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Mariana y Teresa permanecieron echadas en el catre rodeadas de la oscuridad del camarote. No hablaban, pero ambas sabían que la otra estaba despierta. El nerviosismo no les permitía dormir. ¿Cómo sería su futuro? Aquellos meses de navegación habían sido en sus vidas un paréntesis que ahora se cerraba y llegaba la realidad de nuevo.

—Parece que ya clarea —dijo Teresa, rompiendo el tácito silencio nocturno.

Mariana constató que, efectivamente, la oscuridad se había atenuado por la pálida luz que entraba por los resquicios de las maderas.

—Yo no aguanto más, ¿qué te parece si salimos? —propuso Mariana.

—Encantada —respondió Teresa, y se levantó de un salto.

A Mariana no dejaba de sorprenderle la fuerza que albergaba ese alambre de mujer. La comida de un barco no era la mejor dieta para que alguien engordara, y menos, cuando últimamente se habían limitado a comer tasajo: aceitunas, miel, queso, cecina… productos que se conservaban bien en las travesías. Confiaba en envolver con algo de carne aquel saco de huesos una vez en tierra. Ella misma había adelgazado a pesar de la falta de ejercicio, como sus ropas evidenciaban. Se arreglaron con prisa mal disimulada y permitieron que la ansiedad se impusiera en sus acciones, se arrebujaron en sus chales de lana e impacientes, como dos niñas, salieron al alcázar.

Aunque el cielo clareaba por el horizonte, el alba no había terminado de romper la noche y las siluetas de los demás buques se recortaban violáceas sobre el oscuro mar.

—Buenos días, señoritas. —La alegre voz de don Pedro sonó a sus espaldas—. Habéis madrugado mucho. Fijaos en aquella franja oscura: es tierra. Todavía faltan algunas millas que recorrer. El capitán os invita a tomar algo caliente en su camarote. Si os quedáis aquí, pareceréis pingüinos cuando lleguemos a Cartagena. —Y se rió de su propio chiste.

—¡Pingüinos! ¿Eso qué es? —Teresa había perdido el miedo a mostrar su ignorancia.

—Son unos animales muy torpes e inexpresivos que se mantienen sobre dos patas y viven en las regiones de los hielos —informó el joven.

—Sí, tenéis razón. El frío nos va a paralizar hasta la expresión de la cara —se unió Mariana—. Aceptamos tan tentadora oferta.

Don Pedro las acompañó al camarote del capitán, en el que encontraron a don Gonzalo, que mantenía una jarra caliente entre sus manos, y a don Alonso, el capitán de guerra. Los recién llegados tomaron las suyas pero ninguno bebió, sino que las retuvieron igualmente para calentarse los dedos.

—Esta noche ha sido muy corta —comentó el capitán—. La marinería está excitada ante la perspectiva de tocar puerto y, por lo que veo, también nuestro pasaje, lo que me conduce a formular la siguiente pregunta: ¿habrá alguien esperándoos en Cartagena, señorita Mariana? La flota no avisa de la llegada para evitar malos encuentros, quiero decir que, ahora mismo, en Cartagena, no saben que nos acercamos, e igual pueden tardar días en recogeros. La flota permanecerá amarrada dos semanas para descargar las mercancías del continente y cargar las nuevas, además de reponer las provisiones. Durante esas dos semanas podéis disponer del camarote si así lo deseáis.

—Os agradezco el ofrecimiento. Nada puedo adelantaros porque desconozco las disposiciones que se han tomado para mi llegada. Tengo entendido que mi futuro marido es propietario de una casa en la misma Cartagena, pero no me ha sido facilitada su dirección —contestó Mariana.

—Eso no es problema. Don Gonzalo en persona se encargará de hacer las gestiones pertinentes en la Contaduría del puerto. Seguramente ellos tendrán instrucciones si no encontramos a vuestro pretendiente. Y ahora, apuremos nuestras jarras. No les invito a nada sólido porque, en cuanto toquemos puerto, he dado instrucciones para que inunden la cubierta de fruta. Me han comentado que es deliciosa.

