11
Los hombres cumplían con las obligaciones militares mientras que Mariana y Teresa se ocupaban de poner orden en la casa. Debían extremar la limpieza a causa del hacinamiento en que vivían. Mariana acordó con Eugénie, el contramaestre, que todas las mañanas designara a dos hombres para que se encargaran de vaciar las bacinillas, barrer y airear el zaguán, la habitación de encima y el patio. Al caer la tarde, según iban llegando de las misiones encomendadas, los marineros se metían en la pila de piedra de la cocina y se echaban cubos de agua por encima para lavarse y quitarse el calor del día. Al principio, se mostraron renuentes e hizo falta la intervención de Laver; pero después, ellos mismos descubrieron que el agua fresca era un alivio para el cuerpo, el cual revivía del cansancio y del sudor. Otro problema fue la bebida. Las jarras de zumo diluido en agua duraban poco y había que estar pendiente de su renovación pues, prácticamente, cada hombre vaciaba una entera cada vez que bebía.
Armand, el cocinero del Le Fort, y Teresa se enzarzaban frecuentemente en discusiones por el gobierno de la cocina, lo cual resultaba bastante cómico porque cada uno lo hacía en su propio idioma. Mariana medió y consiguió un concierto: Armand cocinaría, aunque debía aprender las costumbres culinarias de la colonia.
—Debes comprender que, con este calor, los guisos y las comidas grasientas no son saludables. Además, aquí contamos con verduras y frutas nuevas para ti y sería interesante aprender a preparar otros platos, ya que sirves en un buque militar que viaja constantemente. Teresa te indicará cómo —explicó con una gran sonrisa.
—Estaré encantado, señora. Pero esa arpía con huesos no hacía más que gritarme —se excusó, desplazando la culpa hábilmente. Afortunadamente, Teresa no lo entendió, así que Mariana no añadió nada más para que hubiera paz entre los dos contrincantes.
Con todo este trajín, el único rato del que disponían para cambiar impresiones era a primera hora de la mañana, cuando Antoine y Philipe habían partido hacia la Contaduría. Mariana, con el campo libre, tomaba su baño y se arreglaba ayudada por Teresa. Aquella parte del corredor estaba vedada a los marineros, de manera que podían moverse libremente.
—¿De verdad confiáis en que me crea que no sentís nada por el francés? —le reprochó Teresa mientras le vertía un cubo de agua tibia por el cuerpo.
—No he dicho eso. Cuando lo vi el primer día en la cancela, se me desbocó el corazón. Vestido de gala, con la casaca azul recamada en oro y el jubón a juego, con una gran profusión de blanquísimos encajes que colgaban de las mangas y del cuello, parecía un dios pagano. Pero eso no quiere decir que tenga que ir detrás de él.
—Es el único hombre que os puede sacar de aquí. ¿Visteis cómo se enfrentó a los piratas? ¡Qué valiente!
—Más que valiente, yo me inclinaría por alguien que cumplía con su deber. El carácter militar y autoritario de ese hombre es muy fuerte. Se mostró pétreo, severo, inexorable durante la reyerta, pero cuando se dirigió a mí, se transformó: la dureza de su expresión se volvió blanda, y la frialdad de sus ojos se tornó cálida y dulce. En ese momento reconocí al hombre entrañable que había echado de menos.
—Me alegro de que lo hayáis visto así. Ahora comprenderéis el miedo que me causaba cuando me miraba, y que no eran imaginaciones mías tal y como asegurabais —se justificó Teresa a la vez que le alcanzaba un lienzo para secarse.
—Te pido disculpas si fui tan insensible.
—Por cierto, ¿qué fue de la punta de flecha envenenada? Con tanta gente pululando por la casa, no me gustaría un accidente mortal —explicó Teresa.
—Está a buen recaudo, no te preocupes. ¿Qué vestido me toca hoy? —se interesó Mariana, desviando la conversación para olvidar el funesto veneno.
