Blanco. Negro. Provincia de Ávila (España)
La noche era dulce en la colina del castro celta. El cielo, aún negro, estaba lleno de estrellas que titilaban como si hablaran una lengua hecha de guiños y destellos para quien pudiera comprenderla; los grillos cantaban su eterna canción y el suelo estaba aún caliente del sol que había estado todo el día calcinando la roca sobre la que se había sentado a esperar.
Inspiró hondo y, al espirar, tuvo la sensación de que parte del peso que le había oprimido el pecho en los últimos tiempos, se liberaba y se perdía en el aire nocturno. Comprendía muy bien que Luna hubiera decidido instalarse en aquellos valles; es lo que él debería hacer también, en lugar de seguir obcecado en impedir que alguien de los clanes llegase por fin a averiguar cuáles eran los pasos necesarios para intentar abrir la puerta que llevaba a ese hipotético mundo original del que karah procedía.
Estaba cansado, pero no tenía más remedio que continuar lo que había comenzado tanto tiempo atrás. Cuando lograra eliminar a la muchacha y al niño, se tomaría un buen descanso. Quizá luego, en el tiempo que le quedara de vida, ya no volviera a ser necesario; entonces el peso de los secretos recaería sobre otros hombros más jóvenes, más fuertes. El problema era que no se le ocurría qué hombros podrían ser. Con Ennis había desaparecido el miembro más joven del clan blanco y ella, de todas formas, no servía, no era más que una mediasangre, bastarda de Albert y una haito desconocida. Y ninguno de los que quedaban estaba en posición de procrear, así que la misión de mantener las puertas cerradas tendría que recaer en un miembro de otro clan y esa sería la tarea que tendría que emprender en cuanto la primera estuviese solucionada: encontrar a un sucesor. Luna no servía; era casi tan viejo como él. Y su hija…, si era su hija la muchacha que había visto unas horas antes…, ¿podría convencerla?
Era una chica joven, de unos dieciocho o diecinueve años a juzgar por el aspecto, delgada, de largo pelo ondulado castaño rojizo, y nada más bajarse del autobús que la había traído desde Madrid, se había abrazado a Luna sollozando. Tenía que ser su hija. Él había visto con toda claridad, desde el bar de la acera de enfrente de la estación de autobuses, esa mirada protectora de Luna, esa forma de rodearla con el brazo como para defenderla del mundo. Pero si Luna era su padre, ¿quién era la madre? ¿También una mujer del clan negro? Los miembros del clan negro no se mezclaban con haito…
En cualquier caso, era una casualidad magnífica. Si Luna tenía una hija o una persona que le importaba, cualquiera que fuese el parentesco, sería más fácil de manejar. De alguna manera tendría que conseguir separar a la muchacha de su antiguo hermano de armas y, con una excusa plausible, llevarla a su propio terreno. Lo ideal sería la isla de la Rosa de Luz, un lugar del que le resultaría imposible salir por sus propios medios.
A don Juan de Luna nunca le había importado nadie y eso lo había hecho inmune a todo tipo de presión o chantaje. Pero las cosas habían cambiado, por lo que parecía. Ahora Iker Mendívil sí que quería a alguien. Y el amor volvía débil.
No oyó ningún ruido, ni siquiera el leve crujido de una rama. Simplemente el aire se desplazó a su espalda y de repente Luna estaba a su lado, con la cadera apoyada en la enorme piedra aún caliente del sol. El filo plateado de la luna remontaba el horizonte a su izquierda.
—¡Qué puntualidad, don Juan! —bromeó Lasha—. Hacía siglos que nadie me citaba a la antigua.
—No me gustan los inventos modernos.
—¿Te refieres al reloj?
Luna sonrió y no dijo nada.
—¿Tienes aún la fuerza de transformarte? —preguntó Lasha, dejando aparte las bromas.
—No lo sé. Hace mucho que no lo intento; no me hace falta aquí. La verdad es que no me importa envejecer exteriormente.
—¿Cuánto crees que tardarías en rejuvenecer por fuera unos veinte o veinticinco años hasta tener el aspecto de un chico de unos veinte?
Luna lanzó un silbido.
—Ni idea. Sobre una semana, quizá.
—Pues empieza esta misma noche. Yo he empezado esta tarde.
—¿Esta tarde? ¿Después de haberme visto con Jara?
Lasha soltó una risilla.
—Llevo tanto tiempo midiéndome sólo con haito que he olvidado lo finos que son los sentidos de karah. Es tu hija, ¿verdad?
Luna suspiró.
—No la metas en esto, Ulrich.
—¿Quién es la madre?
—Jara es una muchacha maravillosa pero no es más que haito. No te concierne.
—¿Haito?