Todos sonrieron relajados ante la idea del cambio de dieta. Don Juan se levantó y dio por terminado el magro desayuno; los demás lo siguieron. Abandonaron el camarote, salieron al alcázar y don Gonzalo las invitó a subir a la toldilla para disfrutar del paisaje. El sol apuntaba y la luz lo inundaba todo. La costa, de un verde brillante, parecía al alcance de la mano, aunque todavía no se apreciaban los detalles.

—Siento importunaros con los pormenores, pero tendrá que facilitarme alguna información para que localice a vuestro prometido en el puerto. No podréis verlo desde el galeón porque no nos acercaremos al muelle. Éste debe quedar libre para los mercantes que tienen que descargar y cargar. Nosotros sólo somos responsables de los metales preciosos, y éstos nos esperan en Portobelo, a donde llegan desde Perú a través del istmo —informó don Gonzalo con tono de resignación.

Mariana temía enfrentarse con la realidad. Había evitado el tema hasta el momento porque le avergonzaba reconocer que su matrimonio no sólo estaba acordado, sino que era desventajoso socialmente para ella. Mariana no se consideraba por encima de los demás. Si ése hubiera sido el caso, nunca hubiera permitido a Lorenzo, el joven genovés compañero de estudios, que le enseñara el valor de un beso. Entendía el matrimonio desigual por amor, pero a ella la habían vendido, y esto la humillaba profundamente.

—Veréis, don Gonzalo, —sintió cómo enrojecía hasta las orejas, incluso antes de exponer los hechos— no conozco a mi pretendiente por lo que no puedo ayudaros con ninguna referencia. Se llama Miguel Fernández Porrúa. Tengo entendido que es un rico comerciante por lo que, seguramente, estará acreditado en Cartagena.

—No os preocupéis, con eso será suficiente. ¡Mirad! —Cambió de tema para que la muchacha no siguiera violenta—. Aquella mancha blanca es Cartagena.

—Nos aproximaremos más hacia la costa —comunicó el piloto que había realizado en más ocasiones aquella ruta—, y después navegaremos paralelamente a ella hasta que encontremos la boca de la bahía. Veremos el lado norte de la ciudad que limita con el mar. El acantilado y una gran muralla la hacen inaccesible por ese lado.

Continuaron en la toldilla, apoyados en el pasamanos y observando en silencio cómo se agrandaba la costa y dejaba al descubierto sus secretos. Al cabo de un rato, a una voz del contramaestre, todos los marineros se pusieron manos a la obra y halaron las drizas para marear las velas y cambiar el rumbo hasta situarse paralelos a la costa.

–—¡Cuántos árboles! —exclamó Teresa, incapaz de soportar por más tiempo aquel silencio—. ¡Son enormes!

—Creo que todo es enorme —corroboró don Pedro— desde la vegetación hasta los insectos. Me han contado que las hormigas comen personas y hay unas arañas…

—¡Ay! ¿Pretendéis que no duerma nunca? —le cortó Teresa.

—Aquí todo es desmedido, —analizó en voz alta Mariana—. La luz es diferente que en Sevilla y los colores son violentos, la vegetación asfixia la tierra hasta el mar y las aves lucen vistosas plumas de colores. He visto loros en Triana que provenían de Maracaibo y que eran más fuertes que nuestros pajarillos. Es una tierra donde la debilidad no tiene cabida.

—Lleváis razón en lo que decís —ratificó don Gonzalo—. Las enfermedades también son terribles, como la malaria y la fiebre amarilla, por no hablar de las serpientes y grandes arañas con poderosos venenos. Debéis cuidaros si os adentráis en la selva. En Sevilla he oído hablar a compañeros de armas de que los jesuitas venden unos polvos que traen del Perú que calman la fiebre. Os recomiendo que os proveáis de ellos.

—Sí, es cierto. Es la quinina. También he oído hablar de ello. La condesa de Chinchón la introdujo en España a su vuelta del Perú.

—Con vuestro permiso, señora —intervino de nuevo el piloto—, yo que vos corregiría ese término si no queréis que os miren mal vuestros nuevos vecinos. Vos estáis en España. Esto es España. Aquí en las colonias hablan de la península.

