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El vapor Sestri Levante se alzaba junto al muelle, y el aguanieve, impulsada por el viento tempestuoso del Mar Negro, había empapado hasta la reducida cubierta. Los estibadores turcos, con sacos atados a la espalda, seguían cargando mercancías en la sentina de popa.

Graham observó que el mayordomo transportaba su maleta por una puerta donde se leía «Passegieri» y se volvió para ver si los dos hombres que le habían dado la mano al pie de la pasarela seguían allí. No habían subido a bordo para evitar que el uniforme de uno de ellos atrajese la atención sobre él. Ahora se alejaban entre las columnas de las grúas hacia los almacenes y las puertas del muelle que se veían a lo lejos. Cuando llegaron al amparo del primer barracón se volvieron. Levantó el brazo izquierdo y vio que le respondían agitando la mano. Siguieron caminando hasta perderse de vista.

Se quedó inmóvil un instante, tiritando e intentando ver entre la bruma que cubría las cúpulas y minaretes de Estambul. Entre el rugido y el estruendo de las poleas, el capataz turco gritaba lastimeramente, en mal italiano, a uno de los oficiales del barco. Graham recordó que le habían dicho que se fuera a su camarote y se quedase allí hasta la salida del barco. Siguió al mayordomo, cruzando la puerta.

El hombre le esperaba en la parte superior de una pequeña escalera. No había señal alguna de los otros nueve pasajeros.

Cinque, signore?

—Sí.

Da queste parte.

Graham le siguió escaleras abajo.

El número cinco era un camarote pequeño con una sola cama y una combinación de armario y lavabo, lo que dejaba justo el espacio necesario para acogerle a él con su maleta. Los herrajes del ojo de buey estaban cubiertos de cardenillo, y había un fuerte olor a pintura. El mayordomo empujó la maleta bajo el catre sin miramientos y se abrió paso dificultosamente hasta el pasillo.

Favorisca di darmi il suo biglietto ed il suo passaporto, signore. Li portero al Commissario.

Graham le entregó el billete y el pasaporte y, señalando hacia el ojo de buey, hizo el gesto de desatornillarlo y abrirlo.

Subito, signore —dijo el mayordomo, y se marchó.

Graham se sentó cansadamente en el catre. Era la primera vez en casi veinticuatro horas que tenía la oportunidad de pensar a solas. Sacó con cuidado la mano derecha del bolsillo del abrigo y observó el vendaje que la cubría. Palpitaba y le dolía terriblemente. Si una rozadura de bala dolía así, dio gracias a su buena estrella porque la bala no le hubiera dado de verdad.

Estudió con la vista el camarote, aceptando su presencia en él como había aceptado tantas cosas absurdas desde que volvió a su hotel de Pera la noche anterior. Era una aceptación sin reservas. Sólo se sentía como si hubiera perdido algo de valor. De hecho, lo único de valor que había perdido era un fragmento de piel y cartílago del revés de la mano derecha. Lo que le había ocurrido es que había descubierto el miedo a la muerte.

Los maridos de las amigas de la mujer de Graham le consideraban un hombre de suerte. Tenía un puesto bien remunerado en una gran empresa de armamentos, una agradable casa de campo a una hora de coche de su oficina, y una mujer que gustaba a todo el mundo. No es que no se lo mereciera. Era un ingeniero brillante, aunque a primera vista nadie lo hubiera dicho, un ingeniero bastante importante si lo que se decía por ahí era cierto; algo relacionado con cañones. Salía a menudo al extranjero en viaje de negocios. Era un tipo callado y agradable, además de generoso con su whisky. No daba la impresión, desde luego, de que fuera posible conocerle bien (difícil decir si jugaba peor al golf o al bridge), pero siempre era amable. Nada efusivo, sólo amable, algo así como un dentista de los caros tratando de hacerte olvidar ciertas cosas. Puestos a eso, la verdad es que hasta físicamente parecía un dentista de los caros: delgado, ligeramente encorvado, la ropa bien cortada, una buena sonrisa, unas pocas canas. Pero aunque era difícil imaginar que una mujer como Stephanie se hubiera casado con él por otra cosa que por su sueldo, había que reconocer que se llevaban extraordinariamente bien. Lo que en definitiva demuestra…

También el mismo Graham pensaba que era un hombre con suerte. A los diecisiete años había heredado de su padre, un maestro de escuela diabético, un carácter fácil, quinientas libras en efectivo de una póliza de seguro de vida, y una buena cabeza para las matemáticas. El primer legado le permitió soportar sin resentimiento la administración de un tutor malhumorado y quisquilloso; el segundo le permitió utilizar una beca que había obtenido para estudiar en la universidad; el tercero le llevó a conseguir, hacia los veinticinco años, un doctorado en ciencias. El tema de su tesis fue un problema de balística, y una revista técnica publicó una versión abreviada. A los treinta años estaba a cargo de uno de los departamentos experimentales de su empresa, y algo sorprendido de que le pagasen tanto dinero por hacer algo que le gustaba. Ese mismo año se casó con Stephanie.

