11

La mayor parte de la sangre parecía proceder de una herida superficial en la nuca. Pero había otra herida, que en comparación no había sangrado mucho y que parecía de cuchillo, en la parte inferior izquierda del cuello. El movimiento del barco había dibujado en el linóleo un garabato demencial con la sangre que se coagulaba lentamente. La cara había adquirido color de arcilla sucia. Míster Kuvetli estaba muerto y bien muerto.

Graham apretó los dientes para evitar las arcadas y se sustentó en el lavabo. Lo primero que pensó era que no tenía que vomitar, que tenía que recobrar el ánimo antes de pedir auxilio. No se dio cuenta inmediata de lo que implicaba lo sucedido. Había clavado los ojos en la ventana redonda para no mirar de nuevo al suelo, y la imagen de una chimenea de barco por encima de un muelle de cemento le recordó que estaban a punto de atracar. Y míster Kuvetli no había llegado al consulado turco.

Al darse cuenta, se sobresaltó y recobró el sentido común. Miró hacia abajo.

Era sin duda obra de Banat. Probablemente había aturdido de un golpe al pequeño turco en su camarote o en el pasillo, le había arrastrado hasta el más cercano, y allí le había asesinado mientras estaba insensible. Moeller había decidido desembarazarse de una posible amenaza al buen funcionamiento de sus disposiciones sobre la víctima principal. Graham recordó el ruido que le había despertado por la noche. Podía venir del camarote contiguo. «No salga de su camarote bajo ningún pretexto hasta las ocho de la mañana. Podría ser peligroso». Míster Kuvetli no había seguido su propio consejo y había sido peligroso. Se había declarado dispuesto a morir por su país y por él había muerto. Ahí estaba, con los puños gordezuelos lastimeramente apretados, la orla de pelo gris teñida de sangre y la boca que tan a menudo sonreía medio abierta e inanimada.

Alguien pasó por el pasillo, y Graham dio un respingo. El sonido y el movimiento parecieron aclararle la cabeza. Empezó a pensar rápida y fríamente.

La forma en que se había coagulado la sangre indicaba que míster Kuvetli debió morir antes de que el barco se detuviera. ¡Mucho antes! Antes de haber pedido permiso para irse con el práctico. Si lo hubiera pedido le habrían buscado concienzudamente a la llegada del barco y le habrían encontrado. No viajaba con pasaporte ordinario, sino con un laissez passer diplomático, por lo que no había tenido que entregar su documentación al contable. Eso significaba que si el contable no revisaba la lista de pasajeros con el funcionario de control de pasaportes —y Graham sabía por experiencia que en los puertos italianos no siempre se preocupaban de hacerlo—, nadie se enteraría de que Kuvetli no había desembarcado. Probablemente, Moeller y Banat lo habían tenido en cuenta. Y si el equipaje del muerto estaba hecho, el mayordomo lo llevaría al barracón de Aduanas con el de los demás, suponiendo que el propietario se ocultaba para no tener que darle una propina. Si Graham no avisaba a alguien, podían pasar horas e incluso días antes de que descubrieran el cuerpo.

Apretó los labios. Sintió que una cólera lenta y fría le invadía la cabeza, ahogando su instinto de conservación. Si llamaba a alguien podía acusar a Moeller y Banat, pero ¿podía rastrear el crimen hasta ellos? Su acusación no tenía por sí misma ningún peso. Podrían sugerir que la acusación era una argucia para ocultar su propia culpa. El contable, desde luego, apoyaría con gusto esa teoría. El hecho de que los acusados viajaran con pasaporte falso podía sin duda probarse, pero eso llevaría tiempo. En cualquier caso, la Policía italiana podía negarle con toda justificación el permiso de salida hacia Inglaterra. Míster Kuvetli había muerto por tratar de hacerle llegar a Inglaterra sano y salvo y a tiempo para cumplir un contrato. Sería estúpido y grotesco que el cuerpo muerto de míster Kuvetli fuera precisamente el medio de impedir el cumplimiento de aquel contrato. Pero si Graham quería conservar el pellejo, eso era precisamente lo que ocurriría. Era extrañamente inimaginable. Pera él, de pie junto al cadáver del hombre que Moeller había descrito como un patriota, sólo parecía haber una cosa importante en el mundo: que la muerte de míster Kuvetli no fuera estúpida ni grotesca, que sólo fuera inútil para los hombres que le habían asesinado.

Pero si no daba la alarma y esperaba a la policía, ¿qué iba a hacer?

