6
Graham se quedó inmóvil. El cuerpo le vibraba como si le hubieran transmitido por los talones un violento impacto mecánico. Oyó la voz de Mathis preguntándole, desde muy lejos, si le ocurría algo.
—No me encuentro bien —dijo—. Discúlpeme, por favor.
Captó una chispa de aprensión en el rostro del francés y pensó «cree que voy a vomitar». Pero no esperó a que Mathis abriera la boca. Se volvió y, sin mirar al hombre que había junto a la puerta del salón, caminó hasta la puerta situada en el otro extremo de la cubierta y bajó a su camarote.
Entró y cerró con pestillo. Temblaba de pies a cabeza. Se sentó en la cama y trató de recobrar la calma. «No hay razón para preocuparse —se dijo—. Hay una salida. Tienes que pensar».
Banat había descubierto de alguna forma que estaba en el Sestri Levante. No le habría resultado muy difícil. Sólo tenía que preguntar en Wagon-Lit y en las oficinas de las navieras. Después había sacado un billete para Sofía, se había bajado del tren tras cruzar la frontera griega y había tomado otro tren, vía Salónica, hasta Atenas.
Sacó del bolsillo el telegrama de Kopeikin y fijó en él los ojos. «¡Todo bien!». ¡Idiotas! ¡Malditos idiotas! El asunto del barco le había dado mala espina desde el principio. Tenía que haberse fiado de su instinto e insistido en ver al cónsul británico. Si no hubiera sido por ese imbécil presumido de Haki… Pero ahora estaba atrapado como una rata en la trampa. Banat no volvería a fallar. ¡No, Dios mío! Ese hombre era un asesino profesional. Tenía que pensar en su reputación…, por no hablar de sus honorarios.
Un sentimiento extraño, pero vagamente conocido, empezó a apoderarse de él; un sentimiento oscuramente relacionado con olores de antisépticos y el silbido de una tetera. Sintió un súbito ataque de terror y recordó. Había ocurrido hacía años. Estaban ensayando un cañón experimental de catorce pulgadas en el terreno de pruebas. La segunda vez que lo dispararon estalló. Tenía un fallo en el mecanismo de recámara. La explosión mató a dos hombres e hirió gravemente a un tercero. El herido era una masa sanguinolenta tendida sobre el cemento. Pero la masa sanguinolenta gritaba; gritó sin cesar hasta que llegó la Ambulancia y el médico le puso una inyección. Era un sonido tenue, agudo, inhumano: como el silbido de una tetera. El médico dijo que el hombre estaba inconsciente a pesar de sus gritos. Antes de examinar los restos del cañón, baldearon el cemento con una solución de lisol. Ese día no almorzó. Por la tarde empezó a llover…
De pronto se dio cuenta de que estaba maldiciendo. Las palabras salían de sus labios en una corriente continua: una sucesión sin sentido de obscenidades. Se puso rápidamente en pie. Estaba perdiendo la cabeza. Había que hacer algo, y hacerlo deprisa. Si pudiera salir del barco…
Abrió violentamente la puerta del camarote y salió al pasillo. Primero tendría que hablar con el contable. El despacho del contable estaba en la misma cubierta. Se encaminó directamente a él.
La puerta del despacho estaba entornada y el contable, un italiano alto, de mediana edad, con una colilla de puro en la boca, estaba sentado en mangas de camisa ante una máquina de escribir y una pila de copias de conocimientos de embarque. Estaba copiando detalles de los conocimientos en una hoja rayada metida en la máquina. Levantó malhumorado la cabeza cuando Graham llamó. Estaba ocupado.
—Signore?
—¿Habla usted inglés?
—No, Signore.
—¿Francés?
—Sí. ¿Qué desea?
—Quiero ver inmediatamente al capitán.
—¿Por qué razón, monsieur?
—Es absolutamente necesario que me dejen en tierra inmediatamente.
El contable dejó el cigarro e hizo girar la silla.
—No hablo francés muy bien —dijo con calma—. ¿No le importa repetir?
—Quiero que me lleven a tierra.
—Monsieur… Graham, ¿verdad?
—Sí.
—Lo lamento, monsieur Graham. Es demasiado tarde. El práctico ya se ha marchado. Debería haber…
—Ya lo sé. Pero es absolutamente necesario que me lleven a tierra ahora. No, no estoy loco. Ya sé que en circunstancias ordinarias estaría totalmente fuera de lugar. Pero las circunstancias son excepcionales. Estoy dispuesto a pagar la pérdida de tiempo y cualquier molestia que cause.
El contable parecía asombrado.
—Pero ¿por qué? ¿Está enfermo?
—No, yo… —Se detuvo. Le faltó poco para morderse la lengua de rabia. No había médico a bordo, y la amenaza de alguna enfermedad infecciosa podía haber sido suficiente. Pero ya era tarde—. Si me consigue una entrevista inmediata con el capitán le explicaré por qué. Le aseguro que tengo buenas razones.
—Me temo —dijo secamente el contable— que no hay nada que hacer. ¿No comprende…?
—Todo lo que pido —interrumpió Graham, desesperado— es que retrocedan un poco y pidan una embarcación de práctico. Estoy dispuesto a pagar y tengo medios para hacerlo.
El contable sonrió exasperado.
—Esto es un barco, monsieur, no un taxi. Llevamos un cargamento y tenemos un programa. Usted no está enfermo, y…
—Ya le he dicho que tengo excelentes razones. Si me permite ver al capitán…
—No vale la pena insistir, monsieur. No dudo de su disposición ni de su capacidad para pagar el costo de una embarcación del puerto. Desgraciadamente, eso no es lo importante. Dice usted que no está enfermo pero que tiene buenas razones. Como sólo puede haber pensado en esas razones en los últimos diez minutos, espero que no se enfade si le digo que no pueden ser tan importantes. Permítame asegurarle, monsieur, que sólo razones probadas y evidentes, por una cuestión de vida o muerte, pueden justificar que un barco se detenga en beneficio de un pasajero. Naturalmente, si usted me da razones de esta índole, se las comunicaré de inmediato al capitán. En caso contrario, me temo que sus razones tendrán que esperar hasta Génova.
—Le garantizo…
El contable sonrió apenado.
—No pongo en duda la buena fe de sus garantías, monsieur, pero lamento decirle que necesitamos algo más que garantías.
—Muy bien —estalló Graham—, puesto que insiste en saber los detalles, se los contaré. Acabo de enterarme de que en este barco hay un hombre que se encuentra aquí con el exclusivo propósito de asesinarme.
El rostro del contable se tornó inexpresivo.
—No me diga, monsieur.
—Sí, yo… —Algo en los ojos del otro le hizo detenerse—. Supongo que piensa que estoy o loco, o borracho —concluyó.
—De ninguna manera, monsieur. —Pero sus pensamientos eran como un libro abierto.
