8

La mirada de Graham pasó de la pistola al rostro del hombre que la sostenía; el largo labio superior, los ojos azul pálido, la piel amarillenta y floja.

—No comprendo —dijo, alargando el brazo para recibir la pistola—. ¿Cómo…? —empezó a decir, y enmudeció de inmediato. La pistola le estaba apuntando y Haller tenía el índice en el gatillo.

Haller movió de un lado a otro la cabeza.

—No, míster Graham. Creo que me la voy a quedar. Vine a charlar un poco con usted. Le sugiero que se siente aquí en la cama y se vuelva de lado para que quedemos de frente.

Graham se esforzó por ocultar el letal malestar que se estaba apoderando de él. Pensó que se estaba volviendo loco. En el torrente de preguntas que se derramaba por su cabeza sólo había una pequeña isla de tierra seca: el coronel Haki había examinado las credenciales de todos los pasajeros que embarcaron en Estambul e informado que ninguno de ellos había reservado billetes en los tres días anteriores al viaje y que todos eran inofensivos. Se aferró desesperadamente a su isla.

—No comprendo —repitió.

—Claro que no. Si se sienta se lo explicaré.

—Me quedaré de pie.

—Ah, sí. Ya veo. Refuerzo moral derivado de incomodidad física. Quédese de pie si prefiere, no faltaría más. —Hablaba con renovado aire protector. Era un Haller nuevo, un hombre algo más joven. Examinó la pistola como si la viera por vez primera—. Sabe usted, míster Graham —siguió diciendo, pensativo— el pobre Mavradopolous se disgustó verdaderamente mucho por su fracaso de Estambul. Como habrá notado, no es muy inteligente y, como todos los tontos, culpa a los demás de sus propios errores. Se queja de que usted se movió. —Se encogió de hombros, tolerante—. Naturalmente que se movió. No se iba a quedar parado mientras él corregía la puntería. Así se lo dije. Pero él seguía enfadado con usted, así que cuando subió a bordo insistí en hacerme cargo de su pistola. Es joven, y estos rumanos tienen la sangre tan caliente… No quería que sucediera nada prematuro.

—Me pregunto —dijo Graham— si no se llamará usted Moeller.

—¡Vaya por Dios! —Levantó las cejas—. No tenía idea de que estuviera tan bien informado. El coronel Haki debía estar de un humor muy parlanchín. ¿Sabía que yo estaba en Estambul?

Graham enrojeció.

—Creo que no.

Moeller soltó una risita.

—Eso me parecía. Haki es un hombre listo. Me merece el mayor respeto. Pero es humano, y en consecuencia falible. Sí, después del fracaso de Gallípoli, me pareció recomendable ocuparme personalmente de la cuestión. Y entonces, cuando ya estaba todo arreglado, usted se mueve desconsiderablemente y le estropea el tiroteo a Mavradopolous. Pero no le guardo rencor, míster Graham. Naturalmente, en su momento me irrité. Mavradopolous…

—Banat es más fácil de decir.

—Gracias. Como iba diciendo, el fracaso de Banat suponía más trabajo para mí. Pero ya se me ha pasado la irritación. De hecho, este viaje me está gustando. Me gusta verme como arqueólogo. Al principio estaba algo nervioso, pero en cuanto vi que conseguía aburrirle supe que todo iba bien. —Enseñó el libro que había estado leyendo—. Si quiere antecedentes de mis discursitos, puedo recomendarle esto. Se titula El panteón sumerio y su autor es Fritz Haller. Su historia académica está en la portada: diez años en el Instituto alemán de Atenas, el período de Oxford, los títulos universitarios: está todo. Según parece, es un ardiente discípulo de Spengler. Cita mucho al Maestro. Tiene un prologuito nostálgico que resultó muy útil, y en la página trescientos cuarenta y uno encontrará el párrafo sobre las verdades absolutas. Como es natural, parafraseé aquí y allá para ajustado a mi humor del momento. Y me apoyé con frecuencia en algunas de las notas más extensas. Ya sabe, quería crear el efecto de un anciano aburrido, erudito pero simpático. Creo que estará de acuerdo en que lo hice bien.