¿Y si Moeller lo había planeado todo? ¿Y si él o Banat habían oído las instrucciones que le dio míster Kuvetli y, pensando que estaba lo bastante intimidado como para hacer cualquier cosa con tal de salvarse, habían urdido aquella forma de retrasar su regreso? O quizá pretendían «descubrirle» con el cuerpo para incriminarle. Pero no. Ambas suposiciones eran absurdas. Si hubieran conocido el plan de míster Kuvetli, habrían permitido que el turco bajara a tierra en la embarcación del práctico. Después, alguien habría encontrado el cuerpo de Graham, y ese alguien habría sido míster Kuvetli. Era, por tanto, evidente que Moeller ni conocía el plan ni sospechaba que el asesinato iba a ser descubierto. Dentro de una hora estaría, con Banat y los pistoleros que acudieran a recibirles, esperando a que la víctima saliera sin sospechar nada…

Pero la víctima sospechaba. Había una ligerísima oportunidad…

Se volvió y, agarrando el tirador de la puerta, lo hizo girar lentamente. Sabía que si se paraba a pensar en lo que había decidido se echaría atrás. Tenía que comprometerse sin pensarlo dos veces.

Abrió la puerta una fracción de pulgada. El pasillo estaba desierto. Un instante más tarde había salido del camarote y cerrado la puerta a sus espaldas. Vaciló menos de un segundo. Sabía que no podía detenerse. En cinco zancadas llegó al camarote número tres. Entró.

El equipaje de míster Kuvetli consistía en una simple maleta pasada de moda. Estaba atada con correas en mitad del camarote, y una de las correas sujetaba una moneda de veinte liras. Graham cogió la moneda y se la acercó a la nariz. El olor a esencia de rosas se distinguía perfectamente. Buscó el abrigo y el sombrero de míster Kuvetli en el armario y detrás de la puerta, y al no encontrarlos supuso que los habían tirado al agua por el ojo de buey. Banat había pensado en todo.

Subió la maleta a la cama y la abrió. Se veía que las cosas de encima habían sido apresuradamente metidas por Banat, pero más abajo la maleta estaba muy bien hecha. Lo único interesante que encontró Graham, sin embargo, fue una caja de munición para pistola. No había rastro de la pistola a la que estaba destinada.

Graham se metió las municiones en el bolsillo y cerró de nuevo la maleta. Aún no había decidido qué hacer con ella. Evidentemente, Banat contaba con que el mayordomo la llevaría al barracón de Aduanas, se guardaría las veinte liras y se olvidaría de míster Kuvetli. Era la mejor solución, desde el punto de vista de Banat. Cuando los funcionarios de Aduanas empezasen a interesarse por una maleta no reclamaba, monsieur Mavradopolous ya no existiría. Graham, sin embargo, tenía toda la intención de seguir existiendo si podía. Tenía además la intención de utilizar su pasaporte para cruzar la frontera italo-francesa con el mismo fin. En cuanto encontraran el cuerpo de míster Kuvetli, la policía buscaría a los demás pasajeros para interrogarle. Sólo había una solución: esconder la maleta de míster Kuvetli.

Abrió el armarito del lavabo, dejó encima, en una esquina, la moneda de veinte liras y se acercó a la puerta. El camino seguía despejado. Abrió la puerta cogió la maleta y la arrastró por el pasillo hasta el camarote número cuatro. Uno o dos segundos después estaba otra vez dentro y con la puerta cerrada.

Estaba sudando. Se secó las manos y la frente con su pañuelo y entonces recordó que había dejado huellas dactilares en el asa de cuero de la maleta, en el tirador de la puerta y en el armarito del lavabo. Limpió todo con el pañuelo y centró su atención en el cuerpo.

Evidentemente, la pistola no estaba en el bolsillo trasero del pantalón. Apoyó una rodilla en el suelo, al lado del cadáver. Sintió que le volvían las arcadas y respiró hondo. Después se inclinó, aferró el hombro derecho con una mano y el lado derecho de los pantalones con la otra y tiró. El cuerpo rodó de lado. Un pie se deslizó sobre el otro y golpeó el suelo. Graham se incorporó apresuradamente. En uno o dos segundos, no obstante, se había recuperado lo suficiente como para inclinarse de nuevo y abrir la chaqueta. Había una pistolera de cuero bajo el brazo izquierdo, pero la pistola no estaba allí.

No se decepcionó demasiado. La posesión de la pistola le habría hecho sentirse mejor, pero no había concebido grandes esperanzas de encontrarla. Una pistola era un objeto valioso. Era natural que Banat se la llevase. Graham tanteó el bolsillo de la chaqueta. Estaba vacío. Evidentemente, Banat también se había llevado el dinero y el laissez passer de míster Kuvetli.

Se levantó. Ya no había nada que hacer allí. Se puso un guante, abrió con cautela la puerta y se encaminó al camarote número seis. Llamó. Dentro se produjo un movimiento rápido y madame Mathis abrió la puerta.