Pensaba que Graham era simplemente uno más de los desdichados lunáticos con quienes su trabajo le ponía a veces en contacto. Eran una peste, porque le hacían a uno perder el tiempo. Pero él era un hombre tolerante. No valía la pena enfadarse con un lunático. Además, el ocuparse de ellos parecía resaltar su propia salud mental e inteligencia, esa salud e inteligencia que, de no ser por la miopía de los propietarios, le hubieran llevado hacía tiempo a ocupar un lugar en el consejo de administración. Y eran historias graciosas que contar a los amigos cuando volvía a casa.
—¡Imagínate, Beppo! Había un inglés que parecía cuerdo pero que en realidad estaba loco. ¡Creía que alguien quería asesinarle! ¡Imagínate! Es el whisky, ¿sabes? Yo le dije…
Pero entretanto había que seguirle la corriente, que tratarle con tacto.
—De ninguna manera, monsieur —repitió.
Graham empezó a perder el control.
—Me ha preguntado cuáles eran mis razones. Se las estoy dando.
—¿Y su nombre, monsieur?
—Banat. B-A-N-A-T. Es rumano. Su…
—Un momento, monsieur. —El contable sacó una hoja de papel de un cajón y pasó un lápiz por los nombres que contenía con una atención exagerada. Levantó la vista—. No hay nadie de ese nombre o nacionalidad en el barco, monsieur.
—Le iba a decir, cuando me interrumpió, que ese hombre viaja con pasaporte falso.
—Entonces, por favor…
—Es el pasajero que subió a bordo esta tarde.
El contable volvió a mirar el papel.
—Camarote número nueve. Se trata de monsieur Mavradopolous. Es un hombre de negocios griego.
—Eso dirá su pasaporte. Su verdadero nombre es Banat, y es rumano.
El contable tenía grandes dificultades para comportarse cortésmente.
—¿Tiene alguna prueba de lo que dice, monsieur?
—Si se pone en contacto por radio con el coronel Haki, de la policía turca, le confirmará lo que digo.
—Este barco es italiano, monsieur. No estamos en aguas territoriales turcas. Sólo podemos poner un asunto así en manos de la policía italiana. Además, sólo llevamos radio para fines de navegación. Comprenderá que esto no es el Rex ni el Conte di Savoia. Hay que olvidar el asunto hasta que lleguemos a Génova. Allí, la policía se ocupará de su acusación sobre el pasaporte.
—Me importa un bledo su pasaporte —dijo Graham violentamente—. Le estoy diciendo que ese hombre pretende matarme.
—¿Y por qué?
—Porque le han pagado para que lo haga. Por eso. ¿Entiende ahora?
El contable se puso en pie. Había sido tolerante. Ahora había llegado el momento de mostrarse firme.
—No, monsieur, no entiendo.
—Pues si no entiende, déjeme hablar con el capitán.
—No será necesario, monsieur. Entiendo lo suficiente. —Miró a Graham a los ojos—. En mi opinión, este asunto tiene dos explicaciones «caritativas». O ha confundido a monsieur Mavradopolous con otra persona, o ha tenido una pesadilla. En el primer caso, le aconsejo que no repita su error con nadie más. Yo soy discreto, pero si llegase a oídos de monsieur Mavradopolous, éste lo podría considerar como una ofensa a su honor. En el segundo caso, le sugiero que se tumbe un rato en su camarote. Y recuerde que nadie va a asesinarle en este barco. Hay demasiada gente.
—¿Pero no ve usted…? —gritó Graham.
—Veo —dijo ceñudo el contable— que este asunto tiene una explicación menos caritativa. Puede haberse inventado esta historia porque, por alguna razón particular, desea desembarcar. Si es así, lo lamento. Es una historia ridícula. En cualquier caso, el barco se detiene en Génova y no antes. Y ahora, si me disculpa, tengo cosas que hacer.
—Exijo ver al capitán.
—Si no le importa, cierre la puerta al salir —dijo alegremente el contable.
A punto de ponerse enfermo de rabia y de miedo, Graham regresó a su camarote.
Encendió un cigarrillo y trató de razonar. Debería haberse dirigido directamente al capitán. Todavía podía acudir directamente al capitán. Por un instante pensó en hacerlo. Si él… Pero resultaría inútil, y más humillante de lo necesario. Aun suponiendo que pudiera llegar hasta el capitán y hacerle comprender, lo probable es que escuchara su historia con menos comprensión aún. Seguía sin poder probar lo que decía. Y si convencía al capitán de que había algo de verdad en lo que decía, de que no sufría de alguna forma de locura alucinatoria, la respuesta sería la misma: «Nadie va a asesinarle en este barco. Hay demasiada gente».
¡Demasiada gente! No conocían a Banat. Un hombre capaz de entrar a pleno día en casa de un funcionario de policía, de disparar contra el funcionario y contra su mujer y de marcharse tranquilamente, no se iba a poner nervioso por tan poca cosa. No sería la primera vez que un pasajero desaparecía de un barco en mitad del océano. Sus cuerpos llegaban a veces a tierra y a veces no. Unas veces, las desapariciones eran explicables, otras no. ¿Qué relación podía haber entre la desaparición de un ingeniero inglés (cuyo comportamiento había sido muy extraño) y monsieur Mavradopolous, un hombre de negocios griego? Ninguna. Y suponiendo que el cuerpo del ingeniero inglés llegara a tierra antes de que los peces lo hubieran hecho inidentificable y se viera que había sido asesinado antes de caer al agua, ¿quién iba a probar que monsieur Mavradopolous —si para entonces quedaba algo de monsieur Mavradopolous aparte de las cenizas de su pasaporte— era el responsable del asesinato? Nadie.
Pensó en el telegrama que había enviado desde Atenas aquella tarde. «Lunes en casa», había dicho. ¡Lunes en casa! Se miró la mano sana y movió los dedos. El lunes podían estar muertos y empezando a descomponerse con el resto de la entidad que se llamaba a sí mismo Graham. Stephanie se llevaría un disgusto, pero se repondría rápidamente. Era resistente y sensata. Pero no le quedaría mucho dinero. Tendría que vender la casa. Debía haberse hecho un seguro más elevado. Si lo hubiera sabido… Pero claro, si hay compañías de seguros es porque no lo sabes. De todas formas, lo único que podía hacer era esperar que todo fuera rápido, que no fuera doloroso.
Se estremeció y empezó de nuevo a maldecir. Después recobró el ánimo. Tenía que pensar en alguna salida. Y no sólo por sí mismo y por Stephanie. Tenía además una labor que realizar. «A los enemigos de su país les interesa que, cuando llegue el deshielo y terminen las lluvias, la fuerza naval de Turquía sea exactamente la misma que ahora. Harán cualquier cosa para conseguirlo». ¡Cualquier cosa! Detrás de Banat estaba el agente alemán en Sofía, y detrás de éste. Alemania y los nazis. Sí, tenía que pensar en alguna salida. Si otros ingleses eran capaces de morir por su país, tenía que arreglárselas para sobrevivir por él. Entonces recordó otra de las afirmaciones del coronel Haki. «Tiene ventajas sobre el soldado. Sólo tiene que defenderse. No tiene que salir a campo abierto. Puede huir sin ser un cobarde».
