8
Al día siguiente, la ciudad sucumbió a la histeria ante las noticias de Bocachica. La canoa, con treinta y seis mulatos y un fraile franciscano, fue abordada antes de llegar al fuerte. Tan sólo un mulato logró salvarse a nado y llegar a la ciudad con la nueva: el fraile había sido apresado y obligado a llegarse hasta el fuerte en una canoa con bandera blanca para exigir la rendición de los castellanos, pero don Sancho Jimeno de Orozco se había negado a entregar la fortaleza y el bombardeo masivo se renovó.
Con el alma en vilo, la población seguía el combate desde los baluartes y desde las torres de las iglesias y conventos. Las novedades corrían de boca en boca como un reguero de pólvora. Teresa salía y entraba continuamente con las últimas noticias, mientras Antoine y Mariana recorrían la casa como si fueran la anfitriona y una visita a la que debía atender.
Dentro de aquellos muros, la violencia no había hecho acto de presencia. Antoine quedó maravillado de todo el capital que albergaban las habitaciones. Si conseguían entrar en la ciudad, aquello representaba un botín propio de un rey. ¿Cuántas casas habría como ésa? Inmediatamente rechazó los pensamientos por considerarlos injuriosos. Las mujeres le habían salvado la vida. Si conseguían entrar en la ciudad, debería protegerlas. La idea de que Mariana cayera en manos de una horda, lo desasosegaba.
A media tarde, los gritos y las carreras por la calle atrajeron su curiosidad. Teresa volvió con el parte. Había caído el presidio de San Luis, pero su comandante había sido tratado con honores y las propias tropas francesas lo escoltaban hasta una hacienda de unos familiares suyos. En la ciudad había cundido el pánico y las puertas habían sido abiertas. Muchos vecinos habían abandonado Cartagena, sobre todo mujeres y niños, llevándose dinero y alhajas consigo, aunque a esas alturas ya estarían cerradas de nuevo, pues el gobernador necesitaba defensores. Antoine maldijo la pérdida de esa oportunidad para escapar. Teresa añadió que el capitán Francisco Santander con ochenta milicianos, seis cañones en mal estado y unos pocos víveres, habían evacuado apresuradamente el fuerte de Santa Cruz y se habían incorporado a la defensa de la plaza, y lo mismo hicieron los del fuerte Pastelillo.
—¡Es increíble! —exclamó Antoine—. ¿Cómo pueden abandonar dos fortalezas al enemigo? La bahía ha quedado indefensa. ¿Qué tipo de imbécil está al frente? De Pointis sólo ha tardado dos días en tomar una fortaleza. No lo entiendo. Creímos que este hueso sería duro de roer.
—Por fuera parece fuerte, pero la avaricia lo ha vuelto frágil —explicó Marina, retomando la metáfora.
—¿La avaricia? Estoy hablando de decisiones militares.
—Bien, en ese caso ¿qué haríais si contarais con las paredes de los fuertes, unos cañones deteriorados, los soldados fueran mercaderes, negros, mestizos, y sólo sumarais unos mil arcabuces útiles?
Antoine la miró anonadado.
—¿Es eso cierto?
Mariana asintió.
—Señora, estáis ayudando al enemigo.
—En absoluto, el enemigo no puede moverse de aquí —sonrió con picardía—. Y tal y como van las cosas, es fácil que vuestros amigos entren antes de que vos podáis salir.
Admiró la tranquilidad con que ella tomaba las cosas. En ningún momento, salvo la otra noche, la había visto perder la compostura o, al menos, mostrarse tan alterada como la criada. Era una mujer de temple y él lo agradecía, pues no se imaginaba consolando a una histérica.
Por la tarde, el viento trajo un humo negro y espeso. De nuevo la chica informó de que habían hundido dos naves en el canal de acceso al puerto interior, para cerrar el paso a la flota enemiga, y que el resto, dos galeones, dos galeras y varias piraguas y canoas, estaban siendo incendiadas para que no cayesen en manos enemigas.
A la mañana siguiente, jueves, día dieciocho de abril, apareció la flota francesa frente a los baluartes del sur de la ciudad. Les llevó poco tiempo reflotar las dos naves hundidas en el canal, porque no había sido realizado a conciencia, y entrar en el puerto. Comenzó el desembarco de las tropas enemigas que se apoderaron de la ermita de Nuestra Señora de la Candelaria, ubicada en la cima desde la cual se dominaba toda la ciudad. A primera hora de la tarde, se habían establecido varios campamentos con sus banderas ondeantes. Un trompetero llevó una propuesta de capitulación a don Diego de los Ríos, gobernador de Cartagena, quien la rechazó.
Poco después, se produjo una conmoción en la plaza, pues un desertor italiano había pedido asilo y describió con qué fuerzas contaba el enemigo. La desesperación invadió de otra vez a la población. Don Diego envió emisarios a Mondoz y otros lugares en demanda de auxilio, pero con poca fortuna. Por la noche, el valeroso capitán Palma salió con su compañía para cruzar el acero aquí y allá con las avanzadas francesas. El viernes, el ataque se concentró en el fuerte de San Felipe de Barajas.
Para entonces Antoine había recuperado plenamente las fuerzas y la herida, aunque le molestaba, seguía cicatrizando satisfactoriamente. Diariamente aguardaba con ansiedad las noticias de Teresa y vagaba, mientras tanto, por la casa. Descubrió una habitación en el fondo del patio que servía de almacén. Como no había ventanas buscó un candelabro y allá fue a investigar. Lo que encontró lo dejó sin aliento. Si lo que había en la casa justificaba un buen botín, aquello no tenía nombre. Se llegó hasta un montón de rollos que resultaron ser tapices y alfombras de seda perfectamente empaquetados para ser trasladados. Los arcones estaban cerrados con llave, otros rollos resultaron ser telas de seda de diversos colores para vestir. Le llamó la atención una figura de porcelana finísima, en la que un hombre y una mujer de rasgos orientales copulaban en una postura erótica. El acabado de las manos, de los brazos, era suave y les confería una elegancia sensual, los colores detallaban las zonas erógenas de ambos. Quedó tan hechizado contemplándola que no oyó llegar a Mariana.
