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El domingo, Mariana y Teresa oyeron misa en la iglesia del convento de San Agustín. Allí se dio a conocer a los padres agustinos descalzos, quienes le dieron la bienvenida y le asignaron al padre Iñigo como confesor. Para conocerse mejor, con el pretexto de enseñarle el lugar, pasearon por el cuidado jardín que albergaba el convento en el interior.

—El convento se construyó en 1580 por orden de Fray Jerónimo Guevara —les ilustró el joven padre.

—Es impresionante el esfuerzo que se hizo —alabó Mariana—. El barroco ha cobrado una fuerza inusitada aquí.

—El siglo dieciséis fue un periodo de supervivencia y exploración, mientras que el nuestro ha sido un periodo de asentamiento definitivo. Prácticamente todas las iglesias y conventos datan de la misma época, al igual que las fortificaciones más robustas.

—¿Qué nos podéis decir sobre los indígenas? Hemos visto que la población es muy variada.

—Los que residen en la ciudad son sirvientes de las casas de los comerciantes, han sido cristianizados, aceptan nuestras costumbres y hablan nuestro idioma, lo mismo que aquellos que llegan de las haciendas para comerciar. Sin embargo, en la selva quedan miles en estado salvaje y pagano, ésos son peligrosos. A los negros procuramos cristianizarlos pero es más lento y laborioso por dos razones: la dificultad del idioma y la pasividad en la colaboración. Tienen costumbres e ideas muy arraigadas y son terriblemente supersticiosos. Guárdense de los cimarrones, negros huidos que viven en palenques, poblados vallados en medio de la selva. Según el cruce de razas, reciben diferentes nombres: mestizos, mulatos, coyotes, cuarterones… las mujeres blancas han escaseado en las primeras décadas, incluso ahora ya que, en cuanto pueden, prefieren volver a la península.

—Tengo mucho que aprender sobre la población y las costumbres de aquí —resumió Mariana—. He invitado a cenar a los oficiales del galeón en el que hemos viajado antes de que abandonen Cartagena, para agradecerles las atenciones que nos dispensaron durante la travesía. Me gustaría que conocieran la iglesia y que pudiéramos acceder al campanario para disfrutar de las vistas de la ciudad.

—Estaré encantado de mostrárselo. Efectivamente, las vistas son muy buenas y estamos orgullosos de nuestra torre de estilo florentino; es un referente en la ciudad donde la mitad de los edificios son religiosos.

Cuando abandonaron el convento, el implacable sol del mediodía cayó sobre sus cabezas, tocadas con los velos de respeto. Cruzaron la calle en busca del refugio de la sombra que proyectaban los edificios de enfrente. Un anciano, vestido con elegancia aunque austero en encajes y joyas, las abordó antes de que entrasen en la casa.

—Si me lo permitís, mi querida vecina, me gustaría darme a conocer y ofreceros mis servicios.

—¿Somos vecinos? En ese caso estaré encantada pues todavía no conozco a nadie en Cartagena.

—Julián de la Nava a vuestros pies, señora.

—Es un honor. Mariana Tamares, una servidora vuestra. ¿En qué parte de la calle residís?

—Mi casa es la adosada a la vuestra. He oído mucha actividad estos días, pero no había conseguido veros. No me atreví a presentarme sin más, aunque reconozco que me moría de ganas. Confío en que no os moleste mi franqueza, ya soy viejo para andarme con rodeos; para mí, la vida ha comenzado su cuenta atrás.

—En ese caso congeniaremos. Me agrada la gente directa. Dentro de unos días vendrán los oficiales del galeón San Andrés, con quienes hemos viajado. Los he invitado como deferencia a la amabilidad que han desplegado durante la travesía. Me sentiría muy honrada si vos y vuestra esposa os unieseis a nuestro grupo.

—Acudiré con agrado, aunque mi esposa falleció hace lustros y no volví a contraer nupcias. La vida en la colonia es dura para una mujer.

—¡Cuánto lo siento! —se condolió Mariana.

—Pero seamos prácticos —propuso don Julián, retomando el tema—. ¿Disponéis de ayuda en la casa además de vuestra doncella?

—No conocemos a nadie que pudiera orientarnos para contratar a alguien discreto y de confianza y, por otra parte, imagino que don Miguel tendrá servicio por lo que no me he decidido.

—¡Vaya por Dios! ¡Qué hombre más olvidadizo! —exclamó don Julián—. Vuestro futuro esposo viaja mucho y sus ausencias, a veces, son prolongadas por lo que no mantiene servicio fijo. Yo os ayudaré.

—Acabamos de conocernos y ya os debo un favor. Procuraré que no se convierta en costumbre —prometió Mariana.

—Si tanto os incomoda, me lo podéis devolver permitiéndome que os acompañe alguna tarde para mostraros la ciudad.

—Será un placer y os tomo la palabra —aceptó Mariana con una sonrisa.

Los días siguientes los dedicaron a explorar la ciudad acompañadas por don Julián, quien les hizo muy gratos los paseos con sus historias sobre los lugares que recorrían.