—El de color crudo —respondió Teresa, frustrada en sus pesquisas—. ¿Deseáis lucir el collar de perlas?
—No. Es tuyo. No vuelvas a mencionármelo. Tómalo como un regalo de Pablo. ¿Te causan problemas los marineros? —indagó Mariana mientras se vestía.
—Sólo el idioma. Ninguno ha intentado propasarse, no debo resultar muy atractiva. A veces me pregunto por qué Pablo se habrá fijado en mí.
—Porque habrá intuido tu corazón —lisonjeó Mariana.
En su fuero interno reconocía que todos se fijaban en la delgadez de la chica, pero nadie en su interior. Teresa valía mucho: era lista, práctica, enérgica, valiente. Sus únicos defectos eran la escualidez y la vehemencia que ponía en todo.
—¡Oh, vamos! No me decepcionéis con ese tipo de halagos —reprochó Teresa.
—Por primera vez voy a darte un consejo en pago de todos los que me has dado tú: no te menosprecies, eres alguien y posees un alma impoluta a la que no han llegado los menesterosos de la mancebía sevillana.
—Yo creo que es un reflejo vuestro. Es muy fácil estar junto a vos —confesó Teresa sonrojada y enternecida.
Mariana sonrió y se sentó para que la peinara.
—Compruebo que nadie te ha dicho lo que vales. Procuraré hacerlo más a menudo —prometió Mariana—. Mi tío nos animaba constantemente cuando las cosas no salían bien. “El desaliento es de cobardes”, decía, —y de pronto calló. Se percató en ese instante de que había sucumbido al desaliento, se había rendido y había optado por el camino fácil: el suicidio. Pero no encontraba otra salida.
—¿Qué ocurre? Os habéis quedado lívida —inquirió Teresa preocupada.
—Nada. Ha sido el recordar a la familia —mintió Mariana.
Don Julián había aceptado el rechazo de Mariana. Era lógico que se sintiera traicionada cuando había colaborado en el engaño, pero lo que le produjo mayor desazón fue la mirada vacía de vida que le había dirigido. Cuando una mujer sufría una agresión, en su opinión, había tres respuestas: la de miedo, la de odio y la de dolor. Todas las había visto, pero nunca el vacío. Había oído a los negros hablar de los muertos vivientes en sus supersticiones, que nunca había creído hasta que abordó a Mariana aquella mañana en la calle. Incluso había perdido belleza. Y, por primera vez en su vida, el sentimiento de culpabilidad entró en su magro y corrupto corazón.
Miguel era un animal sin sentimientos, sin cultura, sin inteligencia. Listo, sí, pero no inteligente. Estaba acostumbrado a conseguir lo que quería por las bravas, sin mano izquierda, sin sutileza. Cuando lo conoció, se sintió deslumbrado por lo arriesgado de sus golpes, que salían bien por lo inusitados, por el dinero que había acumulado, por la falta de escrúpulos. No supo qué hacer con el dinero hasta que él le dejó caer en su embotado cerebro la forma de adquirir un título nobiliario. Le hizo mucha gracia y se plegó a los planes amueblando la casa, comprándose ropa fina de caballero que no sabía llevar con estilo, aprendiendo modales en la mesa. El gañán se esforzó y mejoró mucho, pero no lo suficiente para el delicado ángel que desembarcó. ¿Cómo iba a imaginar semejante mujer en las circunstancias en qué fue adquirida? Finalmente, el rufián tuvo que hacerlo a su manera, a las bravas, y estropearlo todo.
Miguel se había convertido en un fardo muy pesado y peligroso. En cuanto conoció a Mariana comenzó a cambiar de idea. ¿Y si fuera él el que se casaba y se instalaba en la península? Pero, para eso, necesitaba la fortuna de Miguel. A partir de entonces, los días se sucedieron elaborando planes para eliminarlo, pero debía ser cuidadoso, pues había más rufianes que se beneficiaban de los robos y los negocios ilegales que podían soliviantarse ante la muerte de la gallina ponedora.