—Así que hay un Haller.

Moeller frunció los labios.

—Ah, sí. No me gustó causarles molestias a él y a su mujer, pero no quedaba otro remedio. Cuando me enteré de que se marchaba en este barco, pensé que sería útil acompañarle. Como comprenderá, no podía sacar un billete a última hora sin atraer la atención del coronel Haki, así que me hice cargo de los billetes y el pasaporte de Haller. No le gustó, y a su mujer tampoco. Pero son buenos alemanes, y cuando se les explicó que los intereses de su país debían prevalecer sobre su propia conveniencia, no plantearon más problemas. Dentro de unos días les devolverán sus pasaportes con las fotografías originales. Mi única dificultad ha sido la dama armenia que se hace pasar por Frau Professor Haller. Habla muy poco alemán y es poco menos que retrasada mental. Me he visto obligado a mantenerla fuera de circulación. No tenía tiempo para organizado mejor, ¿sabe? De hecho, el hombre que me la consiguió tuvo bastantes problemas para convencerla de que no se la estaban llevando a un bordello italiano. La vanidad femenina es a veces extraordinaria. —Sacó una pitillera—. Espero que no le importe que le cuente todas estas cosas, míster Graham. Se debe simplemente a que quiero ser franco con usted. Creo que una atmósfera de franqueza es esencial en toda discusión de negocios.

—¿Negocios?

—Precisamente. Ahora, por favor, siéntese y fúmese un pitillo. Le hará bien. —Le ofreció la pitillera—. Hoy ha tenido los nervios algo alborotados, ¿verdad?

—¡Diga lo que tenga que decir y lárguese!

Moeller soltó una risita.

—Sí, desde luego, algo alborotados. —Adoptó de pronto un aire solemne—. Me temo que la culpa es mía. Ya sabe, míster Graham, podía haber mantenido esta pequeña charla con usted antes, pero quería asegurarme de que su estado de ánimo era receptivo.

Graham se apoyó en la puerta.

—Creo que la mejor manera de describir mi actual estado de ánimo, es decirle que he estado considerando seriamente la posibilidad de darle una patada en la boca. Desde aquí podía haberlo hecho sin darle tiempo a usar la pistola.

Moeller levantó las cejas.

—¿Y a pesar de todo no lo ha hecho? ¿Le detuvo el respeto a mis canas, o fue el temor a las consecuencias? —Hizo una pausa—. ¿No responde? No le importará que saque mis propias conclusiones, ¿verdad? —Se sentó más cómodamente—. El instinto de preservación es algo maravilloso. A todo el mundo le parece muy fácil hacerse el héroe entregando la vida por sus principios cuando sabe que no se lo van a exigir. Pero cuando el aroma del peligro nos llega a las narices, nos volvemos más prácticos. Ya no se trata de una alternativa entre honor y deshonra, sino simplemente de males mayores o menores. Me pregunto si podré persuadirle de que comprenda mi punto de vista.

Graham permaneció en silencio. Estaba tratando de combatir el pánico que se había apoderado de él. Sabía que si abría la boca se pondría a gritar insultos como un energúmeno hasta que le doliera la garganta.

Moeller insertó un cigarrillo en una boquilla corta color ámbar como si tuviera todo el tiempo del mundo. Era obvio que no esperaba respuesta a su pregunta. Tenía el aspecto autocontrolado del que llega con anticipación a una cita importante. Cuando terminó de meter el cigarrillo levantó los ojos.

—Usted me cae bien, míster Graham —dijo—. Me molestó, como ya le he dicho, que Banat hiciera de tal forma el ridículo en Estambul. Pero ahora que le conozco, me alegro de que fuera así. Se comportó con elegancia cuando el equívoco de la cena, el día que salimos. Escuchó cortésmente las peroratas que me había aprendido de memoria. Es un buen ingeniero, y encima no es agresivo. Me molesta pensar que puede morir asesinado por un empleado mío. —Encendió el cigarrillo—. Sin embargo, las exigencias que derivan de nuestra obligación en la vida no admiten compromisos. No tengo más remedio que ser agresivo. Debo decirle que, si las cosas no cambian, estará muerto a los pocos minutos de desembarcar en Génova el sábado por la mañana.