—Y esta es la endiablada iglesia de Santo Domingo —dijo don Julián.

—No me parece muy correcto el término de “endiablado” para una iglesia —se escandalizó Mariana mientras Teresa se santiguaba.

—Eso es porque no conocéis lo que se murmura de ella —explicó don Julián enigmático—. Cuentan que en vísperas de terminar la torre, el diablo en persona quiso derrumbarla. Así que saltó y la zarandeó fuertemente sin conseguir su vil propósito, aunque la dejó un poco torcida.

Mariana y Teresa observaron la triste iglesia.

—Yo diría que eran malos constructores. ¿Cómo pueden inventar algo así para justificar su incompetencia? —rebatió Mariana con mente práctica.

—Dicen que el diablo frustrado —continuó don Julián— se tiró al pozo público y dejó un sabor a azufre en el agua por lo que fue clausurado. Cuentan, además, que el diablo no ha dejado de hacer de las suyas y por la calle de Nuestra Señora del Río, que llega hasta aquí, no deja de importunar a los fieles que acuden a oír misa.

—¡Qué horror! —exclamó Teresa impresionada—. ¿No estará ahora por aquí?

—No os molestará si no tenéis intención de acudir a misa —concluyó don Julián divertido.

Visitaron la plaza de la Inquisición, donde en 1614 se realizó el primer Auto de Fe. A Mariana no le gustó mucho pues en Sevilla vivía muy cerca de la puerta de la Carne, donde se realizaban actos semejantes y muy desagradables para su temperamento. En la calle de la Mantilla casi se echaron a llorar por la historia tan triste que relató su guía.

—En 1658 don Juan Pérez de Guzmán fue nombrado gobernador de Cartagena, quien se enamoró de doña Encarnación, hija de don Baltasar de Soriano que era empleado de la Hacienda Real. La pidió en matrimonio, pero se fue posponiendo el enlace. Cuando fue nombrado gobernador de Puerto Rico, se embarcó sin decir adiós y dejó a la pobre desdichada embarazada. La chica, en medio de su desesperación, se estranguló con su mantón de seda. De ahí que la calle cambiara de nombre.

En otra ocasión, como a Mariana y a Teresa les atraían los mercadillos diarios de productos propios del lugar que llegaban de las haciendas vecinas, las llevó a la plaza de Mercaderes.

—Los lugareños aguardamos con expectación la feria de las mercancías de la flota y la apertura de la alhóndiga en el edificio de la Real Contaduría, porque allí los precios están controlados por las autoridades por tratarse de productos de primera necesidad, mientras que en la plaza, los artículos de lujo alcanzan precios exorbitantes.

Llegaron a la amplia plaza rodeada de edificios de dos plantas con soportales, bajo los cuales se instalaban los mercaderes. El bullicio y las voces que anunciaban sus productos les llenaron los oídos, por lo que tuvieron que alzar la voz a su vez para comunicarse.

—Al principio se llamó plaza del Esclavo porque aquí tenían lugar las subastas de esclavos que traían los barcos de África. Ahora, sin embargo, está la Picota, allí en medio, al lado de ese carro. Hoy está vacía —informó don Julián desilusionado.

—¡Menos mal! —se alegró Mariana, a quien le desagradaba el sufrimiento ajeno.

Mientras compraban fruta, don Julián explicó cómo prepararla de diferentes maneras, aunque la mejor era una ensalada de todas ellas juntas y regadas con un poco de ron del lugar. Indicó dónde podían comprar quinina, pues era un bien controlado por la Iglesia, y les mostró la artesanía de los indios.

Mariana observó que no todos los indios eran iguales, que entre ellos había rasgos que los diferenciaban; que los negros tampoco eran iguales: unos con labios gruesos y nariz aplastada, otros con líneas casi europeas, incluso el color de la piel tenía matices, de más claros a más oscuros. Había razas dentro de las razas, como entre los blancos mediterráneos y los del norte, a lo que había que añadir las mezclas señaladas por el padre Iñigo. El resultado era un amplio mestizaje. El mundo era muy grande y Sevilla, un punto en medio de la nada. De pronto, se sintió muy pequeña.

La mujer que envió don Julián era cuarterona, hija de español y mestiza, y de costumbres no muy limpias. Escuchó las indicaciones de Mariana con humildad y cumplió su cometido sin rechistar. En realidad, era esquiva y de pocas palabras, pero venía recomendada por don Julián y no disponían de tiempo para buscar otra. El gran día de la cena estaba próximo.

Acondicionaron la casa para recibir a los oficiales del San Andrés y a don Julián. Llenaron el patio de plantas con flores exóticas y dispusieron faroles para la iluminación en el crepúsculo; asaron una carne a la brasa junto con algunos embutidos de la zona y prepararon dos grandes fuentes de fruta troceada para el postre. Mariana estaba excitada. Era la primera vez que ejercía de anfitriona y deseaba que todo saliera a la perfección.

Hacia la media tarde se presentaron los invitados pero no pasaron más allá del zaguán. Don Juan se adelantó con unas vistosas plantas en el brazo.

