12


El día diez de mayo, a los cuatro días de tomar posesión de Cartagena, el barón de Pointis mandó aviso a Portobelo en el que exigía un rescate por no atacar dicha ciudad, y otro de seis millones, por no molestar a la flota de los Galeones que todavía navegaba por aquellas aguas. Este farol fue muy comentado esa mañana en la plaza de la Aduana por los capitanes, aunque pronto quedó en el olvido por otros problemas más cercanos y acuciantes.

Un vecino, amoratado y ensangrentado, se presentó en la plaza en medio de un revuelo exigiendo justicia. Algunos filibusteros habían tomado por asalto su casa y lo habían golpeado para que les entregara todo el dinero. Los cartageneros allí presentes, después de despotricar contra los franceses porque habían roto las condiciones de capitulación, corrieron a encerrarse en las casas, temerosos de que les sucediera lo mismo. De Pointis, furioso, convocó a Ducasse y Godefray que manifestaron ser impotentes ante una tropa que no estaba acostumbrada a la disciplina militar, y que ellos, particularmente, no eran responsables de tales conductas. Godefray aprovechó para exigir la parte del botín de los filibusteros para marcharse, pues ellos no tenían intención de afincarse en la ciudad como planeaba de Pointis, a lo que el general se negó porque la recaudación no había terminado.

Se organizaron rondas, tanto diurnas como nocturnas, para mantener la calma en la ciudad. Aun así, una docena de hombres armados había entrado en el convento de Santo Domingo y torturado a algunos frailes para que les condujeran al tesoro que supuestamente habían escondido. El pánico cundió de nuevo entre los ciudadanos.

El abastecimiento de alimentos se convirtió en otro contratiempo. Los expedicionarios, o bien eran atacados por los indios y los cimarrones, o bien regresaban enfermos. Durante el asalto, se habían registrado algunos casos de vómito negro, pero ahora se estaban extendiendo. Comenzaban con fiebres altas y escalofríos, dolores de cabeza, náuseas y, en ocasiones, vómitos. Algunos sanaban, pero otros empeoraban y la piel y los ojos tomaban un tono amarillento. Las encías y la boca sangraban hasta el punto de devolver coágulos negros de sangre ingerida y morían deshidratados. Los frailes españoles lo llamaban vómito negro o fiebre amarilla y no se conocía remedio.

Al caer la tarde, antes de retirarse a sus casas, Duboisson se acercó a Laver y a Latour.

—No me gusta el cariz que está tomando esto –—comentó el capitán del Vermandois—. No sé cuánto tiempo pretende el general que aguantemos, pero me temo que, antes de lo que creemos, estallará una contienda entre las tropas regulares y los filibusteros.

—Parece bastante probable —admitió Latour.

—Las tripulaciones del Saint Michael, del Lacnam y Le Marin, se han reunido en una misma calle para apoyarse en caso de problemas, me ha confiado De Saint Vraudille. Me parece una medida inteligente.

—¿Queréis uniros a nosotros? —propuso rápidamente Laver, anticipándose a la petición de Duboisson.

—¿Cabremos todos? Somos dos barcos grandes.

—Podríamos hablar con los agustinos de enfrente. Con lo que está sucediendo, sería interesante para ellos acoger tropas regulares.

—Hecho —asintió Duboisson—. En media hora me llego con mis hombres.

Por el camino, quedaron en que Latour visitaría a los padres agustinos, mientras que Laver informaría a la tropa de los cambios que se iban a producir y de la intensificación de las guardias. Una vez en la casa, Laver se dirigió a la cocina para interesarse por el estado de Pierre. Habían decidido dejarlo allí para que la compañía fuera constante. Le habían instalado un camastro desde el cual charlaba con los que entraban y salían.

—Has tenido suerte, marinero. La herida ha cicatrizado correctamente y, gracias a la quinina que te han aplicado, no has sufrido.

—Sí, mi capitán. He tenido suerte —ratificó Pierre lúgubremente.

—Simon, el velero, me ha confirmado sus temores —prosiguió Laver—: te has quedado sin juego en la pierna y con una ligera cojera.

—Calificarlo de ligera es decirlo de una manera amable. Gracias por vuestro interés, capitán.

—Escucha, tengo un hermano renco que esgrime, nada y monta a caballo como cualquier otro. Con práctica y tesón podrás recobrar tus habilidades.

—La marina no admite lisiados y no sé hacer otra cosa.

—No hablo de eso, sino de tus destrezas en la vida civil, no eres un tullido. Cuando regresemos a Francia, entrarás a mi servicio, así que no te abandones al ocio y a la autocompasión, que son malos compañeros.

—Entendido, capitán. No tendrá queja de mí, señor. Mañana mismo empezaré —prometió animado Pierre.

—No. Comenzarás cuando te lo diga Simon, no vaya a ser que se te abra la cicatriz.

