7
Se desvistió lentamente, se metió en la cama y se quedó tumbado mirando las grietas del amianto protector de una tubería de vapor que cruzaba el cielo raso. Sentía en la boca le sabor del lápiz de labios de Josette. El sabor era lo único que le quedaba como recuerdo de la seguridad con que había vuelto al camarote, esa seguridad en sí mismo ahora barrida por un miedo que le llenaba la mente a borbotones, como la sangre que mana de una arteria seccionada; un miedo coagulante que paralizaba el pensamiento. Sólo sus sentidos parecían vivos.
Del otro lado de la división, Mathis terminaba de lavarse los dientes y trepaba entre muchos gruñidos y crujidos a la litera superior. Finalmente se tumbó, suspirando.
—¡Otro día!
—Mejor que mejor. ¿Está abierto el ojo de buey?
—No cabe duda. Siento una corriente muy desagradable en la espalda.
—No vayamos a enfermarnos como el inglés.
—Eso no tenía nada que ver con el aire. Estaba mareado. No quería confesarlo porque no es correcto que un inglés se maree. A todos los ingleses les gusta creerse grandes marineros. Es drôle, pero me cae bien.
—Eso es porque escucha todas tus tonterías. Es cortés…, demasiado cortés. Él y el alemán se saludan ya como si fueran amigos. Eso no es correcto. Si ese Gallindo…
—Oh, ya hemos hablado bastante de él.
—La signora Beronelli dijo que tropezó con ella en las escaleras y ni siquiera se disculpó.
—Es un tipo asqueroso.
Se produjo un silencio. Después:
—¡Robert!
—Estoy medio dormido.
—¿Recuerdas que te dije que el marido de la signora Beronelli murió en el terremoto?
—¿Y qué pasa?
—Esta tarde hablé con ella. Es una historia terrible. No murió por el terremoto. Lo fusilaron.
—¿Por qué?
—Ella no quiere que lo sepa nadie. No debes decir una palabra.
—¿Y bien?
—Fue durante el primer terremoto. Cuando terminaron los grandes temblores, volvieron a su casa desde el campo, donde se habían refugiado. La casa estaba en ruinas. Quedaba parte de un muro y él montó un refugio con algunas tablas. Encontraron algo de comida en la casa, pero los depósitos se habían roto y no había agua. La dejó con el chico, su hijo, y salió en busca de agua. Cerca de allí estaba la casa de unos amigos suyos que se encontraban en Estambul. También esa casa se había derrumbado, pero él se metió entre las ruinas buscando los depósitos de agua. Los encontró, y uno de ellos no estaba roto. No tenía donde meter el agua para llevársela, así que trató de encontrar alguna lata o una jarra. Encontró una jarra. Era de plata y estaba aplastada en parte por las piedras que habían caído. Después del terremoto habían destacado patrullas de soldados para evitar pillajes, muy frecuentes porque había cosas valiosas tiradas por todas partes entre las ruinas. Cuando estaba allí parado tratando de enderezar la jarra, un soldado le detuvo. La signora Baronelli no sabía nada de esto, y cuando vio que no volvía, salió a buscarle con su hijo. Pero era tal el caos que no pudo hacer nada. Al día siguiente se enteró de que le habían fusilado. ¿No es una tragedia horrible?
—Sí, es una tragedia. Son cosas que pasan.
—Si el buen Dios le hubiera matado en el terremoto, ella lo podría soportar mejor. ¡Pero que le fusilasen! Es una mujer muy valiente. No culpa a los soldados. Con tanto caos no se les puede echar la culpa. Fue la Voluntad del buen Dios.
—Es un comediante. Ya me había dado cuenta.
—No blasfemes.
—Eres tú quien blasfema. Hablas del buen Dios como si fuera un camarero con un matamoscas. Da un golpe y mata algunas. Pero una escapa. ¡Ah, le salaud! El camarero golpea de nuevo y la mosca es aplastada como las demás. El buen Dios no es así. No fabrica terremotos ni tragedias. Pertenece a la mente.
—Eres insoportable. ¿No te da pena la pobre mujer?
—Sí, me da pena. Pero ¿de qué sirve celebrar aquí otro funeral? ¿Le servirá de algo que me desvele discutiendo en vez de dormirme, que es lo que deseo? Te lo ha contado porque le gusta hablar de ello. ¡Pobrecita! La consuela convertirse en la heroína de una tragedia. El hecho mismo se hace menos real. Pero si no hay público, no hay tragedia. Si me lo cuenta a mí, también yo seré un público atento. Se me llenarán los ojos de lágrimas. Pero tú no eres la heroína. Duérmete.