—No entiendo que veis en esa figura que tanto admiráis. A Teresa también le parece maravillosa —confesó Mariana un tanto sonrojada.
—Es encantadora. Un trabajo admirable que hace soñar. En Francia se pagaría una fortuna por algo semejante. ¿No os gusta?
—Lo que representa no me parece muy apropiado —contestó escandalizada.
Antoine procuró disimular su sonrisa ante el apuro de ella.
—Lo interpreto como un homenaje a la reproducción humana —intentó justificar sin mucha suerte—. ¿Qué hay en los baúles?
—No lo sé.
—¿No son vuestros?
—No. Ni la casa, ni todo lo que contiene es mío.
Ahora comprendía por qué no la inquietaba el asalto, pero olvidaba su persona que era tan deseable para aquellos diablos como toda la mercancía.
—¿Y no sentís curiosidad al ver tanta maravilla?
—No, pero podéis buscar la llave si tenéis tanto interés, aunque yo no registraría los sitios corrientes, seguramente esté en algún escondrijo.
—¿A quien pertenece todo esto que tanto desprecio os suscita?
—A un comerciante, o a un pirata, o a un contrabandista. No lo sé a ciencia cierta o quizá sea todo a la vez. —Antes de que él siguiera preguntando, le propuso—: os ofrezco una encarnizada partida de ajedrez si abandonáis vuestro interrogatorio.
—Lo siento. Pero comprended que las contestaciones que ofrecéis son un acicate a mi curiosidad. —Hizo un ademán de volver sobre sus pasos cuando ella lo detuvo.
—Si no lleváis con vos el ajedrez, difícilmente podremos jugar.
Miró en derredor pero no vio nada que le diera una pista.
—Levantad aquella caja y yo os ayudaré con la mesa.
Sacaron la mesa al patio en el que, prácticamente, hacían la vida. Cuando caía un chaparrón tropical, se resguardaban en los laterales porticados y, en cuanto cesaba, salían al sol como los lagartos. Antoine se encontraba muy cómodo y fresco vistiendo unos calzones y una camisa y prescindiendo de las terribles pelucas. La temperatura era bastante estable, aunque a mediodía apretase el sol, y el aire que se respiraba no era como el de cualquier urbe. Recordaba el olor pestilente de París o de Marsella o de cualquier otro puerto. Pero no allí, en Cartagena, y eso que se hallaban confinados dentro de las murallas.
La partida no sufrió las usuales interrupciones de Teresa, por lo que la tarde transcurrió plácidamente. Mariana condujo la conversación hacia las aficiones de él. Se reveló como un reformista agrario y un diseñador de barcos.
—Me enfurece la despreocupación de Christopher en cuanto a la propiedad. Sin embargo, Gastón, con su pequeña hacienda, está logrando maravillas. Sinceramente, lo envidio. Aunque él no lo sabe, a pesar de todo, ha tenido suerte.
—Pero os apasionan los barcos —alegó Mariana.
—Sí, pero no la vida en ellos.
—La vida da muchas vueltas y guarda sorpresas.
—Es la segunda vez que os oigo decir esto. ¿Es por experiencia?
—Cuidad vuestro alfil. Comienza a anochecer. ¿Dónde preferís cenar, aquí o en la cocina?
—Aquí —respondió con fastidio.
No sólo lo ganaba en el juego, sino que le daba de nuevo con la puerta en las narices. Esa forma de no contestar, simple y llanamente, empezaba a enfadarlo ¿Qué era eso tan grave que ocultaba tan abiertamente?
El viernes pasó sin sobresaltos hasta el sábado por la noche, durante la cual la guarnición del presidio de San Felipe había buscado resguardo en la ciudad. Don Diego de los Ríos, airado, mandó encarcelar a Juan Barrio y envió al vizcaíno don Miguel de la Vega con otros setenta hombres, en su mayoría negros y mulatos, con la suerte de que los franceses no se enteraron del cambio de fuerzas que se había producido en la fortaleza.
Laver se quedó sin aire con el trasiego de los españoles y la ceguera de los suyos pues, durante unas horas, el San Felipe había permanecido desguarnecido. El asalto le estaba pareciendo una parodia teatral digna de Molière. Por el emblema que describió Teresa dedujo que el general de Pointis había instalado el cuartel en el hospital de San Lázaro.
El domingo, los franceses decidieron, una vez más, no respetar la fiesta del Señor, e intensificaron el bombardeo del fuerte e iniciaron el del Arrabal de Getsemaní, que se extendía ante la puerta principal de Cartagena. Para llegar a la ciudad había que abatir las defensas del barrio. Con este fin ordenaron a los barcos y galeotas abrir fuego contra los baluartes. Hacia el mediodía, las baterías españolas, en respuesta, hicieron blanco en las posiciones francesas de San Lázaro para gran alborozo de los milicianos.
Transcurrieron así el lunes y el martes, sin obtener ventaja ninguno de los dos contendientes. Antoine empezaba a dudar del triunfo de los suyos pues, lo que en un principio había sido fácil, se había tornado trabajoso a causa de la entereza de los españoles, quienes, con menos medios y menos hombres, defendían denodadamente la ciudad y merecían su franca admiración. Pero esto no le sorprendía, porque ya lo había constatado en el Mediterráneo.