Nunca se le ocurrió poner en duda que su actitud para con su esposa fuera la de cualquier otro hombre que llevara diez años casado. Se había casado con ella porque estaba harto de vivir en habitaciones amuebladas, y había supuesto (correctamente) que ella se casaba con él para librarse de su padre, un médico de poco dinero y carácter desagradable. Le gustaban su físico, su buen humor y su habilidad para conservar el servicio y hacer amigos, y cuando estos últimos le parecían algo pesados se sentía inclinado a creer que el culpable era él y no ellos. Ella, por su parte, aceptaba sin resentimiento y sin darle mayor importancia el hecho de que él se interesara más por su trabajo que por cualquier otra persona o cosa. Le gustaba su vida tal como era. Vivían en una atmósfera de bienhumorado afecto y tolerancia mutua, y consideraban que su matrimonio había tenido cuanto éxito cabe razonablemente esperar de un matrimonio.

El estallido de la guerra, en septiembre de mil novecientos treinta y nueve, no afectó gran cosa al hogar de los Graham. Tras pasar dos años en la absoluta seguridad de que dicho estallido era tan inevitable como la puesta del sol, Graham ni se sorprendió ni se consternó cuando al fin tuvo lugar. Había calculado con considerable exactitud sus probables efectos sobre su vida privada, y ya en octubre llegó a la conclusión de que sus cálculos eran correctos. Para él la guerra significaba más trabajo; eso era todo. No afectaba a su seguridad económica o personal. No estaba, fueran cuales fueran las circunstancias, sujeto a incorporación a las fuerzas militares de combate. Las probabilidades de que un bombardero alemán depositase su carga cerca de su casa o su oficina eran lo bastante remotas como para poder ignorarlas. Cuando se enteró, tres semanas después de la firma del tratado anglo-turco de alianza, de que tenía que viajar a Turquía para asuntos de su empresa, lo único que le preocupó fue la lúgubre perspectiva de pasar la Navidad fuera de casa.

Cuando realizó su primer viaje de negocios al extranjero tenía treinta y dos años. El viaje fue un éxito. Sus jefes descubrieron que, aparte de su capacidad técnica, tenía el don, raro en un hombre de sus particulares cualificaciones, de hacerse apreciar —y querer— por los funcionarios de los gobiernos extranjeros. A partir de entonces, el ocasional viaje de negocios se incorporó con normalidad a su vida laboral. Le gustaba. El hecho mismo de viajar hasta una ciudad desconocida le gustaba casi tanto como descubrir sus rarezas. Le gustaba entrar en contacto con hombres de otras nacionalidades, aprender nociones de sus idiomas y espantarse ante su poca comprensión de unos y otros. La palabra «típico» llegó a producirle un saludable desagrado.

Llegó a Estambul a mediados de noviembre, en tren desde París, y se desplazó casi inmediatamente a Esmirna y posteriormente a Gallípoli. A fines de diciembre había terminado con su trabajo en estos dos lugares, y el primero de enero tomó un tren de vuelta a Estambul, punto de arranque de su viaje de retorno a casa.

Aquellas seis semanas le habían puesto a prueba. Su trabajo, de por sí difícil, se había dificultado aún más por la necesidad de discutir temas muy técnicos por medio de intérpretes. Los horrores del terremoto de Anatolia le habían trastornado casi tanto como a sus anfitriones. Para terminar, las inundaciones habían desorganizado el servicio ferroviario de Gallípoli a Estambul. Cuando por fin llegó a Estambul, se sentía cansado y deprimido.

En la estación le esperaba Kopeikin, el representante de la compañía en Turquía.

Kopeikin había llegado a Estambul en mil novecientos veinticuatro, con otros sesenta y cinco mil refugiados rusos, y había sido, sucesivamente, tahúr, socio propietario de un burdel y contratista de ropa para el ejército antes de conseguir —sólo el director gerente sabía de qué manera— la lucrativa representación que ahora tenía. Graham le apreciaba. Era un hombre gordezuelo y exuberante de grandes orejas salientes, un buen humor irreprimible y vastas reservas de astucia callejera.

Estrechó con entusiasmo la mano de Graham.

—¿Ha tenido mal viaje? Lo lamento mucho. Me alegro de verle de vuelta. ¿Qué tal le fue con Fethi?

—Muy bien, creo. Tal como me lo describió usted, me lo imaginaba mucho peor.

—Mi querido amigo, subestima el encanto de su trato. Fethi es conocido como hombre difícil. Pero es importante. Ahora todo irá sobre ruedas. Pero vamos a tomar una copa mientras hablamos de negocios. Le he reservado una habitación —una habitación con baño— en el Adler Palace, como la otra vez. Para esta noche he organizado una cena de despedida. Invito yo.

—Es usted muy amable.

—Es un placer, querido amigo. Después, nos divertiremos un poco. Hay un local que está muy de moda ahora… el cabaret Le Jockey. Creo que le gustará. Está muy bien decorado, y va gente simpática. Nada de chusma. ¿Es ésta su maleta?

Graham se sintió abatido. Aunque había previsto cenar con Kopeikin, se había prometido a sí mismo darse un buen baño a eso de las diez y acostarse con una novela policíaca de Tauchnitz. Lo que menos podía apetecerle era «divertirse» en el cabaret Le Jockey o en cualquier otro local nocturno. Mientras seguían al porteador hacia el coche de Kopeikin, dijo:

—Creo, Kopeikin, que esta noche debería acostarme temprano. Tengo cuatro noches de tren por delante.

—Mi querido amigo, le sentará bien acostarse tarde. Además, su tren no sale hasta mañana a las once de la mañana, y le he reservado plaza en coche cama. Si se encuentra cansado, podrá dormir hasta París.