Una conmoción en el zaguán lo distrajo. Los hombres dejaron de pelar y trocear fruta, atentos al jaleo. Vio cómo Teresa, con un gesto, les instó a continuar mientras ella se asomaba para informarse. Salió Laver tras ella que, horrorizada, lanzó un alarido que paralizó a todos los presentes y se abalanzó contra los dos hombres que arrastraban a un chico hacia el patio. Los golpeó y dio puntapiés para que lo soltaran y, en medio de un mar de lágrimas, se arrodilló junto al muchacho. Laver presenció la escena estupefacto. Oyó los suaves y rápidos pasos de Mariana en el corredor de arriba y luego descendieron diligentes por la escalera hasta el patio. Su gesto de consternación le advirtió de que algo habían hecho mal. Se aproximó solícito para enmendar, si estuviera a tiempo, el equívoco.

—¿Qué ocurre? ¿Conocíais al chico?

—Sí, es el muchacho que esperábamos que recogiera a Teresa. ¿Está muerto?

—No, señora. Sólo lo dejamos sin sentido —contestó Clément—. Llevaba todo el día rondando la casa, capitán, y creímos que lo había enviado León. Lo aturdimos para interrogarlo. Lamento mucho el desastre.

—Está bien, Clément. Trae agua para espabilarlo.

Teresa calló al escuchar las explicaciones de Mariana y apoyó el oído en el pecho del chico. Hizo un gesto afirmativo y la sonrisa llenó su compungido rostro. Los hombres se miraban azorados, conscientes del drama. En ese momento entró Latour.

—¿Os habéis reunido para recibirme? —bromeó—. ¿Quién es el infeliz, muchacha? —preguntó en español.

—Mi futuro, y estos animales casi me dejan sin él —se lamentó.

—Vaya, cuánto lo siento. —Y en francés a los demás—: Casi la dejáis viuda antes de casarse —volvió a bromear—. Los curas han aceptado de buena gana, siempre y cuando respeten un lugar de Dios —informó a Laver.

Llegó el agua y fue arrojada sin contemplaciones sobre el muchacho, que resucitó entre toses y muecas de dolor.

—Tienes una nueva misión, habla con el chico, entérate desde cuando ronda por aquí, cómo ha entrado en la ciudad y dónde se aloja.

—Será mejor que yo intervenga también —medió Mariana—. Lo lógico es que se niegue a colaborar. ¿Por qué os interesa todo eso? Está solo, no puede hacer daño.

—Deseo saber cuáles son sus planes para sacaros de aquí y, en lo posible, colaborar —matizó Antoine.

—Sólo se irá Teresa. Yo debo permanecer aquí —corrigió y, sin dar explicaciones, se volvió—. Teresa, llévalo a la cocina y aséalo. Después, el señor Latour y yo hablaremos con él.

Duboisson asomó por el zaguán en el momento en que se retiraban.

—Ya hemos llegado. ¿Arreglasteis nuestro aposento? —demandó a Laver.

—Sí, por cierto. Latour os acompañará, que es el que lo ha solucionado, pero vos seréis nuestro huésped. ¿Se puede acondicionar otra habitación para él? —preguntó a Mariana.

—Estaremos encantadas de atender a tan entretenida compañía —replicó dirigiéndose al propio Duboisson, que se sonrojó hasta la raíz del pelo.

—El encantado soy yo, señora, por el sueño de contemplarla todas las tardes —respondió al halago.

Cuando se retiraron todos, Antoine le explicó a Mariana lo que estaba sucediendo en la ciudad y la necesidad que había de concentrar las fuerzas para su propia seguridad.

Latour, Pablo y Teresa entraron en el patio y se sentaron alrededor de la mesa, excepto Teresa, que se quedó de pie, escuchando. Al principio, Pablo fue reacio a hablar pero, poco a poco, lo convencieron de la buena disposición de los asaltantes.

—Llevo una semana anclado en una cala a unas leguas de aquí. En cuanto me enteré de que se podía entrar en la ciudad, me vine para averiguar si las señoras seguían con vida. Cuando vi que la casa estaba tomada por los enem… por los franceses, me temí lo peor. Decidí espiar un rato para asegurarme, hasta que me cayó algo encima—dijo, tocándose la hinchazón de la cabeza—. Por lo demás, no tengo ningún plan. Confiaba en la improvisación.

La llegada de un marinero de la otra casa, interrumpió la conversación.

—Capitán, dos hombres están con mucha fiebre y dolor de cabeza. Los demás están asustados.

Pablo le preguntó a Mariana qué ocurría y ésta se lo tradujo.

—Es la fiebre de los pantanos. Los demás no corren peligro —explicó el muchacho—, no es contagiosa.

Latour, que no perdió detalle, lo tradujo rápidamente para que cediera la alarma.

—¿Se conoce qué lo provoca? —preguntó Latour a su vez.

—Sí, los insectos que viven cerca del agua, pero sólo pican en las horas de más calor. Lo único que tienen que hacer es evitar pasar por esos lugares.

—Necesitamos alimento —informó Latour.

—Pues yo iría al amanecer o al anochecer, y bien tapado, con la camisa cerrada y las mangas bajas.

Latour transmitió las recomendaciones y aseguró que enviarían al maestro velero con una medicina.

—Si no es contagiosa ¿por qué se extiende como una epidemia? —inquirió Latour.

—Tendréis la sangre más dulce —sonrió Pablo provocativo.