—Eres una bestia sin imaginación.
—También las bestias tienen que dormir. ¡Buenas noches, chérie!
—¡Camello!
No hubo respuesta. Unos segundos más tarde, el hombre suspiró profundamente y dio una vuelta en la cama. Pronto empezó a roncar suavemente.
Graham permaneció un rato despierto, escuchando el ruido del mar y la palpitación regular de los motores. ¡Un camarero con un matamoscas! En Berlín había un hombre, a quien nunca había visto y cuyo nombre no conocía, que le había condenado a muerte; en Sofía había un hombre llamado Moeller que había recibido instrucciones de ejecutar la sentencia; y allí mismo, a unas pocas yardas de distancia, en el camarote número nueve, estaba el verdugo, con una pistola automática calibre nueve milímetros, dispuesto, tras haber desarmado al condenado, a cumplir con su cometido y cobrar sus honorarios. Todo ello era tan impersonal, tan desapasionado, como la justicia misma. Tratar de impedirlo era tan fútil como discutir con el verdugo en el patíbulo.
Intentó pensar en Stephanie y comprobó que no podía. Las cosas de las que ella formaba parte, su casa, sus amigos, habían dejado de existir. Era un hombre solo, transportado a una tierra extraña con la muerte por fronteras; solo, con la excepción de una persona a quien podía hablar de sus horrores. Ella era cordura. Ella era realidad. La necesitaba a Stephanie. La suya era una voz y una cara mortecina en el recuerdo, como las otras caras y voces de un mundo que una vez conoció.
Su pensamiento se perdió en un inquieto dormitar. Después soñó que caía por un precipicio y se despertó sobresaltado. Encendió la luz y cogió uno de los libros que había comprado por la tarde. Era una novela policíaca. Leyó unas páginas y la dejó. No iba a poder dormirse leyendo relaciones de agujeros «limpios, con un hilo de sangre» en la sien derecha de cadáveres que «yacían grotescamente retorcidos en la agonía final de la muerte».
Se levantó de la cama, se echó una manta encima y se sentó a fumar un cigarrillo. Decidió pasar el resto de la noche así: sentado y fumando cigarrillos. Tumbado se sentía más desvalido. Si por lo menos tuviese un revólver…
Allí sentado, pensó que tener o no un revólver es en realidad tan importante para un hombre como tener o no el sentido de la vista. El haber sobrevivido tantos años sin revólver sólo podía deberse a la buena fortuna. Un hombre sin revólver estaba tan indefenso como una cabra atada en una jungla. ¡Qué increíble idiotez al dejarlo en la maleta! Si al menos…
Y entonces recordó algo que le había dicho Josette.
«José lleva un revólver en su caja. Trataré de conseguírselo».
Respiró hondo. Estaba a salvo. José tenía un revólver. Josette se lo iba a conseguir. Todo iba a salir bien. Josette estaría en cubierta a eso de las diez. Esperaría hasta estar seguro de encontrarla, le contaría lo sucedido y le pediría que trajese el revólver inmediatamente. Con suerte podía tenerlo en el bolsillo a la media hora, más o menos, de abandonar el camarote. Podría sentarse a comer con el bulto del cacharro en el bolsillo. Había que agradecer a Dios la suspicaz naturaleza de José.
Bostezó y apagó el cigarrillo. Era idiota quedarse allí sentado toda la noche; idiota, incómodo y aburrido. Además, tenía sueño. Puso de nuevo la manta en la cama y se tumbó otra vez. A los cinco minutos estaba dormido.
Cuando se despertó, un creciente de luz solar que entraba inclinado por el ojo de buey subía y bajaba en la pintura blanca del mamparo. Se quedó tumbado contemplándolo hasta que tuvo que levantarse para abrir la puerta al mayordomo, que le traía el café. Eran las nueve en punto. Bebió despacio el café, se fumó un cigarrillo y se bañó con agua de mar caliente. Cuando terminó de vestirse ya eran casi las diez. Se puso el abrigo y salió del camarote.
El pasillo al que se abrían los camarotes permitía escasamente el paso de dos personas al mismo tiempo. Formaba tres lados de un cuadrado cuyo cuarto lado ocupaban las escaleras del salón, la cubierta de paseo y dos pequeños espacios libres, donde habían colocado una pareja de polvorientas palmeras en macetas de barro. Estaba a una o dos yardas del final del pasillo cuando se dio de bruces con Banat.