Laver, para no volverse loco, había organizado una rutina. Acostumbraba a tomar un baño según se levantaba, porque había comprobado que no lo debilitaba como tenía entendido, sino todo lo contrario, lo encontraba tonificante y se sentía aliviado de no tener que rascarse constantemente. Después se ejercitaba con la esgrima y el lanzamiento de cuchillos en una parte del patio que había habilitado para tal fin. Obviamente, no podía hacer uso de las pistolas. El armamento lo reunió con ayuda de Teresa, quien asaltó los arsenales expuestos por la casa. Finalmente, había aceptado a la escuálida criada que, contra todo pronóstico, resultaba bastante eficiente. Ella había dejado de temblar cada vez que pasaba a su lado y habían depurado un sistema de signos para entenderse en lo primordial.
A la hora de la comida se reunía con Mariana, de la que no se separaba hasta la noche. Pasaban el tiempo jugando y hablando de música, de literatura… aunque Antoine fue el que llevaba la voz cantante, porque Mariana carecía de ciertos conocimientos por no haber disfrutado de vida social. Antoine le describió cómo era el teatro y le contó el argumento de la última obra de Molière que había visto con Gastón, “El avaro”, pero fue difícil transmitirle la perspicacia psicológica del personaje y la sátira implícita en los diálogos. Ella sólo supo hablarle de poesía o de novelas que su tío le había proporcionado. Se identificaba con el romanticismo de Garcilaso, sin embargo, se le escapaba el significado de las diatribas de Quevedo contra la élite, aunque su tío lo encontraba divertido. Antoine prometió que le enviaría, de alguna manera, las fábulas de La Fontaine que, para su gusto, habían superado la sobriedad de las fábulas de Esopo y Fedro, y las había enriquecido con la crítica y un encanto lejos de la finalidad didáctica de los clásicos.
El miércoles, día veinticuatro de abril, un nuevo desastre conmocionó a Cartagena. Muerto don Miguel de la Vega a causa de un tiro, los hombres restantes abandonaron el fuerte de San Felipe y se refugiaron en la ciudad. Tras el éxito, los franceses decidieron tomarse un respiro. Por las noticias que llegaban de los espías, ellos también tenían problemas. El mismo general de Pointis había sido herido por la metralla dos días antes y, además de las bajas propias del enfrentamiento, comenzaban a manifestarse algunas enfermedades típicas del lugar.
Durante los tres días siguientes, en la plaza se construyeron cureñas nuevas para los cañones y el gobernador decretó la libertad para los esclavos que se unieran a la defensa, a pesar de que no disponía de arcabuces para todos. El siguiente obstáculo para los franceses fue el Arrabal de Getsemaní, cuya defensa se dejó en manos de don Francisco de Santarem, con una dotación de setecientos hombres y cuarenta cañones distribuidos en cinco baluartes: el de la Media Luna, cuyo mando se reservó el propio Santarem; el de San José, con el capitán Aguilar al frente de su compañía de mulatos; el de El Reducto, con el capitán don Francisco Labartes y ochenta negros; el de Santa Isabel, con el caballero vizcaíno don Juan de Landetta; y el de Chambacú, bajo el capitán de la piragua guardacostas. Teresa se explayó de esta manera, con todo lujo de detalles. Antoine dictaminó que los españoles lo tendrían muy difícil.
—Si los fuertes no han soportado el embate, los baluartes, que son más débiles, caerán enseguida. Nosotros partimos con cuatro mil hombres. No sé cuántos habrán perdido hasta la fecha, aun así…
—¡Dios mío! ¿Qué será de nosotras? —rezó Teresa.
Antoine no necesitó que le tradujesen para hacerse cargo de la angustia de la mujer, aunque Mariana permanecía extrañamente tranquila. Demasiado para su gusto, pues no la juzgaba una mujer fría, sino todo lo contrario. Cuando conversaba con ella, el entusiasmo y la emotividad flotaban electrizantes alrededor de su persona. Antoine había aprendido a escuchar sus silencios, a interpretar sus palabras, a leer sus emociones en cada rasgo del rostro. Estaba convencido de que ocultaba algo trágico o ignominioso porque la razón de su presencia allí no le había sido desvelada. Y estaban las noches, esas noches en las que despertaba bajo la congoja de una pesadilla. Fingía que no la oía gritar y llorar pero lo esperaba puntualmente; incluso Teresa dormía ahora con ella para atenderla. Se había habituado a esa situación y respetaba su decisión, aunque le doliera la falta de confianza.
—Nada —contestó Antoine a la pregunta no formulada—. Si estoy aquí, mi presencia os salvará, y si no estuviera…
—¿Por qué no ibais a estar? —Se sobresaltó Mariana.
Antoine sintió un súbito placer en la alarma de la joven.
—No porque me hubiera sucedido algo —se apresuró a matizar—; sino porque me he hecho una idea de la caída de la plaza.
—¿Qué idea es esa? —se interesó Mariana.
—El Arrabal es independiente de la fortaleza de la ciudad. Al igual que ha sucedido con los fuertes cuando han sido abandonados, los soldados regresarán a la ciudad en cuanto los franceses desborden las defensas. Las puertas se abrirán y yo estaré allí para rebasarlas.
—Es peligroso —comentó Mariana.
—Siempre hay peligro. Pero confío en que con el barullo y el desconcierto pueda lograr mi objetivo. Y, en el caso de que lo consiguiera —retomó su argumento inicial—, cerraréis todas las ventanas, contraventanas y puertas, menos una. Ya lo he estudiado: cerraréis la contraventana del balcón principal pero dejaréis abierta la ventana interior para que, yo o mis hombres, podamos acceder. Permaneceréis encerradas con alimento y agua en el cuarto de la bañera de la habitación principal. Si entrasen otros primero que nosotros, esa puerta está disimulada como parte del armario. Nos permitirá un margen mayor de tiempo para llegar en vuestro rescate.
—¿Cuánto tiempo lleváis urdiendo esto? —preguntó Mariana.