—Gracias por la corrección. No me perdonaría nunca empezar con mal pie. ¿Alguna otra cosa que deba saber?

—Nada que no dicte la razón. Observad a los demás y haced lo mismo. Por ejemplo, la gente viste con telas más ligeras para soportar el calor. Ahora es temprano, acaba de salir el sol y la brisa del mar nos refresca, pero en tierra la temperatura ronda los treinta grados centígrados durante todo el año, las estaciones no son como las nuestras, sólo hay estación seca y estación de lluvias, y es permanentemente verano.

—Eso me gusta —terció Teresa—. Mirad, señora, nuestro hogar.

Cartagena apareció ante ellos. El blanco de los edificios destacaba sobre el grisáceo baluarte que la defendía de un ataque por mar. Allí la costa era abrupta aunque, según iban rebasando el promontorio donde se ubicaba la ciudad, se suavizaba hasta convertirse en largas y blancas playas.

—¿Por qué no entramos? —preguntó don Pedro perplejo, cuando notó que no se maniobraba para entrar por el estrecho que estaban rebasando.

—Hace años hundieron dos galeones para impedir la entrada de barcos piratas; la arena se ha ido acumulando alrededor de los pecios y se ha formado una barra —explicó el piloto—. Pasada esta isla, llamada Tierra Bomba, se encuentra otro estrecho que dicen Bocachica, defendido por el fuerte San Luis.

Sobre la isla divisaron algunas haciendas desperdigadas. Don Pedro se excusó y se retiró para dirigir la maniobra de entrada en la bahía, y don Gonzalo se situó en el centro de la toldilla para vigilar la marcha del conjunto de la flota. Gradualmente, los galeones viraron para embocar la entrada. La bahía que se abrió ante ellos era muy amplia, salpicada de islotes y bien protegida de los temporales. Pasada la isla de Tierra Bomba, dos nuevas fortificaciones salieron al encuentro: el fuerte de Santa Cruz y enfrente, en otra isla, el fuerte de Pastelillo. Sobrepasadas estas defensas, al fondo, aguardaba Cartagena y el final del viaje para ellas.

La gente abarrotaba los muelles para verlos llegar. Una vez al año llegaba la flota sin previo aviso y para los lugareños eran días de fiesta: las recepciones se sucedían, se organizaban ferias, se enviaban avisos a las haciendas y a las poblaciones cercanas, y en el edificio de la Real Contaduría se tomaban las disposiciones necesarias para que salieran dos pataches rápidos con el correo hacia la península, para informar de la llegada sin novedad de la flota de Tierra Firme. Recibían el nombre de navíos de aviso.

Las maniobras de atraque ocuparon toda la mañana. Los mercantes se situaron a lo largo de los muelles y los buques de guerra fondearon en medio de la bahía. La marinería se afanó en aferrar las velas a las vergas, mientras que los botes inundaban la rada como pequeñas hormigas diligentes, trasladando oficiales y despachos.

Don Juan y don Gonzalo desembarcaron para presentarse en el edificio de la Real Contaduría y realizar las gestiones pertinentes. Don Juan prometió que les enviaría fruta para la comida, y dio órdenes para que extendieran un toldo sobre el alcázar para cobijarlos durante las horas de más calor, pues el interior de la nave era ya un horno. Mariana comprendió que la cuestión de su desembarco se iba a prolongar, por lo que se acomodó con Teresa en las sillas que los marineros trajeron del camarote del capitán. También sacaron unas tablas sobre caballetes como mesas y las instalaron bajo un improvisado toldo. Armadas de sus abanicos, observaban el ir y venir de los botes, el bullicio de los muelles, y comentaban las incidencias con don Pedro cuando éste se aproximaba.