—Su madre fue mi esposa. No tuvimos hijos. Jara es hija del primer matrimonio de ella. Yo la he criado desde que tenía tres meses y, desde que Analía murió, la he educado yo solo. A todos los efectos es mi hija, pero no sabe nada de mí ni de karah. —Luna hablaba a regañadientes, con frases cortantes que sólo daban la información esencial.
—¿No la has… alimentado nunca?
—Jamás. ¡Por Júpiter, Ulrich, aún no tiene diecinueve años! ¿Qué necesidad tiene una criatura así de recibir mi sangre maldita? Jara es inocente, hermosa…
—Haito —lo interrumpió Lasha.
—Eso no importa.
—Importa mucho y tú lo sabes. No es más que un animal, por mucho que la quieras; y dentro de un parpadeo, cuando tú aún estés pensando en cuál va a ser tu próximo nombre y tu próxima vida, ella habrá muerto, Luna. Lo sabes perfectamente.
Hubo un largo silencio punteado por el cri-cri de los grillos y el susurro del viento entre las hojas.
—Se me ha ocurrido un plan para acercarnos a nuestro objetivo y neutralizarlo. —Lasha hablaba suavemente, con su voz grave y persuasiva de Ulrich von Finsternthal—. Pero para eso necesito que ambos volvamos a parecer muchachos jóvenes y también sería necesaria una chica de su edad, de total confianza. No tiene que saber nada de lo que pretendemos; sólo acercarse a Aliena y decirnos dónde están en cada momento. O bien llevar un emisor sin siquiera saberlo, de modo que nosotros sí podamos saber dónde están ellas. Entonces Jara se alejaría de Aliena y apareceríamos nosotros. Así de simple.
—No.
—No habría ningún peligro para Jara. Además, por su forma de llorar de hoy, yo diría que se alegrará de tener una excusa para alejarse de aquí. ¿Penas de amor?
Luna se limitó a resoplar por la nariz, como un caballo.
—Ya aprenderá. Pero le vendría bien hacer un viaje; ese ha sido siempre el mejor antídoto contra el dolor de corazón.
—¿Adónde?
—No lo sé con seguridad, pero puedo figurarme que Aliena ha ido a buscar al clan azul.
—¿Oceanía, entonces?
—Aún hablas a la antigua, amigo. Sí, eso es. Algún lugar del Pacífico. Aunque también podría tratarse del Caribe. Me han llegado ciertos rumores. Me informaré.
Hubo otro silencio, tenso. La luna seguía subiendo, como ingrávida, en un cielo sin nubes, desplazando las estrellas en la estela de su luz de plata.
—Si arreglas la ayuda de Jara, te prometo que nunca se enterará de quién eres, que nunca oirá hablar de karah y podrá volver con toda tranquilidad a su vida normal.
—Y ¿si me sigo negando?
—Entonces le contaré muchas cosas que debería saber. Sabrá, por ejemplo, quién es realmente su padre.
—No te creerá. O le dará igual. Jara me quiere por encima de todo.
—¿No le importará que le hayas mentido toda la vida?
—Esto no es una película americana.
—Piénsalo. Si aceptas, no serán más de dos semanas; luego puedes volver a enterrarte aquí sin que nadie se haya enterado de nada. Para ella serán unas vacaciones; para ti, un pequeño regreso a los viejos tiempos. ¿No estás harto de estar aquí metido, sin nada que hacer? Sería volver a cazar, volver a luchar…, hacer algo que importa, Luna. Recuerda: primero es karah.
—No sé. No me gusta la idea de implicar a Jara.
Lasha sabía que había ganado. Desde el principio había contado, más que nada, con que Luna siguiera conservando algo de su antiguo carácter intrépido, con que llevara un par de siglos de aburrimiento y siguiera dejándose tentar para meterse en un buen lío de vez en cuando. Eso lo había conseguido. Lo de que tuviera una hija de la edad adecuada había sido sencillamente un extraordinario golpe de suerte.
—En cuanto consiga hacerme una idea de adónde vamos, voy a visitaros y le cuento a tu hija una historia plausible.
—¿Por qué no me la cuentas ahora a mí?
—Porque quiero que para ti también sea nueva. Nunca has sido muy buen actor. —Extendió la mano hacia Luna—. ¿Trato hecho?
—Primero es karah —dijo Luna en voz ronca—. ¡Honor a karah!
—¡Honor a tu clan! —terminó Ulrich.
Se estrecharon los antebrazos a la romana, mirándose a los ojos bajo la luz plateada de la noche.
Luego brilló la hoja de un cuchillo entre ambos y las sangres del clan blanco y del clan negro se unieron un instante y cayeron sobre la tierra reseca, que las bebió con avidez.