—No lo sé, es innato. Cuando estoy en peligro, analizo los lugares y las situaciones de forma inconsciente. Cuando la criada ha hablado del asalto y de la distribución de los baluartes, se me ha ocurrido la forma de salir. Es mejor que yo regrese con los míos y no que me encuentren aquí.
—¿Creéis que hay deshonor en vuestra situación?
—No es lo que yo piense, pero no puedo alegar que me retuvieron dos mujeres. Mi primer deber como soldado es huir, el resto se llama deserción.
Antoine observó el ensombrecimiento gradual del rostro de Mariana. Desconocía los derroteros que tomaba la mente de ella, pero se sentía halagado ante la posibilidad de que él fuera la causa de esa preocupación, porque ella tampoco le era indiferente. El rostro limpio de afeites; el olor a azahar; la franca sonrisa, sin doble intención o fingida; la falta de afectación en sus maneras; la inteligencia inclinada a lo positivo, a la razón, y no empleada en el mal, en el engaño, en medrar, tal y como había conocido en todas las damas de la corte con las que había saciado sus apetitos carnales; le habían arraigado dentro, profundo, sin él advertirlo. Había encontrado a la mujer de su corazón y tendría que dejarla marchar. En ese momento fue consciente de que no se casaría nunca, de que no hallaría reposo ni tranquilidad durante el resto de su vida. Había ganado y perdido todo en unos pocos días.
Teresa interrumpió el silencio en el que se encontraban sumidos al traer las viandas. Fue una cena callada y solitaria. Los dos parecían incapaces de sacudirse el mutismo y la tristeza que les embargaba tras descender de la nube en la que habían vivido.
Cuando terminaron la colación, Mariana se retiró junto con Teresa a la cocina y lo dejó solo. En breve volvería, pero a Antoine se le caía el alma a pedazos y no estaba seguro de lo que le sucedía. La necesidad de escapar lo empujó escaleras arriba y se encerró en la habitación. Se sentó en una butaca, puso los pies descalzos sobre la mesa y echó hacia atrás la cabeza, mesándose los cabellos. Quería gritar, quería correr, quería matar, quería dejar de sentir, de ser.
Oyó llamar a la puerta e instintivamente dio su permiso. La aparición de Mariana en el marco lo impulsó a ponerse de pie rápidamente, un poco azorado por su inesperada presencia ya que, desde que se había curado, no había vuelto a entrar.
—Quería entregaros esto —dijo a la vez que avanzaba.
Extendió la mano que cobijaba una fina cadena de oro con un crucifijo del mismo noble metal. Antoine lo reconoció pues lo había visto, día tras día, colgado de su blanco y frágil cuello. Le llamó la atención desde el primer instante por ser la única joya que se permitía, frente a la profusión de ajorcas, perlas y piedras preciosas con las que se adornaban las parisinas.
—No puedo tomarlo. Lo tenéis en alta estima.
—Debéis aceptarlo porque es lo único que me pertenece de toda esta casa, y es mi deseo que conservéis un recuerdo de estos días.
Antoine quiso decirle que ese recuerdo ya lo llevaba, que le torturaba la mente y le quemaba el corazón. Sin embargo, tomó la mano que extendía y, a la vez que recogía el crucifijo, se inclinó para besar la palma que lo había contenido, pero el olor lo embriagó, no pudo refrenarse y siguió besando la muñeca. Avanzó por el cálido brazo hasta llegar al interior del codo momento en el que, con el otro brazo, rodeó su cintura y la aproximó. La sedosa piel le trajo recuerdos lejanos de amor, de hogar. Levantó la cabeza y se enfrentó a su mirada, temeroso de lo que allí vería, pero no había furia, ni siquiera rechazo. Unos ojos del color de la miel y una roja boca entreabierta lo invitaron a continuar. Mordisqueó el labio inferior para degustarlo antes de entregarse al beso que fue suave, pausado y profundo. Lo hacía todo lentamente, porque eso era lo que él había soñado durante mucho tiempo y no quería que sucediera rápido, deseaba que se detuviera ese instante eternamente mientras ella estuviera entre sus brazos. Se separó un poco para verla, para asegurarse de que era real. El rostro tan conocido, tan deseado, le sonreía. La abrazó de nuevo estrechamente para sentirla palpitar, para tocar el codiciado cuerpo. Renovó los besos que ascendieron despacio desde el hombro por el cuello hasta la oreja. Entonces sintió el peso y la respiración entrecortada. La sujetó con fuerza por debajo de los hombros con un brazo y con el otro la levantó del suelo y la depositó sobre la cama. Ella no ayudaba, pero tampoco se oponía. Se echó a su lado y volvió a besarla, cuando sintió sus brazos sobre el cuello, se relajó ante la tácita confirmación. Sin despegarse de ella, fue desabrochando el corpiño, aunque nunca había estado tan torpe como en esa ocasión. Se encontraba como si fuera la primera vez. Todo sucedía lentamente porque necesitaría recordar cada minuto en un futuro. No había prisa. Ella, sonrojada, ya por la pasión o por la vergüenza, lo ayudó con la falda y, cuando se agachó para quitarse las medias, él se adelantó y las enrolló hacia abajo. Le tomó los pies, se los besó y fue ascendiendo por la pierna en un beso continuado. La mano de ella lo sorprendió al enredarse en el pelo para acariciarle la nuca. Antoine apoyó la mejilla en el cálido muslo y se tomó un respiro para disfrutar de aquel bálsamo.