—Mi querida amiga, estáis magnífica. Siempre he considerado que el barco no es sitio para una mujer, incluso vuestra doncella ha ganado peso. Os hemos traído un pequeño presente para el nuevo hogar, aunque la idea se la debemos al alférez Estébanez, que nos explicó el estado de abandono del patio.

—Habéis sido muy amables y en justa correspondencia os tengo preparada una sorpresa. Acompañadme al exterior.

Salieron nuevamente a la calle, tras dejar las plantas en el zaguán, y siguieron a Mariana hasta la iglesia de San Agustín, en donde preguntó por el padre Iñigo, el agustino descalzo con el que había trabado amistad y a quien tenía por confesor. Éste los acompañó a través de un impresionante jardín, accedieron a la torre de estilo florentino por una pequeña puerta desde la cual arrancaba una escalera que ascendía hasta el campanario. Fue un gran acierto. La ciudad yacía a sus pies, las personas eran meros puntos oscuros que pululaban entre las calles, la bahía semejaba un lago y la flota estaba formada por barcos de juguete. Los oficiales, con visión profesional, elogiaron las defensas de la bahía y los baluartes de la ciudad. Además de los presidios que habían visto a la entrada de la rada, el fuerte de San Felipe de Barajas, mucho más grande, se alzaba frente a los baluartes del barrio de Getsemaní. Aseguraron a doña Mariana que podía dormir tranquila en un lugar tan bien protegido como aquel. Después de un rato, descendieron de las alturas para integrarse en la corriente de hormigas.

Cuando regresaron a la casa, don Julián esperaba sentado en el patio con una copa de jerez entre las manos. Se saludaron y alabaron el nuevo hogar de Mariana. Ella invitó a recorrerla, aduciendo el interés que despertaban los exóticos artículos que había distribuidos por las estancias. Y así fue. Don Juan había recorrido el Pacífico y se mostró prolijo en sus explicaciones sobre algunos de los objetos que encontraron.

—¡Es increíble! Me encantan las cerámicas y las porcelanas. Son chinas, sin duda llegan en el galeón de Manila, que realiza la ruta desde Filipinas cargado de porcelanas y de sedas. Seguro que tiene cantidad almacenadas en la casa —comentó don Juan.

—La verdad es que no hemos visto nada. Me pareció la casa muy recargada de objetos y guardé en una habitación todo lo que juzgué innecesario.

—Mi querida niña, estas cosas no son ornamentos, son mercancía. Don Miguel vende todo. Va a Veracruz, a La Habana, a Portobelo, y compra y vende, cuando no trafica —intervino don Julián

—¿Traficar? —se escandalizó Mariana.

—Aquí trafica todo el que puede —rió don Julián ante la ingenuidad de Mariana—. Todo el que llega quiere llevarse su parte del pastel.

—Pero hay mucho control, por lo que he podido apreciar.

—Aparentemente. Pero los controles están para sortearlos. Estos oficiales amigos vuestros, por ejemplo, tienen prohibido comerciar aquí, son buques de la Armada. Sin embargo, vuelven repletos de objetos para vender en la península y sacarse un sobresueldo. Y no lo neguéis por lealtad. Serían estúpidos si no actuaran así.

Los aludidos carraspearon y se mostraron interesados en otras cosas para no tener que admitir lo evidente.

—Creí que eso sólo sucedía en Sevilla. Mucha mercadería de la que llega se descarga antes de tocar puerto para sortear el control de la Casa de Contratación.

—El mundo es mundo en todas partes —sentenció don Juan.

Teresa los rescató con el anuncio de la cena; entonces la conversación cambió a los hábitos culinarios de las colonias durante los primeros platos. Mariana no había olvidado una promesa realizada días atrás sobre la cubierta del galeón y guardaba otra sorpresa para los postres.

—¿Aprendisteis otra forma de comer la fruta? —preguntó don Pedro un poco achispado por el vino que se había servido con las carnes.

—No de una, sino de varias. Pero os voy a mostrar la más espectacular.

Teresa situó en los extremos de la mesa dos grandes fuentes de frutas troceadas y mezcladas como una ensalada. Ante la curiosidad de los hombres, las roció generosamente de ron y las espolvoreó con azúcar, finalmente acercó un ascua encendida y las prendió fuego ante el asombrado auditorio. Cuando las llamas consumieron el alcohol, se apagaron por sí solas y dejaron el olor del azúcar caramelizado. Aplaudieron y rieron como niños entusiasmados por una exhibición de magia. El sabor de las frutas combinadas entre sí junto con el caramelo fue todo un éxito, y Mariana estaba encantada de haberles ofrecido un recuerdo más para contar a sus allegados cuando retornasen a la península.

—Mi querida amiga, una vez más os habéis mostrado encantadora y ocurrente. Os voy a echar mucho de menos —dijo don Juan, ligeramente afectado por la bebida.

—Animaos capitán, en breve estaremos muy entretenidos pasando noches de insomnio —apuntó don Pedro.