Mientras cenaban en el hotel Pera Palace, Kopeikin le dio las últimas noticias de la guerra. Para él, los soviéticos seguían siendo «los asesinos de julio» de Nicolás II, y Graham oyó hablar mucho sobre victorias finlandesas y derrotas rusas. Los alemanes habían hundido más buques británicos y perdido más submarinos. Los holandeses, los daneses, los suecos y los noruegos aprestaban sus defensas. El mundo esperaba una primavera sangrienta. El curso de la conversación les llevó al tema del terremoto. Eran ya las diez y media cuando Kopeikin anunció que había llegado el momento de ir al cabaret Le Jockey.

Éste se encontraba en el barrio de Beyoglu, muy cerca de la Grande Rue de Pera, en una calle de edificios sin duda diseñados por un arquitecto francés de mediados de los años veinte. Kopeikin le tomó afectuosamente del brazo al entrar.

—Es un sitio que está muy bien —dijo—. Serge, el propietario, es amigo mío, así que no nos estafarán. Se lo presentaré.

Para ser el tipo de hombre que era, Graham poseía un conocimiento sorprendentemente amplio de la vida nocturna de las ciudades. Por alguna razón cuya naturaleza nunca alcanzaba a descubrir, sus anfitriones en el extranjero parecían considerar siempre que la única forma de entretenimiento aceptable para un ingeniero inglés se encontraba en los Nachtlokalen de más dudosa reputación. Había frecuentado lugares así en Buenos Aires y en Madrid, en Valparaíso y en Bucarest, en Roma y en México, y no era capaz de recordar uno solo que se distinguiera gran cosa de los demás. Recordaba a sus interlocutores comerciales, sentados con él hasta altas horas de la madrugada bebiendo copas de precios desmesurados, pero la configuración de los locales mismos se había fundido en su mente hasta formar un cuadro paradigmático de un sótano lleno de humo con un estrado para la orquesta, en un extremo, una pequeña pista de baile rodeada de mesas, y una barra con altos taburetes, donde se suponía que las bebidas eran más baratas, a un lado.

No tenía la menor esperanza de que el cabaret Le Jockey fuera distinto. No lo era.

La decoración de los muros parecía haber captado el espíritu de la calle. Consistía en una serie de inmensos remolinos que contenían perspectivas de edificios, saxofonistas de color, ojos verdes que lo veían todo, teléfonos, máscaras de la Isla de Pascua y hermafroditas de cabellera platino con largas boquillas en las manos. El local era ruidoso y estaba atestado. Serge era un ruso de rasgos marcados, con el pelo erizado y gris, y el aspecto de ser una persona cuyos sentimientos están siempre a punto de imponerse al buen juicio. Cuando Graham le miró a los ojos, le pareció improbable que llegaran alguna vez a conseguirlo, pero de todas formas les recibió con bastante amabilidad y les condujo hasta una mesa situada junto a la pista de baile. Kopeikin pidió una botella de coñac.

La orquesta terminó abruptamente un bailable americano que estaba tocando con admirable dedicación e inició, con más éxito, los compases de una rumba.

—Es un sitio muy alegre —dijo Kopeikin—. ¿Le apetece bailar? Hay muchas chicas. Dígame cuál le llama la atención y hablaré con Serge.

—Oh, no se preocupe. Para ser sincero, creo que no debería quedarme mucho tiempo.

—Tiene que dejar de pensar en el viaje. Beba un poco de coñac y verá como se siente mejor. —Se puso en pie—. Voy a bailar un poco, y ya le encontraré una chica guapa.

Graham se sintió culpable. Sabía que hubiera debido demostrar más entusiasmo. Después de todo, Kopeikin era extraordinariamente amable. No lo iba a pasar muy bien tratando de entretener a un inglés cansado del tren y que hubiera preferido estar en la cama. Bebió con decisión algo más de coñac. Cada vez llegaba más gente. Vio que Serge les daba una bienvenida calurosa y que después, cuando estaban de espaldas, impartía furtivamente instrucciones al camarero encargado de servirles: un pequeño y monótono recordatorio de que el negocio del cabaret Le Jockey no estaba montado para su placer ni el de ellos. Se volvió para observar a Kopeikin bailando.

La chica era delgada y morena y tenía grandes dientes. Su traje de noche, de raso rojo, parecía hecho para una mujer más grande. Sonreía mucho. Kopeikin la mantenía levemente separada y no paraba de hablar mientras bailaban. A Graham le pareció que, a pesar de su corpulencia, era el único hombre completamente sereno que había en la pista de baile. Era un ex propietario de un burdel ocupándose de algo que conocía a la perfección. Cuando acabó la música se acercó con la chica a la mesa.

—Ésta es María —dijo—. Es árabe. Da gusto mirarla, ¿verdad?

—Desde luego.

—Habla algo de francés.

Enchanté, mademoiselle.

Monsieur. —Su voz chocaba por lo áspera, pero tenía una sonrisa agradable. Se veía que tenía buen carácter.

—¡Pobrecita! —El tono de Kopeikin recordaba a una institutriz temerosa de que su pupila la dejase mal ante las visitas—. Se está recuperando de un dolor de garganta. Pero es una chica muy simpática y bien educada. Assieds-toi, María.

Se sentó junto a Graham.

Je prends du champagne —dijo.

Oui, oui, mon enfant. Plus tard —dijo Kopeikin distraídamente—. Tiene más comisión si pedimos champagne —comentó para Graham, sirviéndole coñac a la muchacha.