Para Mariana todas las sensaciones eran nuevas. Le estimulaba el calor de la mejilla sobre el muslo y prolongó el masaje de aquella cabeza tan bien formada. No comprendía si se entregaba por la fuerza del abrazo o por la calidez de los sentimientos que emanaban de él. ¿Cómo podían ser tan diferentes los hombres? En poco tiempo había sufrido la brutalidad de uno y ahora era el centro de la ternura de otro. El movimiento de Antoine para retomar la iniciativa la devolvió al presente. Se tendió de nuevo junto a ella y tiró de la camisa hasta dejarla completamente desnuda. Ella cerró los ojos para que nada la distrajera y se concentró en los besos que ascendían desde el vientre, que ardía y dolía, camino de los pechos endurecidos. Su boca los succionó y su lengua jugó con los pezones. El placer y el deseo estallaron dentro de Mariana y la búsqueda de aire la impelió a sentarse y separar, con la fuerza de las dos manos, los torturantes labios y elevó su cabeza hasta la suya. Se miraron unos breves momentos a los ojos, los de ella perdidos en el verde mar, los de él perdidos en el dulzor de la miel, confirmaron tácitamente sus deseos y pasiones largo tiempo contenidas, y sus bocas se volvieron a unir a la vez que ella cedía al peso de él y se tendía una vez más. Las manos se decidieron a explorar el cuerpo del hombre, aquel cuerpo que tantas veces había recreado la vista y la imaginación, que la había deleitado con sus contornos al sol, que había deseado durante los ejercicios de esgrima que había espiado, al que se había aferrado como tabla de salvación durante las pesadillas, y que ahora estaba al alcance de las manos, de la boca. Pero la camisa estorbaba.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Antoine procedió a desprenderse rápidamente de la ropa sin abandonar el beso. En cuanto ella empezó a explorarle, se detuvo y dejó espacio para que participase a su antojo. Dibujó su cuerpo en una prolongada caricia y memorizó sus cicatrices. Era el cuerpo duro y esbelto de un militar, de nalgas suaves y tersas. El francés repitió la caricia que la había enloquecido, que no había podido soportar y ascendió con sus besos el ya conocido vientre hasta los pechos, los blandos, blancos y cálidos pechos, que repasó con sus labios hasta que tropezaron con una pequeña imperfección, una sonrosada cicatriz que cubrió con su boca. Oyó gemir en el dormitorio, pero no era él. Eran gemidos de mujer, hasta que cayó en la cuenta de que eran de ella.
Intentó separarlo otra vez en busca de aire, pero se encontró con su boca que se abatía sobre la de ella, creyó que se ahogaría, que moriría si no le daba una tregua para recobrarse cuando sintió que deslizaba la mano entre los muslos, camino del punto que le dolía tanto y que se aliviaba con el tacto. Y ella se abrió, como respuesta a esa llamada con un movimiento tan antiguo como el hombre. Y él lo aprovechó, penetrando en los orígenes y ahogando el gemido de ella con un beso prolongado. Se quedó quieto, al notar el cuerpo tenso y rígido por el dolor, y redobló las caricias y los besos por el cuello hasta que sintió cómo ella se distendía. Se movió despacio al principio, después aumentó el ritmo.
Mariana, pasado el primer dolor, se sintió más relajada. Ya no había marcha atrás, la vida la había desbordado más allá de sus previsiones. Antoine se mostró considerado hasta el último estremecimiento y, sudoroso, se desplomó sobre ella, pero el peso resultó agradable. Mariana lo abrazó con las piernas mientras con una mano le alisaba el cabello. Ahora estaba lista para morir, pues conocía todas las facetas de la vida. Repasó mentalmente la feliz infancia en Sevilla, a su familia, a sus amigos. Había realizado un viaje fantástico a través del mundo y este hombre maravilloso, que se recuperaba sobre ella, durante esos pocos días, la había elevado hasta rozar el cielo. Ahora todo le daba igual, no le importaba lo que sucediera.
Antoine se desplazó a un lado, buscó los ojos del color de la miel y los encontró anegados en lágrimas. Reconocía que había tenido sus dudas sobre la virginidad, pues le abrumaba la ignorancia sobre la razón de su presencia en Cartagena, sola, sin familia, en casa de un desconocido, como ella había reconocido. Y ahora se sentía culpable. No acostumbraba a desflorar jóvenes habiendo mujeres solícitas en la corte de París.
—¿Te hice daño? —preguntó preocupado.
—No.
—Entonces, ¿por qué lloras?
Antoine vio la sorpresa reflejada en su rostro. ¿Acaso no se había dado cuenta de que estaba llorando? Ella intentó limpiarse las lágrimas que le rodaban por la sien, pero él se lo impidió y se las lamió con besos, tiernamente.
—No llores más, mi amor. ¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Y qué importa eso?
—Claro que importa. ¿Qué va a ser de ti? ¿Por qué no me hablas de la razón de tu viaje?
—Porque eso no es importante. No tiene nada que ver contigo.
—Todo lo que te rodea tiene que ver conmigo.
—No, no es cierto. En breve volverás con los tuyos y lo nuestro será un maravilloso momento vivido.
Antoine experimentó un gran vacío. Para él había sido algo más que un momento maravilloso, había sido el resumen de su vida. Comprendía que ella tenía razón, pero en el pecho latía la negación de esa razón. Él saldría de aquella casa, probablemente no la vería más, pero nunca sería el mismo. La vida ya no sería igual, sus expectativas, sus esperanzas, quedarían entre aquellos muros. El terrible significado de la soledad lo obligó a estrecharla fuerte entre sus brazos, a memorizar su olor, a aprender su tacto. Y así los encontró a la mañana siguiente Teresa, cuando subió con los cubos de agua caliente para el baño, y salió sigilosamente.
Pero Laver, el militar que había dentro de él, la había oído. No se movió porque no deseaba despertar al objeto de su ternura. Un llanto callado había brotado sin cesar durante buena parte de la noche. Le hubiera gustado poder consolarla, detener las lágrimas con mentiras de lo que no podía ser, pero se sintió impotente y la acompañó en silencio, permitiendo que rompiese su alma y su vida en mil fragmentos.
Finalmente, ella despertó. Él tomó la cara adormilada entre sus manos y miró aquellos ojos todavía sumidos en la tristeza. La obligó a cerrarlos con besos.