Bueno, ahora no podía huir, pero lo demás seguía siendo cierto. No tenía que salir a campo abierto. Podía quedarse en su camarote, comer allí mismo, mantener la puerta cerrada con cerrojo. Podía también defenderse si llegara a ser necesario. ¡Por Dios que sí! Tenía el revólver de Kopeikin.
Lo había metido en la maleta, entre la ropa. Ahora, agradeciendo a su buena estrella el haberlo aceptado, lo sacó y lo sopesó con la mano.
Para Graham, un arma de fuego era una serie de expresiones matemáticas resueltas de forma que permitía a un hombre proyectar, apretando un botón, un proyectil capaz de atravesar blindaje hasta el centro de un blanco situado a unas millas de distancia. Era una pieza de maquinaria, ni más ni menos significativa que una aspiradora o un cortador de tocino. No tenía nacionalidad ni debía lealtad a nadie. No era sobrecogedora, ni simbolizaba otra cosa que la capacidad adquisitiva de su propietario. Siempre había sentido un interés muy lejano por los hombres que tenían que disparar los productos de su trabajo o que sufrir sus disparos (y, gracias al acendrado internacionalismo de su empresa, los mismos grupos de hombres tenían a veces que hacer ambas cosas). Para él, que conocía la capacidad de destrucción de un simple proyectil de cuatro pulgadas, las armas tenían que ser —sólo podían ser— cifras descarnadas. El hecho de que no lo fueran nunca no dejaba de asombrarle. Su actitud le llevaba a comprenderlas tan mal como el fogonero de un crematorio comprende la solemnidad de una tumba.
Pero aquel revólver era distinto. No era impersonal. Había una relación entre él y el cuerpo humano. Eso significaba que se podía ver el rostro del hombre a quien se disparaba tanto antes como después de hacerlo. Se podía ver y oír su agonía. Con un revólver en la mano no se puede pensar en el honor y la gloria, sólo en matar y ser muerto. No era una máquina con un operario. Eran la vida y la muerte en la mano, en forma de una disposición elemental de muelles y palancas y unos pocos gramos de plomo y de cordita.
Nunca había manejado un revólver. Lo examinó cuidadosamente. Encima de la guarda del gatillo llevaba grabado «Made in USA» y el nombre de una fábrica americana de máquinas de escribir. Del otro lado había dos protuberancias deslizables. Una era el seguro. La otra, al moverse, liberaba la recámara, que caía de lado y mostraba las balas en sus seis huecos. Estaba muy bien hecho. Sacó las balas y apretó una o dos veces el gatillo experimentalmente. No era fácil con la mano vendada, pero podía hacerse. Metió de nuevo las balas.
Se sentía mejor. Banat podía ser un asesino profesional, pero las balas le afectaban como a todo el mundo. Y tenía que moverse primero. Había que ver las cosas desde su punto de vista. Había fracasado en Estambul y tenía que alcanzar de nuevo a su víctima. Se las había arreglado para subir al barco donde su víctima viajaba. Pero ¿le servía eso de mucho? Lo que hubiera hecho en Rumania como miembro de la Guardia de Hierro carecía de importancia ahora. Cualquier hombre puede permitirse el lujo de ser arrojado cuando le protegen un ejército de matones y un juez intimidado. Ciertamente, a veces se perdían pasajeros en los barcos, en mitad del océano; pero eso ocurría en grandes barcos de línea, no en un carguero de dos mil toneladas. Realmente era muy difícil matar a un hombre en un barco así sin que nadie lo descubriera. Podía hacerse, siempre que pudiera llevarse a la víctima sola a cubierta por la noche. Se la podía apuñalar y tirar por la borda. Pero primero había que llevarla allí, y era más que probable que lo vieran desde el puente. O que lo oyeran; un hombre apuñalado es capaz de hacer mucho ruido antes de llegar al agua. Y si es degollado, luego hay que justificar el montón de sangre que deja. Todo ello, además, suponiendo que se use el puñal con gran destreza. Banat era un pistolero, no un rebanacuellos. El maldito contable tenía razón. Había demasiada gente para asesinar a alguien en el barco. No le pasaría nada si tenía cuidado. El verdadero peligro empezaría cuando desembarcase en Génova.
Evidentemente, lo que tenía que hacer allí era acudir directamente al cónsul británico, explicarle todas las circunstancias del caso y conseguir protección policial hasta la frontera. Sí, eso era. Tenía una ventaja inapreciable sobre el enemigo. Banat no sabía que le había identificado. Supondría que la víctima no sospechaba nada, que podía tomarse su tiempo, que podía realizar mejor su trabajo entre Génova y la frontera francesa. Cuando descubriera su error ya no tendría oportunidad de rectificarlo. Lo único que había que hacer ahora era asegurarse de que no descubriera su error demasiado pronto. ¿Y si Banat, por ejemplo, había observado su precipitada retirada de la cubierta? Se le heló la sangre en las venas. Pero no, el hombre no estaba mirando. La suposición demostraba, no obstante, lo cuidadoso que tenía que ser. No era cuestión de hacerse el remolón en su camarote durante el resto del viaje. Eso despertaría sospechas inmediatamente. Tenía que aparentar lo mejor posible que no sospechaba nada y al mismo tiempo cuidar de no exponerse a ningún tipo de ataque. Tenía que asegurarse de estar siempre con algún otro pasajero, o cerca de él, cuando no estuviera en el camarote con la puerta cerrada. Tenía incluso que ser amable con «monsieur Mavradopolous».
Se desabrochó la chaqueta y se metió el revólver en el bolsillo trasero del pantalón. Formaba un bulto absurdo e incómodo. Sacó la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y puso allí el revólver. También resultaba incómodo, y se veía el bulto por fuera. Banat no debía enterarse de que iba armado. El revólver podía quedarse en el camarote.
Lo metió de nuevo en la maleta y se levantó, sacando fuerzas de flaqueza. Iría directamente al salón a tomar una copa. Si Banat estaba allí, tanto mejor. Un poco de alcohol ayudaría a superar la tensión del primer encuentro. Sabía que iba a ser tenso. Iba a verse cara a cara con un hombre que ya había intentado matarle una vez y que lo iba a intentar de nuevo, y tenía que comportarse como si nunca le hubiera visto ni oído hablar de él. Su estómago empezaba a acusar las perspectivas. Pero tenía que conservar la calma. Su vida, se dijo, podía depender de la naturalidad de su comportamiento. Y cuanto más se lo pensase, menos natural sería. Mejor ponerse a ello.
Encendió un cigarrillo, abrió la puerta del camarote y subió al salón.
Banat no estaba allí. Casi rompió a reír de alivio. Estaban José y Josette, con unas copas delante, hablando con Mathis.
—Y así —decía éste con vehemencia— sigue todo. Los grandes periódicos de la derecha están en manos de personas interesadas en que Francia se gaste sus riquezas en armas y en que la gente en general no entienda demasiado bien lo que ocurre entre bastidores. Me alegro de volver a Francia porque es mi país. Pero no me pidan que aprecie a los que tienen a Francia en su mano. ¡Ah, no!