Graham ya se había serenado.

—Es muy lamentable —dijo.

Moeller asintió con aprobación.

—Me alegra ver que se lo toma con tanta calma. Yo, en su lugar, estaría muy asustado. Pero claro —los pálidos ojos azules se entrecerraron de improviso—, yo sabía que no tendría la menor posibilidad de escapar. Banat, a pesar de su lapsus de Estambul, es un joven temible. Y si tengo en cuenta el hecho de que en Génova me esperan otros cuantos hombres tan experimentados como Banat, no puedo sino darme cuenta de que no tengo la más remota posibilidad de llegar a un santuario del tipo que sea antes de que todo termine. No me quedaría más que una esperanza…, que realizasen su trabajo de forma tan eficiente que me enterase lo menos posible.

—¿Qué quiere decir con «si las cosas no cambian»?

Moeller sonrió triunfalmente.

—¡Ah! Me alegro mucho. Va usted directamente al centro de la cuestión. Lo que quiero decir, míster Graham, es que no tiene necesariamente que morir. Hay una alternativa.

—Ya veo. Un mal menor. —Pero, a pesar suyo, el corazón le dio un vuelco.

—No precisamente un mal —objetó Moeller—. Una alternativa, y además nada desagradable. —Se instaló más cómodamente—. Ya le he dicho que me cae bien, míster Graham. Permítame añadir que detesto las perspectivas violentas tan sinceramente como usted. Soy pusilánime. No me avergüenza confesarlo. Siempre daría un rodeo para evitar ver los resultados de un accidente de automóvil. En consecuencia, si encontráramos una forma de solucionar este asunto sin derramamiento de sangre, me inclinaría por ella, ¿sabe? Y permítame que le presente la cuestión bajo otra perspectiva más dura, por si sigue dudando de mi buena voluntad respecto a usted. El asesinato tendría que realizarse rápidamente, lo que supondría mayores riesgos para los asesinos y, en consecuencia, resultaría caro. No me malinterprete, por favor. No repararé en gastos si es necesario. Pero, como es natural, espero que no sea necesario. Le aseguro que nadie, salvo quizá usted mismo, se alegraría más que yo si pudiéramos arreglarlo todo en forma amistosa, como entre hombres de negocios. Espero que al menos me crea sincero en este punto.

Graham empezó a enfadarse.

—Me importa un bledo que sea sincero o no.

Moeller se quedó cabizbajo.

—Sí, ya me lo figuro. Me olvidaba de que ha estado sometido a una cierta tensión nerviosa. Lo único que le interesa, como es natural, es llegar sano y salvo a Inglaterra. Puede hacerse. Depende exclusivamente de su serenidad y lógica en el examen de la situación. Como ya supondrá, es necesario retrasar la finalización del trabajo que tiene entre manos. Ahora bien, si usted muere antes de llegar a Inglaterra, enviarán otra persona a Turquía a repetir su trabajo. Tengo entendido que para completarlo se necesitarían entonces otras seis semanas. Tengo también entendido que ese retraso sería suficiente para los fines de que se trata. Usted podría llegar a la conclusión de que la mejor forma de solucionar el asunto sería que le secuestraran en Génova, le mantuvieran encerrado bajo siete llaves durante las necesarias seis semanas y después le soltaran, ¿verdad?

—Podría.

Moeller sacudió la cabeza.

—Pero se equivocaría. Usted habría desaparecido. Sus jefes, y sin duda también el gobierno turco, investigarían su paradero. La policía italiana sería informada. El Ministerio de Exteriores británico presentaría ampulosas peticiones de información al gobierno italiano. El gobierno italiano, consciente de que su neutralidad se ponía en duda, se agitaría. Yo podría encontrarme en graves problemas, sobre todo después de soltarle, cuando usted lo contase todo. A mí me resultaría extremadamente incómodo ser perseguido por la policía italiana. ¿Comprende lo que digo?

—Sí, comprendo.