—No dejaré de besarte hasta que sonrías —la amenazó.
—Es una mala decisión. Podría no sonreír nunca más.
El que sonrió fue Antoine.
—¡Qué fáciles sois los hombres! —le reprochó—. Perdéis cualquier desafío.
—Será porque me siento así. Me alegro de que estés de humor. El día se lleva los temores nocturnos, aunque doy por hecho que no me hablarás de tus pesadillas. —Se incorporó sin esperar su afirmación—. Teresa nos ha traído agua para el baño.
—¡Teresa! —gritó alarmada y se sentó en la cama—. ¡Me había olvidado!
Antoine se preocupó cuando la mirada de ella se posó en las piernas y en las sábanas, manchadas de un rojo revelador del secreto.
—¿Crees que te pondrá en un compromiso con tu familia por esto? —se inquietó Antoine.
—¿En un compromiso? ¿Con qué familia? No, no, en absoluto. Es que se ha puesto todo perdido. No me di cuenta anoche.
Antoine intuyó que, si seguía indagando, se toparía con la ya familiar puerta cerrada. Molesto y renuente, recorrió con la vista su blanco cuello, sus hombros y, allí, a la luz del día, una sonrosada cicatriz en forma de ángulo agudo destacaba sobre su cálido y turgente pecho.
—¿Cómo te hiciste esta herida? —preguntó sin pensar.
—Fue un accidente cuando era más joven —contestó despreocupadamente—. Puedes bañarte aquí, yo iré abajo, a la cocina. Teresa me ayudará —propuso sin levantar la mirada. Se envolvió en la sábana y abandonó la habitación.
Antoine sintió un dolor agudo que le cruzaba el pecho como un rayo. No sólo le cerraba la puerta de su confianza sino que ahora le mentía. Había visto demasiadas heridas para saber que ésa tenía apenas unas semanas. Si no fuera porque la había desvirgado esa misma noche, podría imaginar mil contestaciones de las que ahora carecía. ¿Es que no significaba nada lo que habían compartido? ¿No le había demostrado lo importante que era ella? ¿No sentía nada por él? Sí, sí que lo sentía. Se había entregado sin vacilar y no era una ramera. ¿Por qué no se confiaba a él?
—¡Maldita sea! —juró en alto—. Si consigo unirme a los míos y entramos en Cartagena, cogeré a esa maldita criada y, aunque tenga que azotarla hasta que se desangre, me contará lo que está sucediendo aquí, como me llamo Laver —gritó hacia la puerta, consciente de que desde la cocina no le iban a oír.
Mariana, con la sábana como vestido, entró en la cocina. Teresa, que preparaba un pantagruélico desayuno, levantó la cabeza en cuanto la oyó y, para su asombro, la recibió con una gran sonrisa.
–—¡Cuánto me alegro de que os hayáis decidido! —exclamó emocionada.
—Teresa, no es lo que crees. No hay matrimonio.
—¿Y quién ha pensado en matrimonio? Venid aquí, ahora mismo vierto agua caliente en la pila para que os aseéis.
—En realidad, me da igual. Cuando me case, todo habrá acabado —resumió y se metió en el agua.
—¡Qué tonterías decís! ¿No mantendréis en pie la boda con ese bastardo? Ahora ya no es necesario.
—¿De qué hablas? ¿Por qué no es necesario?
—El francés os llevará con él.
—¿Estás loca? —la increpó Mariana—. Él se marchará, es un militar y un enemigo. ¿No lo entiendes? No puede llevarme. Además, yo no iría con él.
El tiempo, con la tregua que le había concedido, se acababa. Aquel maravilloso compañero que la había distraído de sus penalidades, partiría para no regresar. Él había prometido que volvería, pero el peligro de la huida era grande. Sintió una pena muy honda, como si ya hubiera caído en medio del asalto. En realidad, a ella tendría que darle lo mismo pues, si salía sana y salva de aquello, habría de continuar con sus primitivos planes. Pero, en su fuero más íntimo, sí que le importaba lo que pudiese sucederle por más que deseara acallarlo.
—La que estáis loca, sois vos. Es el hombre más apuesto que he visto en mi vida. Estoy segura de que en la cama ha sido de lo más gentil. Sólo hay que veros, parecéis una gata relamiéndoos. ¿Y qué os retiene aquí?
—Teresa, deja ya de divagar. No comprendes nada. No puedo deshonrar a mi familia fugándome con un enemigo, sin tener posibles, sin estar casada, sin…
—¿Deshonrar a vuestra familia? —atajó Teresa iracunda—. ¡Ésta sí que es buena! ¿Todavía respetáis al cabrón de vuestro padre? ¿No os ha deshonrado él sobradamente?
—No es sólo él. Están mis hermanas y mi tío. Pienso en todos. —Salió de la pila y Teresa la secó con un lienzo y la envolvió en otro.
—Pensáis demasiado —la amonestó—. Como me llamo Teresa que os marcháis con el francés. No os vais a quedar a esperar al animal. Y si hoy es enemigo, mañana puede ser amigo por lo que he aprendido de política.
—¡No, Teresa, no has aprendido nada! Nacemos con unos deberes. Yo estoy aquí por un acuerdo legal y he de cumplirlo. Tú te irás con Pablo en cuanto acabe este odioso asalto y yo terminaré con esto. —Dejó de gritar para seguir la mirada de Teresa. Antoine se encontraba en el marco de la puerta con el ceño fruncido. Era la segunda vez que las sorprendía en una discusión.
—Dame una razón para que no la azote ahora mismo. —La voz misma sonó como un latigazo.
—¡ Ja ! —rió amargamente Mariana—. Pues perderías tu mayor defensora en esta casa. —Salió de la cocina pasando por su lado sin mirarlo.