El mal gesto que tenía preparado para el mayordomo se desvaneció cuando vio a Graham. Sorprendida, le dio los buenos días.

—Buenos días, madame. ¿Podría hablar un minuto con su esposo?

Mathis asomó la cabeza por encima del hombro de su mujer.

—¡Hola! ¡Buenos días! ¡Tan temprano y ya está listo!

—¿Puedo hablar con usted un momento?

—¡Pues claro! —Salió en mangas de camisa y sonriendo alegremente—. Sólo soy importante para mí mismo. Llegar a mí no es difícil.

—¿Le importaría pasar un momento a mi camarote?

Mathis le miró con curiosidad.

—Tiene usted un aspecto muy serio, amigo mío. Ahora mismo voy. —Se volvió hacia su mujer—. En seguida vuelvo, chérie.

Una vez dentro del camarote, Graham cerró la puerta, echó el cerrojo y se volvió para encontrarse con el ceño sorprendido de Mathis.

—Necesito su ayuda —dijo en voz baja—. No, no voy a pedirle dinero. Lo que quiero es que lleve un mensaje de mi parte.

—Con gusto, siempre que sea posible.

—Tendremos que hablar muy bajo —prosiguió Graham—. No quiero alarmar innecesariamente a su mujer, y las paredes son muy delgadas.

Afortunadamente, Mathis no comprendió plenamente lo que aquello significaba. Asintió.

—Le escucho.

—Ya le dije que trabajo para una empresa de armamento. No mentía. Pero en cierto sentido estoy actualmente al servicio conjunto de los gobiernos de Inglaterra y Turquía. Esta misma mañana, cuando baje del barco, unos agentes alemanes intentarán matarme.

—¿De verdad? —preguntó Mathis, incrédulo y desconfiado.

—Me temo que sí. No me haría gracia inventármelo.

—Disculpe. Yo…

—No se preocupe. Lo que quiero es que se presente en el consulado turco en Génova, pregunte por el cónsul y le dé un recado de mi parte. ¿Lo hará?

Mathis le miró fijamente un instante. Después asintió.

—Muy bien. Lo haré. ¿Cuál es el mensaje?

—En primer lugar, tengo que decirle que se trata de un mensaje altamente confidencial. ¿Comprende?

—Sé mantener la boca cerrada cuando me parece oportuno.

—Y yo sé que puedo confiar en usted. Escriba el mensaje, por favor. Aquí tiene papel y lápiz. No sería capaz de leer mi letra. ¿Dispuesto?

—Sí.

—Es como sigue: «Informe a coronel Haki, Estambul, que agente I. K. ha muerto, pero no informe a la policía. Me veo forzado a acompañar a agentes alemanes, Moeller y Banat, que viajan con pasaportes de Fritz Haller y Mavradopolous. Yo…».

Mathis abrió la boca de par en par y soltó una exclamación.

—¿Será posible?

—Desgraciadamente, lo es.

—¡Entonces no es que usted se marease!

—No. ¿Puedo seguir con el mensaje?

Mathis tragó saliva.

—Sí. Sí. No me había dado cuenta… Por favor.

—«Trataré de escapar y llegar a usted, pero en caso de que muera sírvase por favor informar al cónsul británico de la responsabilidad de estos hombres». —Le pareció melodramático, pero era exactamente lo que quería decir. Compadeció a Mathis.

El francés le estaba mirando con horror pintado en los ojos.

—No es posible —susurró—. ¿Por qué…?

—Me gustaría explicárselo todo, pero me temo que no puedo. Lo que quisiera saber es si va a transmitir mi mensaje.

—Naturalmente. Pero ¿no puedo hacer algo más? Esos agentes alemanes…, ¿por qué no los hace detener?

—Por varias razones. El mejor modo de ayudarme es transmitir mi mensaje.

El francés adelantó la mandíbula agresivamente.

—¡Es ridículo! —explotó, para después bajar la voz hasta un feroz susurro—. La discreción es necesaria. Yo lo comprendo. Usted pertenece al servicio secreto británico. Estas cosas no se dicen, pero no soy ningún idiota. ¡Muy bien! ¿Por qué no matamos juntos a esos asquerosos boches y escapamos? Llevo encima mi revólver, y juntos…

Graham pegó un respingo.

—¿Dice que tiene un revólver… aquí?

Mathis le miró, desafiante.

—Naturalmente que tengo un revólver. ¿Por qué no iba a tenerlo? En Turquía…

Graham le agarró por el brazo.

—Entonces puede hacer algo más por ayudarme.

Mathis frunció el ceño, impaciente.

—¿De qué se trata?

—Permítame que le compre el revólver.

—¿Quiere decir que está desarmado?

—Me robaron el revólver. ¿Cuánto quiere por el suyo?

—Pero…

—Me será mucho más útil que a usted.