Cerca del mediodía distinguieron una canoa cargada de canastos llenos de fruta, y a don Gonzalo de pie en la proa, guiando al lugareño entre los buques. Mariana se volvió a sentar nerviosa. Había deseado que regresara acompañado de su futuro esposo, pero igual no lo dejaban embarcar o no lo había encontrado. Sentía que la ansiedad la ahogaba, procuraba no pensar para no hacerse una falsa idea de su prometido y luego llevarse una decepción, pero aquellas horas de inútil espera la estaban agotando. Se oyó el golpe de la canoa contra el casco y el revuelo de los marineros, quienes se afanaban en subir los canastos de fruta con una polea que habían montado para tal efecto. Don Gonzalo asomó por la amura y le abrieron camino para que accediese a la cubierta, desde la cual dio instrucciones para que trasladaran algunos cestos al alcázar y distribuyeran los restantes entre la tripulación. Mariana guardó las apariencias a su llegada con la mirada perdida en el puerto, pero el rápido movimiento del abanico denunciaba su estado de ánimo. El oficial subió las escaleras de acceso al alcázar y, sin saludar a los demás, se dirigió directamente a ella.

—Vuestro prometido no se encuentra en Cartagena, pero ha dejado instrucciones en el caso de que vos llegarais durante su ausencia. Por lo que he podido averiguar, don Miguel Fernández tiene una buena casa en la ciudad y ha dejado la llave al tesorero de la Contaduría, el señor don Diego de Morales, junto con recursos económicos que os serán entregados en mano cuando desembarquéis.

—¿Recursos económicos? —se extrañó Mariana.

—La ausencia de don Miguel puede prolongarse. Este señor no reside aquí durante todo el año, tiene negocios que lo obligan a moverse por las colonias. La noticia de la llegada de la flota corre como un reguero de pólvora y suponen que, en cuanto se entere, vendrá a conoceros.

Hizo una pausa y, como no parecía inclinada a hablar, prosiguió.

—El capitán y yo hemos decidido desembarcaros con vuestras pertenencias cuando el calor haya remitido, porque creemos que estaréis más cómoda e independiente en la nueva casa que aquí. Además, a última hora de la tarde las autoridades quedarán más libres, pues ahora tienen que cobrar el almojarifazgo de las mercaderías a los comerciantes de los barcos.

Abandonó la actitud seria, adoptó otra más informal y las invitó a refrescarse con la jugosa fruta que había embarcado. Se dio la vuelta y llamó al piloto que se hallaba en la cubierta enseñando cómo comerla a los marineros. Ramón subió con la navaja abierta en la mano y, sin que nadie le dijera nada, sacó del canasto diferentes frutas que dispuso en fila sobre la tabla que hacía de mesa.

—Esto es una piña —de un machetazo quitó la cresta verde y dejó al descubierto la carne amarilla—, es dulce y fibrosa.

Con cortes verticales la peló, después la cortó en rodajas como si fuera un pan y troceó éstas.

—La papaya es como el melocotón, pero mucho más dulce y con un hueso alargado y plano, buena cuando hay sed. Aquí tenemos chirimoya, guayaba y acerolas —siguió explicando mientras preparaba la fruta rodeado de un atento silencio.

—¡Cómo huele! ¿Podemos probarla? —preguntó Teresa impaciente.

—Me moría de ganas de que alguien lo propusiera —secundó don Pedro y tomó un trozo de piña.

Roto el encanto, todos se abalanzaron sobre la fruta, se deshicieron en continuas comparaciones entre una y otra, y comentaron las texturas y sabores. Durante un rato olvidaron la proximidad de la despedida y la ansiedad por el futuro. Cuando quedaron ahítos, lampacearon las cubiertas a causa del jugo de la fruta que lo inundaba todo y subieron un par de cubos de agua para lavarse la cara y las manos.

—Estaban todas muy buenas pero tiene que haber otro modo más civilizado de comerlas. Nos hemos puesto perdidos —comentó Mariana divertida.

—Vos estáis en mejor situación que nosotros. Os informáis por alguna vecina y nos invitáis a comer un día —propuso don Pedro, satisfecho de su ocurrencia.

—Tenéis razón. Así lo haré —aceptó Mariana—. ¿Pero os dejarán entrar en la villa?