—¿Y cómo será eso? —se inquietó Mariana.

—En cuanto nos carguen el oro y la plata en Portobelo. Las guardias serán duplicadas y nadie disfrutará de permiso. Desde entonces hasta Cádiz, este viaje de placer que vos habéis conocido, se convertirá en un infierno.

—Eso no debe inquietaros, joven —terció don Julián—. Hace dos años la Armada de Barlovento junto con los ingleses, un tal Wilmot creo que se llamaba, arrasaron La Domingue, un nido de piratas francés, y no dejaron piedra sobre piedra. Desde entonces disfrutamos de paz. Sólo pequeños barcos mercantes sin protección tienen problemas con las ratas de mar, pero no un buque de la Armada Real.

—Me informaron de ello —comentó don Juan más serio—. De todas formas es mejor no confiarse. Incluso la alianza que mantenemos ahora mismo con los ingleses se puede romper de la noche a la mañana. No hay que olvidar que han sido el mismo azote en el Caribe que son hoy los franceses.

—Y a pesar de la alianza —añadió don Gonzalo—, yo no confiaría en ellos. Actúan según les convenga en ese momento, y más si no hay testigos.

—Es curioso, no tenemos amigos y me dicen que no debo inquietarme —se extrañó Mariana.

—En realidad, hablamos del mar —aclaró don Juan—. Cuando uno se embarca, sólo cuenta con las maderas que pisa y la clemencia del Señor. Hoy día es el transporte más rápido, pero el que más inconvenientes nos reserva.

—No estoy de acuerdo —participó don Julián—. En Europa habrá vías terrestres más o menos seguras, pero aquí las vías terrestres son peores que el mar. La selva, los indios, los insectos y las serpientes las hacen intransitables.

—Lo describe como un lugar cruel y a mí me ha parecido bellísimo —le reprochó Mariana.

—Aquí las plantas más bellas son carnívoras, y los insectos y las serpientes más vistosas y llamativas son venenosas. La belleza es dos veces más peligrosa —respondió conciliador el anciano.

—Efectivamente —murmuró don Gonzalo—, la belleza es dos veces más peligrosa.

—Señores, la noche avanza e invita al sueño —anunció don Julián—, y este anciano retira sus doloridos huesos de la vista de tan encantadora compañía.

Se levantaron todos para despedir al caballero y Mariana lo acompañó hasta el zaguán. Al volver, se encontró con don Gonzalo en el patio.

—Buscaba el momento para hablar con vos a solas. Comprendo vuestra inquietud con los esponsales y quería ofreceros mi apoyo. En el caso de que en algún momento, por la causa que fuera, no quisierais seguir adelante, podéis enviarme un mensaje a La Habana, que es el puerto donde se reunirán las dos flotas para retornar a la península en junio. Yo encontraré el medio para recogeros y devolveros a Sevilla.

El oficial se mostró tranquilo, en apariencia, durante su ofrecimiento, y Mariana supo apreciar el esfuerzo y la protección que le prometía el hombre que, semanas atrás, hubiera asegurado que la odiaba, y no quiso defraudarlo.

—Os quedo muy agradecida. Contar con amigos en una tierra tan lejana, me tranquiliza. Abusaré de vuestra amabilidad y os pediré un último favor. Quiero enviar una carta a mi familia de Sevilla y me gustaría que la entregarais en propia mano y que hablaseis con mis hermanas y les contaseis lo que habéis visto y vivido aquí —alargó un pliego doblado en el que destacaba el lacre rojo.

El patio estaba en una semipenumbra. Teresa y ella habían encendido los faroles que colgaban de las paredes y el reflejo alcanzó a Mariana en el rostro.

Ojos de Miel —susurró el oficial enternecido.

Mariana se sonrojó ante tan inesperada declaración.

Ojos de Miel os llama toda Cartagena —corrigió rápidamente el alférez—. Desde el día que desembarcasteis, vuestra belleza y simpatía han calado hondo, y se refieren a vos como Ojos de Miel.

—Nosotras no hemos oído nada —respondió Mariana cohibida, pues nunca había sido el centro de tanta atención. En Sevilla no era nadie.

—Por supuesto, cuando los ojos miran, las bocas callan porque es imposible describiros.

Afortunadamente para Mariana, cuyo corazón había acelerado el ritmo al son de las palabras de don Gonzalo, Teresa apareció al frente del resto de los invitados y los guiaba hacia la puerta. Don Gonzalo se rehízo y, tomándole la mano, se la estrechó y se la llevó a los labios.

—Por favor, olvidad mis últimas palabras, aunque no mi sincero y desinteresado ofrecimiento en el caso de que vuestras expectativas no se vieran cumplidas. Y contad con esa visita a vuestra familia.

Sin mediar una palabra más, se dio la media vuelta y siguió a sus compañeros. Cuando se fueron, las mujeres se aprestaron diligentemente a recoger la mesa en silencio.