Mathis se irguió.

—No se lo voy a vender.

—Pero…

—Se lo voy a regalar. Aquí tiene… —Sacó un pequeño revólver niquelado del bolsillo posterior del pantalón y se lo puso en la mano a Graham—. No, por favor. No es nada. Me gustaría hacer algo más.

Graham agradeció a su buena estrella el impulso que le había llevado a disculparse con los Mathis la víspera.

—Ya ha hecho más que suficiente.

—¡Nada! Está cargado, ¿ve? Aquí está el seguro. El gatillo es muy suave. No hace falta ser un hércules. Mantenga el brazo recto mientras dispara…, pero qué le voy a contar.

—Se lo agradezco, Mathis. ¿Irá al consulado turco en cuanto llegue a tierra?

—Por supuesto. —Le ofreció la mano—. Le deseo suerte, amigo mío —dijo emocionado—. Si está seguro de que no puedo hacer más…

—Estoy seguro.

Mathis salió. Graham se quedó esperando. Oyó que el francés entraba en el camarote contiguo y después la voz aguda de madame Mathis.

—¿Y bien?

—No puedes dejar de meterte donde no te llaman, ¿eh? Se ha quedado sin dinero y le he prestado dos mil francos.

—¡Imbécil! No los volverás a ver.

—¿Tú crees? Pues te advierto que me ha dado un cheque.

—Detesto los cheques.

—No estoy borracho. Es contra un Banco de Estambul. En cuanto lleguemos me presentaré en el consulado turco y me aseguraré de que el cheque es bueno.

—¡Como si lo fueran a saber… o les importara!

—¡Basta! Sé lo que hago. ¿Estás lista? ¡No! Entonces…

Graham suspiró, aliviado, y examinó el revólver. Era más pequeño que el de Kopeikin y estaba fabricado en Bélgica. Accionó el seguro y puso el dedo en el gatillo. Era una arma pequeña y manejable y parecía muy bien cuidada. Pensó en el mejor sitio para llevarla encima. No tenía que verse desde fuera, pero debía estar en un lugar de fácil acceso. Finalmente decidió meterlo en el bolsillo superior izquierdo del chaleco, donde cabían exactamente el cañón, la recámara y la mitad de la guarda del gatillo. Con la chaqueta abrochada, la culata quedaba oculta y las solapas disimulaban el bulto. Además, sólo tenía que acercar la mano a la corbata para tener los dedos a dos pulgadas de la culata. Estaba preparado.

Tiró por el ojo de buey la caja de municiones de míster Kuvetli y subió a cubierta.

El barco estaba en el puerto, desplazándose hacia la zona oeste del mismo. El cielo estaba despejado sobre el mar, pero las colinas que rodeaban la ciudad cobijaban una bruma que oscurecía el sol y daba un aspecto frío y desolado a la blanca masa semicircular de edificaciones.

La única persona que había en cubierta era Banat. Estaba parado, contemplando los barcos con el interés absorto de un niño pequeño. Era difícil imaginarse que en algún momento de las diez últimas horas aquel ser pálido salía del camarote número cuatro con un cuchillo que acababa de clavar en el cuello de míster Kuvetli, que en aquel momento tenía en el bolsillo los documentos, el dinero y la pistola de míster Kuvetli, que pensaba cometer un nuevo asesinato en las próximas horas. Su insignificancia era espantosa y daba un falso aire de normalidad a la situación. Si Graham no hubiera sentido tan vivamente el peligro que corría, le habría tentado pensar que el recuerdo de lo que había visto en el camarote número cuatro no era recuerdo de una experiencia real, sino de algo concebido en un sueño.

Ya no sentía ningún miedo. Su cuerpo se estremecía de una forma extraña. Le faltaba el aliento y una oleada de náuseas le subía con regularidad desde la boca del estómago; pero su cerebro parecía haber perdido contacto con su cuerpo. Sus pensamientos se ordenaban por sí mismos con una rapidez y eficacia que le sorprendían. Sabía que si no quería abandonar toda esperanza de llegar a Inglaterra a tiempo para cumplir el contrato turco, su única posibilidad de salir vivo de Italia dependía de su capacidad de derrotar a Moeller en su propio juego. Míster Kuvetli le había demostrado que la «alternativa» de Moeller era un truco destinado exclusivamente a transferir la escena del crimen a un lugar menos público que una calle importante de Génova. En otras palabras, pensaban «darle un paseo». Dentro de muy poco tiempo, Moeller, Banat y algunos otros le esperarían con un coche a la salida del barracón de Aduanas, dispuestos a matarle allí mismo si fuera necesario. Y si entraba, complaciente, en el coche, le llevarían a algún lugar tranquilo de la carretera de Santa Margherita y le matarían allí. El plan sólo tenía un punto débil. Ellos creían que si entraba en el coche lo haría pensando que le iban a llevar a un hotel para preparar la representación de la enfermedad. Se equivocaban; y su error le ofrecía las primeras posibilidades de salir bien parado. Si actuaba con arrojo y rapidez tendría ciertas posibilidades de escapar.

