Rojo. Londres (Inglaterra)
Cuando recibió la llamada de Gregor desde Bangkok, el Shane estaba tomando un baño en su casa de Londres. La habitación en la que se encontraba era completamente roja con acentos dorados y, si alguien hubiera podido verlo en ese momento, habría pensado que se estaba bañando en sangre porque, al ser la bañera de color escarlata, el agua reflejaba no sólo su color, sino también el de las paredes y el techo, donde se hallaba la pantalla en la que apareció el rostro cadavérico del doctor Kaltenbrunn.
—¿Shane? ¿Estás ahí? Déjame verte —dijo con la impaciencia que lo caracterizaba.
El mahawk soltó una risita chirriante y pulsó el botón de audio.
—Lo siento, conclánida, no estoy presentable. Tendrás que conformarte con oír mi dulce voz.
—Como quieras. Acabamos de recibir una invitación formal de parte del clan azul para una reunión de los cuatro clanes.
—Así que… formal…, dices… —Hubo un silencio que a Kaltenbrunn se le hizo eterno—. Y si es formal, ¿por qué no la he recibido yo? Es el mahawk quien debe ser invitado a los cónclaves y es él quien decide si su clan acepta la invitación.
—No te pongas susceptible, Shane. Comprenderás que si ni siquiera los miembros de tu clan sabemos exactamente dónde vives, no resultas fácil de localizar para los de fuera.
Volvió a reírse escandalosamente.
—Parece que nuestros conclánidas no acaban de adaptarse a la revolución digital, o será que se han vuelto sensibles y delicados y temen invadir mi esfera privada.
—¿Qué hacemos?
—Vosotros nada, Gregor. Absolutamente nada. Yo me pondré en contacto con los mahawks de los otros clanes y me informaré de qué es lo que quieren de nosotros, qué están dispuestos a ofrecer ellos y qué nos ofrecen. Entonces os comunicaré mi decisión.
—Eleonora está fuera de sí. Quiere que aceptemos de inmediato con la condición de recuperar a Arek.
—Tranquilízala. Por supuesto que vamos a recuperar a Arek, aunque sólo sea por cuestión de honor.
Los ojos del Shane pasaban por el rostro tenso y grisáceo de su conclánida para perderse en seguida en la multitud de espejos de marco dorado que colgaban de las paredes junto a enormes ramos de flores hechas de huesos humanos y animales, mezcladas con flores naturales, mientras sus dedos largos y finos jugaban con el líquido escarlata que cubría su cuerpo hasta el cuello.
—¿Qué quieres decir?
—Que Arek es, en estos momentos, la menor de mis preocupaciones. Estoy seguro de que, lo tenga quien lo tenga, lo están tratando como corresponde a un niño karah.
—Eleonora y Dominic tienen miedo de que no lo estén alimentando adecuadamente y que no pueda desarrollar su potencial cuando llegue el momento.
—¡Tonterías!
—Pero escúchame, Shane, suponiendo que no lo tenga ninguno de los clanes, suponiendo que sea Aliena quien se lo ha llevado, ella ha sido criada como haito; no tiene ni idea de cómo se alimenta karah en sus primeros meses.
—Deja de preocuparte, Gregor. Llama a Mechthild, a Flavia y a Miles y que se reúnan con vosotros en Bangkok. Si decidimos aceptar la invitación, supongo que el cónclave tendrá lugar en la isla del clan azul, en ese lugar misterioso del que tanto presumen, desde allí viajaremos todos juntos. Ciao, bello!
Colgó sin darle tiempo a más, inclinó la cabeza hacia un lado, como solía hacer cuando se le acababa de ocurrir algo prometedor que, sin embargo, necesitaba aún un poco de reflexión, y después de calcular qué hora sería en el Caribe, pidió a su ordenador que lo conectara con el número que tenía grabado como «La isla de los pirados».
En la pantalla apareció el rostro deformado y tenso del Gran Maestre de la orden guiñando desesperadamente el ojo izquierdo en un tic que, al parecer, no era capaz de controlar. Desde la pequeña conversación que habían mantenido poco antes de que él regresara a Inglaterra, el Maestre parecía haberse encogido y haber dado un par de pasos en dirección a la locura o al suicidio. Estaba tan aterrorizado que ensanchaba el corazón y era un auténtico placer verlo retorcerse en la silla.
—¿Ha llegado ya tu invitado? —preguntó sin ningún preámbulo.
El Gran Maestre tenía la boca tan seca que se limitó a asentir con la cabeza.
