Haito. Bangkok (Tailandia)

Colgados como murciélagos en un balcón del quinto piso del edificio en el que se encontraba Lena, Maël y Anaís la vieron esperando en un despacho junto con el gorila del vestido de flores; un par de minutos después entró una señora de traje de chaqueta azul, mandó salir al matón y se quedó contemplando a Lena como si no fuera una persona de carne y hueso, sino simplemente un objeto, una escultura que alguien había dejado en aquel lugar por si le interesaba comprarla.

Su amiga estaba de perfil a ellos mientras la señora, de una elegancia natural que tenía poco que ver con su manera de vestir y mucho con su forma de moverse, daba vueltas a su alrededor como si estuviera fijándose en los detalles. Al cabo de un tiempo, se acercó y cogió el medallón que Lena llevaba al cuello mientras le preguntaba algo que ellos, lamentablemente, no podían oír porque la ventana estaba cerrada para evitar que entraran el calor y la humedad de la noche.

La señora esbozó una leve sonrisa que se repitió en seguida en el rostro de Lena: luego le hizo otra pregunta y su amiga se llevó una mano a la cabeza, se agachó y los traceurs tuvieron la impresión de que estaba tratando de enseñarle algo de su cráneo, una cicatriz mal curada tal vez, porque la mujer apartó el pelo de Lena y estuvo un buen rato inclinada sobre su cabeza hasta que pareció darse por satisfecha y, con unas palmaditas en el hombro, la hizo enderezarse de nuevo. Esta vez la sonrisa fue más amplia por parte de las dos.

Daba la impresión de que lo que estaba haciendo aquella mujer era reconocer a Lena por alguna señal particular, y no debía de tener malas intenciones porque la muchacha no parecía asustada ni sorprendida de lo que estaba pasando.

La mujer fue a la mesa de trabajo, cogió un móvil e hizo una llamada corta, apenas una o dos frases. Por un segundo, dirigió la mirada hacia afuera pero en el cristal sólo vio su propio reflejo y la figura de la muchacha al fondo, de pie, apretando el medallón en la mano derecha.

Anaís y Maël, uno a cada lado del balcón, pegados a la fachada y tratando de que no les diera la luz para no ser descubiertos, se miraron entre preocupados y perplejos: era evidente que Lena estaba esperando una cosa así, por tanto era evidente que les había mentido, si bien era cierto que, al pasar junto a ellos cuando el gorila la encañonaba, les había dicho que aquello no era lo que parecía y que no debían preocuparse. Pero cada vez estaba más claro que la angustia que a veces se pintaba en el rostro de Lena no tenía nada que ver ni con novios perdidos ni con padres coléricos; allí había mucho más de lo que se apreciaba a simple vista.

En el interior del despacho, Lena se había sentado y la señora, después de haber servido dos vasos de algún zumo, también había tomado asiento frente a ella, como esperando algo.

Los traceurs volvieron a intercambiar una mirada. No podían pasarse horas enganchados al balcón, esperando sin saber qué ni cuánto tiempo y estaba empezando a quedar claro que Lena no los necesitaba para nada, que más bien estorbarían si se les ocurría aparecer en ese momento y preguntar qué rayos estaba pasando. Además de que el gorila, seguramente, no encontraría nada divertida su presencia.

Maël hizo un gesto evidente con la barbilla hacia arriba: «Vámonos de aquí». Anaís lo pensó un momento, asintió con la cabeza y ya estaba pasando la pierna sobre la pequeña balustrada para emprender el descenso cuando el tableteo de un helicóptero casi encima de ellos hizo que volvieran a agarrarse con toda su alma al precario asidero que los sostenía. El aparato estaba aterrizando en la terraza del edificio, a apenas tres o cuatro pisos de donde ellos se encontraban, una auténtica locura, porque no estaba lo bastante alto como para garantizar que no se engancharía con cables o antenas de otras casas contiguas.

Se miraron sin saber qué hacer. Lo importante, en cualquier caso, era pasar desapercibidos, por tanto lo mejor era quedarse quietos, como moscas pegadas a un cristal, hasta que la situación se tranquilizara y pudieran bajar de allí.

Dentro del despacho, la mujer y Lena se pusieron de pie, fueron hasta el final del cuarto, y el cuadro que hasta ese momento había cubierto la pared del fondo se deslizó a un lado y dejó abierta la puerta de un ascensor en el que entraron y que se cerró tras ellas dejándolo todo como si simplemente hubieran desaparecido.

Anaís empezó a trepar, casi sin pensarlo, por un puro impulso de acompañar a Lena y de ver en qué paraba todo aquello. Maël la siguió.

Llegaron justo a tiempo de ver cómo Lena se despedía de la mujer con un apretón de manos y subía al aparato, acomodándose en el asiento del copiloto, después de haber echado la mochila en los asientos de detrás.

