Al parecer, el hombre que maté en Saint-Domingue pertenecía a la tripulación de ese barco.

—¡Estáis loco! Como consigan escapar… Sería mejor deshacerse de ellos. ¿En qué estáis pensando?

—Pues pensamos más que vos, porque ya están muertos —respondió Laver.

—Encontrarán los cadáveres y se desatarán los infiernos. Es difícil deshacerse de ellos con toda la ciudad controlada, pero urge hacerlo con estos calores.

—Ya lo hemos solucionado y están a la sombra —dijo Latour.

—La sombra no basta.

—Ésta sí, porque es la que proporcionan dos metros de tierra.

—¿Los habéis enterrado? ¿Dónde?

—Debajo de vos —contestó Latour divertido.

Al principio los miró confuso, después miró la alfombra y el resto del patio, cuyo suelo estaba en perfectas condiciones y, finalmente, empezó a reírse como un loco coreado por Laver y Latour.

—¡Condenados mocosos! Es la mejor velada que he pasado en muchos días. Os ruego que me invitéis alguna vez más. ¡Santo Cielo! ¡Qué ingenio! Ni el mismo diablo. Con vosotros es imposible aburrirse.

Duboisson se retiró escoltado por diez marineros del Le Fort y los dos amigos se retiraron a la habitación. A las pocas horas, un grito despertó a Laver. Era Mariana. Latour dormía. Se levantó sigilosamente y se dirigió a la habitación de al lado.

Teresa calmaba a su señora acunándola y, cuando vio al francés, se detuvo. Éste, con un gesto, le señaló el diván. Sin embargo, Teresa creyó más prudente salir, pero el francés la cogió del hombro y la dirigió al diván, así que se hizo con una sábana y una almohada y se echó. El capitán se acostó junto a su ama y le habló en voz baja. Lo que dijo captó la atención de su señora, que se abrazó a él. Entonces, le oyó cantar. Había oído cantar en Sevilla, pero aquello era diferente, era otro ritmo y la voz más limpia y emotiva. Era perfecto, hasta ella se podría enamorar si no fuera por aquellas furibundas y asesinas miradas que le lanzaba. Fue lo último que recordó hasta que alguien entró, por la mañana, para despertar al francés. A través de los ojos entrecerrados distinguió al otro, el más joven y simpático, el que hablaba español. Sacudió al capitán y salieron como gatos, cerrando de nuevo la puerta.

—Si quieres, os dejo libre la habitación —ofreció Latour.

—No. Además, disponemos aquí del baño —rechazó Laver—. ¡Maldición! El deseo me quema las entrañas y no soy capaz de tocarla.

—Entendí que sí lo habías hecho —dijo Latour escamado.

—Sí, pero ahora no soy capaz —confesó Antoine.

—¿El enterarte de la situación ha cambiado algo?

—No, no es eso. ¿Qué será de ella si la dejo? No puedo meterme en su cama y luego decirle: ahí te quedas. ¡Dios mío! No es una ramera ni de trata de una aventura. Es una persona de carne y hueso que sufre.

—En resumen, es una persona que te importa. Te lo repito: estás enamorado. Tenemos que sacarla de aquí, con lo que sabemos no podemos dejarla.

—¿Desde cuando hablas en plural? Es problema mío.

—No, querido amigo, ahora es mío también ¿o crees que sería capaz de dejársela a los lobos? ¿Por quién me tomas?

—Gracias, Philipe.

—No me las des. No lo hago por ti; lo hago por la tranquilidad de mi conciencia, es decir, puro egoísmo.

—Creo que Duboisson tiene razón —dijo Laver, sonriendo a su amigo—. Estamos locos. Desde que embarcamos en Brest, no somos los mismos.

—¡Qué alivio! Es aburridísimo ser previsible —bromeó Latour.