Ella lo aceptó sin comentarios, se llevó la copa a los labios y dijo:

Skal!

—Cree que es sueco —dijo Kopeikin.

—¿Por qué?

—Le gustan los suecos, así que le dije que usted era sueco. —Se rió quedamente—. No dirá que su agente turco no hace nada por la empresa.

Ella les escuchaba sonriendo y sin comprender. La música empezó de nuevo y, volviéndose hacia Graham, le preguntó si quería bailar.

Bailaba bien, lo bastante como para que Graham se diese cuenta de que también él estaba bailando bien. Se sintió menos deprimido y la sacó a bailar de nuevo. La segunda vez la muchacha apretó su delgado cuerpo estrechamente contra el hombre. Graham vio un tirante costroso que asomaba por debajo del raso rojo y olió el calor del cuerpo bajo el perfume que utilizaba. Notó que se estaba cansando de ella.

La muchacha empezó a hablar. ¿Conocía bien Estambul? ¿Era la primera vez que venía? ¿Conocía París? ¿Y Londres? Era un hombre de suerte. Ella nunca había estado en esos sitios. Tenía la esperanza de conocerlos. Y también Estocolmo. ¿Tenía muchos amigos en Estambul? Se lo preguntaba porque un caballero que había entrado justo después de él y su amigo, parecía conocerle. El caballero no dejaba de mirarle.

Graham se estaba preguntando cuándo iba a conseguir escaparse. Se apercibió de pronto de que ella esperaba que dijese algo. Llegó a captar su último comentario.

—¿Quién es el que me mira todo el tiempo?

—Desde aquí no se le ve. Es un señor que está en la barra.

—Seguro que la mira a usted. —No se le ocurría otra cosa que decir.

La muchacha, sin embargo, hablaba completamente en serio.

—Es usted quien le interesa, monsieur. Es el del pañuelo en la mano.

Habían llegado a un punto de la pista de baile desde donde se veía la barra. El hombre estaba sentado en un taburete alto y tenía un vaso de vermut delante.

Era un hombre bajo y delgado, con cara de idiota, muy huesuda, nariz de grandes aletas, pómulos salientes y labios carnosos que mantenía apretados como si le dolieran las encías o estuviera tratando de no perder los estribos. Estaba muy pálido y, a consecuencia de ello, sus ojos pequeños y profundos y el pelo escaso y rizado parecían más oscuros de lo que eran. Tenía el pelo engominado a rayas por el cráneo. Llevaba un traje marrón arrugado con abultadas hombreras, una camisa sin almidonar con un cuello casi invisible y una corbata gris nueva. Mientras Graham le observaba, se limpió el labio superior con el pañuelo, como si el calor del local le hiciera sudar.

—No parece que me mire ahora —dijo Graham—. En todo caso, me temo que no le conozco.

—Eso me parecía, monsieur. —Con el codo le apretó el brazo contra el costado—. Pero quería estar segura. Yo tampoco le conozco, pero conozco a ese tipo de persona. Usted es forastero, monsieur, y quizá lleve dinero en el bolsillo. Estambul no es como Estocolmo. Cuando tipos así le miran a uno más de una vez, conviene tener cuidado. Usted es fuerte, pero un cuchillo en la espalda es igual para un hombre fuerte que para uno débil.

Su solemnidad resultaba ridícula. Graham se rió, pero miró de nuevo al hombre de la barra. Bebía su vermut a sorbitos; un ser inofensivo. Probablemente, la chica estaba tratando, con cierta torpeza, de demostrar que tenía buenas intenciones.

—Creo que no hay razón para preocuparse —dijo él.

La muchacha relajó la presión que ejercía sobre su brazo.

—Quizá no, monsieur. —Pareció perder de pronto todo interés en el asunto. La orquesta terminó la pieza y regresaron a la mesa.

—Baila muy bien, ¿verdad? —dijo Kopeikin.

—Muy bien.

Ella les sonrió, se sentó y terminó su copa como si tuviera sed. Después se apoyó en el respaldo de su silla.

—Somos tres —dijo, y contó con el dedo para asegurarse de que la entendían—. ¿Quieren que llame a una amiga mía para que se tome una copa con nosotros? Es muy simpática. Es mi mejor amiga.

—Más tarde, a lo mejor —dijo Kopeikin. Le sirvió otro trago.

En ese instante, la orquesta tocó al unísono un poderoso acorde y casi todas las luces se apagaron. Un haz de luz se estremeció en el suelo, frente a la plataforma.

—Las atracciones —dijo María—. Están muy bien.

Serge se situó bajo el haz de luz y escupió una larga presentación en turco rematada por un amplio gesto de la mano señalando hacia una puerta situada junto a la plataforma. Inmediatamente, dos jóvenes morenos con smoking azul claro se precipitaron sobre la pista de baile e iniciaron un enérgico zapateado. Aunque pronto perdieron el aliento y se desmelenaron, cuando terminaron sólo recibieron un tibio aplauso. Después se pusieron barbas postizas y, simulando ser ancianos, dieron algunos saltos mortales. El entusiasmo del público sólo creció imperceptiblemente. Se retiraron, a juicio de Graham furiosos, sudando copiosamente. Tras ellos salió una hermosa mujer de color, de piernas largas y delgadas, que resultó ser una contorsionista. Sus contorsiones resultaban ingeniosamente obscenas y provocaron estallidos de risa. Respondiendo a los gritos, inició tras las contorsiones una danza con un reptil, que no obtuvo tanto éxito, porque la serpiente, que sacó de una cesta de mimbre dorado con la misma atención que si hubiera sido una anaconda adulta, resultó ser una pitón pequeña y bastante senil con tendencia a dormirse en manos de su dueña. Terminó de nuevo hecha un ovillo en la jaula mientras la mujer se contorsionaba un rato más. Cuando se retiró, el propietario se puso de nuevo bajo el reflector e hizo una presentación que fue recibida con aplausos.