No era probable, pensó, que le dijeran lo que pensaban hacer con él cuando montase en el coche. Se apoyarían hasta el último momento en la mentira del hotel y la clínica cercana a Santa Margherita. Desde su punto de vista, era mucho más fácil cruzar las estrechas calles de Génova con un hombre dispuesto a pasar seis semanas de vacaciones que con un hombre a quien habría que impedir por la fuerza que llamase la atención de los transeúntes. Le seguirían la corriente. A lo mejor hasta le dejarían tomar una habitación en un hotel. En cualquier caso, era improbable que el coche pudiera cruzar la ciudad sin detenerse ni una sola vez a causa del tráfico. Sus posibilidades de escapar dependían de su capacidad de sorprenderles. Si conseguía escapar en una calle llena de gente, les sería muy difícil atraparle. Entonces se dirigiría al consulado turco. Había escogido el consulado turco y no el suyo simplemente porque con los turcos tendría que dar menos explicaciones. Una referencia al coronel Haki simplificaría considerablemente el problema.

El barco estaba a punto de atracar, y en el muelle había hombres dispuestos a recoger los cabos. Banat no le había visto, pero en ese instante salieron Josette y José a cubierta. Graham se desplazó rápidamente al lado opuesto. En aquel momento, Josette era la última persona en el mundo con quien deseaba hablar. Podría sugerirle compartir un taxi hasta el centro de la ciudad. Tendría que explicarle por qué se iba del muelle en un coche particular con Moeller y Banat. Podían surgir muchas otras dificultades. Entonces se topó con Moeller.

El anciano inclinó amistosamente la cabeza.

—Buenos días, míster Graham. Quería verle. Será agradable volver de nuevo a tierra, ¿verdad?

—Eso espero.

La expresión de Moeller cambió imperceptiblemente.

—¿Está preparado?

—Del todo. —Adoptó un aspecto preocupado—. No he visto a Kuvetli esta mañana. Espero que todo vaya bien.

Moeller ni siquiera parpadeó.

—No se preocupe, míster Graham. —Sonrió, tolerante—. Como ya le dije anoche, puede dejarlo todo tranquilamente en mis manos. Kuvetli no nos causará problemas. Si fuera necesario —añadió dulcemente—, recurriría a la fuerza.

—Espero que no haga falta.

—Y yo también, míster Graham. ¡Yo también! —Bajó la voz confidencialmente—. Pero ya que hablamos del uso de la fuerza, me permito sugerirle que no se apresure a desembarcar. Si lo hiciera antes de que Banat y yo hayamos tenido tiempo de explicar la nueva situación a los que nos esperan, podría ocurrir un accidente, ¿comprende? Se le nota perfectamente que es inglés. Le identificarían sin la menor dificultad.

—Ya se me había ocurrido.

—¡Espléndido! Me alegra mucho verle participar del espíritu de nuestras disposiciones. —Volvió la cabeza—. Ah, ya estamos atracando. Bien, le veré de nuevo en unos minutos. —Entornó los párpados—. No me hará pensar que he depositado en mal lugar mi confianza, ¿verdad, míster Graham?

—Estaré allí.

—Estoy seguro de que puedo contar con usted.

Graham entró en el salón desierto. Vio por un ojo de buey que habían separado con cuerdas un sector de cubierta. Los Mathis y los Beronelli se habían unido ya a Josette, José y Banat, y mientras les observaba subió también Moeller con su «esposa». Josette miraba en derredor como si esperara a alguien, y Graham supuso que su ausencia la intrigaba. No iba a ser fácil evitar tropezarse con ella. A lo mejor hasta le esperaba en el barracón de Aduanas. Tenía que impedirlo.

Esperó a que izaran la pasarela y a que los pasajeros, encabezados por los Mathis, iniciaran en grupo el descenso. Entonces salió y se incorporó al último puesto de la cola, inmediatamente detrás de Josette. La mujer volvió la cabeza y le vio.

—¡Ah! Me estaba preguntando dónde se había metido. ¿Qué ha estado haciendo?

—El equipaje.

—Ha tardado mucho. Pero en fin, ya está aquí. Pensaba que a lo mejor podíamos ir juntos y dejar el equipaje en la consigne de la estación. Nos ahorraríamos un taxi.

—Me temo que la haría esperar. Tengo algunas cosas que declarar. Además, primero debo pasar por el consulado. Creo que lo mejor es que nos encontremos en el tren, como habíamos acordado.