El hombre había entrado en el pasillo por el espacio libre situado al pie de las escaleras, y con un simple paso atrás le habría dejado el camino libre a Graham; pero no hizo el menor ademán. Cuando vio a Graham se detuvo. Después, muy despacio, se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en el mamparo de acero. Graham tuvo que elegir entre volverse y salir corriendo por el camino que había venido o quedarse donde estaba. Sintiendo que el corazón le palpitaba en las costillas, se quedó donde estaba.
Banat hizo una inclinación de cabeza.
—Buenos días, monsieur. Hace muy buen día, ¿verdad?
—Muy bonito.
—Para usted, como inglés, debe ser muy agradable ver el sol. —Se había afeitado, y su pastosa quijada brillaba con jabón sin aclarar. Emitía oleadas de esencia de rosas.
—Muy agradable. Discúlpeme. —Trató de abrirse paso hasta las escaleras.
Banat se movió como sin querer, cerrándole el paso.
—¡Esto es tan estrecho! Uno de los dos tiene que ceder el paso, ¿verdad?
—Efectivamente. ¿Quiere usted pasar?
Banat negó con la cabeza.
—No. No hay prisa. Estaba deseando preguntarle por su mano, monsieur. Lo noté anoche. ¿Qué le ha ocurrido?
Graham se enfrentó a los peligrosos ojitos que se fijaban con insolencia en los suyos. Banat sabía que estaba desarmado y quería ponerle nervioso. Y lo estaba consiguiendo. Graham sintió un súbito deseo de aplastar sus nudillos contra aquella cara pálida y estúpida. Se contuvo con esfuerzo.
—Una heridita —dijo serenamente. Y entonces sus sentimientos reprimidos se apoderaron de él—. Una herida de bala, para ser exactos —añadió—. Un sucio ladronzuelo me disparó en Estambul. Era mal tirador, o estaba asustado. Falló.
Los ojillos no reaccionaron, pero una fea sonrisita torció la boca. Banat habló despacio.
—Un sucio ladronzuelo, ¿eh? Tiene usted que cuidarse mucho. La próxima vez tiene que estar dispuesto a devolver los tiros.
—Los devolveré de eso no cabe la menor duda.
La sonrisa se amplió.
—Entonces es que lleva pistola, ¿verdad?
—Naturalmente. Y ahora, si me disculpa… —Dio un paso adelante, dispuesto a desplazar al otro si no se movía. Pero Banat se movió. Ahora sonreía, enseñando los dientes.
—Tenga mucho cuidado, monsieur —dijo, y se echó a reír.
Graham llegó al pie de las escaleras. Hizo una pausa y miró atrás.
—No creo que haga mucha falta —dijo cuidadosamente—. Esa bazofia no arriesga el pellejo con un hombre armado. —Empleó la palabra excrément.
La sonrisa se desvaneció del rostro de Banat. Se volvió sin responder y se dirigió a su camarote.
Cuando Graham llegó a cubierta se manifestó la reacción. Sus piernas parecían haberse convertido en gelatina, y estaba sudando. Lo sorpresivo del encuentro le había ayudado y, entre una cosa y otra, no había salido muy mal librado. Se había echado un farol. A lo mejor Banat se estaba preguntando si de verdad tenía otro revólver. Pero los faroles no le iban a llevar muy lejos. Las máscaras habían caído. Su farol podía ser aceptado. Ahora pasase lo que pasase, tenía que conseguir el revólver de José.
Caminó rápidamente por la cubierta de paseo. Allí estaba Haller, con su mujer colgada del brazo, caminando despacio. Le dio los buenos días, pero Graham sólo quería hablar con Josette. No estaba en la cubierta de paseo. Subió a la cubierta de botes.
Estaba allí, pero hablando con el joven oficial. Los Mathis y míster Kuvetli estaban a unas yardas de distancia. Vio con el rabillo del ojo que le miraban como esperando algo, pero fingió no verles y se acercó a Josette.
La mujer le recibió con una sonrisa y una mirada significativa, destinada a infórmale de que su compañero la aburría. El joven italiano gruñó unos buenos días y se dispuso a reanudar la conversación donde Graham la había interrumpido.
Pero Graham no estaba de humor para cortesías.
—Le ruego me disculpe, monsieur —dijo en francés—. Tengo un recado para madame de parte de su esposo.
El oficial asintió y se apartó cortésmente.
Graham levantó las cejas.
—Es un recado privado, monsieur.
El oficial enrojeció de ira y miró a Josette. Ésta le hizo una señal cariñosa con la cabeza y le dijo algo en italiano. El oficial sonrió mostrando todos los dientes, miró otra vez ceñudo a Graham y se alejó a grandes pasos.
Josette soltó una risita.
—La verdad es que no ha sido muy amable con el pobrecito. Lo estaba haciendo muy bien. ¿No se le ha ocurrido nada mejor que inventarse un recado de José?