La señora del traje azul se quedó en la terraza siguiendo el helicóptero con la vista hasta que se perdió entre las luces de Bangkok; luego tomó de nuevo el ascensor y la terraza quedó desierta. Los traceurs salieron de su escondrijo, se estiraron a conciencia y durante un minuto se limitaron a contemplar el paisaje urbano lleno de luces de todos los colores, tratando de distinguir el aparato en la distancia.

—Bueno —dijo Maël—, pues ya está. Nos ha engañado bien, la muy zorra.

—No sé, Maël.

—¿Cómo que no sabes?

Anaís sacudió la cabeza enérgicamente.

—No, listo, no sé. Es evidente que tiene algo que ocultar, eso sí. Algo gordo. Y que nosotros nos hemos metido en un lío que quizá no nos convenga nada, por eso ella trataba de perdernos de vista.

—Ya. Por nuestro propio bien, ¿no?

—Es posible.

—¡Venga ya! Debe de ser una gilipollas de la jet set, hija de algún supermillonario, que encuentra divertido tomarle el pelo a una peña de chavales de periferia, como nosotros.

—Yo no soy una chavala de periferia ni Lena me ha tomado el pelo para nada. Eso son manías tuyas, complejos que no sé de dónde salen. Yo me he metido en esto porque me ha dado la gana y, la verdad, si tengo ocasión, no voy a parar hasta ver dónde acaba la cosa porque me encanta la idea de que, por primera vez en la vida, me está pasando algo realmente especial. ¿Bajamos?

Maël se encogió de hombros, de mal humor. Era posible que Anaís tuviera razón y se tratara de algún complejo, de algún problema de autoestima como le había insinuado el psicólogo del instituto un par de años atrás, pero por el momento se sentía realmente cabreado. Aquella imbécil lo había puesto en ridículo. Él le había ofrecido protección y ayuda, se había sentido por unas horas casi como un caballero de tiempos pasados, como un hombre de verdad, y ahora ella se limitaba a tomarle el pelo, mentirle sin ningún tipo de escrúpulos y abandonarlo a bordo de un helicóptero mientras él se quedaba varado en la terraza de un edificio custodiado por guardias de seguridad. Si Anaís lo encontraba divertido era que estaba realmente loca. Claro que con ella no había jugado igual que con él.

Cuando llegaron abajo, sin incidentes y sin que nadie se diera cuenta, echaron a andar hacia la estación de metro y, sin hablarlo siquiera, se encontraron sentados en uno de los Sky Bars de los muchos que los hoteles del centro ofrecían, con una vista esplendorosa de la ciudad a sus pies. Pidieron dos cócteles y se quedaron mirándose sin saber bien cómo seguir.

—¿Se lo vamos a contar a los demás? —preguntó Anaís.

—¿Para qué? ¿Para que sepan que la muy imbécil nos ha dado esquinazo, después de que nos hubiéramos ofrecido a acompañarla, ayudarla y esconderla si era necesario?

—Para que estén al tanto de lo que ha pasado para cuando vuelva.

Maël hizo una sonrisa torcida.

—No me digas que piensas que va a volver.

—Pues claro que pienso que quiere volver. Lo que no sé es si podrá.

—Eres más ingenua de lo que yo pensaba.

Anaís negó lentamente con la cabeza mientras chupaba las cañitas de colores de su cóctel.

—No —contestó cuando tuvo la boca vacía—, no es ingenuidad, es que pensar mal de la gente no es lo primero que se me ocurre. Aparte de que, para mí, está claro que a Lena tampoco le gusta la situación, que de algún modo le viene grande, que no la ha elegido por gusto. Por eso está tan tensa, y se le llenan los ojos de lágrimas de vez en cuando. Mira, le voy a mandar un SMS.

—¿Y qué le vas a decir? ¿Que la echamos de menos? —Maël no podía evitar el tono irónico, como siempre que estaba ofendido.

Anaís tecleó rápidamente.

—Escucha: «Te hemos estado esperando. Hemos visto cómo te marchabas en el helicóptero. Tennos al tanto de lo que pase. Cuenta con nosotros para lo que haga falta. ¡Suerte! Beso».

—Conmigo no cuenta.

—Tú no eres el único del grupo. Estoy segura de que los demás estarán dispuestos a echar una mano si nos llama. Ellos no piensan que todo lo que sucede en el mundo está hecho adrede para humillarlos.

Maël la miró fijo, entre ofendido y furioso.

—¿Tú crees eso de mí?

Anaís apretó los labios y se los mordió mientras asentía una y otra vez.

—Yo creía que éramos amigos —dijo él con voz estrangulada, perdiendo la vista en las luces de la ciudad.