La chica acercó los labios a la oreja de Graham.

—Son Josette y su pareja, José. Bailarines de París. Ésta es su última noche aquí. Han tenido mucho éxito.

La luz se volvió rosa y se desplazó hasta la puerta de entrada. Se oyó un redoble de tambores. Después, mientras la orquesta atacaba el vals del Danubio Azul, los bailarines se deslizaron sobre la pista.

Para el fatigado Graham, el baile formaba parte de la convención de los sótanos igual que la barra o la plataforma para la orquesta. Era algo para justificar los precios de la bebida: una demostración de que, aplicando las leyes de la mecánica clásica, un hombrecillo con aspecto enfermizo y una ancha faja por la cintura puede manejar a una mujer de cincuenta kilos como si fuera una niña. Lo único especial que tenían Josette y su pareja era que, aunque cumplían la habitual rutina de su «especialidad» con bastante menos eficiencia de la normal, conseguían hacerlo con bastante más efecto.

Ella era una mujer delgada, con hermosos brazos y hombros y una mata de brillante cabello rubio. Sus ojos, de fuertes párpados, entrecerrados cuando bailaba, y sus labios, bastante carnosos, contrastaban curiosamente con la ágil limpieza de sus movimientos. Graham vio que no era una bailarina, sino una mujer adiestrada para bailar y que lo hacía con una especie de sensualidad indolente, consciente del juvenil aspecto de su cuerpo, de sus largas piernas y de los músculos que cubrían la lisa superficie de sus muslos y estómago. Aunque su actuación en lo relativo a la danza no era buena, resultaba perfecta como attraction del cabaret Le Jockey, y ello a pesar de su pareja.

Él era un hombre moreno y adusto, de labios apretados y desagradables, un rostro liso y cetrino y una forma irritante de apoyar la lengua con fuerza en la mejilla cuando se estaba preparando para un esfuerzo. Se movía mal y con torpeza, y agitaba los dedos con inseguridad cuando la cogía para levantarla, como si no conociera con certeza el punto de equilibrio. No cesaba de recomponer la postura.

El público, no obstante, no le miraba a él, y cuando terminaron, aplaudió con vigor en solicitud de una propina. Le fue otorgada. La orquesta tocó otra vez un fuerte acorde. Mademoiselle Josette se inclinó y Serge le ofreció un ramo de flores. Regresó varias veces para inclinarse y lanzar besos con la mano.

—Encantadora, ¿verdad? —dijo Kopeikin en inglés mientras se encendían las luces—. Ya le dije que era un sitio divertido.

—Ella lo hace bastante bien. Lo malo es el Valentino apolillado.

—¿José? Se las arregla bien. ¿Le gustaría invitarla a una copa en la mesa?

—Mucho. Pero ¿no será demasiado caro?

—¡De ninguna manera! No cobra comisión.

—¿Aceptará?

—Desde luego. El patrón me la presentó. La conozco bien. Creo que le caería bien. Ésta árabe es un poco idiota. Josette también lo es, sin duda, pero a su manera es muy atractiva. Si yo no hubiera aprendido demasiado cuando era demasiado joven, también a mí me gustaría.

María le siguió con los ojos mientras atravesaba la pista de baile y permaneció un instante en silencio.

—Es muy bueno, ese amigo suyo —dijo después.

Graham no pudo determinar con seguridad si se trataba de una afirmación, una pregunta o un débil esfuerzo por iniciar una conversación. Asintió.

—Muy bueno.

La chica sonrió.

—Conoce mucho al propietario. Si usted lo desea, le pedirá a Serge que me deje salir cuando usted quiera en vez de a la hora de cerrar.

Graham sonrió de la forma más lastimera posible.

—Me temo, María, que aún tengo que preparar las maletas y tomar un tren por la mañana.

Ella sonrió de nuevo.

—Qué se le va a hacer. Pero los suecos me gustan especialmente. ¿Puedo tomar más coñac, monsieur?

—Naturalmente. —Le llenó la copa.

Se bebió la mitad.

—¿Le gusta mademoiselle Josette?

—Baila muy bien.

—Es muy simpática. Eso ocurre porque tiene éxito. La gente es simpática cuando tiene éxito. A José no le quiere nadie. Es un español de Marruecos, y muy celoso. Son todos iguales. No comprendo cómo le soporta.

—Me pareció oírle decir que eran parisinos.

—Han bailado en París. Ella es húngara. Habla idiomas —alemán, francés, inglés— pero sueco creo que no. Ha tenido muchos amantes ricos. —Hizo una pausa—. ¿Es usted un hombre de negocios, monsieur?

—No, soy ingeniero —le divirtió ligeramente darse cuenta de que María era menos estúpida de lo que parecía, y de que sabía perfectamente por qué Kopeikin les había dejado solos. Le estaban avisando, indirecta pero inequívocamente, de que mademoiselle Josette era muy cara, de que la comunicación con ella sería difícil y de que tendría que habérselas con un español celoso.