—Si la invitación incluye al capitán, no habrá inconveniente —intervino don Gonzalo más animado—. Se trataría de un acto social y sería una descortesía rehusar.

La tertulia siguió muy entretenida hasta que llegó la chalupa que las transportaría a tierra. Los marineros se aprestaron a descender los baúles y demás equipaje. Finalmente, lo hicieron Mariana y Teresa, ayudadas por los dos oficiales. Como don Pedro seguía de guardia, don Gonzalo las acompañó al muelle, por el que los marineros pululaban, gritones y borrachos, entre los tugurios portuarios, y de allí al edificio de la Real Contaduría, donde buscaron la oficina de la Tesorería. Los recibió don Diego de Morales en persona, un hombrecillo delgado y nervioso, que se quedó mirándola fijamente con la boca entreabierta y sin reaccionar durante un rato. Según pasaba el tiempo, se acrecentaba la inquietud de Mariana. Don Gonzalo carraspeó para atraer la atención de don Diego.

—Señora condesa, es un honor que vayáis a formar parte de nuestra exigua sociedad —dijo a la vez que avanzaba para besarle la mano.

—El honor es mío, pero hay un malentendido; el conde es mi padre, yo carezco de título.

—Sí, sí, claro. Perdone mi torpeza —se disculpó sin dejar de mirarla—. Entonces sois doña Mariana Tamares, hija del conde de Olvera, es decir, la persona que va a contraer matrimonio con el señor Miguel Fernández.

No era una pregunta, era una afirmación que realizaba para convencerse de que no había equívoco. El hombrecillo no dejaba de observarla sin ocultar su asombro.

—Me parece descortés la insistencia de vuestra mirada —le reprendió don Gonzalo.

—¡Lo siento muchísimo! —se disculpó el empleado y enrojeció hasta las orejas—. Aquí tenéis la llave y aquí una bolsa con monedas de oro y de plata debidamente acuñadas. Por favor, firmad este recibo. Es una formalidad…

—Conozco estas formalidades —cortó Mariana cansada—. Estoy familiarizada con el comercio y la banca.

Mariana advirtió que don Gonzalo esbozaba una breve sonrisa, complacido por cómo había puesto en su lugar al hombrecillo.

—Claro, claro, por supuesto. Perdonad mi torpeza, su excelencia.

Mariana pasó por alto tanto servilismo y decidió terminar cuanto antes aquella enojosa situación.

—Necesito la dirección de la casa y un medio de transporte. Me complacería, como no conozco a nadie, que el alférez don Gonzalo Estébanez me acompañara.

—Los medios de transporte están contratados desde esta mañana. Ahora indicaré que bajen al muelle por vuestras pertenencias, y en cuanto al alférez, tramitaré un permiso de acceso a la población —dicho lo cual, abandonó la estancia como una exhalación.

—A este hombre le sucede algo, no es normal —comentó Mariana disgustada.

—Yo creo que ha imaginado que el arcángel San Gabriel ha descendido de los cielos —terció Teresa con humor—. Estad segura de que no ha reparado en mí.

—No digas tonterías, Teresa. Pensé que le iba a dar un ataque de apoplejía de un momento a otro.

—No era una apoplejía, sencillamente se quedó sin habla ante la visión —insistió Teresa, y miró a don Gonzalo que continuaba molesto.

La discusión quedó cortada con el regreso de don Diego.

—El cochero tiene la dirección, os está esperando fuera. El carro con las pertenencias os seguirá tan pronto como las carguen. Se trata de una casa de piedra con un patio central. —Para confirmar lo dicho, repitió—: es una buena casa. Está en la calle San Agustín, enfrente de la iglesia que fundó fray Jerónimo de Guevara en 1580. Es un edificio imponente del que nos sentimos orgullosos los cartageneros, la torre cuenta con cinco vanos de altura.

—Muchas gracias. Si no tiene nada más que añadir, nos gustaría retirarnos; no quisiéramos que la noche nos sorprendiera en medio de la mudanza. —Y se volvió hacia la salida seguida de Teresa y de don Gonzalo, quien manifestó su alivio de dejar aquella oficina.