Laver no había dejado de observarlo mientras hablaba con Latour o con Mariana. La insolencia de las contestaciones revelaba que no le gustaban los franceses ni los piratas con los que se habían aliado; los rasgos europeos y sin mezcla, los brazos fortalecidos por el trabajo, el orgullo en su mirada, denunciaban que era español, pero de los duros, como Santarem. El joven no hubiera entregado la ciudad como el gobernador había hecho; habrían sudado sangre para conseguirla. Como cualquier militar bien nacido, admiraba el arrojo del muchacho que, informado del asalto, no había regresado a su casa, sino que se había presentado en la ciudad, solo, sin armas, para buscar a dos mujeres. Los tenía bien puestos o era un inconsciente.

—Latour, dile que pasará aquí la noche como invitado, no como prisionero, y explícale los peligros de la ciudad. Mañana decidiremos cómo sacarlos. Aquí llega Duboisson.

—¿Interrumpo algo?

—En absoluto. Poníamos orden y tomábamos decisiones, pero basta de trabajo por hoy. ¿Qué tal el convento? —Laver le tendió una copa de vino.

Teresa se retiró con Pablo, mientras los demás se acomodaban para pasar una entretenida velada.

La llegada de Pablo precipitó los acontecimientos. Debían barrer del mapa al tal León para no dejar pistas a Miguel sobre el paradero de las mujeres. En un aparte con Clément, Laver organizó la partida para esa misma noche.

Antes del amanecer, Laver, Latour y veinte marineros abandonaron la casa en dirección al baluarte norte. Por aquella entrada olvidada le habían introducido un mes antes las mujeres, y ahora la había estado utilizando Clément para vigilar el lupanar maldito. Era una hacienda antigua con todas las dependencias: en las caballerizas mantenían encerrados a mujeres y niños, el granero servía de almacén, pues muchos colonos pagaban en especie, y en un cobertizo redondo organizaban las peleas de gallos. La casa central era el lugar de citas y todo ello estaba rodeado de una muralla. Había guardias pero, al amanecer, sólo quedaban los borrachos y la guardia, que no se había renovado y dormía plácidamente.

Laver y los suyos llegaron antes de que hubiera luz, aunque el cielo nocturno comenzaba a clarear. Los dos oficiales llevaban ropas de asalto con los coletos de cuero para guardar el cuerpo de las cuchilladas. Laver envió a varios hombres para deshacerse de los guardias de la entrada silenciosamente. Una vez dentro, liquidaron a los que custodiaban el almacén y las caballerizas, aunque no liberaron a los prisioneros todavía. Decidieron que la casa central ardería con los que estuvieran dentro. Nadie podía salir con vida de allí. No habría testigos, incluso los cuerpos de los guardias serían echados a la gran hoguera para que no hubiera evidencias del asalto.

Sacaron del almacén barriletes de ron con el que salpicaron el porche y las paredes de la hacienda para ayudar al fuego, y después lanzaron las teas. Laver dispersó a los hombres en círculo en torno a la casa con la orden de acuchillar a quien asomara. En cuanto el fuego comenzó a crepitar y coger fuerza, se oyeron gritos de alarma en el interior. La tripulación fue asesinando metódicamente a los adormilados y borrachos inquilinos que buscaban la salvación en el exterior, incluso a las prostitutas. Fue el propio Laver el que se encaró con León. Lo reconoció en cuanto levantó las manos para señalar que no estaba armado, como si aquello lo fuera a salvar. León se dio cuenta de lo que sucedía y, aunque se reconocía perdido, una torcida sonrisa afloró al rostro porque había identificado a su contrincante.

—Si confiáis en que con mi muerte ponéis a salvo a Ojos de Miel, estáis equivocado —dijo con un extraño acento en francés, mientras esquivaba el primer golpe de espada.

Laver era consciente de la costumbre de torturar las mentes de las víctimas, y conocía el perjuicio que ocasionaban la mentira y la duda.

—Además, llegáis tarde —continuó el rufián con su francés caribeño—, aunque se haga la víctima y la inocente, media Cartagena ha podido disfrutar de sus bondades, incluso yo me he solazado a placer con ella.

De pronto calló, pues el pecho fue atravesado por la afilada espada de Laver, que la hundió hasta la empuñadura de concha que le protegía la mano y, en el momento en que estaba más próximo a su enemigo, se enfrentó a la vidriosa mirada.

—Pues la tenéis muy floja los cartageneros, ya que no conseguisteis desflorarla.

Dicho esto, se retiró al tiempo que recuperaba la espada y, en cuanto se deslizó fuera del cuerpo, éste se precipitó al suelo.

A los pocos minutos de tan macabra labor, cesaron los gritos y sólo se oía el chisporroteo del fuego. Un olor a carne quemada invadía el lugar. Los dos amigos entraron en el almacén que estaba bien surtido de productos coloniales, y en un rincón hallaron unos canastos con largas tiras de cuero para llevarlos a la espalda.

—Latour, que los hombres carguen con lo que puedan. Quiero dos tipos de cargas: una de productos no perecederos como miel, queso, galletas, aceitunas, cacao, cecina, frutos secos, para el barco; y otra de fruta y verdura, para la casa. Cuando terminéis, lo quemáis también.