La chica terminó de nuevo el vaso y dirigió los ojos distraídamente hacia la puerta.

—Mi amiga parece sentirse muy sola —dijo. Volvió la cabeza y le miró de frente—. ¿Me da usted cien piastras, monsieur?

—¿Para qué?

—Una propina, monsieur. —Sonrió, pero no tan amigablemente como antes.

Le dio un billete de cien piastras. Ella lo dobló lo metió en el bolso y se levantó.

—¿Me disculpa? Quiero hablar con mi amiga. Volveré si lo desea. —Sonrió.

Graham vio desaparecer su traje de raso rojo entre el grupo reunido en torno a la barra. Kopeikin volvió casi inmediatamente.

—¿Dónde está la árabe?

—Se ha ido a hablar con su mejor amiga. Le di cien piastras.

—¡Cien! Con cincuenta había de sobra. Pero quizá sea mejor. Josette nos invita a una copa en su camerino. Mañana se marcha de Estambul y no quiere salir aquí. Tendría que hablar con demasiada gente, y todavía no ha hecho el equipaje.

—¿No la molestaremos?

—Mi querido amigo, está deseando conocerle. Le vio mientras bailaba. Cuando le dije que era inglés, se quedó encantada. Podemos dejar estas copas aquí.

El camerino de mademoiselle Josette era un lugar de unos ocho pies cuadrados, separado de la otra mitad de lo que parecía ser la oficina del propietario por una cortina marrón. Las tres paredes sólidas estaban cubiertas por un descolorido papel rosa con rayas azules. Había manchas aceitosas aquí y allá, donde la gente se había apoyado. La habitación contenía dos sillas de madera tallada y dos desvencijadas mesas de tocador cubiertas de tarros de crema y toallas de maquillaje sucias. El olor a humo estancado de tabaco se mezclaba con el de los polvos de maquillaje y las tapicerías húmedas.

Cuando entraron, respondiendo a un «Entrez» gruñido por José, la pareja de Josette, éste se levantó de su mesa de tocador. Salió del cuarto frotándose la cara para quitarse el maquillaje graso, sin dirigirles una sola mirada. Por alguna razón. Kopeikin le guiñó un ojo a Graham. Josette estaba sentada inclinada hacia delante, frotándose con gran concentración una de las cejas con un algodón mojado. Se había quitado el vestido de baile, sustituyéndolo por una bata casera de terciopelo rosa. Llevaba el pelo suelto, como si hubiera sacudido la cabeza antes de cepillarse. Graham pensó que tenía en verdad un pelo muy hermoso. La mujer empezó a hablar en un inglés lento y cuidadoso, puntuando las palabras con toquecitos de algodón en su rostro.

—Discúlpenme, por favor. Es esta asquerosa pintura. Le… Merde!

Tiró el algodón con impaciencia, se puso en pie bruscamente y se volvió a mirarlos.

La luz dura de la bombilla desnuda que había sobre su cabeza, la hacía parecer más pequeña que en la pista de baile y un poco ojerosa. Graham, pensando en el buen físico, más bien corpulento, de su Stephanie, pensó que la mujer que tenía delante sería probablemente bastante fea dentro de diez años. Tenía la costumbre de comparar a otras mujeres con su esposa. Era un método, generalmente eficaz, de ocultarse el hecho de que las demás mujeres seguían interesándole. Pero Josette se salía de lo normal. El aspecto que pudiera tener diez años más tarde no importaba lo más mínimo. En aquel momento era una mujer muy serena y muy atractiva, con una boca suave y sonriente, unos ojos azules algo salientes y una vitalidad durmiente que parecía llenar la habitación.

—Éste, mi querida Josette —dijo Kopeikin—, es míster Graham.

—Me gustó mucho su baile, mademoiselle —dijo éste.

—Eso me dijo Kopeikin. —Se encogió de hombros—. Creo que podría estar mejor, pero es una gran amabilidad decirme que le gusta. Sólo los tontos creen que los ingleses no son bien educados. —Señaló la habitación con un amplio gesto de la mano—. No me agrada invitarles a sentarse entre tanta porquería, pero, por favor, traten de ponerse cómodos. Kopeikin puede coger la silla de José, y usted, si aparta las cosas de José, puede usar la esquina de la mesa. Lamento que no podamos sentarnos con comodidad allá fuera, pero hay demasiados hombres que organizan un escándalo si una no se para a beber un poco de su champagne. El champagne de aquí es asqueroso. No quiero marcharme de Estambul con dolor de cabeza. ¿Cuánto tiempo se queda, míster Graham?

—Yo también me voy mañana. —La mujer le divertía. Sus ademanes resultaban absurdos. En el transcurso de un minuto había sido una gran actriz recibiendo a admiradores ricos, una amigable mujer de mundo y un genio desilusionado de la danza. Cada movimiento, cada afectado gesto, estaba calculado; era como si no hubiera dejado de bailar.

Ahora se había convertido en un circunspecto estudiante de asuntos varios.

—Es horrible, tanto viajar. Y usted vuelve a su guerra. Le compadezco. Nazis asquerosos… Es una pena que siempre tenga que haber guerras. Y cuando no son las guerras son los terremotos. Siempre muerte. Es muy malo para los negocios. La muerte no me interesa. Creo que a Kopeikin sí. Quizá porque es ruso.

—No pienso en absoluto en la muerte —dijo Kopeikin—. Lo único que me preocupa es que el camarero traiga la bebida que le pedí. ¿Quiere usted un cigarrillo?