Para sorpresa de Mariana, cuando traspasaron la puerta, se encontraron ante un grupo de curiosos y con el coche que, para desesperación del oficial, era abierto. Las ayudó a subir y, durante el recorrido, Mariana centró su atención en las calles, en los edificios con hermosos balcones de madera labrada de donde colgaban las flores desordenadamente, y en los comentarios de Teresa y de don Gonzalo, aunque no dejó de advertir la curiosidad que despertaban a su paso.

—Esto es precioso y la ciudad es más pulcra que Sevilla donde el aire, en muchas ocasiones, está viciado. Aquí la brisa marina mantiene la atmósfera despejada de los malos efluvios. Y las flores… ¿Qué opináis don Gonzalo?

—Temo que mi opinión os parezca fuera de lugar —contestó el aludido.

—Lo dudo mucho pues sois un hombre sensible a la belleza, como he podido comprobar en nuestras charlas —lo animó Mariana.

—Es una ciudad que despierta los sentidos de forma suave y agradable e invita al amor. Cobija pasiones y promesas de felicidad, ha sido construida para vos y es el marco perfecto para enamorarse.

Mariana recibió su declaración como un regalo a una joven prometida y, sin reparar en lo que hacía, lo cogió de la mano para mostrar su agradecimiento.

—Sois muy amable, don Gonzalo. Esto me da fuerza y esperanza en el futuro. Rezo para que tengáis razón. ¿Tan evidente es mi desasosiego?

—Es lo lógico en cualquier muchacha. Va a ser vuestra vida y todavía no conocéis a la persona con quien debéis compartirla.

El convento de los agustinos fue lo primero que acaparó su atención según se acercaban al destino. Tal y como les había comentado el tesorero de la Real Contaduría, la torre era imponente. Don Gonzalo le sugirió que pidiera permiso para subir al campanario, desde el cual podría formarse una buena idea de la ciudad y de la bahía. Cuando el coche se detuvo, la casa absorbió toda su curiosidad. Estaba encalada, excepto los sillares que reforzaban las esquinas, las puertas y ventanas. Éstos destacaban por su color grisáceo. La puerta principal era muy grande y de madera maciza con enormes herrajes negros en los goznes; y tres cerraduras a diferente altura en el lado contrario, en medio se abría un ventanillo con una reja defensora. Del piso de arriba sobresalían dos balcones de madera trabajada, pero desnudos de la vegetación exuberante que caracterizaba al lugar.

Don Gonzalo se bajó el primero del carruaje para ayudarlas a descender. Mariana le entregó las llaves. Le llevó unos minutos descorrer las tres cerraduras y necesitó de toda su fuerza para abrir una de las hojas de madera. El interior era un zaguán oscuro con otra puerta enfrente de la que había abierto. Mariana se apartó a un lado para no estorbarle la escasa luz que entraba por la puerta. Probó nuevamente las llaves hasta que dio con la apropiada. Tras la puerta, se toparon con una cancela de hierro forjado, que daba a un patio abierto al cielo y con suelo de tierra prensada, y que permitía, a su vez, el paso de la luz al desnudo zaguán. Mientras abría tanta puerta, llegó el carro con el equipaje. Mariana dio instrucciones para que lo metieran en el recinto y se internó en el patio tras los pasos de don Gonzalo, que se había adelantado para supervisar la casa.

Estaba ordenada y una capa de polvo delataba la larga ausencia del propietario. El patio cobijaba bajo sus arcadas las entradas a las diferentes estancias. En la parte de abajo había un almacén, las cocinas, una sala de recibir y un comedor con una larga mesa; en la parte de arriba se situaban los dormitorios. Don Gonzalo se dedicó a abrir los postigos para dejar pasar la mortecina luz del atardecer, y para iluminar la profusa y ecléctica decoración de las paredes y anaqueles con los objetos más exóticos que Mariana había visto jamás. Se dirigió hacia una de las paredes de donde colgaban, sobre unas panoplias, extrañas espadas y lanzas indígenas.