—Dije lo primero que me vino a la cabeza. Tenía que hablar con usted.
Josette movió aprobadoramente la cabeza.
—Eso está muy bien. —Le miró astutamente—. Temía que pasara la noche enfadado consigo mismo por lo de anoche. Pero no se ponga tan solemne. Madame Mathis se interesa mucho por nosotros.
—Me siento solemne. Ha ocurrido algo.
La sonrisa de Josette se desvaneció.
—¿Algo serio?
—Algo serio. Yo…
Josette miró por encima del hombro de Graham.
—Será mejor que paseemos para que parezca que hablamos del mar y del sol. Si no murmurarán. Comprenderá que no me importa lo que la gente diga, pero podría resultar incómodo.
—Muy bien. —Y después, cuando echaban a andar—: Cuando volví anoche a mi camarote me encontré con que me habían robado el revólver de la maleta.
Josette se paró en seco.
—¿De verdad?
—No le miento.
Echó a andar de nuevo.
—Puede haber sido el mayordomo.
—No. Banat ha estado en mi camarote. Todavía olía a perfume.
Josette se quedó un instante en silencio.
—¿Se lo ha dicho a alguien? —dijo después.
—Protestar no serviría de nada. El revólver ya debe estar en el fondo del mar. No puedo probar que Banat se lo ha llevado. Aparte de que no me harían caso después de la escena que organicé ayer con el contable.
—¿Qué piensa hacer?
—Pedirle que haga algo por mí.
Josette le miró inmediatamente.
—¿Qué?
—Anoche me dijo que José tenía un revólver y que a lo mejor usted podía conseguírmelo.
—¿Lo dice en serio?
—No he dicho nada más serio en mi vida.
Josette se mordió un labio.
—¿Y qué le digo a José si se entera de que ha desaparecido?
—¿Se enteraría?
—Puede ser.
Graham empezó a enfadarse.
—Creo que fue usted quien dijo que me lo iba a conseguir.
—¿Tanta falta le hace tener un revólver? Banat no puede hacerle nada.
—También fue idea suya lo de llevar un revólver.
Josette adoptó un aspecto malhumorado.
—Me asustó lo que me dijo de ese hombre. Pero es porque era de noche. Ahora, de día, es distinto. —Sonrió de pronto—. Ah, amigo mío, no se ponga usted tan serio. Piense en lo bien que lo vamos a pasar juntos en París. Ese hombre no va a hacer nada malo.
—Me temo que sí. —Le contó su encuentro al pie de las escaleras y añadió—: Además, si no piensa hacer nada malo, ¿por qué me robó el revólver?
Josette vaciló. Después dijo lentamente:
—Muy bien, lo intentaré.
—¿Ahora?
—Sí, si quiere. Está en su caja, en el camarote. José está leyendo en el salone. ¿Quiere esperarme aquí?
—No, la esperaré en la cubierta de abajo. No tengo ganas de hablar ahora con esta gente.
Bajaron y se detuvieron un momento junto a la barandilla inferior de la escalera de cámara.
—Yo me quedo aquí. —Le oprimió la mano—. Querida Josette, no sabe lo que le agradezco todo esto.
Josette le sonrió como a un niño a quien hubiera prometido un caramelo.
—Ya me enteraré en París.
La contempló mientras se alejaba y después dio media vuelta y se apoyó en la barandilla. No podía tardar más de cinco minutos. Se quedó contemplando un rato la larga y sinuosa ola de proa, que se abría y alejaba hasta encontrarse con la ola de través de popa y estallar allí en espuma. Miró el reloj. Tres minutos. Alguien bajó ruidosamente por la escalera.
—Buenos días, míster Graham. Se encuentra mejor hoy, ¿eh? —Era míster Kuvetli.
Graham desvió la mirada.
—Sí, gracias.
—Monsieur y madame Mathis dicen que les gustaría jugar un poco al bridge esta tarde. ¿Usted juega?
—Sí, juego. —Sabía que no estaba siendo muy simpático, pero le aterraba la idea de que míster Kuvetli se le pegase.
—Entonces quizá podamos jugar una partida a cuatro, ¿eh?
—Desde luego.
—Yo no juego bien. Es juego muy difícil.
—Sí. —Por el rabillo del ojo vio que Josette cruzaba la puerta del descansillo y salía a cubierta.
Los ojos de míster Kuvetli se movieron hacia ella. Miro de reojo.
—Entonces, esta tarde, míster Graham.
—Me apetece mucho.
Míster Kuvetli se fue. Josette se acercó.
—¿Qué le estaba diciendo?