Por el momento, y ante el giro que habían tomado los acontecimientos con el imprevisto asalto, se plegaba como un junco que capea el temporal. Había aceptado a los franceses en su casa para estar informado de lo que sucedía en la ciudad y en la casa de al lado. Mariana sería suya. No le importaba que esos remilgados la disfrutaran; la dejarían en cuanto se fueran. Él acudiría en su ayuda y le ofrecería un matrimonio para lavar el estigma de ramera, para devolverle la dignidad y un regreso a la península, donde nadie tendría noticia del pasado. Y ella se mostraría agradecida, y si no, tanto daba. A su edad, el sexo no era un objetivo, se conformaba con que fuera su compañera de fatigas. Prefería el poder, vivir bien, ser envidiado, morir en la península, lejos del agotador clima caribeño, de las danzas y lamentos de los negros, del temor a la selva, de la naturaleza desatada y mortífera en época de huracanes.
Desde el día que entraron los franceses en su casa, visitaba la iglesia de enfrente por dos razones: para hallar tranquilidad frente al bullicio permanente de los marineros y por la información. Las iglesias se habían convertido en los mentideros de la ciudad. Allí corrían todas las historias sobre lo que acontecía. Se hablaba de asaltos, de violaciones, de que no se respetaban las condiciones de rendición, de que no se podía transitar por las calles porque, a pesar de que estaban alojados fuera de las murallas, durante el día, los filibusteros entraban en la población. Su calle estaba resguardada por el asentamiento de los jóvenes oficiales. Eran muy apuestos. ¿Respetarían a Mariana? ¿Por qué habrían de hacerlo? Recordó de nuevo la mirada vacía y perdida. Era lamentable que un hombre, como Miguel, no sintiera nada ante la belleza, que no vibrara ante un tacto agradable, que no se deleitara ante un buen vino, que no apreciara el fino trabajo de una porcelana, excepto para calcular el valor. Miguel no se merecía nada de aquello, nunca lograría su objetivo porque era un ignorante. En cambio, él sí.
Encaminó sus pasos hacia la iglesia. Los marineros franceses ya se habían acostumbrado al ritual y no les llamó la atención. En ningún momento le pusieron algún reparo a las salidas, es más, no les importaba lo que hiciera, como si no volvía a la casa. Entró en la iglesia y sus ojos acusaron el cambio de luz. Aguardó unos segundos que le permitieron conocer la disposición de la gente en el interior. En las naves laterales se formaban corrillos en los que, entre susurros, se intercambiaban impresiones y chismorreos. Iba a iniciar la marcha hacia uno de ellos, en el que reconoció a unos vecinos cercanos, cuando sintió una mano que le aferró el hombro como un garfio.
—Dirígete al confesionario de la izquierda. Está vacío y podremos conversar tranquilamente —susurró la ronca voz de Miguel.
Caminó delante de su compañero de fatigas, sin dejar de cuestionarse cómo se las habría arreglado para llegar hasta allí. Al amparo de la estructura del confesionario, mantuvieron la entrevista.
—¿Cómo has conseguido llegar? —interpeló don Julián atónito.
—En un barco que tengo atracado en una cala cercana. Me acompaña mi grupo de asalto, con el que doy los golpes en el istmo de Panamá. Son un grupo arriscado que no tiene inconveniente en actuar bajo las condiciones más adversas, como es el caso.
—¿Cómo te has enterado tan pronto de lo que sucedía?
—No lo he sabido hasta que he llegado —refutó Miguel—. Que estén conmigo ha sido una casualidad.
Don Julián creyó la primera parte, pero no lo de la casualidad. Miguel traía algo en mente para lo que necesitaba al grupo pero, como les había sucedido a todos, había tenido que postergar o mudar de planes.
—¿Qué te traes entre manos? —demandó don Julián.