Salió y advirtió que los hombres no habían perdido el tiempo. Habían asaltado el redil y habían atado cabras y cerdos para llevárselos, así como unas jaulas con gallinas. Luego esperó con Clément a que todos hubieran partido por donde habían llegado. Ya era de día, aunque el sol no hubiera asomado, y podían reconocerlos, así que se calaron los sombreros y envolvieron la parte baja de la cara con los lazos de las camisas. Abrieron las caballerizas y, sin pronunciar una palabra, espabilaron a las mujeres, en su mayor parte indias, y a los niños, y los azuzaron para que abandonaran el edificio. Una vez vacío, lo quemaron y salieron corriendo para dar alcance a los demás pero, a mitad de camino, Laver se detuvo y volvió la vista atrás. No habían estado tan solos como creían. Del bosque salieron indios armados que llamaban a los prisioneros liberados.

—Deprisa, en cuanto los pongan a salvo, vendrán por nosotros —apremió a Clément.

Pero los hombres avanzaban lentamente con la carga y los animales. Latour consideró la idea de abandonarlo todo, pero Laver, más frío que su amigo, analizó la situación.

—No hará falta. No nos seguirán.

—¿Por qué estás tan seguro?

—¿Cuánto tiempo llevaban vigilándonos? ¿Por qué no hicieron nada entonces? Los prisioneros eran su gente. Ahora mismo no les interesamos.

—Espero que estés en lo cierto.

—Si no lo estuviera, aunque corriéramos, no lograríamos escapar. Nos movemos en su terreno.

No bien había terminado de hablar cuando sintió que le tiraban de la manga. Un muchacho indio le dio un buen susto, pues no lo había sentido llegar. Esto demostró la certeza de su teoría. El chico le habló rápidamente.

—Latour, ¿qué dice el chiquillo que camina a mi lado?

Su amigo también se llevó una sorpresa. Habló brevemente con él en español y el chico desapareció como había llegado: en el más absoluto silencio. Ni las hojas de los arbustos por donde se había ido se movieron perceptiblemente fuera de lo normal.

—¡Qué peligro! —exclamó Laver admirado.

—El chico dice llamarse Juan y conoce a la mujer huesuda. Supongo que es Teresa. Le da las gracias por habernos enviado para liberarlos y a cambio le envía información. Creo que esa muchachita no ha estado inactiva desde la agresión del Miguel.

—¿Qué información le puede dar? —acució Laver.

—Miguel está anclado en una cala cercana con un grupo numerosos de hombres muy malos, yo creo que deben ser piratas, y entra y sale de la ciudad a su antojo.

Laver no contestó, pero a su amigo no le hizo falta para intuir los sentimientos encontrados que sacudían su mente en ese momento.

Al llegar al baluarte, se dividieron: Latour se dirigió al barco con los que cargaban productos no perecederos; y Laver entró en la ciudad con la fruta, la hortaliza y los animales. Confiaba en llegar a la casa sin tener que dar cuenta de lo que introducían. El sol apuntaba ya en el horizonte y teñía de rosa el cielo. Desde que ocupaban la ciudad, los pobladores no madrugaban pues no había nada que hacer. No había dinero ni mercado y, si se asomaban, corrían el peligro de perder la vida a manos de aquellos locos que soñaban fortunas enterradas en el subsuelo. Los filibusteros y los colonos dormían embriagados, y las tripulaciones y las fuerzas regulares descansaban de las guardias nocturnas.

Dejaron sueltos a los animales en el patio de la casa del anciano, mientras que los cestos de fruta y hortalizas los dejaron en la cocina de Teresa. Duboisson se encontraba desayunando en compañía de Eugénie.

—Vuestro contramaestre me rogó que no os esperase. ¿A dónde habéis ido de excursión?

—En busca de abastecimiento.

—¿Vais en persona? No dejáis de sorprenderme.

—Esta vez, el abastecimiento es particular, no para de Pointis —sonrió malévolo Laver—. Cuando ordeno alguna irregularidad, asumo el mando, no me gusta cargar las culpas a otro.

—Otra razón para que vuestros hombres os veneren.

—No lo hago por esa razón —protestó Laver—. Lo hago por convicción.

—Por supuesto —afirmó Duboisson—, de otra manera no tendría gracia. ¿Latour?

—En el barco. Ahora que está vacío conviene lampacear, no sólo la cubierta sino también el sollado. ¡Eugénie! —llamó—. Ve con Simon, el velero, y haced una lista de todo lo que necesite reparación. A partir de mañana quiero que se trabaje en ello.

—¿Y eso? —se extrañó Duboisson.

—Nos queda poco tiempo de estar aquí. En cualquier momento puede presentarse una escuadra enemiga. ¿De verdad creerá de Pointis que los españoles abandonarán a su suerte la ciudad?

—Muy razonable. Voy a hacer lo propio.

—Buscad comida no perecedera para el barco. No confiéis en que os la proporcione el general —recomendó Laver en el momento en que salía el capitán, quien se alejó asintiendo.

Latour llegó acalorado en medio del desayuno.

—¡Qué suerte hemos tenido! Cada vez me caen más simpáticos los indígenas.

—¿A qué te refieres? Siéntate y desayuna. Llevamos horas de ejercicio sin descanso.