Su mujer le escuchaba con los labios apretados en una mueca de desaprobación. José bostezaba abiertamente. Josette asentía con simpatía, pero el rostro se le iluminó cuando vio a Graham.
—¿Y dónde se había metido nuestro inglés? —dijo inmediatamente—. Míster Kuvetli ha contado a todo el mundo lo bien que lo han pasado.
—Estaba en mi camarote, recuperándome de los excitantes acontecimientos de la tarde.
A Mathis no pareció agradarle mucho la interrupción, pero dijo con bastante buen tono:
—Temía que estuviera enfermo, monsieur. ¿Se encuentra mejor ahora?
—Oh, sí, gracias.
—¿Estaba enfermo? —preguntó Josette.
—Me encontraba cansado.
—Es la ventilación —dijo rápidamente madame Mathis—. Yo también tengo náuseas y dolor de cabeza desde que subí al barco. Deberíamos protestar. Pero —hizo un gesto peyorativo dirigido a su marido— si él se encuentra cómodo lo demás le da igual.
Mathis enseñó los dientes.
—¡Bah! No es más que mareo.
—Ridiculeces. El único que me marea eres tú.
José chasqueó la lengua con gran sonoridad y se apoyó en el respaldo de su asiento, mientras sus ojos cerrados y sus labios apretados parecían pedir al cielo que le librase de la vida doméstica.
Graham pidió un whisky.
—¿Whisky? —José se incorporó, marcando su asombro con un silbido—. ¿El inglés bebe whisky? —proclamó, para después añadir, frunciendo los labios y arrugando la cara para expresar idiocia aristocrática congénita—: ¡Un poco de whisky, por favor, viejo! —Miró a su alrededor, sonriendo, en espera del aplauso.
—Ésa es su idea de los ingleses —explicó Josette—. Es muy estúpido.
—No estoy de acuerdo —dijo Graham—. No ha estado nunca en Inglaterra. Muchos ingleses que no han estado nunca en España creen que todos los españoles huelen a ajo.
Mathis soltó una risita.
José hizo ademán de levantarse de la silla.
—¿Pretende usted insultarme? —preguntó.
—En absoluto. Me limitaba a señalar que estos malentendidos existen. Usted, por ejemplo, no huele nada a ajo.
José se sentó de nuevo.
—Me alegra oírlo —dijo amenazadoramente—. Si yo pensara…
—¡Ah! ¡Cállate! —interrumpió Josette—. Te estás portando como un idiota.
Para alivio de Graham, la conversación se cortó con la entrada de míster Kuvetli, que sonreía abierta y alegremente.
—Vengo —dijo a Graham— a invitarle a tomar una copa.
—Es usted muy amable, pero acabo de pedir una. Supongamos que le invito yo.
—Muy amable. Tomaré vermut, por favor. —Se sentó—. ¿Ha visto que tenemos nuevo pasajero?
—Sí, monsieur Mathis me lo señaló. —Se volvió hacia el mayordomo, que le traía el whisky, y pidió el vermut de míster Kuvetli.
—Es caballero griego. Nombre Mavradopolous. Es hombre de negocios.
—¿A qué se dedica? —Graham observó con alivio que podía hablar de monsieur Mavradopolous con toda tranquilidad.
—Eso no lo sé.
—Eso no me importa —dijo Josette—. Acabo de verle. ¡Ugh!
—¿Qué le pasa?
—Sólo le gustan los hombres con aspecto de limpios y de tontos —dijo José, vengativo—. Este griego tiene aspecto de sucio. Probablemente olería a sucio también, pero usa un perfume barato. —Agitó la mano en el aire—. Nuit de Petits Gars! Numero soixante-neuf! Cinq francs la bouteille!
Madame Mathis se quedó helada.
—Eres repugnante, José —dijo Josette—. Además, el perfume que tú usas sólo cuesta cincuenta francos la botella. Es asqueroso. Y no deberías decir cosas así. Vas a ofender a madame, que no está acostumbrada a tus bromas.
Pero madame Mathis ya se había ofendido.
—Es lamentable —dijo, furiosa— que se digan tales cosas cuando hay mujeres presentes. Ni siquiera entre hombres es de buena educación.
—¡Ah, sí! —dijo Mathis—. Mi mujer y yo no somos hipócritas, pero hay cosas que no se pueden decir. —Parecía complacerle poder, por una vez, ponerse del lado de su mujer. El asombro de ésta resultaba casi patético. Trataron de sacarle el mayor partido posible a la situación.
—Monsieur Gallindo debería excusarse —dijo ella.
—Debo insistir —dijo Mathis— en que pida excusas a mi mujer.
José los miró, asombrado y furioso.
—¿Pedir excusas? ¿Por qué?
—Las pedirá —dijo Josette. Se volvió hacia él y rompió a hablar en español—. Discúlpate, sucio idiota. ¿Quieres meterte en un lío? ¿No ves que está fanfarroneando delante de su mujer? Es capaz de hacerte pedazos.
José se encogió de hombros.
—Muy bien. —Miró insolentemente a los Mathis—. Les pido excusas. No sé por qué, pero se las pido.
—Mi esposa acepta sus excusas —dijo Mathis rígidamente—. No son muy amables, pero se aceptan.
—Uno de los oficiales dice —comentó con tácito míster Kuvetli— que no podremos ver Messina porque pasaremos de noche.
Pero su desmesurado cambio de tema no fue necesario, pues en ese momento Banat entró por la puerta de la cubierta de paseo.
Se quedó parado un momento mirándoles, con la gabardina desabrochada y el sombrero en la mano, como un hombre que entra en una pinacoteca escapando de la lluvia. Su pálido rostro estaba tenso por la falta de sueño, había ojeras bajo sus ojos pequeños y profundos, sus grandes labios estaban ligeramente torcidos, como si le doliera la cabeza.
Graham sintió que el pulso le golpeaba en la base del cráneo hasta el punto de marearle. Aquél era el verdugo. La mano que sujetaba el sombrero era la mano que disparó los tiros que habían rozado la suya, ahora extendida para asir un vaso de whisky. Aquél era el hombre que había matado a otros por sólo cinco mil francos, gastos aparte.
Sintió que palidecía. Sólo había echado un vistazo al individuo, pero en su mente guardaba una imagen completa del mismo; una imagen completa, desde los polvorientos zapatos marrones hasta la corbata nueva, el cuello blando asqueroso y la cara cansada, con aspecto de oler mal, estúpida. Bebió unos sorbos de whisky y observó que míster Kuvetli obsequiaba al recién llegado con una sonrisa. Los otros miraban inexpresivos.
Banat se acercó lentamente al bar.
—Bon soir, monsieur —dijo míster Kuvetli.
—Bon soir. —Era un gruñido casi inaudible, como de alguien preocupado por no comprometerse aceptando algo que no deseaba. Llegó al bar y murmuró algo al mayordomo.