—Te ha preguntado por mí, supongo.
Otro cabezazo.
—Y tú, lógicamente, como me prometiste, le has dicho que tu reacción había sido excesiva, que yo no era más que un pobre viejo pirado en busca de la inmortalidad, y que cuando me di cuenta de que no era eso lo que ofrece la Lux Aeterna, me marché sin más explicaciones. También le habrás dicho que lamentas mucho haberlo hecho acudir y que no era necesario.
—Sí, señor. Eso le he dicho. Todo eso.
El Shane conectó repentinamente la imagen y sintió un escalofrío de placer cuando a su interlocutor se le desorbitaron los ojos y se tapó la boca con las dos manos en un intento fallido de reprimir un grito que, algo obstaculizado por los dedos, salió como el maullido de un gato torturado.
En la esquina derecha de la pantalla, el Shane se veía a sí mismo como lo estaba viendo aquel pobre hombre: un ser esquelético, pálido, con ojeras oscuras y el pelo rubio blanco disparado en todas direcciones, sumergido en sangre hasta mitad del pecho donde se destacaban dos aros de metal negro taladrándole los pezones incoloros.
La verdad era que a él mismo le daba miedo su imagen, pensó con una sonrisa.
—No me estarás mintiendo, ¿verdad?
—No, señor. Lo juro.
—Y tu invitado…, el Ejecutor lo llamas, ¿no es cierto?, tu invitado ¿se ha creído lo que le has dicho?
—No lo sé. Le juro que no lo sé. Ese hombre no es normal. Nunca sé lo que está pensando.
—Por supuesto que ese hombre no es normal, idiota. Te hacía más listo. Dime, ¿qué planes tiene para los próximos días?
El Gran Maestre empezó a temblar de un modo que resultaba casi cómico.
—Ha traído un mensaje del ángel Aliel. Se aparecerá esta noche a los fieles. El Ejecutor se quedará para garantizar que no haya ningún tipo de incidente. Luego, según me ha dicho, volverá a marcharse mañana.
—¿A qué hora?
—No lo sé.
—¿A qué hora es…, cómo llamarlo…, la aparición del ángel?
—Al atardecer. A pesar de que hoy es luna llena, Aliel ha decidido no visitarnos a medianoche, como era lo habitual en Israfel.
—Bien. Exijo discreción total, ya lo sabes. Ni una palabra a nadie. Esta conversación no ha tenido lugar.
—No señor, por supuesto que no, señor.
—Ahora, una última cosa. Quiero hablar con esa muchacha española que llegó hace poco a la isla, la que se está iniciando con la hermana millonaria y sosa que pertenece a la nobleza.
—¿Con Jara Mendívil?
—Ya me has oído. Ahora. Supongo, amigo mío, que no habrás olvidado lo que llevas dentro.
El Gran Maestre sacudió la cabeza y, sin poder controlarlo, se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Vuelvo en seguida.
La pantalla quedó vacía; donde hasta unos segundos atrás había estado el feo rostro de Andrade, ahora se veía un póster que mostraba círculos concéntricos de distintos colores y que antes le habían servido de aura.
El Shane esperó en el agua roja recordando los mejores momentos de su conversación con el Gran Maestre en la isla.
Lo más fácil del mundo había sido siempre conseguir que alguien obedeciera a través del terror, pero resultaba difícil aterrorizar a alguien que ya estaba aterrorizado y se veía obligado a elegir entre el servicio a uno de dos amos crueles. En general, y en su experiencia, la tendencia era elegir al más antiguo, al que mejor se conoce, al que ya ha causado tanto dolor que uno sabe exactamente dónde están los límites.
Por eso, para que Andrade olvidara su lealtad al primer amo, motivada por el terror que sentía frente a él, no quedaba más remedio que romperlo más o amenazarlo con algo peor. En otros tiempos habría sido necesario quedarse a su lado, encerrarlo en la más profunda mazmorra del castillo más húmedo y repugnante sólo para sacarlo de vez en cuando a la sala de torturas e ir probando todos los instrumentos hasta encontrar el que más terror causaba a la víctima.
Ahora, por fortuna, aunque los sistemas de antaño seguían funcionando magníficamente, había pequeños inventos que permitían controlar, aterrorizar y enloquecer a distancia.
Cuando, al principio, Andrade se había mostrado reacio a traicionar al Ejecutor, el Shane se había limitado a jugar un poco con sus nervios. En el sentido más literal. Electricidad aplicada sobre las conexiones nerviosas del cuerpo humano. Exquisito dolor sin dejar huella. Gran invento.