—Sí, por favor. Los camareros de aquí son asquerosos. En Londres tiene que haber sitios mucho mejores que éste, míster Graham.

—Allí los camareros también son muy malos. En mi opinión, casi todos los camareros son muy malos. Pero pensé que conocía Londres. Su inglés…

La sonrisa de la mujer toleró la indiscreción, cuyo alcance él nunca podría conocer. Era como preguntarle a la Pompadour quién pagaba sus facturas.

—Lo aprendí con un americano, en Italia. Los americanos me resultan muy simpáticos. Son muy listos para los negocios, pero al mismo tiempo generosos y sinceros. Creo que es muy importante ser sincero. ¿Le divirtió bailar con la pequeña María, míster Graham?

—Baila muy bien. Parece sentir mucha admiración por usted. Dice que tiene mucho éxito. He podido comprobarlo.

—¿Mucho éxito? ¿Aquí? —El genio desilusionado enarcó las cejas—. Espero que le diese una buena propina, míster Graham.

—Le dio el doble de lo que hacía falta —dijo Kopeikin—. Ah, aquí viene la bebida.

Hablaron un rato de gente que Graham no conocía y después de la guerra. Observó que a pesar de sus posturas era rápida y astuta, y se preguntó si el americano de Italia habría llegado a lamentar su «sinceridad». Al rato, Kopeikin alzó su copa.

—Brindo —dijo pomposamente— por sus respectivos viajes. —Bajó bruscamente la copa sin beber—. No, es absurdo —dijo, irritado—. Mi corazón no está en el brindis. No puedo evitar pensar que es una pena que haya dos viajes. Los dos van a París. Los dos son amigos míos, por lo que tienen —se dio unas palmaditas en el estómago— mucho en común.

Graham sonrió, tratando de disimular su sorpresa. Era ciertamente muy atractiva, y resultaba agradable mirarla allí sentado; pero la posibilidad de ampliar su relación no se le había ocurrido. Le intimidó. Vio que ella le miraba con ojos divertidos, y tuvo la incómoda sensación de que sabía exactamente lo que le estaba pasando por la cabeza. Compuso el gesto lo mejor que pudo.

—Tenía intención de sugerirlo. Creo que debiera haberme dejado hacerlo, Kopeikin. Mademoiselle pensará que no soy tan sincero como los americanos. —La miró y sonrió—. Salgo en el tren de las once.

—¿Y en primera, míster Graham?

—Sí.

Apagó el cigarrillo.

—Entonces hay dos razones obvias por las que no podemos viajar juntos. Quizá no voy a tomar ese tren y, en cualquier caso, viajo en segunda. Quizá sea mejor. José se empeñaría en jugar con usted a las cartas todo el tiempo y le sacaría el dinero.

No cabía duda que esperaba que terminaran sus copas y se fueran. Graham se sintió extrañamente desilusionado. Le hubiera gustado quedarse. Sabía, además, que no había sido muy delicado.

—Quizá —dijo— podamos vernos en París.

—Quizá. —Se levantó y le sonrió amablemente—. Estaré en el Hotel des Belges, cerca de la Trinité, suponiendo que siga abierto. Me gustaría verle. Kopeikin me ha dicho que es usted muy conocido como ingeniero.

—Kopeikin exagera…, igual que exageró cuando me dijo que no interrumpíamos los preparativos de viaje de usted y su compañero. Espero que tenga un buen viaje.

—Me ha encantado conocerle. Ha sido muy amable, Kopeikin, trayendo a míster Graham a verme.

—Fue idea suya —dijo Kopeikin—. Adiós, mi querida Josette, y bon voyage. Nos gustaría quedarnos, pero ya es tarde, e insisto en que míster Graham debe retirarse a dormir. Si yo le dejase, se quedaría aquí charlando hasta perder el tren.

Josette se rió.

—Es usted muy simpático, Kopeikin. La próxima vez que venga a Estambul le avisaré con anticipación. Au ’voir, míster Graham, y bon voyage. —Le tendió la mano.

—El Hotel des Belges, cerca de la Trinité —dijo él—. No lo olvidaré.

No se alejaba demasiado de la verdad. Probablemente no lo olvidaría durante los diez minutos que su taxi tardara en desplazarse desde la Gare de l’Est a la Gare St. Lazare.

Le oprimió los dedos levemente.

—Estoy segura —dijo—. Au ’voir, Kopeikin. ¿Conoce el camino?

—Creo —dijo Kopeikin, mientras esperaban la cuenta—, creo que me ha desilusionado un poco, querido amigo. Causó una excelente impresión. Hubiera sido suya con sólo pedirlo. Lo único que tenía que hacer era preguntarle la hora de salida de su tren.

—Estoy seguro de que no la impresioné en absoluto. La verdad es que me desconcertó. No comprendo a este tipo de mujeres.

—A este tipo de mujeres, para decirlo con sus palabras, les gustan los hombres que se desconciertan con ellas. Su timidez resultó encantadora.

—¡Cielos! En cualquier caso, le dije que la vería en París.

—Mi querido amigo, ella sabe perfectamente que no tiene la menor intención de verla en París. Es una pena. La conozco, es una mujer muy particular. Tuvo usted suerte, prefirió ignorarlo.

—¡Caramba, al parecer olvida que soy un hombre casado!

Kopeikin levantó las manos.