Al tercer día, después de la cena, volvieron a subir a la torre de la iglesia, acompañadas por don Julián y algunos agustinos para presenciar la partida de la flota. Se habían sumado nuevos navíos de las cercanías y de la propia Cartagena para aprovechar la escolta hasta Portobelo. Mariana los vio levar anclas con cierta aprensión. Allí se iban unos amigos que habían sido como su familia. Se quedaba de nuevo sola. Luego se rió, cuando recordó que había sentido lo mismo al dejar Cádiz y, sin embargo, había conocido a aquellas personas que no olvidaría nunca, y había compartido con ellas el descubrimiento de unas nuevas tierras. En Cartagena encontraría gente así también. Como muestra tenía a don Julián que colgaba de su brazo. Pero sentía la partida. Era muy triste despedirse sin saber si en alguna ocasión se cruzarían de nuevo sus vidas. Teresa era diferente, hablaba sin cesar, se adaptaba rápidamente a los cambios, vivía el presente sin mirar atrás. La admiraba. Ella no podía vivir así, todo lo que sucedía a su alrededor dejaba su poso, amargo o dulce, pero irrumpía en su vida sin poder evitarlo y entraba a formar parte de su existencia.

El mes de enero se deslizó tranquilo y rápido. A principios de febrero se organizaría el primer gran mercado en la plaza de la Real Contaduría. Don Julián les recordó que en la misma plaza se instalaba el mercado de objetos de lujo: vajillas, cristalerías, tapices, perfumes… y dentro del edificio, en la alhóndiga, se vendían los artículos de primera necesidad a un precio controlado por las autoridades: candiles de hierro, lienzo de velas, cera, azadas, palas, cuchillos, rejas de arado, clavazones, recados de escribir, guarniciones de mulas y caballos… Durante esa semana acudían de toda la costa y del interior no sólo a comprar, sino también a vender sus propios artículos, y los campesinos de las haciendas se abastecían para todo el año porque los desplazamientos eran muy difíciles. Había mercados locales mensuales, pero el más importante era el que se organizaba al mes de llegar la flota y, por tanto, el que más gente reunía en la ciudad.

Durante esos días de espera, Mariana y Teresa se dedicaron a recorrer las calles y los baluartes. Con la inestimable ayuda de don Julián, salieron de Cartagena para visitar el fuerte de San Felipe de Barajas, del cual se sentían muy orgullosos los cartageneros. El paseo les permitió recorrer todo el barrio de Getsemaní, que eran los arrabales de la ciudad y que también estaban fuertemente amurallados. Cuando llegaron al presidio, las recibió la pétrea fábrica de sus murallas, en las que se apreciaba la perfecta cantería con que se habían trabajado los sillares y que dejaba unas paredes perfectamente lisas por las que no se podía trepar para el asalto. El fuerte era ciertamente inexpugnable, aunque para gran sorpresa de Mariana estaba prácticamente vacío de defensores.

—Sí que sois observadora en algunas cosas, niña —confirmó don Julián—. Cartagena, como cualquier otra ciudad, ha tenido buenos y malos gobernadores. Bueno fue don Pedro de Zapata y Mendoza, que mandó construir el fuerte de San Luis de Bocachica y el de San Felipe de Barajas; y malo es nuestro gobernador actual que finge la existencia de unas tropas que no tenemos para embolsarse sus pagas.

—¿Cuántos hombres pueden llegar a formar parte de una guarnición?

—Los que queráis. En tiempos de Zapata, el presidio de San Luis tenía una guarnición de trescientos infantes y veinte artilleros —recordó don Julián.

—Con todos los fuertes que nos rodean, la ciudad tendría que estar rebosante de soldados y, sin embargo, no es así —reflexionó Mariana escandalizada.

—Eso os dará una idea del nivel de corrupción de nuestros gobernantes, porque no está solo el gobernador en este asunto.

—Y nadie dice o hace nada.

—¿Para qué? Quiero morir en mi cama. Yo soy viejo y ya poco me importa lo de este mundo. Los que deben preocuparse son los comerciantes que tienen mucho que perder y no parece que les quite el sueño. Confiarán en que, con la mera presencia de fuertes y baluartes, sea suficiente para desanimar a los posibles asaltantes codiciosos.

—Es una vergüenza —sentenció Mariana—. De todas formas esos soldados llegan de la península. ¿Qué sucede con ellos?

—Que, tras meses sin cobrar y cuando no hay qué comer, se convierten en lo que han venido a erradicar: ladrones, piratas… tienen que vivir —los disculpó don Julián.

Y llegó la semana del mercado. La bahía se llenó de nuevo de barcos, no tan grandes como los de la flota, sino más humildes y más numerosos que dejaban bien patente cuál era el medio preferido para desplazarse desde los poblados costeros y las islas cercanas. Las calles y las plazas se llenaron de puestos de comida ambulante, de voces de los charlatanes con pócimas para todos los males, de espectáculos de titiriteros y de música y romances. La gente vestía sus mejores galas para pasear entre los puestos, para comprar, para galantear a la mujer soñada, para presumir ante los vecinos y los forasteros. Y dinero, aquellos días se movía mucho dinero para lo poco usual que era allí, pues prevalecía el trueque sobre la moneda que era escasa. Los contables y abogados trabajaban de sol a sol cerrando tratos, controlando abusos, ayudando en las cuentas a los ignorantes y abriendo pleitos a los embaucadores. Los funcionarios de la Real Hacienda recaudaban las alcabalas y hacían la vista gorda al contrabando.