Antoine se quedó allí en medio, sin saber cómo tomarse el desaire. Para su sorpresa, una sonriente Teresa le indicó que se sentara en el patio para desayunar, aunque ya era prácticamente la hora de comer.
Apoyó la espalda sobre una columna del patio, mientras esperaba a que Mariana terminara de arreglarse. Sus palabras lo habían desconcertado. ¿Su mayor defensora? ¿Es que necesitaba que lo defendieran? ¿Mariana no estaba de su lado? Todo en aquella casa era una charada. Su interlocutor era Mariana y se moría de ganas por hablar con la criada. Philipe dominaba el español. Si creía en las palabras de Mariana, ella le contaría muchas cosas que le intrigaban. Intentó figurarse alguna acción baja e inconfesable por parte de Mariana, pero le fue imposible.
—Cavilas demasiado para ser la hora más calurosa del día.
Mariana había bajado al patio con un vestido azul índigo que resaltaba sus cualidades. Se la veía tranquila y más relajada, en sus ojos se había instalado un brillo seductor y en su boca, una sonrisa. Antoine no se cansaba de mirarla, aunque apreciaba sus cualidades más allá del fascinante físico.
—Tus palabras me obligaron a ello, pero dudo sobre si debo preguntarte por ellas o harás como si no me hubieras oído. —Se sinceró con un dejo de resquemor.
—No hay razón, sólo se me hace raro. Teresa te admira.
—¿Y debo entender que tú no? —preguntó a la vez que se detenía el latido de su corazón.
—No creía que hubiera alguna duda después de lo sucedido —contestó ruborizándose.
—Pues si las dos me admiráis, no entiendo la discusión.
—Nuestros puntos de vista son diferentes. Teresa es emotiva, está acostumbrada a vivir al día, sin compromisos. Yo, no soy así.
—¿Y los discutes con tu criada? —indagó cauto.
—Para ti, los criados forman parte del mobiliario. Para mí, no. Por si fuera poco, estoy sola. No tengo amigos ni parientes. Teresa es todo lo que tengo. A pesar de las apariencias, ella intenta ayudarme, tiene la tonta idea de que está en deuda conmigo y haría cualquier estupidez si fuera necesario. No debes descargar con ella. Te aseguro que es inocente de los cargos que le imputas.
Para corroborar las palabras de Mariana, Teresa llevó el desayuno y preparó la mesa deshecha en sonrisas y simpatías para Antoine, al que sirvió revoloteando como una gallina clueca. Él captó las reprimidas ganas de reírse de Mariana y se le contagiaron. Hubo de hacer un esfuerzo y distraer su atención con el desayuno para disimularlas.
El domingo, día veintiocho, los franceses retomaron el asalto y se mezclaron los cañonazos con el repiqueteo de las campanas. Su decidida inclinación por no respetar el día del Señor exacerbaba al clero, que organizaba procesiones, confesiones públicas y flagelaciones para ganar el Cielo. Concentraron el fuego sobre el baluarte de la Media Luna que defendía el propio don Francisco Santarem, un hombre entrado en años que había vivido muchas guerras y estaba dispuesto a sostener otra, sin temblarle el pulso a pesar de la desventaja, pues contaba con unos hombres tan arriscados como él. Desde el Reducto, hundieron uno de los barcos lanzabombas de los enemigos y se reavivó el ánimo de los defensores. El lunes, los franceses consiguieron abrir una brecha en el derruido baluarte de la Media Luna y se lanzó el primer asalto cuerpo a cuerpo, pero los españoles reaccionaron a tiempo y volaron el puente, cortándoles el acceso. El bombardeo se reanudó más intenso que nunca.
A Antoine no le cabía el alma en el cuerpo. La caída del Arrabal era inminente. Había trazado una estrategia guiándose de las descripciones de la criada, pero, a su vez, la atracción que ejercía Mariana sobre él lo tenía encadenado, estaba loco de deseo. Esa noche, durante la cena y con el estruendo del bombardeo como fondo, tomó la decisión y así lo expresó.
—Mañana, en algún momento, se abrirán las puertas para acoger a los que busquen refugio. Me vestiré mis ropas, pero me cubriré con un herreruelo pardo que he encontrado en un armario para no destacar. Me acompañará Teresa, quien me servirá de guía y de tapadera. Si la conocen a ella, no se fijarán en mí.
—Puedo ir yo…
—¡No! Atraerías todas las miradas o me hablarías en francés y nos descubrirían. Es mejor como digo. Teresa acude todos los días y habla con todos.
—Es mucho riesgo de todas formas —se angustió Mariana.
Antoine la miró a los ojos y se sintió como un canalla al complacerse de la aflicción y tristeza que halló en ellos. Se levantó, rodeó la mesa, la tomó de la mano y la obligó a ponerse de pie, la abrazó y descansó la cabeza sobre el oloroso hombro de la mujer. No olvidaría el perfume que identificaba con ella. Azahar. Mariana. Cartagena. Le estremeció el calor de sus labios sobre el cuello. Lo estaba besando. Salió a su encuentro con avidez. Como un sediento quiso beberse su boca. Acusó el nerviosismo y el apremio de ella en sus besos y en sus caricias, que coincidía con el suyo propio. La alzó en brazos y la condujo a la habitación de arriba, donde la dejó de pie y la ayudó a desvestirse al mismo tiempo que él. No hubo risas, pero sí prisa. No era como la otra vez, un tanteo lento y especulativo, una exploración de cuerpos desconocidos; ahora había pasión de amor, había deseo de satisfacer, había ansiedad por el futuro, había necesidad que cubrir, había angustia por el adiós, había desesperación por lo que no podía ser.