Así había conseguido, sin apenas cansarse, que Andrade estuviera dispuesto a contarle qué aspecto tenía ese Ejecutor de la voluntad de los ángeles atlantes.
Eso había sido una pequeña sorpresa aunque, de hecho, tendría que haber imaginado que alguien que es capaz de marcar a un haito de la manera que Andrade había sufrido —una cicatriz cruzándole la cara y el corte de los ligamentos del talón de Aquiles— no podía ser Albert, quien, posiblemente, era la máxima expresión de paz y dulzura que karah había producido en varios miles de años.
Cuando el Gran Maestre, roto por el dolor de las convulsiones eléctricas, acabó confesándole que el Ejecutor era un hombre grande y fuerte, de ojos helados y cabello de plata, se dio cuenta de inmediato de que siempre había sabido que tenía que tratarse de Silber Harrid. Sólo que, al parecer, en todos los siglos transcurridos desde la última vez que se vieron, no sólo había seguido siendo fuerte y salvaje, sino que había desarrollado suficente imaginación como para inventarse el cuento de la Lux Aeterna, cosa de la que unos siglos antes le habría creído incapaz.
A continuación, cuando Andrade se cansó de sollozar en el suelo de su propio templo, donde ninguno de sus fieles podía oírlo, empezó la segunda parte: convencerlo de que a partir de ese momento era él mismo, el Shane, quien tenía la potestad de darle órdenes y dirigir sus movimientos.
Primero lo ató a las losas del piso con la fuerza que había conseguido ir controlando a lo largo de su dilatada existencia. No era necesario usar cuerdas ni correas cuando se lograba dominar esa técnica, aunque fuera un mínimo, como en su caso.
Luego se tomó mucho tiempo para que Andrade, desde el suelo, viera cómo sacaba los instrumentos del maletín. Poca cosa. Apenas un par de sondas y bujías semirrígidas, un instrumento parecido a una gran jeringa plateada y un par de pequeños objetos indistinguibles. Luego se volvió hacia su presa, la cual, como estaba previsto, empezó a gritar mientras unas manchas húmedas y malolientes se extendían como un espejo oscuro debajo de él, y a su alrededor.
El Shane se agachó junto a Andrade, para que pudiera sentir también su olor a almizcle y su aliento le cosquilleara la mejilla mientras le hablaba con voz suave de enfermera especializada en pacientes terminales.
—Estimado Maestre, no me queda más remedio que recurrir a la última arma de la que dispongo. Admiro tu lealtad para con el Ejecutor y comprendo que temas sus represalias —le había dicho mientras en una mano sostenía el instrumento plateado frente a sus ojos y, con la otra, le acariciaba la bragueta húmeda—. ¿Sabes lo que es una dilatación de uretra?
Andrade empezó a gemir.
—No quiero hacerte sufrir gratuitamente. Es sólo que tengo que introducir algo en tu cuerpo y he pensado que esta es la mejor manera de que no vuelva a salir inadvertidamente, como podría pasar si lo colocara en tu intestino a través del recto, ¿comprendes?
Con un par de gestos le bajó los pantalones y los calzoncillos, se apoderó de su pene flácido y arrugado de puro terror y, con mano experta, le introdujo el tubo metálico, parecido a una antena de coche o de una antigua radio, por la uretra. Poco a poco, sacando cada vez un segmento metálico de mayor diámetro, fue dilatando el tubo hasta que adquirió un tamaño suficiente para poder pasar por él un diminuto objeto de plástico, tan pequeño como un insecto, pero más alargado. Mientras tanto Andrade aullaba, lloraba y producía toda clase de ruidos indignos en un hombre centrado en lo espiritual.
Cuando le retiró el instrumento que había permitido introducir el pequeño objeto en la vejiga, Andrade aún estaba consciente.
Cuando se desmayó fue al oír las últimas palabras del Shane.
—Ahora llevas una pequeña bomba dentro, hermano. Una bomba que puede ser detonada a distancia. Por mí, evidentemente. No importa donde me encuentre. He colocado en la isla un repetidor que recogerá mi señal cuando la envíe, y hará estallar lo que llevas dentro. De modo que mucho cuidado con lo que dices y haces. Ahora me perteneces, ¿está claro?
Al parecer lo estaba porque con su último destello de comprensión, Andrade dejó caer la cabeza sobre el pecho en un asentimiento antes de perder la consciencia.