Mariana y Teresa deambulaban entre los puestos más por curiosidad que por necesidad de comprar. Ellas habían llegado con la flota y estaban bien provistas de vestidos y la casa estaba perfectamente equipada. Unas veces iban solas y otras acompañadas de don Julián. Entre tanta gente foránea, ella no despertaba el interés y esto la satisfacía porque no le agradaba sentirse observada, o al menos así lo creía. Mientras ella y don Julián debatían sobre distintos artículos expuestos, Teresa conversaba con los vendedores y los compradores. Les preguntaba de dónde venían, se interesaba por lo que vendían y les explicaba que era recién llegada de la península, con lo que suscitaba el interés de sus receptores. Mariana se sonreía por la determinación de la doncella pues, en realidad, buscaba marido.

A Teresa no le importaba cómo fuera físicamente su consorte, aunque sí era exigente con su carácter. Venía de un mundo en el que la infidelidad, el maltrato y el abandono eran moneda de pago. Buscaba un campesino bonachón, paciente y buen trabajador; la inteligencia ya la ponía ella. Entraron en la alhóndiga, donde se vendían los artículos de primera necesidad a precios asequibles. Allí había aperos de labranza, armas, semillas, telas, sombreros de fieltro, botas de cuero… Los puestos eran menos vistosos que los del exterior aunque los empujones, las excusas y los tropiezos eran los mismos. Teresa se fijó en un joven fuerte y muy moreno que se movía indeciso entre los semilleros. Simuló interés por las plantas y se aproximó para entablar conversación. Se entretuvo leyendo los letreros que describían el contenido de los cajones mientras ideaba la forma de abordarlo cuando, para su sorpresa, sucedió al revés.

—Disculpe que os moleste, señora. ¿Podríais ayudarme? —El joven estaba rojo hasta las orejas—. He observado que sabéis leer y yo necesito encontrar naranjas o limoneros.

—Señorita —corrigió rápidamente Teresa con la mejor de sus sonrisas.

—Perdonadme —se disculpó el chico más azorado aún.

—No hay nada que perdonar —contestó imitando las maneras de Mariana—. ¿Pensáis cultivar naranjas?

—No exactamente. Sólo unos pocos árboles para el consumo familiar. Son un regalo para mi madre que es de Levante —informó de corrido, nervioso.

—¡Ah! Y entonces, ¿a qué os dedicáis?

—Con este clima, las mayores extensiones las ocupamos con frutas tropicales, pero hemos dedicado un espacio, vallado y protegido, a hortalizas y árboles peninsulares para consumo propio, y también como experimento. Probamos cuáles se adaptan a la tierra y resisten el clima de aquí.

—Sois muy emprendedor, vuestra esposa estará orgullosa —alabó ladinamente.

—No tengo esposa —contestó cohibido—. Vivo con mis padres.

Teresa vio el cielo abierto, ahí estaba su oportunidad. Lanzó una mirada en derredor y localizó las ansiadas naranjas.

—Ahí están. —Y se recogió un poco la falda para caminar con paso más amplio.

El joven la siguió y le dio las gracias torpemente. Mientras se aprovisionaba, Teresa lo evaluaba con ojo calculador.

—¿Sois de por aquí?

—De una hacienda cercana a Maracaibo.

—Y eso queda ¿cerca o lejos?

Debía haber dicho algo grave porque el chico la miró con asombro. Teresa se apresuró a corregir la situación.

—Veréis, no conozco esto. En realidad, llegué con la flota desde la península. Soy dama de compañía —y para darse más tono—, mi señora es la hija del conde de Olvera y ha venido para casarse.

—¡Oh! Ahora entiendo. Maracaibo está a seis días de navegación hacia el este de Cartagena.

—Vaya, parece muy lejos tal y como lo explicáis.

—Sí, aquí los que se desplazan constantemente son los comerciantes, pues el mar es peligroso para campesinos como yo.

—Sois muy modesto cuando habláis de vos mismo. No me parecéis un simple campesino pues poseéis tierras e iniciativa, y no creo que seáis un cobarde, se requiere mucha valentía vivir en una tierra tan salvaje.

—Sois muy amable al describirme así. Tal y como lo decís, cualquiera creería que habláis de un aventurero —contestó sonriendo por primera vez.

Mariana y don Julián habían ido aproximándose.

—Nuestra pequeña Teresa ha hecho una amistad —dijo don Julián cuando llegaron a su altura—. ¿De dónde venís, joven?

—De Maracaibo, señor.

—Eso está lejos. ¿Sois comerciante?

—No, señor. Vengo por cuenta propia para vender unos muebles y abastecerme de algunas cosas.