Josette suspiró.

—Es usted tan difícil… Muy bien, nos veremos en el tren. Pero no lo vaya a perder.

—No lo perderé.

—Y tenga cuidado con el pequeño salop del perfume.

—La policía se ocupará de él.

Habían llegado al control de pasaportes que daba entrada al barracón de Aduanas, y José, que se había adelantado, esperaba como si cada segundo le costase una fortuna. Josette oprimió apresuradamente la mano de Graham.

Alors, chéri! A tout à l’heure.

Graham sacó su pasaporte y les siguió lentamente por el barracón de Aduanas. Sólo había un funcionario. Terminó con Josette y José mientras Graham se acercaba, y después centró su atención en los voluminosos paquetes de los Beronelli. Graham, aliviado, tuvo que esperar. Mientras lo hacía, abrió la maleta y se metió en el bolsillo unos papeles que necesitaba, pero transcurrieron unos minutos hasta que pudo enseñar su visado de tránsito, hacer que le marcaran con tiza la maleta y entregarla a un mozo de cuerda. Cuando terminó de abrirse camino entre el grupo de enlutados parientes que rodeaba a los Beronelli, Josette y José habían desaparecido.

Entonces vio a Moeller y a Banat.

Estaban de pie junto a un gran sedán americano estacionado más allá de los taxis. En el lado opuesto del coche había otros dos hombres: uno era alto y llevaba una gabardina y una gorra de trabajador, el otro era muy moreno, de fuertes mandíbulas, y llevaba un abrigo gris largo con cinturón y un sombrero flexible de copa redondeada. Al volante del coche había un quinto hombre, más joven.

Con el corazón al galope, Graham hizo una seña al mozo, que ya se dirigía a los taxis, y se encaminó hacia ellos.

Moeller le hizo una seña con la cabeza mientras se acercaba.

—¡Bien! ¿Su equipaje? Ah, sí. —Hizo una indicación al hombre alto, que dio la vuelta al coche, cogió la maleta que le daba el mozo y la introdujo en el maletero del coche.

Graham entregó una propina al mozo y entró en el coche. Moeller le imitó y se puso a su lado. El hombre alto se sentó al lado del conductor. Banat y el hombre del abrigo largo se sentaron en los trasportines, enfrente de Graham y Moeller. El rostro de Banat era inexpresivo. Él hombre del abrigo largo evitó la mirada de Graham y se puso a mirar por la ventana.

El coche arrancó. Casi inmediatamente, Banat sacó su pistola y accionó el seguro.

Graham se volvió hacia Moeller.

—¿Es necesario? —preguntó—. No me voy a escapar.

Moeller se encogió de hombros.

—Como guste. —Le dijo algo a Banat, que sonrió, accionó de nuevo el seguro y guardó la pistola en el bolsillo.

El coche tomó la calle adoquinada que llevaba a las puertas del muelle.

—¿A qué hotel vamos? —preguntó Graham.

Moeller volvió ligeramente la cabeza.

—Todavía no lo he decidido. Podemos dejarlo para más tarde. Primero iremos a Santa Margherita.

—Pero…

—No hay peros. Yo me ocupo de todo. —Esta vez ni siquiera se dignó volver la cabeza.

—¿Y Kuvetli?

—Se fue esta mañana temprano en el barco del práctico.

—Entonces ¿qué está haciendo?

—Probablemente, redactando un informe para el coronel Haki. Le aconsejo que se olvide de él.

Graham enmudeció. Sólo había preguntado por míster Kuvetli para ocultar el temor que se apoderaba de él. No llevaba ni dos minutos en el coche y sus posibilidades habían disminuido considerablemente.

El coche vibraba sobre los adoquines, ya cerca de la entrada del puerto, y Graham se preparó para la pronunciada curva a la derecha que les llevaría hacia la ciudad y la carretera de Santa Margherita. Un instante después se sintió desplazado bruscamente a un lado, pues el coche viraba hacia la izquierda. Banat sacó rápidamente la pistola.

Graham volvió lentamente a la posición inicial.

—Lo siento —dijo—. Pensé que había que girar a la derecha para ir a Santa Margherita.

No recibió respuesta. Se acomodó en su rincón, tratando de evitar toda expresión en el rostro. Había supuesto, gratuitamente, que le iban a dar el «paseo» por la carretera de Santa Margherita después de cruzar Génova. Todas sus esperanzas se habían basado en esa suposición. Se había confiado demasiado.

Miró de reojo a Moeller. El agente alemán se apoyaba en el respaldo del asiento con los ojos cerrados: un anciano que había cumplido con el trabajo del día. El resto del día pertenecía a Banat. Graham sabía que aquellos ojillos profundos buscaban los suyos, y que en la boca doliente había una sonrisa desagradable. Banat pensaba disfrutar con su trabajo. El otro hombre seguía mirando por la ventana. No había emitido el menor sonido.