—Me estaba proponiendo una partida de bridge. —Algo en el rostro de la mujer hizo que su corazón empezara a latir como un martillo pilón—. ¿Lo tiene? —dijo rápidamente.
Negó con la cabeza.
—La caja está cerrada con llave. Las llaves las tiene él.
Graham sintió que el sudor invadía todo su cuerpo. La miró fijamente, pensando en algo que decir.
—¿Por qué me mira así? —exclamó ella, enfadada—. No es culpa mía que cierre la caja con llave.
—No, no es culpa suya. —Ahora sabía que nunca había tenido intención de conseguir el revólver. No podía culparla. No podía pretender que robase para él. Le había pedido demasiado. Pero había puesto sus esperanzas en el revólver de José. En nombre de Dios, ¿qué podía hacer ahora?
Josette apoyó una mano en su brazo.
—¿Está enfadado conmigo?
Negó con un movimiento de cabeza.
—¿Por qué iba a enfadarme? Tenía que haber sido lo bastante sensato como para llevar mi revólver en el bolsillo. Lo que pasa es que esperaba que usted me lo consiguiera. Es culpa mía. Pero, como ya le dije, no estoy acostumbrado a este tipo de cosas.
Josette se rió.
—Ah, no se preocupe. Le diré una cosa. Ese hombre no lleva pistola.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabe?
—Cuando regresé, hace un momento, subí la escalera detrás de él. La ropa le queda estrecha y está arrugada. Si llevase un revólver le habría visto el bulto del bolsillo.
—¿Está segura?
—Claro. No se lo diría si…
—Pero una pistola pequeña… —Enmudeció.
Una pistola automática de nueve milímetros no podía ser pequeña. Debía pesar unas dos libras y tener un volumen considerable. Nadie llevaba encima una cosa así si podía dejarla en el camarote. Si…
Josette le observaba el rostro.
—¿Qué piensa?
—Habrá dejado la pistola en el camarote —dijo él lentamente.
Le miró a los ojos.
—Podría ocuparme de que no vaya a su camarote en un buen rato.
—¿Cómo?
—José lo hará.
—¿José?
—Cálmese. No hará falta decirle a José nada de lo suyo. José jugará a las cartas con él esta tarde.
—A Banat le deben gustar las cartas. Es un jugador. Pero ¿se lo propondrá José?
—Le diré a José que le he visto abrir una cartera con mucho dinero. José se ocupará de que juegue a las cartas. Usted no conoce a José.
—¿Está segura de que puede hacerlo?
Le oprimió el brazo.
—Claro. No quiero que esté preocupado. Si le quita la pistola no tendrá nada que temer, ¿eh?
—No, no tendré nada que temer. —Lo dijo casi como una pregunta.
Parecía tan fácil… ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Ah, pero antes no sabía que aquel hombre no llevaba la pistola encima. Si le quitaba la pistola no tendría con qué disparar. Eso era lógico. Y si no tenía con qué disparar no había nada que temer. También eso era lógico. La esencia de toda buena estrategia reside en su simplicidad.
Se volvió hacia ella.
—¿Cuándo puede hacerlo?
—Lo mejor sería por la noche. A José no le gusta mucho jugar por la tarde.
—¿A partir de qué hora?
—No se impaciente. Será algo después de la cena. —Vaciló—. Será mejor que no nos vean juntos esta tarde. No le conviene que sospeche que somos amigos.
—Puedo jugar al bridge con Kuvetli y los Mathis por la tarde. Pero ¿cómo sabré el momento de hacerlo?
—Ya encontraré forma de hacérselo saber. —Se apoyó en él—. ¿Seguro que no está enfadado conmigo por lo del revólver de José?
—Claro que no.
—No nos ve nadie. Béseme.
—¡La Banca! —decía Mathis—. ¿Qué es sino usura? Los banqueros son prestamistas, usureros. Pero como prestan el dinero de otros o un dinero que no existe, tienen un nombre bonito. No dejan de ser usureros. Hubo un tiempo en que la usura era pecado mortal y abominación, y los usureros eran criminales que tenían su celda en la prisión. Hoy los usureros son los dioses del mundo, y el único pecado mortal es ser pobre.
—Hay tanta gente pobre —dijo profundamente míster Kuvetli—. ¡Es terrible!
Mathis se encogió de hombros con impaciencia.
—Más habrá mientras dure la guerra. Puede estar seguro. Convendrá ser soldado. Los soldados al menos tendrán de comer.
—Siempre —dijo madame Mathis— está diciendo tonterías. Siempre, siempre. Pero cuando lleguemos a Francia será distinto. Sus amigos no le harán tanto caso. ¡La Banca! ¡Qué sabrá él de la Banca!