—Nos disponíamos a tomar algo en una taberna. Si fuerais tan amable de acompañarnos e intercambiar información con nosotros, os lo agradeceríamos. Estamos hambrientos de caras nuevas y conversación diferente. El año es largo y aburrido, hay que aprovechar estas oportunidades. Me llamo Julián, la señorita, Mariana, y la compañía, Teresa, su doncella.

—Pablo Gutiérrez, para serviros. Acepto gustoso vuestra invitación. Estoy solo y resulta bastante duro encontrarse de pronto en medio de esta multitud.

Salieron de la alhóndiga en busca de la anunciada taberna para comer. Teresa no cabía en sí de gozo. ¡Vaya suerte! Don Julián, sin saberlo, había estado muy acertado. Se colgó del brazo de su Pablo y siguieron los pasos del anciano y de Mariana. Durante la comida, Pablo fue el centro de atención. Afortunadamente para Teresa, Mariana con su innata curiosidad, lo bombardeó con preguntas.

Sus padres habían llegado a mediados de siglo a Maracaibo y, después de sufrir un asedio pirata, abandonaron la ciudad. Compraron un buen terreno y construyeron una cabaña. Hoy día, aquella barraca se había convertido en una gran casa de una planta, y el terreno era una explotación de frutas tropicales que daba lo suficiente para vivir. Disponían de mano de obra que vivía en cabañas, por lo que no estaban solos en medio de la selva. Eran autosuficientes y gastaban poco. De los tiempos de su padre, eran propietarios de una pequeña explotación ostrera en la costa y utilizaban las perlas como moneda de cambio, a pesar de que se había abierto una Casa de la Moneda en Cartagena. La moneda acuñada siempre había sido un problema en las colonias. Los ricos las acaparaban y las enviaban a la península, y el resto se perdía en la bastedad del virreinato.

—¿Habéis traído perlas para comerciar? —se interesó don Julián.

—Sí, aunque todavía no las he vendido. He estado tanteando el mercado.

—¿Tenéis alguna muestra?

—Sí, claro. —Y se apresuró a sacar una bolsita que abrió sobre la mesa.

Se agacharon sobre ellas, y don Julián tomó una que examinó con ojo experto.

—Tiene buen tamaño y el oriente es impecable.

—¿Cuántas perlas tiene un collar? —preguntó Mariana.

—Depende del collar, querida —contestó el anciano sonriendo—. Veamos, ¿corto al cuello o largo hasta el pecho?, ¿de cuántas vueltas?

—Nada ostentoso, pensaba en algo fino, una vuelta al cuello un poco larga.

—Eso obligaría a un buen broche, unos pendientes a juego y una pulsera de varias vueltas.

—¿Cómo es que sabéis tanto de esto?

—Porque yo era tasador de joyas para la Casa de Contratación. En las colonias, las perlas y las esmeraldas eran lo que se exportaba principalmente.

—¡Vaya sorpresa!

—¿Pues a qué creíais que me dedicaba?

—A nada. No lo pensé —contestó riendo.

—Ahora vivo de rentas, pero antes las gané.

—Lo siento, soy una tonta.

—En absoluto, querida, yo diría despistada. Muy observadora para algunas cosas y muy distraída para otras. Ya me he dado cuenta. ¿Queréis que me encargue de las perlas y de engarzarlas? Conozco a los joyeros. Si me dejáis, os harán un trabajo de primera.

—No sé si me alcanzará el dinero. ¿De cuánto hablamos?

—De poco. Ya habéis oído a Pablo. La materia prima es abundante, la calidad buena, los joyeros conocen el oficio.

—Pero en la península es muy caro —insistió Mariana.

—Porque están los intermediarios y especuladores. Y no hay que olvidar a los propios joyeros. Si la llegada de perlas es masiva, se compra a bajo precio y se retienen para no saturar el mercado y así no bajan de precio.

—Eso es especulación.

—Efectivamente, aunque muchas se escapan a Europa. No todo el cargamento se queda en España, por desgracia.

—Lo sé. Estudié comercio en casa de un genovés —comentó Mariana con melancolía.

—Sois una caja de sorpresas, niña mía —se admiró don Julián—. ¿Con qué finalidad?

—La finalidad ya no importa puesto que estoy aquí —respondió pronta Mariana.

—Para mí sois un libro abierto. La edad me ha facilitado otros ojos que reconocen en gestos, en palabras e imperceptibles tics, el estado de ánimo, los sentimientos y las decisiones de las personas incluso antes de que ellas mismas sean conscientes. Es una prerrogativa de la vejez. Sois inteligente, nada sofisticada para ser aristócrata, con una cultura fuera de lugar y sin los tontos prejuicios de vuestro nivel social. Sois una joya a la que se añade la belleza, un diamante agradecido que multiplica la luz y el brillo con la talla esmerada de sus faces. Si fuera más joven, me batiría con don Miguel para ganaros.

—Sois un exagerado galanteador —le reprochó Mariana que abonó las perlas al asombrado chico con reales de plata de a ocho.