Llegaron a una bifurcación y giraron a la derecha por una carretera secundaria donde una señal indicaba la dirección de Novi-Torino. Iban hacia el norte. La carretera era recta y tenía grandes plátanos polvorientos a los lados. Detrás de los árboles había filas de casas tristes y una o dos fábricas. Pero la carretera empezó pronto a ascender, volviéndose sinuosa y las casas y fábricas quedaron atrás. Entraban en campo abierto.

Graham sabía que si no se presentaba una oportunidad totalmente inesperada de escapar, sus posibilidades de sobrevivir una hora eran prácticamente nulas. Llegaría un momento en que el coche se detendría. Entonces le sacarían y le matarían tan metódica y eficazmente como si hubiera sido condenado a muerte por un consejo de guerra. El pulso le latía brutalmente en las sienes y su respiración era acelerada y entrecortada. Trató de respirar lenta y profundamente, pero los músculos de su pecho parecían incapaces de realizar el esfuerzo. Siguió intentándolo. Sabía que si se rendía al miedo, si se dejaba ir, estaba perdido, pasara lo que pasara. No tenía que asustarse. Se dijo a sí mismo que la muerte no era tan dura. Un instante de asombro y todo habría pasado. Tarde o temprano tenía que morir, y una bala en la base del cráneo ahora era mejor que meses de enfermedad cuando fuera viejo. Cuarenta años no eran un período despreciable de vida. En aquel momento había en Europa muchos jóvenes que considerarían una muerte a dicha edad como un logro envidiable. Suponer que arrancar unos treinta años al período normal de vida era un desastre, era darse gratuitamente una importancia que ningún hombre tenía. Y la vida, después de todo, tampoco era tan agradable. Principalmente consistía en pasar de la cuna a la tumba de la forma más cómoda posible; en satisfacer las necesidades del cuerpo y hacer más lento su proceso de decadencia. ¿Por qué tomarse tan a la tremenda el abandono de un asunto tan monótono? ¿Por qué, en verdad? Y sin embargo, uno se lo tomaba a la tremenda…

Sintió de pronto la presencia del revólver oprimiéndole el pecho. ¿Y si decidían registrarle? Pero no, no lo harían. Le habían quitado un revólver, y a míster Kuvetli otro. No podían sospechar que existía un tercero. En el coche había cinco hombres más, y al menos cuatro de ellos estaban armados. Su revólver tenía seis balas. A lo mejor podía disparar dos antes de que le alcanzasen. Si esperaba a que Banat se distrajera, quizá podría alcanzar a tres, o incluso a cuatro. Si de todas formas le iban a matar, procuraría que su muerte les saliese lo más cara posible. Sacó un cigarrillo del bolsillo y, metiéndose la mano en la chaqueta como si buscara una cerilla, accionó el seguro del revólver. Pensó un instante en sacarlo de inmediato y confiar en que la suerte y las curvas le libraran del primer disparo de Banat. Pero la pistola no temblaba en la mano de Banat. Además, siempre había alguna posibilidad de que sucediera algo inesperado que le diera mayores oportunidades. A lo mejor, por ejemplo, el conductor tomaba una curva demasiado rápido y destrozaba el coche.

Pero el coche seguía avanzando con toda normalidad. Las ventanas estaban completamente cerradas, y la esencia de rosas de Banat comenzaba a impregnar la atmósfera interior. El hombre del abrigo largo se estaba adormeciendo. Bostezó una o dos veces. Después, y evidentemente sólo por hacer algo, sacó una pesada pistola alemana e inspeccionó el cargador. Cuando lo insertaba de nuevo, sus ojos inexpresivos y ojerosos se posaron un instante en Graham. Apartó la vista con indiferencia, como haría en un tren un viajero sentado frente a un extraño.

Hacía unos veinticinco minutos que habían salido. Pasaron por un pueblecito perdido, con un único café destartalado detrás de un surtidor de gasolina y dos o tres tiendas, y empezaron a subir. Graham se apercibió vagamente de que los terrenos y granjas que hasta entonces flanqueaban la carretera daban paso a grupos de árboles y pendientes sin cultivar, y supuso que estaban llegando a las colinas situadas al norte de Génova y al oeste del paso del ferrocarril por encima de Pontedecimo. El coche giró de pronto a la izquierda por una pequeña carretera lateral flanqueada de árboles y empezó a subir lentamente por un largo y sinuoso camino cortado en la ladera de una colina boscosa.

Algo se movió a su lado. Se volvió rápidamente, mientras la sangre se le agolpaba en la cabeza, y se encontró con los ojos de Moeller.

Moeller asintió.

—Sí, míster Graham, éste es para usted el final del camino.