—¡Ja! Eso es lo que le gusta al banquero. ¡La Banca es misteriosa! Demasiado complicada para que la pueda entender un hombre normal. —Se rió, burlón—. Para que dos más dos sean cinco se necesita mucho misterio. —Se volvió agresivamente hacia Graham—. Los verdaderos criminales de guerra son los banqueros internacionales. Otros se ocupan de la matanza, pero ellos se quedan en su oficina, tranquilos y serenos, y hacen dinero.
—Me temo —dijo Graham, considerando que tenía que decir algo— que el único banquero internacional que conozco es un hombre muy acosado y con una úlcera de duodeno. No está nada tranquilo. Por el contrario, se queja amargamente.
—Exactamente —dijo Mathis triunfalmente—. ¡Es el Sistema! Yo le digo…
Se lo dijo. Graham levantó su cuarto whisky con soda. Se había pasado la mayor parte de la tarde jugando al bridge con los Mathis y míster Kuvetli y estaba cansado de ellos. Durante todo ese tiempo sólo había visto una vez a Josette. Se había acercado a la mesa de juego y le había hecho un gesto con la cabeza. Graham lo interpretó como indicación de que José se había interesado al enterarse de que Banat tenía dinero en el bolsillo, por lo que en algún momento de la noche podría entrar con seguridad en el camarote de Banat.
La perspectiva le animaba y le atemorizaba, alternativamente. Primero el plan le parecía impecable. Iría al camarote, cogería la pistola, regresaría a su propio camarote, tiraría la pistola por el ojo de buey y volvería al salón tras haberse quitado un gran peso de encima. Pero las dudas no tardaron en asaltarle. Era demasiado fácil. Banat podía ser un loco, pero no era idiota. No era fácil engañar a un hombre que se ganaba la vida como Banat y que a pesar de todo seguía vivo y libre. ¿Qué ocurriría si adivinaba lo que su víctima maquinaba, dejaba plantado a José en mitad del juego y se presentaba en su camarote? ¿Y si había sobornado al mayordomo para que vigilase su camarote, diciéndole que tenía cosas valiosas? ¿Y si…? Pero ¿había otra alternativa? ¿Iba a esperar pasivamente a que Banat encontrase la mejor ocasión para matarle? A Haki le resultaba muy fácil decir que un hombre marcado sólo tiene que preocuparse de defenderse; pero ¿con qué se iba a defender él? Cuando el enemigo estaba tan cerca como Banat, la mejor defensa era el ataque. ¡Sí, eso era! Cualquier cosa mejor que esperar. Y el plan tenía posibilidades de éxito. Los planes sencillos de ataque eran los que más probabilidades de éxito tenían. Un hombre tan vanidoso como Banat jamás sospecharía que también otros sabían jugar a robar pistolas, que el conejo indefenso era capaz de morder. No tardaría en averiguar su error.
Josette y José entraron con Banat. Le pareció que José se hacía el simpático.
—… basta con pronunciar —terminaba Mathis— una sola palabra… ¡Briey! Con eso se ha dicho todo.
Graham vació su vaso.
—En efecto. ¿Quiere alguien otra copa?
Los Mathis se sorprendieron y declinaron secamente la invitación, pero míster Kuvetli asintió alegremente.
—Gracias, míster Graham, me gustaría.
Mathis se levantó, ceñudo.
—Es hora de vestirse para la cena. Ustedes disculpen.
Se alejaron. Míster Kuvetli acercó la silla.
—Se van así, de pronto —dijo Graham—. ¿Qué les pasa?
—Creo —dijo prudentemente míster Kuvetli— que piensan que les está tomando el pelo.
—¿Y por qué demonios van a pensar eso?
Míster Kuvetli miró hacia un lado.
—Les ofrece una copa tres veces en cinco minutos. Les invita una vez. Dicen que no. Les invita otra vez. Dicen otra vez que no. Les invita de nuevo. No comprenden la hospitalidad inglesa.
—Ya veo. Me temo que estaba pensando en otra cosa. Debo disculparme.
—¡Por favor! —Aquello era demasiado para míster Kuvetli—. No hay que disculparse por ser hospitalario. Pero —miró, vacilante, el reloj— ya es casi la hora de cenar. ¿No le importaría que me tomase más tarde la copa que tan amablemente me ofrece?
—En absoluto.
—Pues ahora discúlpeme, por favor.
—No faltaría más.
Cuando míster Kuvetli se marchó, Graham se levantó. Sí, había tomado una copa de más con el estómago vacío. Salió a cubierta.