—Señora, esto es demasiado para mí. Con dinero contante puedo comprar el doble de lo que me había propuesto.

Teresa decidió poner fin a la velada y se levantó. Su repentino movimiento atrajo la atención de su ama y Pablo se levantó a su vez.

—Será mejor que me incorpore a mis obligaciones —manifestó el chico nervioso.

—Estaremos encantadas de recibiros en nuestra casa —invitó Mariana—. Teresa os indicará la dirección.

—Gracias, sois muy amable. Me violenta tener que pediros un favor —titubeó Pablo.

—No os apuréis. Decidme lo que deseáis. Si en algo podemos ayudaros, estaremos encantadas.

—Veréis, no sé leer y necesito hacer algunas transacciones. Me sería de gran ayuda que permitierais a vuestra doncella acompañarme.

—Por supuesto, don Julián se basta para custodiarme y para espantar jóvenes inoportunos.

—¡Lo que faltaba! —espetó don Julián—. A mi edad ejerciendo de nodriza. Por favor, no lo divulguéis o terminaréis con mi fama de mujeriego.

Entre risas, se condolieron de la desgracia del anciano, que acentuó sus aspavientos de desventurado, y en la puerta de la taberna se despidieron de Pablo y de Teresa para continuar el vagabundeo entre las calles de Cartagena.

Teresa volvió al caer la tarde, toda alborotada. Se sentía inflamada y optimista, el destino le era harto favorable y el mundo estaba a sus pies.

—¿Sabíais que trabaja la madera? Fabrica muebles con sus propias manos y los ha puesto a la venta en el mercado. Ha traído a un jornalero de la hacienda, que es el que los vende como si fueran de segunda mano, para no llamar la atención.

—¿Por qué no puede declararlo abiertamente?

—La Casa de Contratación tiene el monopolio de la manufactura. Aquí sólo fabrican bancos y mesas rústicas, pero no muebles de calidad. Estos figuran comprados por la zona de Maracaibo, así que no pueden comprobarlo. Es la principal razón por la que ha venido pues le reportan sus buenos dineros. Son preciosos, es muy habilidoso —explicó orgullosa.

—Mañana me llevarás a verlos. ¿No tienes nada más que contar?

—De momento, no. Es un hombre discreto y tímido. No es muy experto en el trato con las mujeres.

—¿Y tú qué sientes?

—Sentir… Yo apuro la vida y tomo lo que me ofrece. Si necesita un empujón para decidirse, se lo daré.

—¡Teresa! Deberías dejar que fuera él el que decidiera. ¿Te casarías con un hombre que no te quisiera?

—¿Y vos me lo preguntáis?

—El honor de la familia me compromete, pero tú no estás obligada, eres libre de elegir. Tienes suerte.

—Entiendo poco de honores y bastante de la vida. Y ahora mismo la vida es buena conmigo. El amor es el postre al que no siempre se llega. Me basta con el respeto.

Al día siguiente deambularon por el puesto de muebles de Pablo. Mariana admiró el primoroso trabajo de ebanistería del joven. Realmente era diestro con la madera. Parecían realizados en la península, aunque las maderas eran exóticas.

—Las autoridades no prestan mucha atención a esos detalles. Empleo la madera del guayaco, que en la península llaman palo de Indias —aclaró Pablo.

—Deduzco que la península y sus directrices quedan muy lejos; sus representantes sólo vienen a llenarse los bolsillos y dejan de la mano de Dios a los colonos, que os defendéis como podéis —concluyó Mariana.

—Sois la primera persona recién llegada de la península que simpatiza con nosotros —declaró Pablo admirado.

Pasaron el resto del día con él, quien les anunció que levaría anclas para llegarse a una población más allá de la isla de San Bernardo, donde se abastecería de buenas maderas para fabricar más muebles, pues le habían comentado que había una buena serrería en la que construían barcas de pesca. Los muebles que llegaban de la península eran muy costosos y los suyos se vendían muy bien, así que se sentía animado a seguir trabajando en ello. El desplazamiento le llevaría entre quince y veinte días, calculaba. Dependía de que en el aserradero hubiera maderas disponibles o de que tuviera que esperar. De cualquier forma, a la vuelta, recalaría de nuevo en Cartagena para rematar algunos compromisos y volver a visitarlas. En esto último puso mayor énfasis, mirando a los ojos a Teresa quien, feliz y confiada, mostró los suyos llenos de promesas.

Volvieron a casa alegres y satisfechas, aunque Teresa un poco preocupada, ya que el mozo no se había decidido y no dejaba de darle vueltas al asunto. Su ama lo encontraba lógico ya que habían sido pocos días para tomar una decisión tan importante; de hecho, había prometido volver con una frágil excusa, luego alguna razón habría en ello. Teresa comenzó a construir su cuento caribeño al lado de Pablo, algo que le hizo sonreír pues era contrario a sus costumbres el adelantarse al incierto futuro. Ante todo, era una mujer que pisaba firme y volaba poco, aunque era cierto que la vida no le había permitido ese lujo; pero ahora lo tenía al alcance de la mano.