Haito. Rojo. Isla de la Rosa de Luz (Mar Caribe)

Jara se sentó frente al ordenador del Gran Maestre con un nudo en el estómago. No entendía por qué el extraño duque o lo que fuera aquel tipo quería hablar con ella y, a pesar de que no se trataba de una entrevista cara a cara, era incapaz de controlar sus nervios.

Por fortuna no había imagen y pudo relajarse un poco.

—Soy Jara Mendívil —dijo—. ¿Quería usted hablarme?

—Buenos días, hermosa niña. —La voz era, como siempre, teatral y con un punto de diversión—. ¿Estamos solos? Quiero decir, ¿nos escucha alguien?

—No. El Gran Maestre me ha dejado sola. Me ha dicho que usted lo quería así.

—Te ha informado bien. Gracias por acudir a mi llamada; sólo será un momento y podrás volver a concentrarte en el perfeccionamiento de tu espíritu.

Jara se imaginaba que Kentra se habría tomado aquello totalmente en serio, pero a ella le sonaba a tomadura de pelo de primera clase y así reaccionó.

—¡Venga ya!

—¿No te estás perfeccionando? Entonces ¿qué haces en la isla?

—Pasar unos días de vacaciones pagadas.

—¡Ah! En ese caso no me he equivocado contigo. No eres tonta. Dime, querida, ¿has visto a alguien nuevo por la isla recientemente? Alguien…, ¿cómo decirlo?, muy conspicuo, muy llamativo; digamos… tan conspicuo como yo, pero con otro estilo.

Jara lo pensó un instante. Era evidente que se refería a Ulli; si había un adjetivo que se podía aplicar perfectamente al amigo de su padre era «conspicuo», pero ella no sabía si debía confesar que lo había visto.

El duque pareció sentir su vacilación, cloqueó y dijo:

—Niña, escucha, me consta que hay alguien nuevo en la isla e incluso creo saber quién es. Sólo necesito una confirmación por parte de un testigo visual. Te propongo un juego: yo te doy a elegir entre dos términos y tú me dices cuál es el que mejor encaja con esa persona, ¿bien?

—Bien —contestó Jara, sonriendo a su pesar. El tipo era un viejo zorro y, a distancia, podía resultar incluso simpático.

—¿Grande o pequeño?

—Grande —dijo sin vacilar.

—¿Ojos muy claros o muy oscuros?

—Muy claros.

—¿Largo cabello plateado o corto y negro?

—Está claro que sabe usted de quién se trata, señor duque. Lo primero, claro.

—¿Ha dado su nombre?

—Ulli.

—¿Ulli? ¡Qué vulgaridad! ¿Estás segura?

Jara se mordió los labios. Quizá en la isla hubiera dado otro nombre y ahora su interlocutor se estuviera preguntando cómo sabía ella que se llamaba Ulli. Se sentía como la protagonista del cuento infantil El enano saltarín, barajando nombres de los que podría depender su vida.

—Dime, Jara, ya conocías de antes a esa persona, ¿verdad?

Hubo una pausa.

—No tiene nada de particular, querida. Es un viejo conocido mío. Se llama Ulrich von Finsternthal, entre otros nombres. ¿Puedo preguntar de qué lo conoces tú?

La conversación estaba empezando a volverse incómoda, aunque Jara no hubiera podido decir exactamente por qué.

—Es un antiguo amigo de mi padre —dijo al fin, con renuencia.

—En ese caso es más que posible que tu padre y yo nos conozcamos también. Dale recuerdos míos cuando hables con él. Dile que el «jefe rojo» le envía saludos y lo felicita por su bella hija.

—Gracias. Lo haré. —Jara estaba aliviadísima de que no le hubiera preguntado nada sobre su padre. La sensación de miedo que siempre había tenido frente a aquel hombre se había intensificado a lo largo de la conversación. Estaba deseando contárselo a su padre y enterarse de qué significaba eso de «jefe rojo».

—¿Vais a acudir esta noche al templo, tú y la hermana princesa?

—Kentra sí, claro; lo está deseando. Incluso ha conseguido convencer a su marido de que le permita quedarse, a pesar de que tenía un acto importante en su país. Yo… no creo que a mí me dejen. Aún no he sido iniciada y, aunque quisiera, que no quiero, no daría tiempo. Me temo que tendré que perderme la aparición del ángel.

—Si aparece. —Durante unos segundos Jara no oyó más que una risa suave, como para sí mismo—. No me hagas caso, jovencita, soy hombre de poca fe. Pero en agradecimiento por la amabilidad que has tenido conmigo contestando a mis preguntas, te daré un pequeño consejo que prefiero que no compartas con nadie. No te pierdas la puesta del sol desde el templete que hay en el promontorio oeste de la isla.

—¿La puesta de sol de hoy? ¿En lo que llaman el Pabellón de la Perfecta Calma?

—Puedo asegurarte que será particularmente gloriosa. ¡Adiós, Jara Mendívil!

Antes de que ella pudiera contestar, la línea quedó vacía.

Mirando por encima del hombro para asegurarse de que nadie la veía, Jara buscó dentro del sujetador, sacó el móvil que estaba totalmente prohibido en la isla, y mandó un mensaje rápido a su padre:

«¿Quién es el jefe rojo? ¿Dónde estás? ¿Por qué está Ulli aquí en la isla? Llámame, por favor. Besos».

Luego salió al sol de mediodía dándole vueltas al consejo de aquel extraño ser. ¿Por qué tenía que estar al atardecer en el promontorio? ¿Debía decírselo a Kentra? Ella no se perdería por nada la aparición del ángel, pero le había dado muy mala espina aquel consejo. Le había dicho que se lo daba «en agradecimiento por su amabilidad», o sea, que era algo bueno para ella; pero también podía estar mintiendo.

Tendría que pensarlo con mucho cuidado.