—Estaba en el barco almacenando la comida, cuando un indio solicitó mi presencia. Afortunadamente, lo hice subir a bordo porque no me apetecía hablar a gritos con los marineros y filibusteros por allí rondando. Quieren devolvernos el favor, aunque yo no entendía en ese instante a qué se refería.

—La liberación de los prisioneros —dedujo Laver.

—Pues, sí. Tiene gracia, ¿verdad? Van a trabajar un día para nosotros.

—¿Trabajar? No necesitamos a nadie que trabaje y menos que llamen la atención sobre nosotros.

—¡Claro que sí, viejo amigo!

—¿Qué se te ha ocurrido? —preguntó Laver ladeando la cabeza.

—A mí nada, desafortunadamente, pero a ellos sí. Debe de ser un trabajo que suelen realizar para los españoles. —Calló un segundo para mantener el suspense—. Limpiar los bajos de la nave sin sacarla del agua. Son buscadores de perlas, buenos nadadores y con buenos pulmones. No quedará tan bien, pero nos quitarán peso y liberarán la parte del timón.

—Sí que es suerte —murmuró Laver—. He enviado a Eugénie, el contramaestre, y a Simon, el velero, para calibrar los desperfectos. Haz que controlen el trabajo de los indios y, si creen que con otro día de trabajo se puede mejorar, que averigüen con qué se les puede pagar y, si estuviera a nuestro alcance, adelante con ello. A los moscardones que pregunten, los pago de mi bolsillo. No quiero que nos relacionen con lo de esta noche.

—¿Has hablado con Mariana?

—No la he visto todavía, pero si lo dices por el tal Miguel, no voy a decírselo. Es asunto mío. Ahora mismo me preocupa otra cosa. Miguel ha estado merodeando por aquí, luego está tramando algo. ¿Vigila alguien al viejo? Acuérdate de la versión que nos dio ligeramente modificada de la de Teresa.

—¡Sí, menudo pájaro! Ahora mismo pondré un hombre a su sombra. Eso me recuerda que el otro día estuvo aquí para quejarse de los animales que habían introducido en su casa.

—Una excusa muy endeble —analizó Laver—. Buscaba información.

—Lamento haber sido tan incauto —se excusó Latour.

—Es igual. Lo importante es que estemos sobre aviso.

Teresa y Pablo se acercaron en cuanto vieron que habían terminado el desayuno.

—¡Me había olvidado del chico! —suspiró Laver—. Cuéntale a Teresa nuestra expedición nocturna y el final de su “amigo” León. También dale el mensaje del chico indio, Juan. Como Miguel anda rondando, será mejor que posterguen el dejar la ciudad hasta que hayamos resuelto la situación, por lo que el chico no debe salir de la casa. Que no comente nada con Mariana. Quédate también. Yo me acercaré a la Contaduría a ver qué noticias hay. Nos vemos por la tarde.

Los días transcurrieron monótonamente para los soldados. Las preocupaciones se centraron en los bastimentos y en las guardias de los baluartes y de los barcos, pues los indios y hacendados, más envalentonados, se aproximaban cada vez más a la ciudad en las correrías. Los que se ofrecieron para limpiar los fondos del Le Fort cumplieron lo prometido y desaparecieron. Las bajas por enfermedad aumentaron de forma alarmante y desmoralizaban a la tropa. Los filibusteros continuaron actuando impunemente, robando y saqueando lo que podían, ante la impotente población. A esto hubo que añadir la desaparición del lupanar, que aliviaba a los hombres de sus ardores. Desde el primer momento, se sospechó que había sido intencionado, pero habían borrado muy bien las huellas los culpables. Surgieron muchas conjeturas, aunque la más plausible fue que los indios habían aprovechado la coyuntura en que se encontraban los españoles, ya que no estaban en condiciones de castigarlos por liberar a los suyos.

Una noche, después de la cena, conversaban sentados a la mesa Mariana, Laver, Latour y Duboisson. Comentaban las dificultades que se complicaban con el prolongamiento del asedio, cuando Mariana se disculpó y se dirigió al excusado situado al lado de la cocina.

—Hace tiempo que os vengo observando, mi querido amigo —le dijo Duboisson a Laver—. Estáis distraído, y creo que la dama es la razón de vuestros males.

—Es cierto. Tendría que haberos confiado antes mis sentimientos.

—¿Y qué vais a hacer? No entiendo vuestra irresolución cuando la dama no oculta su inclinación hacia vos.

—Eso es algo que me tiene en vilo y no consigo resolver.

—Si estáis enamorado, llevárosla. No entiendo el problema —respondió con simplicidad Duboisson.

—No es una mujer cualquiera, es noble, hija del conde de Olvera –—informó con frialdad Laver—. Si la subo al barco será botín de guerra, cualquiera puede reclamarla, incluso el propio rey si se encaprichara de ella, o bien pedir rescate. —Notó la incomodidad de Duboisson y se arrepintió de haber sido tan cortante—. Siento haberos hablado así, pero me molesta que no la traten como se merece.

—No, soy yo el que lo lamenta. La dama es exquisita, con o sin título, inteligente y agradable. Me gusta su sencillez en el trato y, hasta este momento, no había comprendido la profundidad de vuestro interés. ¿Hasta dónde estáis dispuesto a llegar para sacarla de aquí?