Había pasado cerca de madame Mathis, y Graham la vio fruncir el ceño. Después, también él captó un olor a perfume. Era esencia de rosas y muy fuerte. Recordó que el coronel Haki le había preguntado si había notado algún olor a perfume en su habitación del Adler-Palace después del ataque. La pregunta se explicaba. El hombre apestaba a perfume. El aroma impregnaría cuanto tocase.
—¿Va usted lejos, monsieur? —dijo míster Kuvetli.
El hombre le miró.
—No, Génova.
—Es una hermosa ciudad.
Banat se volvió sin responder hacia la copa que le había llenado el mayordomo. No había dirigido una sola mirada a Graham.
—No tiene usted buen aspecto —dijo Josette severamente—. Creo que no es sincero cuando dice que sólo está cansado.
—¿Está cansado? —dijo míster Kuvetli en francés—. Ah, es culpa mía. Con los monumentos antiguos siempre hay que andar mucho. —Parecía haber dejado a Banat por imposible.
—Oh, me encantó el paseo.
—Es la ventilación —repitió, obstinada, madame Mathis.
—El aire —concedió su marido— está algo enrarecido. —Ponía gran cuidado en demostrar que excluía a José del círculo de sus interlocutores—. Pero ¿qué puede pedirse por tan poco dinero?
—¡Tan poco! —exclamó José—. Eso está muy bien. Para mí ya es bastante caro. Yo no soy millonario.
Mathis enrojeció, furioso.
—Hay formas más caras de viajar de Estambul a Génova.
—Siempre hay una forma más cara de hacer algo —replicó José.
—Mi marido siempre exagera —dijo rápidamente Josette.
—Hoy en día sale muy caro viajar —proclamó Kuvetli.
—Pero…
La discusión, estúpida y sin sentido, se prolongó; una forma de enmascarar el antagonismo entre José y los Mathis. Graham escuchaba distraído. Sabía que tarde o temprano Banat tenía que mirarle, y quería ver esa mirada. No es que fuera a decirle más de lo que ya sabía, pero de todas formas quería verla. Podía mirar a Mathis y aun ver a Banat por el rabillo del ojo. Banat se acercó la copa de coñac a los labios y bebió un poco. Después, mientras dejaba la copa, miró directamente a Graham.
Graham se apoyó en el respaldo de su asiento.
—… pero —decía Mathis— comparen el servicio que se recibe. En el tren hay una couchette en un compartimiento con otras personas. Se duerme… a lo mejor. En Belgrado hay que esperar los vagones de Bucarest y en Trieste los de Budapest. Hay inspecciones de pasaportes a medianoche, y de día la comida es espantosa. Hay ruido y hay polvo y hollín. No puedo concebir…
Graham vació su copa. Banat le estaba inspeccionando con gran discreción, como el verdugo inspecciona al hombre que va a ejecutar a la mañana siguiente, pesándolo mentalmente, mirándole el cuello, calculando la caída.
—Hoy en día sale muy caro viajar —dijo otra vez míster Kuvetli.
En ese momento sonó el gong anunciando la cena. Banat dejó la copa y salió de la habitación. Los Mathis le siguieron. Graham vio que Josette le miraba con curiosidad. Se puso en pie. De la cocina llegaba olor a comida. La mujer italiana entró con su hijo y ambos ocuparon sus puestos en la mesa. Sólo pensar en la comida le ponía enfermo.
—¿Está seguro de que se siente bien? —le dijo Josette mientras se acercaban a las mesas de comedor—. No lo parece.
—Perfectamente seguro. —Buscó desesperadamente algo más que decir y pronunció las primeras palabras que le vinieron a la cabeza—. Madame Mathis tiene razón. La ventilación no es buena. Podríamos pasear por cubierta después de la cena.
Josette alzó las cejas.
—¡Ah, ahora sé que no puede sentirse bien! Se ha vuelto muy cortés. Pero muy bien, iré con usted.
Graham sonrió con afectación, se dirigió a su mesa e intercambió discretos saludos con los dos italianos. Hasta haberse sentado no se dio cuenta de que a su lado habían dispuesto un cubierto más.
Su primer impulso fue levantarse y marcharse. Ya era bastante malo encontrarse con Banat en el barco; tener que comer en la misma mesa resultaba insoportable. Pero todo dependía de su capacidad de comportarse normalmente. Tenía que quedarse. Tenía que intentar pensar en Banat como monsieur Mavradopolous, un hombre de negocios griego, a quien nunca había visto ni oído. Tenía que…
Haller entró y se sentó a su lado.
—Buenas noches, míster Graham. ¿Lo pasó bien en Atenas esta tarde?
—Sí, gracias. Míster Kuvetli quedó adecuadamente impresionado.
—Ah, sí, claro. Hacía usted de guía. Seguro que está cansado.
—A decir verdad, me faltaron fuerzas. Tomé un taxi. El chófer se encargó de las explicaciones. Como míster Kuvetli habla muy bien el griego, todo funcionó muy satisfactoriamente.
—¿Habla griego a pesar de no haber estado nunca en Atenas?
—Parece que nació en Esmirna. Aparte de eso, lamento comunicarle que no descubrí nada. Mi opinión particular es que es un pesado.
—Es decepcionante. Tenía esperanzas… En cualquier caso, no hay nada que hacer. Si quiere que le diga la verdad, después lamenté no haber ido con ustedes. Supongo que subieron al Partenón.
—Sí.
Haller sonrió como disculpándose.
—Cuando se llega a mi edad, se piensa a veces en la proximidad de la muerte. Esta tarde pensaba en lo mucho que me habría gustado ver una vez más el Partenón. Dudo que tenga otra oportunidad de hacerlo. Solía pasar horas a la sombra de los Propileos, contemplándolo y tratando de comprender a los hombres que lo construyeron. Entonces era joven y no sabía lo difícil que al hombre occidental le resulta comprender el alma clásica, cargada de sueños. Están tan lejos… El dios de la forma superlativa ha sido sustituido por el dios de la fuerza superlativa, y entre ambas concepciones no hay más que distancia. Los hijos de Fausto son incapaces de comprender la idea de destino simbolizada en las columnas dóricas. Para nosotros… —Se interrumpió—. Disculpe. Veo que tenemos un nuevo pasajero. Supongo que se sentará aquí.
Graham elevó la mirada con esfuerzo.
Banat había entrado y se había detenido, mirando las mesas. El mayordomo apareció con unos platos de sopa y le señaló el cubierto situado junto a la mujer italiana. Banat se aproximó, contempló la mesa y se sentó. Inclinó la cabeza, sonriendo débilmente.
—Mavradopolous —dijo—. Je parle français un petit peu.
Su voz era monótona y ronca, y ceceaba un poco. El olor a esencia de rosas cruzó la mesa.
Graham le devolvió una distraída inclinación de cabeza. Ahora que el momento había llegado, se sentía muy tranquilo.
El aspecto de asco reprimido de Haller era casi cómico.
—Haller —dijo con gran pompa—. A su lado, signora y signor Beronelli. Éste es míster Graham.
Banat les hizo una nueva inclinación de cabeza y dijo:
—Hoy he tenido un largo viaje. Desde Salónica.
Graham hizo un esfuerzo.