—Toda mi hacienda se encuentra en esa casa, he de recuperarla antes de que esos franceses se la lleven.
—No creo que den con ella. Se llevarán lo vistoso: telas, alfombras, porcelanas y cosas por el estilo, que son dinero, pero nada comparado con lo que guardáis.
Don Julián entrevió un gesto nervioso de su amigo que lo alertó ¿Qué había hecho ese zoquete con su hacienda? Optó por no darse por enterado. Lo investigaría por su cuenta.
—Tu casa al igual que la mía está ocupada por los franceses —informó don Julián.
—Con todas las casas que hay en Cartagena ¿cómo han llegado a la mía?
—Imagino que tu futura esposa ha tenido que ver en ello.
—Me despreció a mí y ahora será la coima de esos franceses. Es una pena, me gusta desbravarlas a mí.
—¿Cómo lo retirarás de ahí? —preguntó don Julián molesto por el comentario tan brutal de Miguel—.Y, poniéndonos en lo mejor, ¿cómo lo sacarás de la ciudad? Han puesto especial cuidado para que los ciudadanos no huyan con sus tesoros.
—Eso, déjamelo a mí. Es mi especialidad. Tu labor será la de informante. Necesito conocer cuántos hay en la casa, las horas del rancho, las guardias, en fin, todo. Nos encontraremos aquí dentro de dos días a la misma hora.
Don Julián lo vio alejarse y abandonar la iglesia vestido de inofensivo labriego. Estaba seguro de que ya tenía su plan pergeñado, a la espera de los datos finales que pudiera aportarle él. Necesitaba conocerlo para adelantarse o para trastocarlo convenientemente a su favor. El plan de Miguel sería algo muy arriesgado e inesperado. En eso lo admiraba.
El resto de ese día y del siguiente, estuvo tomando nota mentalmente de los movimientos de los marineros acuartelados. Lo difícil iba a ser introducirse en la casa de al lado. ¿Bajo qué pretexto?
Se lo dieron los propios marineros cuando usaron el patio como redil. Habían traído una cabra, varias gallinas y un lechón. Decidió que el mejor momento sería al amanecer, cuando encontraría a todos.
A primera hora llamaba con los nudillos a la puerta de la casa de Miguel. No empleó la aldaba porque no deseaba alertar a toda la calle de su presencia. En seguida se abrió la mirilla enrejada y asomó el marinero de guardia que le preguntó en francés y él le respondió en español. Tras un instante de vacilación, le franquearon la puerta. En el zaguán contó cuatro, dos dormidos y otros dos de guardia. No sumó el burro a pesar del parecido. Traspasó la cancela custodiado por uno de ellos mientras que el otro subía la escalera en busca del oficial que hablaba español. El patio había cambiado mucho, parecía el salón de la casa con la mesa del comedor en medio dispuesta para el desayuno. Por el rabillo del ojo siguió al marinero que recorría el pasillo superior hasta la puerta de la habitación de Mariana. Al requerimiento del marinero asomó el oficial rubio para asombro de don Julián, que supuso que sería el moreno el que la disfrutaría. Del fondo del patio aparecieron otros dos que se sentaron a la mesa; un nuevo portazo atrajo su atención al piso superior: de la misma habitación salió el oficial moreno, el de la mirada helada. Hubo de concentrarse en el que se aproximaba a él.
—¿Cuál es el problema? —preguntó el oficial adormilado.
—Es imposible dormir con el corral que han improvisado vuestros hombres en el patio. Además, los animales lo ponen todo perdido.
—Creí que era algo grave. Que lo limpien los criados que no cooperan en nada los muy holgazanes. Y os recuerdo que mis hombres comparten el rancho con vos y vuestros desagradecidos criados, y esos animales son el rancho, así que a partir de ahora tendrán que trabajar si quieren comer: se encargarán de ellos.