El cielo estrellado estaba salpicado de pequeñas nubes grises. A lo lejos se veían las luces de la costa italiana. Se quedó inmóvil un instante, dejando que el viento helado le azotara el rostro. El gong que anunciaba la cena sonaría dentro de uno o dos minutos. Temía la inminente cena como un enfermo teme la llegada del cirujano con la sonda. Se veía sentado, como a la hora de almorzar, escuchando los monólogos de Haller y los tristes susurros de los Beronelli, engullendo a la fuerza comida para un estómago desganado, consciente todo el tiempo del hombre que se sentaba frente a él…, consciente de la razón de su presencia y de lo que representaba.
Se volvió y se apoyó en un montante. De espaldas a cubierta no dejaba de mirar por encima del hombro para asegurarse de que estaba solo. Se encontraba más cómodo sin un espacio abierto de cubierta a sus espaldas.
Veía a Banat con Josette y José por uno de los ojos de buey del salón. Estaban sentados como figuras de un grupo de Hogarth; José con los labios apretados y concentrado, Josette sonriendo, Banat diciendo algo que le hacía mover los labios hacia adelante. El aire estaba gris de humo de tabaco, y la luz dura de las lámparas desnudas les aplanaba los rasgos. Estaban rodeados de una atmósfera de miseria propia de una fotografía tomada con flash en un bar.
Alguien apareció por la esquina del fondo de cubierta y se aproximó. La silueta llegó a la luz y Graham vio que se trataba de Haller. El anciano se detuvo.
—Buenas noches, míster Graham. Da la impresión de que está gozando con el aire. Yo, como puede ver, necesito una bufanda y un abrigo para enfrentarme a él.
—Dentro está muy cargado.
—Sí. Esta tarde le vi jugar al bridge, hecho un valiente.
—¿No le gusta el bridge?
—Los gustos de uno van cambiando. —Miró hacia las luces—. Antes me gustaba tanto ver la tierra desde un barco como ver un barco desde tierra. Ahora no me gusta ninguna de las dos cosas. Creo que cuando un hombre llega a mi edad, empieza a detestar inconscientemente todo movimiento que no sea el de los músculos respiratorios que le mantienen vivo. El movimiento es cambio, y para un viejo el cambio significa muerte.
—¿Y el alma inmortal?
Haller resopló.
—Hasta lo que generalmente llamamos alma inmortal muere tarde o temprano. Un día dejarán de existir el último cuarteto de Beethoven y el último Tiziano. El lienzo y las notas impresas podrán subsistir si se guardan cuidadosamente, pero las obras mismas morirán con el último ojo y oído accesible a su mensaje. En cuanto al alma inmortal, eso es una verdad eterna, y las verdades eternas mueren con los hombres que las necesitaron. Los teólogos medievales necesitaron las verdades eternas del sistema ptolomeico igual que los teólogos de la Reforma necesitaron las verdades eternas de Kepler y los materialistas del siglo XIX las verdades eternas de Darwin. La afirmación de una verdad absoluta es una oración para alejar a un fantasma…, el fantasma del hombre primitivo defendiéndose de lo que Spengler llama «el oscuro poder absoluto». —Volvió bruscamente la cabeza. La puerta del salón se había abierto.
Era Josette. Se quedó parada, mirándoles con incertidumbre. En ese momento sonó el gong anunciando la cena.
—Discúlpeme —dijo Haller—. Quiero ver a mi mujer antes de la cena. Sigue algo enferma.
—Desde luego —dijo Graham apresuradamente.
Josette se acercó mientras Haller se alejaba.
—¿Qué quería ese viejo? —susurró.
—Hablaba de la vida y de la muerte.
—¡Ugh! No me gusta. Me pone los pelos de punta. Pero no puedo quedarme. Sólo vine a decirle que todo va bien.
—¿Cuándo van a jugar?
—Después de la cena. —Le oprimió el brazo—. Es horrible, ese Banat. No haría esto por nadie más que por usted, chéri.
—Ya sabe que se lo agradezco, Josette. Y pienso corresponder.
—¡Ah, tonto! —Le sonrió cariñosamente—. No sea tan serio.
Graham vaciló.
—¿Está segura de poder mantenerle allí?
—No se preocupe. Le mantendré. Pero vuelva al salone cuando haya salido del camarote para que yo sepa que ha terminado. ¿Comprendido, chéri?
—Sí, comprendido.
Habían dado las nueve de la noche y Graham llevaba media hora sentado cerca de la puerta del salón, fingiendo leer un libro.