—Yo hubiera pensado —dijo— que es más fácil ir de Salónica a Génova en tren. —Se sentía extrañamente sin aliento y su propia voz le sonaba irreconocible.
En el centro de la mesa había un recipiente con pasas, y Banat se metió algunas en la boca antes de responder.
—No me gustan los trenes —se limitó a decir. Miró a Haller—. ¿Es usted alemán, monsieur?
Haller frunció el ceño.
—Lo soy.
—Es un buen país, Alemania. —Dirigió su atención a la signora Beronelli—. Italia también es bueno. —Cogió más pasas.
La mujer sonrió e inclinó la cabeza. El muchacho parecía enfadado.
—¿Y qué piensa usted de Inglaterra? —dijo Graham.
Los ojitos cansados se posaron en los suyos con frialdad.
—Nunca he estado en Inglaterra. —Los ojos se perdieron por la mesa—. La última vez que estuve en Roma —dijo—, vi un magnífico desfile del ejército italiano con cañones y carros blindados y aeroplanos. —Tragó las pasas—. Los aeroplanos eran un gran espectáculo, le hacían a uno pensar en Dios.
—¿Y por qué hacían eso, monsieur? —preguntó Haller. Evidentemente, monsieur Mavradopolous no le agradaba.
—Hacen que uno piense en Dios. Es todo lo que sé. Se siente en el estómago. También una tormenta le hace a uno pensar en Dios. Pero esos aviones eran mejores que una tormenta. Sacudían el aire como si fuera de papel.
Mientras observaba los labios grandes y tímidos que enunciaban cosas tan absurdas, Graham se preguntó sin un jurado inglés que juzgase a aquel hombre por asesinato le declararía loco. Probablemente no; mataba por dinero, y la ley no considera que alguien que mata por dinero esté loco. Pero estaba loco. Su locura era la de la mente inconsciente desnuda, la del «salto atrás», la de una mente capaz de descubrir la majestad de Dios en el trueno y el rayo, el rugido de los bombarderos o el disparo de una bala de cañón de quinientas libras; la sobrecogedora locura del magma primigenio. Para aquel hombre, matar podía ser un negocio. Sin duda, alguna vez se habría sorprendido de lo bien dispuesta que estaba la gente a pagar algo que podían hacer ellos mismos. Pero, naturalmente, habría llegado a la conclusión, compartida por otros hombres de negocios astutos, de que él era más listo que sus colegas. Su forma de entender el asunto del asesinato era como la del empleado de lavabos en relación con sus lavabos o la del corredor de bolsa en relación con su comisión: estrictamente práctica.
—¿Va usted a Roma esta vez? —dijo Haller cortésmente. Era la pesada cortesía de un anciano con un joven tonto.
—Voy a Génova —dijo Banat.
—Tengo entendido —dijo Graham— que lo que hay que ver en Génova es el cementerio.
Banat escupió un hueso de pasa.
—¿Sí? ¿Por qué? —Obviamente, ese tipo de comentarios no iban a desconcertarle.
—Parece ser que es muy grande y está muy bien dispuesto, y que tiene unos cipreses extraordinarios.
—Quizá vaya.
El camarero trajo la sopa. Haller se volvió hacia Graham, marcando bastante el gesto, y se puso a hablar otra vez del Partenón. Daba la impresión de que le gustaba ordenar sus pensamientos en voz alta. El monólogo resultante no exigía de su interlocutor más que algún asentimiento ocasional. Del Partenón pasó a las ruinas prehelénicas, los cuentos heroicos arios y la religión védica. Graham comía mecánicamente, escuchaba y observaba a Banat. El hombre se metía la comida en la boca como si le gustara. Después, mientras masticaba, paseaba la mirada por todo el cuarto como un perro que vigila su plato de desperdicios. Había algo patético en él. Resultaba patético —Graham se apercibió con sobresalto—, igual que un mono, por su parecido con el hombre, resulta patético. No estaba loco. Era un animal, un animal peligroso.
La cena llegó a su fin. Haller, como de costumbre, se fue con su mujer. Aprovechando gustoso la oportunidad, Graham se levantó también, cogió su abrigo y salió a cubierta. El viento había perdido fuerza y el bamboleo del barco era largo y lento. Iba a buena velocidad, y el agua que resbalaba por sus costados silbaba y hervía como si estuviera al rojo. Era una noche fría y despejada.
Sentía el olor a esencia de rosas en el fondo de la garganta y en las fosas nasales. Aspiró el aire inodoro y fresco a todo pulmón, con un placer consciente. Había superado, se dijo, el primer obstáculo. Había estado sentado frente a Banat y había hablado con él sin delatarse. El hombre no podía ni sospechar que era conocido y comprendido. Lo demás sería fácil. Sólo tenía que conservar la calma.
Oyó unos pasos a sus espaldas y giró rápidamente, con los nervios de punta.
Era Josette. Se acercó a él sonriendo.
—¡Ah! Conque ésa es su cortesía. Me pide que paseemos juntos, pero no me espera. Tengo que encontrarle yo. Es usted muy malo.
—Lo siento. El ambiente del salón estaba tan cargado que…
—El salón no está tan cargado, y usted lo sabe muy bien. —Le tomó del brazo—. Ahora vamos a pasear y me va a contar lo que en realidad, le ocurre.
La miró sorprendido.
—¿Lo que en realidad me ocurre? ¿Qué quiere decir?
Josette adoptó aires de grande dame.
—Así que no piensa decírmelo. No quiere contarme por qué cayó en este barco. No quiere contarme qué le ha ocurrido hoy que le ha puesto tan nervioso.
—¡Nervioso! Pero…
—¡Sí, monsieur Graham, nervioso! —Abandonó a la grande dame encogiéndose de hombros—. Lo lamento, pero no es la primera vez que veo a una persona que está pasando miedo. No tienen para nada el aspecto de la gente que está cansada o de la gente que se sofoca en un cuarto cargado Tienen un aspecto especial. Se les vuelve la cara muy pequeña y muy gris alrededor de la boca y no paran de mover las manos. —Habían llegado a las escaleras que conducían a la cubierta de botes. Josette se volvió y le miró—. ¿Subimos?
Asintió. También habría asentido si le hubiera pedido que saltase con ella al agua. Sólo podía pensar en una cosa. Si ella sabía reconocer a un hombre atemorizado, también Banat sabría. Y si Banat había notado… Pero no podía haberlo notado. No podía. Él…
Ya estaban en la cubierta de botes, y Josette volvió a tomarle del brazo.
—Hace una noche preciosa —dijo—. Me alegra que podamos pasear así. Esta mañana temí haberle disgustado. La verdad es que no quería ir a Atenas. Ese oficial que se cree tan simpático me invitó a ir y no acepté. Pero hubiera ido con usted si me lo hubiera pedido. No se lo digo por adularle. Le estoy diciendo la verdad.
—Es usted muy amable —murmuró Graham.
Josette le remedó.
—«Es usted muy amable». Ah, y usted demasiado solemne. Como si yo no le gustase.
Graham consiguió sonreír.