La echó sobre la cama y no se entretuvo en los prolegómenos. Al comprobar que le seguía en su ansiedad, la penetró y ella le salió al encuentro exigente, entregada y perdida. Le enardeció el sentirse acogido e intentó prolongar lo más posible la unión. Dejó escapar la semilla entre estremecimientos y gemidos y se dejó caer de lado, extenuado. En cuanto recuperó la normalidad en la respiración se volvió hacia ella, y se enfrentó a un rostro surcado de lágrimas. La abrazó de nuevo y saboreó los ríos salados y, sin proponérselo, le hizo el amor de nuevo, despacio, sin prisa pero sin descanso, sin desesperación pero sin esperanza, insaciable pero sin lascivia. El amanecer los unió y los despidió.
Después del desayuno, Teresa volvió con noticias. Una embajada bajo bandera blanca había pedido la capitulación a Santarem, el cual se negó en redondo. El bombardeo del día anterior había cesado, pero el trasiego en el campamento enemigo había aumentado. Se preparaba el asalto final.
Hacia el mediodía, Antoine abandonó la casa bajo el disfraz. Del brazo de una inquieta Teresa, después de repetir las instrucciones en el caso de la caída de la plaza, se encaminó hacia el baluarte en el que se encontraba la puerta del Reloj. No se presentó ninguna dificultad hasta que llegaron a la plaza, en la que se agolpaban los ciudadanos para informarse de los acontecimientos. Teresa lo guió hasta el punto más próximo a la puerta para aguardar sin llamar la atención.
Laver comprobó que todos estaban pendientes de sus propios asuntos y no reparaban en lo que hacían los de alrededor, para su suerte. Si alguien los miraba, Teresa se mostraba como una tierna enamorada junto con su amante a la espera de noticias. Desde allí, se oía mucho mejor el estruendo y el movimiento de tropas que desde la casa de Mariana, que se hallaba en el centro de la ciudad.
A las cuatro de la tarde se desencadenó el infierno fuera, mientras que, en la ciudad, el silenció se adueñó de los moradores. El ataque francés iba a ser decisivo. Alguien, desde lo alto del baluarte, gritaba los avances a los que escuchaban abajo. Casi dos mil hombres se abatían sobre el derruido baluarte de la Media Luna, donde Santarem resistía con sólo cuarenta hombres. Los franceses llevaron zapadores encargados de ensanchar la brecha abierta para permitir el paso de la tropa.
Laver, como militar, admiró el valor del español, quien horas antes negó rendir el Arrabal a pesar de imaginarse perfectamente el desenlace. Se batió como un león hasta que la resistencia fue reducida y los franceses lo hicieron prisionero. Más adelante se enteraría de que Francisco de Santarem era un hombre mayor, dominado por los dolores que le proporcionaba la gota, y que soportó y comandó la defensa desde una litera.
A partir de entonces, la lucha por las calles del Arrabal fue encarnizada. A pesar de la inferioridad numérica y de la inexperiencia, pues eran más comerciantes y esclavos que militares, los españoles se batieron con bravura. La artillería de los baluartes, aunque intentaba ayudar, mataba tanto a asaltantes como a defensores. En el baluarte de San José cayó casi toda la compañía de mulatos y el propio Aguilar que la comandaba. Poco a poco, los españoles se vieron obligados a replegarse en busca del refugio en los muros de la ciudad, tal y como Antoine había previsto.
Laver y Teresa observaron los preparativos para abrir las puertas. Frente a ellas, se dispuso una compañía de lanceros para evitar que se colasen enemigos. Laver arrastró a Teresa hasta uno de los laterales, y se acercó todo lo que le permitieron a la puerta. Un desconocido se dirigió a Teresa.
—Oíd, guapa, retiraos que es una zona peligrosa. Se van a abrir las puertas.
—Ya lo sé, pero estoy inquieta por la suerte de mi hermano —se afligió con gran dramatismo.
—¡Vaya por Dios! Un héroe, si está ahí fuera. Pero no le haréis ningún favor si os dejáis matar aquí.
No pudo continuar porque las puertas se abrieron y comenzaron a llegar los primeros fugitivos. Laver retuvo un poco más a Teresa porque no había suficiente confusión todavía. En cuanto la afluencia fue más numerosa, se despidió de la chica con un gesto y, por un lateral, para evitar la contracorriente, fue aproximándose a la puerta. A los pocos minutos, se produjo un tumulto y los hombres se gritaban entre sí para mayor confusión de Laver, que no entendía el idioma. Divisó a los lanceros que, al fondo, se preparaban para cargar. Dedujo que los suyos debían de estar cerca, tenía que pasar desapercibido para ambos bandos pues, si salía con los lanceros, los suyos lo matarían. De pronto, los filibusteros llegaron como una horda mezclados con los fugitivos, y los lanceros cargaron. Laver se escurrió junto a la jamba y, una vez fuera, se quitó el herreruelo y el sombrero y se dispuso a gritar órdenes en francés, como si dirigiera aquel ataque, para que no se lo llevaran por delante. Paulatinamente, se retiró de la puerta hacia el Arrabal, poniendo especial cuidado en esquivar a los españoles que corrían hacia la plaza.
Teresa, mientras tanto, había subido al baluarte y desde el parapeto echó una ojeada abajo. Distinguió a Laver entre los asaltantes y luego lo vio retroceder hacia el Arrabal. Lo siguió y lo perdió varias veces con la vista, hasta que rebasó lo que fue el baluarte de la Media Luna. Había regresado con los suyos sano y salvo. En el entretanto, los lanceros habían conseguido rechazar a los filibusteros hasta las primeras casas del Arrabal, y llegó a sopesarse el reconquistarlo, pero el gobernador evaluó los escasos efectivos de que disponían y ordenó el regreso de las tropas a la seguridad de la muralla. El general francés se apresuró a establecer un batallón de la reserva ante la puerta, en sustitución de la horda de filibusteros.
Teresa descendió de la muralla y se perdió entre las calles para dar cuenta a Mariana del éxito de la fuga y de la caída del Arrabal de Getsemaní.