—Está todo mezclado —dijo don Gonzalo aproximándose—. Unas son armas orientales, y éstas de aquí son lanzas y cerbatanas caribeñas.

Mariana se acercó a una repisa llena de figuritas de todo tipo seguida del oficial.

—Las de barro son de por aquí. Aquella dorada, sin embargo, es oriental. Fijaos en los rasgos y la postura, es un dios pagano.

—Debe viajar mucho para reunir una colección así —comentó Mariana—. Ahora me explico el porqué de tanta seguridad en la entrada. Subamos arriba.

Había dos accesos al piso de arriba, uno a cada lado del patio. El corredor superior estaba lleno de hojas y bichos muertos traídos por el viento. Don Gonzalo abrió la primera puerta que encontró, buscó la ventana y la desatrancó, ante ellos quedó una amplia habitación ocupada por una gran cama con dosel, del que colgaba una fina gasa para proteger al durmiente de los insectos. Otra pared estaba cubierta por un gran armario vertical de estilo francés y, frente a la cama, había un arcón sobre el que destacaba una escultura oriental, en la que un hombre y una mujer copulaban en una postura erótica. Mariana fingió atracción por el lecho de enorme proporción y con gran profusión de almohadones, para dar tiempo al azorado don Gonzalo de encontrar algo con qué cubrirla. El hombre dio con un sombrero colgado de una percha, lo echó por encima de forma que asomara sólo la base y observó el resto de la estancia con aire preocupado, pero no descubrió nada más. Mariana abrió el armario que guardaba ropa bastante lujosa.

—No hay duda de que es un hombre de grandes posibles —comentó el marino.

—Sí, supongo que sí —contestó Mariana distraída.

Continuaron el recorrido por las otras habitaciones y bajaron de nuevo hasta la entrada, donde encontraron a Teresa con el carretero y el equipaje descargado. Entre éste y el oficial subieron los baúles al corredor superior y los dejaron adosados a la pared, hasta que Mariana decidiera cuál sería su habitación. Después de reiterar la promesa de enviar una invitación para cenar en cuanto estuvieran instaladas, despidió a don Gonzalo, quien se retiró junto con el carretero que lo acercaría al puerto.

Una vez solas, cerraron el portón que daba a la calle y la cancela de hierro. Mariana se quitó el vestido, el corpiño forrado de cuero, el verdugado interior y una falda armada de aros, y se quedó en camisa.

—Teresa, limpiaremos la habitación de la enorme cama con dosel y dormiremos juntas esta noche. Mañana por la mañana nos ocuparemos de la cocina.

—¿Y no sería mejor que contratarais a alguien que me ayudara en lugar de hacerlo vos? —sugirió.

—Por el momento, no. Creo que lo mejor es la discreción hasta que conozcamos a nuestros vecinos. Tener criados del lugar será publicar todo lo que hagamos o digamos y, por el momento, prefiero mantener mi privacidad.

Durante dos días enteros se dedicaron a lavar, barrer, ventilar y ordenar la casa. Uno de los aposentos de abajo albergaba arcones y rollos de telas perfectamente embalados, y allí guardaron lo que consideraron exceso de ornamentación y objetos de mal gusto, como algunos tapices orientales con escenas provocativas y la escandalosa escultura oculta bajo el sombrero, que Mariana calificó de inmoral.

—¿Inmoral? Pues a mí me parece ilustrativa —reconsideró Teresa, pero enseguida se arrepintió cuando vio a su ama como una amapola y los ojos como platos.

Al tercer día, Mariana se rindió. En la habitación grande habían descubierto que una de las puertas del armario no era tal, sino que daba paso a un cuarto más pequeño con un bañera y, como en la cocina había un fregadero de piedra alargado en el que cabía una persona sentada, decidió que debían regalarse con sendos baños para quitarse el polvo y el sudor y relajarse un poco. Habían quedado en salir al atardecer para recorrer Cartagena y hacer llegar la invitación al San Andrés.