—Oh, desde luego que me gusta.
—¿Pero no confía en mí? Me hago cargo. Me ha visto bailar en el cabaret Le Jockey, como hombre experimentado, se dice: «¡Ah! Hay que tener cuidado con esta señora». ¿Eh? Pero yo soy una amiga. Es usted tan tonto…
—Sí, soy tonto.
—Pero ¿le gusto o no?
—Sí, me gusta. —En su mente empezaba a tomar forma una sugerencia fantástica, estúpida.
—Entonces tiene que confiar en mí.
—Sí, tengo que hacerlo.
Era absurdo, desde luego. No podía confiar en ella. Sus motivaciones eran claras como el agua. No podía confiar en nadie. Estaba solo, infernalmente solo. Si pudiera comentarlo con alguien no sería tan malo. Cabía suponer que Banat había notado que estaba nervioso y llegado por ello a la conclusión de que estaba en guardia. ¿Había visto o no? Ella podía decírselo.
—¿En qué está pensando?
—En mañana. —Le había dicho que era su amiga.
Si algo necesitaba en ese momento, Dios sabía que ese algo era un amigo. Cualquier amigo. Alguien con quien hablar, con quien discutir el asunto. Sólo él lo conocía. Si le pasaba algo no quedaría nadie para acusar a Banat. Se iría con toda libertad a cobrar sus honorarios. Josette tenía razón. Era una estupidez desconfiar de ella simplemente porque bailaba en salas de fiesta. Después de todo, a Kopeikin le gustaba, y él no era ningún estúpido en asuntos de mujeres.
Habían llegado al rincón situado bajo la estructura del puente. Josette se detuvo, como él ya se figuraba.
—Si nos quedamos aquí —dijo la mujer—, voy a coger frío. Será mejor que sigamos dando vueltas y vueltas a la cubierta.
—Creí que quería preguntarme algunas cosas.
—Ya le he dicho que no soy curiosa.
—En efecto. ¿Recuerda que ayer por la noche le dije que había venido a este barco para eludir a alguien que quería matarme, y que esto —levantó la mano derecha— era una herida de bala?
—Sí. Lo recuerdo. Fue un chiste malo.
—Un chiste muy malo. Desgraciadamente, resulta que es cierto.
Ya lo había soltado. No podía verle la cara, pero la oyó respirar profundamente y sintió que le hundía los dedos en el brazo.
—Me está mintiendo.
—Me temo que no.
—Pero usted es ingeniero —dijo acusadoramente—. Usted mismo lo dijo. ¿Qué ha hecho para que alguien quiera matarle?
—No he hecho nada. —Vaciló—. Sencillamente, tengo un asunto importante entre manos. Ciertos competidores no quieren que vuelva a Inglaterra.
—Ahora está mintiendo.
—Sí, estoy mintiendo, pero no mucho. Tengo un asunto importante entre manos y hay gente que no quiere que vuelva a Inglaterra. Contrataron a gente para que me matase en Gallípoli, pero la policía turca los detuvo antes de que pudieran intentarlo. Entonces contrataron a un asesino profesional para hacer el trabajo. La otra noche, cuando regresé al hotel a la vuelta del cabaret Le Jockey, me estaba esperando. Me disparó y sólo me dio en la mano.
Josette respiraba agitadamente.
—¡Qué atrocidad! ¡Una bestialidad! ¿Lo sabe Kopeikin?
—Sí. Mi viaje en este barco es en parte idea suya.
—Pero ¿quién es esa gente?
—Sólo tengo noticias de uno. Se llama Moeller y vive en Sofía. La policía turca me dijo que es un agente alemán.
—Salop! Pero ahora no puede tocarle.
—Puede, desgraciadamente. Mientras estaba en tierra con Kuvetli subió otro pasajero a bordo.
—¿El hombrecito oloroso? ¿Mavradopolous? Pero…
—Su verdadero nombre es Banat. Es el asesino profesional que disparó contra mí en Estambul.
—Pero ¿cómo lo sabe? —preguntó sin aliento.
—Estaba en el cabaret Le Jockey, observándome. Me había seguido hasta allí para asegurarse de que estuviera lejos mientras forzaba mi habitación del hotel. Cuando disparó contra mí, la habitación estaba oscura, pero la policía me enseñó después su fotografía y pude identificarle.
Josette permaneció un instante en silencio. Después dijo despacio:
—No es muy bonito. Ese hombrecito es un tipo sucio.
—No, no es muy bonito.
—Tiene que ver al capitán.
—Gracias. Ya he tratado una vez de ver al capitán. No pasé del contable. Cree que estoy loco o borracho, o que miento.
—¿Qué piensa hacer?
—De momento, nada. Él no sabe que yo sé quién es. Creo que esperará hasta Génova antes de intentarlo otra vez. Cuando lleguemos allí, iré a ver al cónsul británico y le pediré que alerte a la policía.
—Pero yo creo que sí sabe que sospecha de él. Cuando estábamos en el salone antes de cenar y el francés hablaba de trenes, este individuo le estaba observando. También míster Kuvetli le observaba. Tenía un aspecto extraño, ¿sabe?
Le dio un vuelco el estómago.
—Supongo que quiere decir que parecía aterrorizado. Estaba asustado. Lo confieso. ¿Cómo no iba a estarlo? No estoy acostumbrado a que la gente quiera matarme. —Había levantado la voz. Notó que temblaba con una especie de furia histérica.
Josette le apretó de nuevo el brazo.
—¡Ssh! No hable tan alto. —Y después—: ¿Por qué importa tanto que lo sepa?
—Si lo sabe, significa que tendrá que hacer algo antes de que lleguemos a Génova.
—¿En este barquito? No se atrevería. —Hizo una pausa—. José lleva un revólver en su caja. Trataré de conseguírselo.
—Ya tengo un revólver.
—¿Dónde?
—Está en mi maleta. En el bolsillo se nota. No quería que él descubriera que me siento amenazado.
—Si lleva el revólver encima no estará en peligro. Déjele que lo vea. Si un perro nota que está nervioso, le morderá. Con tipos así tiene que demostrar que es peligroso, y entonces se asustan. —Le cogió por el otro brazo—. Ah, no necesita preocuparse. Llegará a Génova y acudirá al cónsul inglés. Deje de pensar en esa sucia bestia perfumada. Cuando llegue a París ya le habrá olvidado.
—Si llego a París.
—Es usted imposible. ¿Por qué no iba a llegar a París?
—Usted cree que soy idiota.
—Yo creo que a lo mejor está cansado. Su herida…
—Sólo fue un arañazo.
—Ah, pero no se trata del tamaño de la herida. Es el sobresalto.
Graham sintió de pronto ganas de echarse a reír. Lo que Josette decía era cierto. Realmente, no había superado aquella noche horrible con Kopeikin y Haki. Tenía los nervios de punta. Se preocupaba más de lo necesario.
—Cuando lleguemos a París, Josette, la invitaré a la mejor cena que pueda comprarse con dinero —dijo.
Josette se aproximó a él.