Le dio la espalda, dando el asunto por zanjado, y se dirigió a la mesa para desayunar. El movimiento de unas faldas en el corredor superior le hizo levantar la mirada. Reconoció a la escuálida doncella que salía de otra alcoba y pasaba de largo por la puerta de la habitación de los oficiales. Don Julián siguió al marinero a través del zaguán y oyó ruido en la habitación de encima. Una vez en la calle, se encaminó hacia la iglesia. El que los oficiales no se acostasen con Mariana se le antojó sumamente extraño. No era eso lo que se esperaba de unos conquistadores, de unos militares tras meses de castidad obligada. Si la habían respetado, se la llevarían con ellos.
Entró en el templo y deambuló por las naves en busca de Miguel. Igual había sufrido alguna dificultad para entrar, pero esa posibilidad quedó descartada cuando se le acercó un fraile con una sonrisa torcida.
—No me parece muy apropiado el disfraz —reprendió don Julián—. Los curas son muy vigilados a causa de los tesoros de las iglesias. Te buscas un conflicto.
—No te preocupes por mí. Dime qué has averiguado.
—La casa más concurrida es la mía. Prácticamente alberga toda la dotación del barco. En la tuya hay una guardia de al menos seis hombres, más otros dos oficiales menores y no sé cuántos hay en la cocina. Por último, el capitán y el primer oficial. Hay una guardia también en los tejados, ignoro por qué.
—Al contrario, muy inteligente por su parte. Es por donde entramos siempre los filibusteros. Es más rápido que romper las puertas.
—Vamos al grano. ¿Cuál es el plan? —apremió don Julián.
—Es muy sencillo, aunque todavía me faltan algunos detalles. El día antes nos reuniremos en el burdel de León. Entraremos en la ciudad con un carro lleno de productos requisados, pero un poco descolgados de la tropa de avituallamiento real, de esta manera podremos perdernos por las calles de Cartagena sin llamar la atención.
—Te detendrán en la puerta —sentenció don Julián.
—En absoluto. Iremos disfrazados de filibusteros franceses. Llevo conmigo dos desertores buscados en la colonia. Ellos nos pasarán por la puerta tanto para entrar como para salir.
—Muy arriesgado, pero factible —evaluó don Julián—. ¿Y los de la casa?
—Ahí entras tú. Verterás un poderoso veneno en el puchero del rancho. No quedará nadie con vida cuando lleguemos nosotros.
—¿Te has vuelto loco? Me ajusticiarán por ello —se quejó don Julián—. Además, no tengo acceso al rancho de la otra casa.
—Tú no estarás cuando se den cuenta de lo sucedido. Los de la otra casa son pocos, podremos con ellos. ¿Cuál es la habitación de la chica?
—La vuestra —mintió don Julián sin reconocer por qué lo hacía.
—Estamos de acuerdo entonces. Vendrás todas las mañanas a esta misma hora. El día de la operación te encontrarás con un hombre que te facilitará el veneno y te dirá la hora en que deberás dejar abierta la puerta de tu casa para introducir el carro. Para entonces, estarán todos muertos y por el tejado nos deslizaremos en la otra casa.
—¿Cómo sacaréis el carro por la entrada? —indagó don Julián.
—Con parte de los muertos —dijo Miguel, sonriente y orgulloso de sí mismo ante la atónita mirada de su interlocutor—. Hemos observado que tienen muchas bajas por enfermedad y los sacan por la noche de la ciudad para enterrarlos. No prestan mucha atención a ese carro porque tienen miedo de contagiarse. Y saldremos, porque tú te vendrás con nosotros.
—Está bien. Vendré todos los días. Me parece un buen plan, como siempre tu ingenio supera todas las expectativas —lo halagó artero don Julián.
Mientras Miguel salía, don Julián se sentó en un banco para darle tiempo a alejarse y para que no los relacionaran. El plan era brillante, tal y como había supuesto. Ahora tenía que transformarlo en su beneficio.