Mariana se vistió de la forma más discreta posible. Escogió una bajo falda con aros pequeños que se solía poner para estar por casa, más cómoda para pasar por las puertas y para sentarse, y prescindió del corpiño que la agobiaba mucho en aquel clima. Además, le había parecido que las mujeres de allí no ponían tanto empeño por esconder el pecho tras un cartonaje que las dejaba planas, como era costumbre en la península. Directamente sobre la camisa se vistió el cuerpo marrón terminado en punta sobre la falda de cola del mismo color. Teresa subió para ayudarla con el peinado y alabó su decisión de prescindir del corpiño acartonado. Con una gasa de color crudo disimularía el busto. Armadas con sus parasoles, salieron a conquistar Cartagena.

La ciudad estaba muy animada. Los paisanos se desplazaban andando y eran escasos los coches y las carretas que se adentraban en las calles, de manera que se mantenían bastante limpias. En las más estrechas, las mujeres hablaban entre ellas de balcón a balcón, de donde emergía una exuberante vegetación que resultaba un placer para la vista. Recordó las palabras de don Gonzalo, aquella ciudad invitaba a la vida. Pasaron por delante del Palacio de la Gobernación, un edificio largo y blanco con grandes arcadas tanto arriba como abajo, y visitaron la Iglesia Mayor situada enfrente. Continuaron su paseo hasta el edificio de la Real Contaduría y preguntaron por la única persona que conocían, el señor Diego Morales, el tesorero. Don Diego estaba muy ocupado con los asuntos de la flota y las condujeron a una antesala donde debían esperar y desde la cual se oían las voces de los reunidos en el despacho. Al cabo de un rato, se abrió la puerta y salieron una serie de personas muy bien vestidas que se detuvieron ante ella sorprendidos. El hombrecillo, que tan bien conocían, asomó en último lugar un tanto extrañado de que se hubieran detenido los visitantes hasta que las vio.

—Mi querida señora, —se apresuró a besarle la mano— permitidme que os presente —y se dirigió a los caballeros que inclinaron la cabeza según los iba nombrando—: el señor gobernador de Cartagena, don Diego de los Ríos y Quesada; el sargento mayor, don Cristóbal de Ceballos; el veedor de galeones, don Alonso Prieto y el marqués de Bolcortes; —dirigiéndose a ellas—: la señorita doña Mariana Tamares, hija del conde de Olvera y su doncella.

Tras un momento de cerrado silencio durante el cual se podía oír lo que sucedía en la calle, el gobernador don Diego de los Ríos reaccionó.

—Señorita, permitidme que os dé la bienvenida en nombre de la ciudad. —La tomó la mano al tiempo que se inclinaba—. Nos honra la llegada de personas ilustres a lugares tan remotos.

—Os agradezco vuestra cálida acogida y debo añadir que la ciudad me parece maravillosa y muy cómoda para vivir.

—Me alegro de que así lo consideréis, pero pronto os daréis cuenta de lo limitados que vivimos. Por un lado, como habréis comprobado a vuestra llegada, tenemos el mar, al este, las lagunas, en el sur, una zona de pantanos, y más allá, la selva. Nuestras comunicaciones son principalmente por mar porque son más rápidas y seguras.

—Estoy segura de que es así. Por lo que me han comentado, la selva está llena de peligros y de enfermedades.

—En efecto —asintió el sargento don Cristóbal Ceballos—, y de indios y negros cimarrones.

—Por favor, no asustéis a la señora. —Se sumó el marqués, un señor ya entrado en años— ¿Y cuál es la razón de vuestro viaje?

Antes de que Mariana pudiera contestarle, se le adelantó don Diego, el tesorero.

—Es la prometida de Miguel Fernández y se aloja en su casa.

Mariana no comprendió el cambio de comportamiento de los señores. Desde la declaración del hombrecillo la miraban perplejos y les faltó conversación. Ella procuró mantener una charla distendida y sonrió a sus interlocutores hasta el momento en el que se retiraron a sus quehaceres. El tesorero se hizo cargo de la misiva que remitiría al barco. Mientras Mariana salía flanqueada por el gobernador y el marqués, Teresa se quedó un poco rezagada de acuerdo con su condición.