—No quiero que me invite a nada, chéri. Quiero gustarle. ¿Le gusto?
—Claro que me gusta. Ya se lo he dicho.
Su mano izquierda se posó sobre el cinturón del abrigo de Josette. El cuerpo de la mujer se movió de pronto y se apretó contra el suyo. Un instante después la había abrazado y la estaba besando.
Cuando se le cansaron los brazos, Josette se echó atrás, apoyándose en él y en la barandilla.
—¿Se encuentra mejor, chéri?
—Sí, me encuentro mejor.
—Entonces quiero un cigarrillo.
Le dio el cigarrillo, y ella le miró a través de la luz de la cerilla.
—¿Está usted pensando en esa dama de Inglaterra con quien está casado?
—No.
—Pero ¿pensará en ella?
—Si no deja de hablarme de ella tendré que pensar en ella.
—Ya veo. Para usted soy parte del viaje de Estambul a Londres. Como míster Kuvetli.
—No exactamente igual que míster Kuvetli. No pienso besar a míster Kuvetli, si puedo evitarlo.
—¿Qué piensa de mí?
—Pienso que es usted muy atractiva. Me gustan su pelo y sus ojos y el perfume que usa.
—Eso está muy bien. ¿Quiere que le diga algo, chéri?
—¿Qué?
Empezó a hablar muy dulcemente.
—Este barco es muy pequeño; los camarotes son muy pequeños; las paredes son muy delgadas; y hay gente por todas partes.
—¿Sí?
—París es muy grande, y allí hay hoteles muy bonitos con grandes habitaciones y gruesos muros. No hay necesidad de ver a nadie que no se quiera ver. ¿Y sabe usted, chéri, que cuando se viaja de Estambul a Londres y se llega a París a veces hay que esperar una semana antes de seguir viaje?
—Eso es mucho tiempo.
—Es por la guerra ¿sabe? Siempre hay dificultades. La gente tiene que esperar días y más días para obtener un permiso de salida de Francia. Tienen que ponerle un sello especial en el pasaporte, y no le dejan montar en el tren que va a Inglaterra si no lleva ese sello. Tiene que conseguirlo en la Préfecture, y hay mucho chichi. Tiene que quedarse en París hasta que las viejas de la Préfecture encuentren tiempo para ocuparse de su instancia.
—Muy molesto.
Josette suspiró.
—Podríamos pasarlo muy bien esa semana o diez días. No me refiero al Hotel des Belges. Es un lugar sucio. Pero están el Hotel Ritz y el Hotel Lancaster y el Georges Cinque… —Hizo una pausa, y Graham supo que le tocaba decir algo.
Lo dijo.
—Y el Crillon y el Meurice.
Josette le oprimió el brazo.
—Es usted muy simpático. Pero ¿me comprende? Un apartamento es más barato, mas por tan poco tiempo es imposible. En un hotel barato no hay forma de pasarlo bien. De todas maneras, yo no soy extravagante. Hay bonitos hoteles que cuestan menos que el Ritz o el Georges Cinque y así queda más dinero para ir a comer y a bailar a sitios agradables. Hay sitios bonitos hasta en tiempos de guerra. —La punta incandescente de su cigarrillo dibujó un gesto impaciente—. Pero no debo hablar de dinero. Conseguirá que las viejas de la Préfecture le den su permiso demasiado pronto y yo me llevaré una decepción.
—Mire, Josette, si sigue así voy a empezar a pensar que habla en serio —dijo Graham.
—¿Y cree que no hablo en serio? —Estaba indignada.
—Estoy perfectamente seguro de ello.
Josette se echó a reír.
—Sabe usted ser grosero de una forma muy cortés. Se lo contaré a José. Le divertirá.
—Me parece que no tengo ganas de divertir a José. ¿Vamos abajo?
—¡Ah, se ha enfadado! Cree que le estoy tomando el pelo.
—En absoluto.
—Entonces béseme.
Unos segundos más tarde dijo dulcemente:
—Me gusta usted mucho. No me importaría mucho una habitación de cincuenta francos al día. Pero el Hotel des Belges es horrible. No quiero volver allí. ¿No está enfadado conmigo?
—No, no estoy enfadado con usted. —Su cuerpo era suave y cálido e infinitamente accesible. Le había hecho sentir como si Banat y el resto del viaje no importaran en realidad. Se sintió agradecido y la compadeció. Decidió comprarle un bolso al llegar a París y meter un billete de mil francos en su interior antes de dárselo—. Lo comprendo. No tiene por qué volver al Hotel des Belges.
Cuando por fin regresaron al salón ya habían dado las diez. José y míster Kuvetli estaban jugando a las cartas.
José jugaba con los labios apretados por la concentración y no les prestó la menor atención, pero míster Kuvetli levantó la vista. Su sonrisa era enfermiza.
—Madame —dijo lastimeramente—, su esposo juega muy bien a las cartas.
—Tiene mucha práctica.
—Ah, sí, no cabe duda. —Puso una carta en la mesa. José aplastó otra encima triunfalmente. El rostro de míster Kuvetli se ensombreció.
—Yo gano —dijo José, recogiendo dinero de la mesa—. Ha perdido usted ochenta y cuatro liras. Si hubiéramos jugado liras en vez de céntimos le habría ganado ocho mil cuatrocientas liras. Eso sería interesante. ¿Jugamos un poco más?
—Me parece que voy a acostarme —dijo míster Kuvetli apresuradamente—. Buenas noches, messieurs-dame. —Salió.
José se pasó la lengua por los dientes como si el juego le hubiera dejado mal sabor de boca.
—Todo el mundo se va en seguida a la cama en este asqueroso barco —dijo—. Es muy aburrido. —Levantó los ojos hacia Graham—. ¿Quiere usted jugar?
—Lo lamento, pero yo también tengo que irme a la cama.
José se encogió de hombros.
—Muy bien. Adiós. —Echó una mirada a Josette y empezó a repartir cartas para dos jugadores—. Podemos jugar tú y yo.
Josette miró a Graham y sonrió desolada.
—Si no lo hago se pondrá desagradable. Buenas noches, monsieur.
Graham sonrió y se despidió. Se sentía aliviado.
Cuando llegó al camarote se sentía bastante más optimista que cuando salió de él por la tarde.
¡Qué sensata era! ¡Y qué estúpido había sido! Con hombres como Banat era peligroso ser sutil. Si un perro nota que estás nervioso, te morderá. A partir de entonces llevaría el revólver. Más aún, lo usaría si Banat intentaba cualquier tontería. Había que oponer fuerza a la fuerza.
Se inclinó para sacar la maleta de debajo de la cama. Iba a coger el revólver inmediatamente.
Se detuvo de pronto. Su nariz había captado durante un segundo el olor dulce y empalagoso de la esencia de rosas.
El perfume era débil, casi imperceptible, y no pudo detectarlo otra vez. Se quedó un instante inmóvil, diciéndose que debía ser su imaginación. El pánico se apoderó de él.
Con dedos temblorosos, abrió bruscamente las cerraduras de la maleta y levantó la tapa.
El revólver había desaparecido.