—Pero ¿el hotel…? —tartamudeó Graham.

Los pálidos ojos no parpadearon.

—Me temo, míster Graham, que debe ser usted muy simple. ¿O quizá cree que yo lo soy? —Se encogió de hombros—. Desde luego, no tiene importancia. Pero quiero pedirle algo. Teniendo en cuenta todos los problemas, incomodidades y gastos que me ha causado, ¿sería pedirle demasiado que no me causara más? Cuando nos detengamos y se le pida que baje, sírvase por favor hacerlo sin discutir y sin protestas corporales. Si en un momento así no es capaz de pensar en su propia dignidad, piense al menos en la tapicería del coche.

Se volvió bruscamente e hizo una señal con la cabeza al hombre del abrigo largo, que golpeó con los nudillos en la separación de cristal que tenía a sus espaldas. El coche se detuvo a sacudidas y el hombre del abrigo largo se incorporó a medias y puso la mano en el tirador que abría la puerta de su lado. Simultáneamente, Moeller le dijo algo a Banat. Banat sonrió y enseñó los dientes.

En ese instante, Graham entró en acción. Su último y lamentable farol había sido aceptado. Iban a matarle, y lo mismo les daba que lo supiera o no. Lo único que les preocupaba era que manchara con su sangre la tapicería en la que estaba sentado. Una cólera súbita y ciega se apoderó de él. Su autocontrol, forzado hasta el estremecimiento de todos los nervios de su cuerpo, le abandonó de pronto. Sin saber lo que hacía, sacó el revólver de Mathis y disparó a quemarropa sobre el rostro de Banat. Después se lanzó hacia adelante.

El hombre del abrigo largo había abierto la puerta aproximadamente una pulgada cuando el cuerpo de Graham cayó sobre él. Perdió el equilibrio y se desplomó de espaldas fuera del coche. Una fracción de segundo más tarde había chocado con el suelo, con Graham encima.

Medio atontado por el impacto, Graham se desembarazó, rodó sobre sí mismo y buscó refugio detrás del coche. Sabía que no podía durar más de unos segundos. El hombre del abrigo largo había perdido el sentido, pero los otros dos, gritando a pleno pulmón, habían abierto sus puertas, y Moeller no tardaría en recoger la pistola de Banat. Quizá tendría oportunidad de disparar una vez más. Moeller, a lo mejor…

En aquel momento, la suerte acudió en su ayuda. Graham se apercibió de que estaba acurrucado a uno o dos pies de distancia del depósito de gasolina del coche, y con la insensata idea de obstaculizar la persecución si llegaba a escapar de allí, levantó el revólver y disparó de nuevo.

Cuando apretó el gatillo, el cañón del revólver estaba prácticamente en contacto con el depósito, y la llamarada que estalló con un rugido le expulsó tambaleando de espaldas de su refugio. Oyó el estruendo de varios disparos y sintió el silbido de una bala junto a su cabeza. El pánico se apoderó de él. Giró y corrió hacia los árboles y la pendiente que descendía en terrazas desde la carretera. Oyó dos disparos más y después algo le golpeó violentamente en la espalda y un relámpago de luz le estalló entre el cerebro y los ojos.

No debió estar inconsciente más de un minuto. Cuando recuperó el sentido, se encontró tirado boca abajo en la pendiente, sobre una superficie de agujas secas de pino y por debajo del nivel de la carretera.

Un dolor agudísimo le atravesaba la cabeza como un puñal. Trató de no moverse durante unos segundos. Después abrió otra vez los ojos y su mirada, reconociendo pulgada a pulgada el terreno, se posó en el revólver de Mathis. Alargó instintivamente el brazo para cogerlo. Su cuerpo palpitaba agónicamente, pero sus dedos aferraron el revólver. Esperó uno o dos segundos. Después, muy despacio, se puso de rodillas, se incorporó apoyándose en las manos y empezó a arrastrarse hacia la carretera.

La onda expansiva de la explosión del depósito había diseminado fragmentos retorcidos de carrocería y de cuero humeante por toda la carretera. El hombre de la gorra de trabajador yacía de costado entre los restos del coche. La gabardina le colgaba en jirones carbonizados a su izquierda. Del coche en sí no quedaba más que una masa trémula e incandescente donde apenas se veía el esqueleto de hierro, retorciéndose bajo la terrible temperatura como si fuera de papel. En la carretera, un poco más arriba, el conductor se tambaleaba como si estuviera borracho, cubriéndose el rostro con las manos. El aire estaba impregnado de un hedor repugnante a carne quemada. No había el menor rastro de Moeller.

Graham se arrastró por la pendiente unas yardas, se puso dolorosamente en pie y se alejó, tropezando entre los árboles, hacia la carretera de abajo.