—¡El punto de vista inglés! Imposible razonar; sólo cabe asombrarse. —Suspiró profundamente—. Ahí llega la cuenta.

Cuando se dirigían a la salida pasaron al lado de María, sentada a la barra con su mejor amiga, una turca de aspecto triste. Recibieron una sonrisa. Graham observó que el hombre del traje marrón arrugado se había ido.

En la calle hacía frío. El viento empezaba a gemir entre los cables de teléfono adosados al muro. A las tres y media de la madrugada, la ciudad de Soleiman el Magnífico parecía una estación tras la salida del último tren.

—Vamos a tener nieve —dijo Kopeikin—. Su hotel está muy cerca. Si le parece podemos ir andando. Espero —siguió diciendo mientras echaban a andar— que no tropiece con nieve en su viaje. El año pasado, un Simplón Orient Express se quedó atascado tres días cerca de Salónica.

—Llevaré una botella de coñac.

Kopeikin gruñó.

—De todas formas, no le envidio el viaje. A lo mejor es que me estoy haciendo viejo. Además, viajar en estos tiempos…

—Bueno, soy un buen viajero. No me aburro fácilmente.

—No estaba pensando en el aburrimiento. En tiempo de guerra pueden pasar tantas cosas desagradables…

—Ya me lo figuro.

Kopeikin se abrochó el cuello del abrigo.

—Para no citar más que un ejemplo… Durante la pasada guerra, un amigo mío austríaco volvía a Berlín desde Zurich, donde había estado en viaje de negocios. Se sentó en el tren al lado de un hombre que dijo ser suizo, de Lugano. Hablaron mucho durante el viaje. El suizo le habló a mi amigo sobre su mujer y sus hijos, su trabajo y su casa. Parecía un hombre muy simpático. Sin embargo, después de pasar la frontera, el tren se detuvo en una pequeña estación y subieron soldados y policías. Detuvieron al suizo. Mi amigo tuvo también que bajar del tren por estar con el suizo. No se alarmó. Sus papeles estaban en orden. Era un buen austríaco. Pero el hombre de Lugano estaba aterrado. Palideció intensamente y se echó a llorar como un niño. Después le dijeron a mi amigo que aquel hombre no era suizo, sino un espía italiano, y que iba a ser fusilado. Aquello afectó mucho a mi amigo. Comprenda, siempre se nota cuando un hombre habla de algo que ama, y no cabía duda de que todo lo que le había dicho sobre su mujer y sus hijos era cierto; todo menos una cosa…, estaban en Italia y no en Suiza. La guerra —añadió solemnemente— es desagradable.

—Desde luego. —Se habían detenido frente al hotel Adler Palace—. ¿Le apetece entrar a tomar una copa?

Kopeikin negó con la cabeza.

—Es usted muy amable al sugerirlo, pero tiene que dormir un poco. Ahora me siento culpable por haberle retenido hasta tan tarde, pero lo he pasado muy bien con usted esta noche.

—También yo. Le estoy muy agradecido.

—Es un gran placer. Nada de despedidas ahora. Mañana le llevaré a la estación. ¿Podrá estar listo a las diez?

—Naturalmente.

—Entonces, buenas noches, querido amigo.

—Buenas noches, Kopeikin.

Graham entró, se detuvo ante el mostrador del conserje para recoger su llave y decirle al empleado de guardia que le despertase a las ocho. Después, como el ascensor se desconectaba de noche, subió cansadamente las escaleras hasta su habitación, en el segundo piso.

Estaba al final del pasillo. Metió la llave en la cerradura, la hizo girar, empujó la puerta y buscó con la mano derecha el interruptor de la luz en la pared.

Un instante después se encendió una llamarada en la oscuridad y se oyó una detonación ensordecedora. Una esquirla de yeso de la pared le golpeó con fuerza en la mejilla. Antes de que pudiera moverse, o al menos pensar algo, volvieron a producirse la llamarada y el ruido y le pareció como si de pronto le apretasen el revés de la mano con una barra de hierro al rojo. Gritó de dolor y se precipitó hacia adelante, pasando de la luz del pasillo a la oscuridad de la habitación. Un nuevo disparo esparció trozos de yeso a sus espaldas.

Todo quedó en silencio. Estaba medio agachado y acurrucado contra la pared, al lado de la cama, con el estrépito de los disparos resonando en sus oídos. Se apercibió vagamente de que la ventana estaba abierta y de que alguien se movía por allí. La mano parecía insensible, pero notó que la sangre empezaba a gotearle entre los dedos.

Permaneció inmóvil, con el pulso latiéndole en las sienes. El aire apestaba a pólvora. Después, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio que la persona que estaba junto a la ventana había salido por ella.

Sabía que tenía que haber otro interruptor cerca de la cama. Tanteó la pared con la mano izquierda para buscarlo. La mano tropezó entonces con el teléfono. Sin saber muy bien lo que hacía, levantó el auricular.

Oyó un «clic» cuando el conserje de guardia recibió la llamada en la centralita.

—Habitación treinta y seis —dijo, y se sorprendió al observar que estaba gritando—. Ha pasado algo. Necesito ayuda.

Colgó el teléfono, se dirigió tropezando hasta el cuarto de baño y encendió la luz. Le manaba sangre de una larga herida en el revés de la mano. Entre las oleadas de náusea que fluían de su estómago a su cabeza oyó puertas que se abrían bruscamente y escuchó voces nerviosas en el pasillo. Alguien empezó a aporrear la puerta de su cuarto.