Sus ojos se desplazaron por centésima vez hacia el extremo opuesto del salón, donde Banat hablaba con Josette y José. Su corazón redobló de pronto sus latidos. José tenía una baraja en la mano. Sonreía por algo que Banat le había dicho. Después se sentaron a la mesa de juego. Josette miró al fondo de la habitación.
Graham esperó un momento. Después, cuando les vio cortar para repartir, se puso lentamente en pie y salió.
Se detuvo un momento en el descansillo, acumulando fuerzas para lo que tenía que hacer. Había llegado la hora, y se sentía mejor. Dos minutos —tres como máximo— y todo habría pasado. Tendría la pistola y estaría a salvo. Sólo tenía que conservar la serenidad.
Bajó las escaleras. El camarote número nueve estaba más allá del suyo y en la sección central del pasillo. Cuando llegó a las palmeras no había nadie en los alrededores. Siguió andando.
Había decidido que sobraba toda cautela. Tenía que ir hasta el camarote, abrir la puerta y entrar sin vacilar. En el peor de los casos, si él mayordomo o alguna otra persona le veía, podría decir que creía que el camarote nueve estaba vacío y que había entrado por simple curiosidad, para ver cómo eran los otros camarotes.
Pero no apareció nadie. Llegó a la puerta del número nueve, se detuvo apenas un segundo y, tras abrir con cuidado, entró. Un instante después había cerrado la puerta y echado el cerrojo. Si el mayordomo trataba de entrar por la razón que fuera, al encontrar la puerta cerrada supondría que Banat estaba dentro.
Miró a su alrededor. El ojo de buey estaba cerrado y el aire apestaba a esencia de rosas. Era un camarote con dos literas y parecía extrañamente desnudo. Aparte del olor, sólo había dos indicaciones de que el camarote estaba ocupado: la gabardina gris que colgaba, con el sombrero flexible, de la puerta, y una destartalada maleta de material sintético debajo de la litera inferior.
Pasó las manos por la gabardina. No encontró nada en los bolsillos y concentró su atención en la maleta.
No estaba cerrada con llave. La sacó y levantó la tapa.
Estaba llena de camisas y ropa interior, todo ello muy sucio. Había además varios pañuelos de seda de colores brillantes, un par de zapatos negros sin cordones, un perfumador y un pequeño tarro de ungüento. La pistola no estaba allí.
Cerró la maleta, la empujó hasta su sitio y abrió el lavabo-armario. En la parte de armario no había más que un par de calcetines sucios. En el estante situado al lado del vaso había una toallita gris, una maquinilla de afeitar, una pastilla de jabón y una botella de perfume con un tapón de vidrio deslustrado.
Empezaba a preocuparse. Había estado tan seguro de encontrar la pistola allí… Si Josette decía la verdad, tenía que estar en alguna parte.
Miró a su alrededor en busca de otros escondrijos. Los colchones. Pasó las manos por los muelles que tenían debajo. Nada. El compartimiento de desperdicios, debajo del lavabo. Otra vez nada. Miró el reloj. Llevaba cuatro minutos allí. Desesperado, volvió a mirar en derredor. Tenía que estar allí. Pero había mirado en todas partes. Volvió febrilmente a la maleta.
Dos minutos más tarde se enderezó lentamente. Ahora sabía que la pistola no estaba en el camarote, que el sencillo plan había sido demasiado sencillo, que nada había cambiado. Se quedó parado unos segundos, impotente, retrasando el momento de reconocer definitivamente su fracaso saliendo del camarote. Pero un cercano rumor de pasos en el pasillo le hizo ponerse rápidamente en movimiento.
Los pasos se detuvieron. Se oyó el choque de un cubo con el suelo. Después, los pasos se alejaron. Corrió cuidadosamente el pestillo y abrió la puerta. El pasillo estaba vacío. Un segundo después regresaba por donde había venido.
Llegó al pie de las escaleras antes de decidirse a pensar. Entonces vaciló. Le había dicho a Josette que volvería al salón. Pero eso significaba ver a Banat. Necesitaba tiempo para calmar sus nervios. Dio media vuelta y se dirigió a su camarote.
Abrió la puerta, dio un paso adelante y se quedó petrificado.
Sentado en la cama, con las piernas cruzadas y un libro apoyado en la rodilla, estaba Haller.
Llevaba unas gafas de lectura con montura de carey. Se las quitó con toda parsimonia y levantó la vista.
—Le estaba esperando, míster Graham —dijo alegremente.
Graham recuperó el habla.
—No… —empezó.
Haller sacó la mano que tenía bajo el libro. En la mano había una gran pistola automática.
La exhibió.
—Creo —dijo— que esto es lo que buscaba, ¿verdad?