—¿Hasta dónde? ¿Es que hay un tope? Haría lo que fuera, estoy desesperado. He llegado a plantearme el asentarme en el Caribe, pero ¿en qué condiciones de vida?

—¡Por Dios! Si tan enamorado estáis, casaros y asunto concluido, ¿o hay algún impedimento?

—No, no hay ninguno. Pero ¿qué soluciono casándome? Sigo sin poder llevarla conmigo y eso es lo imperativo.

—¡Mi querido amigo! ¿No conocéis el reglamento?

—¿Qué reglamento? —preguntaron al unísono Laver y Latour.

—El capitán puede viajar con su familia. De hecho, mi madre acompañó varias veces al viejo en sus periplos.

—Pero no estamos en un viaje rutinario. Esto es una fuerza de asalto y las mujeres están demás —objetó Laver.

—Vuestro deber es devolver al país a cualquier ciudadano francés que esté en peligro —añadió Duboisson.

—Pero ella es española.

—El amor os trastorna el entendimiento, mi querido amigo. La mujer toma la nacionalidad de su marido —aclaró sonriendo.

La revelación fue un tremendo golpe para Laver, que se quedó mudo. Latour sonrió satisfecho.

—Nos hemos estado rompiendo la cabeza por desconocer la normativa. Debemos aplicarnos más, Laver.

—Me congratulo de haber contribuido al bienestar de mi camarada al que debo muchos favores, además de su propia amistad, que considero un tesoro inapreciable —declaró Duboisson rebosante de felicidad.

Sin embargo, a sus espaldas, se había desarrollado un drama inesperado. Teresa llegó corriendo muy afectada y le dijo algo muy rápido en español a Latour pero sin quitar la vista de Laver, por lo que éste intuyó que tenía relación con él.

—Mariana ha sorprendido una conversación que mantenía Teresa con Pablo y se ha enterado de que Miguel está ahí fuera —le tradujo su amigo, preocupado a su vez.

Antoine se levantó nervioso al encuentro de Mariana, que se aproximaba sin color y con la mirada perdida.

—Acompáñame —dijo en un susurro, que sonó como una súplica y una promesa a un mismo tiempo.

Ella atendió a su ruego, como en un sueño, como si aquello no sucediera. Entraron en la habitación que compartía con Teresa, cerró la puerta y la sentó en el borde de la cama. Antoine la cogió de la barbilla y levantó su rostro para verla mejor, parecía una niña desvalida. Su mirada, lejana y perdida, reflejaba una honda tristeza. Era curioso que aquella chiquilla huesuda fuera el alma y el sostén de la joven inteligente, aunque no ridículo; la soledad obliga a extrañas alianzas.

—Mariana, creo que es el momento de hablar y de sincerarnos —expuso Antoine sin soltarle la barbilla y mirándola a los ojos, que cambiaron sutilmente cuando regresaron de aquel lejano mundo en el que se encontraban.

—No hay nada de qué hablar —contestó con voz desfallecida—. Si quieres pasar la noche conmigo, estoy dispuesta.

La contestación y la propuesta fueron peor que una bofetada para Laver. Sus ojos se endurecieron, sus dedos apretaron la barbilla y, por un instante, tuvo la idea de salir de aquella habitación para no volver más. Sin embargo, cerró los ojos, la presión de los dedos cedió, y la respiración se hizo más profunda y sosegada. Los abrió de nuevo y vio el miedo reflejado en los ojos de miel. Le soltó el mentón, que blanqueaba sin sangre, y se sentó a su lado.

—No sé si eres consciente de que lo que has dicho, no sólo es un insulto para ambos, sino también injusto. Mentiría si dijera que no te deseo, eres preciosa, pero eso no basta. Me gusta tu sonrisa, me entretiene tu ingenio, me consuela tu voz, me tranquiliza tu olor, sueño con tu presencia, sufro con tu dolor, me angustian tus pesadillas, me desquicia la sola idea de que alguien te haga daño. Y además, estoy cansado de mirarte y no tocarte, estoy cansado de seguirte y no ir a tu lado, estoy cansado de soñarte y no besarte.

Mariana lloraba a lágrima viva.

—Lo lamento —dijo con voz entrecortada—. No quise ofenderte. ¡Qué vergüenza! No pienses mal de mí, por favor. Me siento tan culpable y estoy tan perdida…

Antoine la tomó entre sus brazos y la apretó contra el pecho.

—Escucha, Mariana, no estás sola. Mi intención es casarme contigo y que compartas mi vida si me aceptas —sondeó Laver con el corazón oprimido.

—No puede ser —contestó débilmente—. Si hiciera eso, mi familia sufriría las consecuencias.

—Tu padre es un libertino y no quieres oír hablar de él. No entiendo por qué te preocupas de algo que él mismo terminará por hundir, si no ha desprestigiado ya suficientemente su nombre.

—No es por mi padre, sino por mi hermana. Inés está a salvo junto al hombre que la quiere, pero Carmen... Tengo miedo de que, si no cumplo con la promesa, exija la devolución del dinero o a otra hermana en mi lugar.

—¿De verdad crees que con tu sacrificio salvarás a tu hermana? En cuanto vuelva a necesitarlo, la venderá como hizo contigo.