—Claro que somos amigos, idiota. ¿Tú crees que yo le digo esas cosas a gente que no me importa? Pero estoy harta, realmente harta, hasta las mismas narices de que te tengas lástima, de que te desprecies a ti mismo o de que des la vara constantemente con lo de que no te merecías a Vavá ni a ninguna mujer que valga la pena, de que pienses que este mundo es una conjura en tu contra, como si fueras el centro del universo y todo estuviera hecho para fastidiarte. Ya va siendo hora de que espabiles y dejes atrás las memeces adolescentes, que decidas estudiar algo que de verdad te guste y luches por lo que quieres, que aprecies lo que tienes y no te pases la vida dando saltos de acá para allá porque lo único que deseas es lo que no puedes tener y en cuanto lo tienes, lo tiras a la basura. Quiero que crezcas, imbécil, que no te haga falta estar borracho para reírte, que dejes de ponerte esa máscara de machito, sí, sé lo que digo. —Hizo un gesto y lo interrumpió cuando él quiso hablar—. Eso de «soy claro, soy sincero, digo siempre lo que pienso y lo que siento sin que me importe el daño que puedo hacer a los demás sin ninguna justificación, cargo con las consecuencias de mis actos y sufro en silencio como un hombre», ¿te suena? Si pensaras un poco más antes de actuar, lo mismo no tendrías que sufrir ninguna consecuencia, gilipollas.

Maël soltó todo el aire de golpe y sonrió.

—¡Uf, chica, qué enjuague! ¿Cuánto tiempo llevabas guardándote todo eso?

—Psé. Supongo que desde que nos conocimos; te calé bastante rápido. Pero siempre pensé que eso no era cosa mía, que te lo tomarías fatal y no serviría de nada, de modo que me lo he callado hasta ahora.

—Nadie me había hablado nunca tan claro.

—Siempre hay una primera vez.

Maël pidió otros dos cócteles, brindaron y sonrieron.

—Gracias, Anaís; creo que me hacía falta.

Bebieron, ella aliviada de que siguieran siendo amigos, él todavía intrigado.

—Oye —preguntó Maël, inclinándose hacia ella—, ¿puedo hacerte una pregunta muy personal?

Ella asintió.

—¿Yo…, en fin…, yo te gusto?

Anaís explotó en una carcajada.

—Vale, no hace falta que me contestes. —Maël volvía a su expresión ofendida. Anaís le cogió una mano, que estaba helada de sujetar el cóctel.

—No te enfades, chico. Es que… no he podido evitarlo, lo siento. Te digo por activa y por pasiva que tu problema es creerte el centro del universo, te doy siete mil explicaciones y ¿qué haces? Preguntar si todo eso es porque estoy enamorada de ti. —Sacudió la cabeza en una negativa sin perder la sonrisa—. No. No lo estoy. Al principio, hace más de un año, sí me gustabas y pensé que a lo mejor teníamos posibilidades, siendo los dos traceurs y todo eso, pero me fui dando cuenta de que nunca funcionaría. Tú usas el fantasma de Vavá como barrera frente a las otras chicas. Te gusta flagelarte, le das vueltas a todo y no eres realmente capaz ni de dar ni de tomar. Eres tú, para ti, siempre, solo. —Volvió a sacudir la cabeza—. No, Maël, yo te quiero mucho como amigo, pero como pareja…, yo quiero otra cosa. —Estuvo a punto de decir «como pareja lo que yo busco es un hombre de verdad», pero se dio cuenta a tiempo de que eso destrozaría a Maël y a ella la llevaría a una larguísima discusión sobre lo que es «un hombre de verdad», de manera que volvió a apretarle la mano y cambió ligeramente de tema—. Ya verás como si dejas que desaparezca el fantasma de Vavá, que sea lo que debe ser, un recuerdo precioso, y dejas de medirte con unos y con otros, y dejas de pensar que eres el hombre más desgraciado del planeta, las cosas cambiarán rápido y encontrarás a una chica que quiera cargar contigo. —Terminó con una sonrisa llena de dientes, exagerada a propósito para que se diera cuenta de la broma, pero él no entró al trapo—. ¿Tanto te gustaba Lena?

Ahora fue él quien sacudió la cabeza.

—No. No sé. Supongo que me había hecho ilusiones, que llevo mucho tiempo solo y me gustaría que me pasara algo.

—¡Pues eso! Tengo el pálpito de que si seguimos en contacto con Lena nos pasarán cosas.

Sonó una melodía en el móvil de Anaís.

—¿Qué te decía? De Lena. «No sé adónde me llevan. Os informaré en lo posible. Siento no poder deciros más. Gracias por todo». ¡Venga, termínate el cóctel y vámonos al hostal! ¡Mañana salimos para la isla y tenemos que estar más o menos despiertos!

Esperando el ascensor para bajar a la calle, Maël le pasó un brazo por los hombros y se inclinó hacia su oído.

—¿Por qué eres amiga mía? —preguntó bajito.

—Porque yo también soy masoca, al parecer. —Le dio un abrazo fuerte y rápido y entraron en el ascensor.