—¡Oh! —Y Mariana enterró la cara en el pecho de Antoine.

—No era mi intención afligirte —se disculpó—, sólo que vieras lo absurdo de tu razonamiento.

—Eres un enemigo —arguyó ella sin convicción.

—¿Enemigo? ¿De quién?

—De España —respondió sorprendida.

—¡Ah! Es cierto —sonrió Antoine—. ¿Sabías que la madre de Latour, la actual marquesa de Latour, es española? ¿Qué la madre de nuestro rey, el encarnizado enemigo de España, era hermana de tu Felipe IV? ¿Y que su esposa, la reina Teresa, que en paz descanse, era hermana de tu Carlos II? Es curioso, mi país hace la guerra al tuyo, pero no a sus mujeres. Y yo, fiel a mi rey, he decidido seguir su ejemplo: Mariana Tamares ¿quieres aceptarme por esposo? Conoces mi profesión, así que no daré mucho la lata en casa, no tengo título y soy pobre como las ratas, pero tengo un techo donde cobijarte y mucho amor para calentarte, y lo más importante, nunca volverás a estar sola, mi vida.

—No lo sé. No pienso con claridad cuando estás cerca de mí. ¡Qué fácil sería aceptar! Pero han sucedido tantas cosas que me han enseñado que la vida es dura, y ahora desconfío del camino llano.

—Está bien, mañana te lo propondré de nuevo —propuso alegremente Antoine. Lo había deseado desde hacía tiempo y no le importaba esperar—. Vamos a dormir.

Ante el asombro de ella, él comenzó a desvestirse. Mariana no añadió nada e hizo lo mismo, aunque más recatada, en una esquina de la habitación. Antoine no le dirigió ni una mirada, se quedó en calzones, se metió en la cama y apagó la vela. Oyó a Mariana maniobrar con el camisón a tientas hasta que se acostó a su lado. Aguardó, pero no sucedió nada. De pronto, llegó la ansiada caricia de la mano suave que resbalaba sobre la cálida piel y sobre la firmeza del cuerpo esculpido por las labores del barco.

—¡Ah, no! —protestó Antoine—. No has aceptado mi propuesta de matrimonio y yo no estoy aquí para gozar sólo de tu cuerpo, estoy para ahuyentar tus pesadillas, pero nada más. Si quieres recrear el cuerpo, seguramente Latour o Duboisson te aceptarían en su cama.

Y se dio la media vuelta, fingiendo estar ofendido cuando en realidad estaba encantado. De manera que no podía pensar con claridad cuando él estaba cerca. A sinceridad no la ganaba nadie: el corazón hablaba con voz propia; pero su mente estaba realmente confusa.

—¿Me has llamado ramera? ¿Has dicho en serio lo de Latour o Duboisson? —susurró.

—Me limito a seguir tus pautas —contestó Antoine vengativo—. ¿Acaso no me ofreciste pasar la noche contigo hace tan sólo unos minutos?

—Pero te lo dije a ti, que me amas, ¿qué tienen que ver los demás?

—Creo recordar que sobre mi amor te informé después.

—¿Me estás insultando?

—Yo no lo he hecho, lo hiciste tú.

—No es cierto. Di por supuesto que sentías lo mismo que yo.

—¡Ah! ¿Y qué es lo que sientes?

Pasaron unos minutos eternos para Antoine, oyó un suspiro y cómo se revolvía.

—¡Eres el diablo! Me llevas otra vez al mismo sitio. —Se dio la media vuelta en la cama y le dio la espalda.

Antoine sonrió en la oscuridad. Había realizado un nuevo descubrimiento: era terca. Después de unos minutos de reflexión, se decidió a sacar todo a la luz. Cuanto antes se tocaran los temas difíciles, mejor, luego podría haber equívocos irreparables y no deseaba un mal comienzo. Pero existía la dificultad de la oscuridad para ver sus reacciones. Se inclinó por tomarla de la mano, sus pulsaciones y su presión le avisarían de los cambios de humor.

—Mariana, he de comentarte que lo sé todo. ¿No creerías que desistiría de conocer la verdad? Con ayuda de Latour, obligué a Teresa a contármelo.

—¿Por qué mientes?

—Es verdad —afirmó Antoine sorprendido.

—No. No es cierto. A Teresa nadie puede obligarla a hacer algo si no quiere.

—Tienes razón. Primero la amenacé, pero no hacía falta la amenaza porque estaba dispuesta a contarlo todo encantada.

—¿Y qué es todo? —preguntó Mariana con la voz en un hilo.

—Me habló de tu padre, de tu amor y tus planes con el genovés, de tu viaje, del oficial que te enseñó a navegar, de tu llegada a Cartagena y de la acogida que tuvisteis, de vuestro vecino, —y aquí Antoine se volvió más cauto—, y de vuestro encuentro con Miguel y su secuaz León.

—¿Se llamaba León? ¿Cómo lo sabes? Yo no lo he visto. Lo conoce Teresa.

—Os tenía vigiladas. Teresa nos puso sobre su pista. Por cierto, no te preocupes por él, está muerto.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque lo maté yo.

—¡Antoine, eso es asesinato!

—No me lo pareció. Era una serpiente, de hecho, los indios me lo agradecieron.

—¿Qué sabéis de ellos?

—¿De quién? ¿De los indios o de Miguel y León? —Al no obtener respuesta, siguió—: Que eran piratas, contrabandistas, proxenetas y asesinos. —Notó que se estremecía y le apretaba la mano.

Siguió un denso silencio. Ella no se decidía o creía que Teresa no habría contado el episodio. Decidió lanzarse.

—También nos relató la agresión que sufriste. —Oyó un gemido y su mano intentó desasirse, pero no la dejó.

—Escúchame, Mariana. No eres culpable de nada. No tienes que avergonzarte de nada. Fuiste una víctima más de ese engendro de hombre.

—No entiendes. Fue humillante, brutal, una pesadilla que no puedo olvidar y que se repite.

Antoine se aproximó a ella, y muy quedamente, le fue hablando según la atraía.

—Yo haré que olvides. Olvidarás sus labios por los míos que te acarician, —y cogió los labios entre los de él, los saboreó, le hizo cosquillas con la punta de la lengua—, olvidarás su brutalidad por mi suavidad, —y bajó resbalando por el cuello hacia el pecho—, en los peores momentos recordarás como mi boca jugaba con tu pecho y se recreaba en él, —y le lamió la cicatriz y se la besó. Bajó la mano, masajeó el vientre y continuó por el muslo, resbalando hacia el interior, le acarició el pubis y, cuando obtuvo una respuesta, le introdujo el dedo suavemente, la excitó y la obligó a abrirse entre gemidos de placer—, y recordarás mi mano que sólo sabe complacerte, –—se puso sobre ella, le separó las piernas y la penetró—. Llevarás mi nombre con orgullo, pensarás en mí en tus peores delirios y mi recuerdo alejará tus pesadillas, —aumentó el ritmo—, y nunca, nunca más volverás a sentir miedo porque yo estaré contigo hasta que Dios nos separe. —Rendido y satisfecho se dejó caer sobre ella y luego a un costado—. Ahora dormirás, mi amor, y no te preocupes por nada. Mañana te lo volveré a proponer. —Y se abrazó a ella.

Duboisson y Latour estaban desayunando, cuando Laver asomó por el pasillo superior, descendió las escaleras y entró en el patio con el pensamiento lejos de allí. Se sentó más por inercia que por voluntad y miró las viandas sobre la mesa, pero sin verlas. Sus amigos cruzaron una mirada interrogativa.

—Laver, ¿hay algún problema? —se decidió a preguntar Latour.

Laver lo miró y lo vio por primera vez.

—No, no, ninguno. —Suspiró y se sirvió frutas en medio de la expectación de sus compañeros—. Bueno, a decir verdad, ella me ha rechazado.

—¡Ah! —exclamaron sus amigos al unísono. Eso lo explicaba todo.

—¿Os dio alguna razón? —inquirió Duboisson preocupado, ya que había sido el padrino de la idea.

—Sí, algo sobre los deberes familiares, creo —contestó vagamente Laver.

—¿Y qué vas a hacer? —apremió Latour.

—Pues… —y se quedó sin voz durante unos momentos. Repentinamente se levantó de la mesa—. He de ir al convento de enfrente.

—¿Para qué? Si queréis algo de allí yo os lo arreglaré —se ofreció Duboisson.

—No, gracias. He de ir en persona ya que va a ser mi boda.

Y salió sin desayunar, dejando estupefactos a sus amigos, que no tuvieron tiempo de intercambiar pareceres, pues la propia Mariana había madrugado y se acercaba a la mesa. Al igual que Laver, venía absorta y actuaba inconscientemente. Se sentó en el mismo sitio en el que había estado el rechazado pretendiente y, después de dar los buenos días, que fueron respondidos por dos asombrados comensales, metió la cuchara en las frutas ya servidas en el cuenco por el propio Antoine.

—Perdonad, Mariana, pero no puedo evitar el preguntarme qué os ha movido a rechazar a Antoine, ya que me consta que no os es indiferente —se atrevió a indagar Latour.

—Porque tengo una hermana —contestó, como si todos supieran las razones y no necesitasen mayor aclaración.

—¿Qué tiene que ver la hermana en todo esto? —preguntó en un susurro Duboisson a Latour que, por toda respuesta, se limitó a encogerse de hombros, reconociendo su ignorancia.

—Y ahora, ¿qué vais a hacer? —insistió Latour.

—¿Ahora? —preguntó a su vez Mariana. Miró en torno suyo como si fuera consciente por primera vez del lugar en el que se encontraba—. ¡Es verdad! Ahora debo decidir qué me voy a poner para la ceremonia. —Y abandonó el patio presurosa.

—¡Diablos! —exclamó Latour amoscado—. ¿Me están tomando el pelo?

—Bueno, —interrumpió Duboisson—, voy a dar orden de que me arreglen mi traje de gala y saquen brillo a mis botas.

—¿Adónde tenéis que acudir tan elegante?

—A una boda que no va a tener lugar aquí enfrente —contestó, primero con una sonrisa, que luego fue transformándose en abierta carcajada, finalmente coreada por Latour.

Pero ese día no se pudo celebrar la boda, ni tampoco al siguiente. Los desmanes de los filibusteros lo impidieron y quedó postergada indefinidamente.