—El método más directo es matarle. Hay, no obstante, una tercera posibilidad. —Hizo una pausa y después dijo—: Míster Graham, es usted un hombre muy afortunado.

—¿Qué significa eso?

—En tiempos de paz, sólo el fanático nacionalista exige que uno se entregue en cuerpo y alma al gobierno del país donde nació. En tiempos de guerra, sin embargo, cuando los hombres mueren y la atmósfera está cargada de emociones, hasta un hombre inteligente puede llegar a hablar del «deber para con la patria». Usted tiene suerte porque trabaja en un negocio que ve estos heroísmos a su verdadera luz: como excesos emocionales de personas estúpidas y brutales. «¡Amor a la patria!». Una frase curiosa. ¿Amor a un pedazo de tierra? Imposible. Ponga a un alemán en mitad del campo en el norte de Francia, dígale que es Hannover, y no podrá negarlo. ¿Amor a los conciudadanos? No, desde luego. Todo hombre querrá a unos y no a otros. ¿Amor a la cultura patria? Los hombres que conocen gran parte de la cultura de sus países son en general los más inteligentes y los menos patrióticos. ¿Amor al gobierno del país? Los gobernados rara vez aman a sus gobiernos. Está claro que el amor a la patria no es más que un misticismo chapucero basado en la ignorancia y el miedo. Tiene sus ventajas, desde luego. Cuando la clase dirigente quiere que el pueblo haga algo que el pueblo no quiere hacer, apela a su patriotismo. Y, naturalmente, una de las cosas que menos le gusta a la gente es que la maten. Pero debo disculparme. Son argumentos viejos, y estoy seguro de que los conoce perfectamente.

—Sí, los conozco perfectamente.

—Me alivia saberlo. No me gustaría pensar que me había equivocado al tomarle por un inteligente. Y así me resulta mucho más fácil decirle lo que tengo que decir.

—Y bien ¿qué es lo que tiene que decirme?

Moeller apagó el cigarrillo.

—La tercera posibilidad, míster Graham, es inducirle a retirarse del trabajo seis semanas por su propia voluntad…, que se tome unas vacaciones.

—¿Está usted loco?

Moeller sonrió.

—Comprendo sus dificultades, créame. Si se limita a esconderse seis semanas, puede resultarle difícil explicarlo cuando vuelva a casa. Lo comprendo. Algún idiota histérico dirá que al preferir seguir con vida a ser asesinado por nuestro amigo Banat hizo algo vergonzoso. El hecho de que el trabajo se habría retrasado en cualquier caso y el hecho de que usted resulte más útil vivo que muerto para su país y sus aliados, serían ignorados. A los patriotas, como a otros místicos, les desagrada el argumento lógico. Habría que engañarlos un poco. Permítame que le diga cómo podría arreglarse.

—Está perdiendo el tiempo.

Moeller no se dio por aludido.

—Hay cosas, míster Graham, que ni siquiera los patriotas pueden controlar. Una de estas cosas es la enfermedad. Usted viene de Turquía, donde, gracias a los terremotos y a las inundaciones, se han declarado varios casos de tifus. No sería nada extraño que al desembarcar en Génova se viera afectado por un moderado ataque de tifus. Y entonces, ¿qué? Pues, como es natural, le llevarían de inmediato a una clínica privada, donde el médico, a petición suya, escribiría a su esposa y a sus jefes. Como es natural, habrá que contar con los inevitables retrasos de la guerra. Cuando por fin alguien pueda verle, la crisis habrá pasado y usted estará ya convaleciente; convaleciente, pero demasiado débil para viajar. Pero en seis semanas se habrá recuperado lo bastante como para hacer ambas cosas. Todo se habrá arreglado. ¿Qué le parece, míster Graham? Yo considero que es la única solución satisfactoria para ambos.

—Ya veo. No tiene que tomarse la molestia de matarme. Desaparezco de la circulación las seis semanas necesarias y después no puedo contar nada sin delatarme. ¿No es así?

—Es una forma muy cruda de exponerlo, pero no se equivoca. Es así. ¿Qué le parece la idea? Personalmente, la perspectiva de seis semanas de absoluta paz y quietud en el lugar que yo pienso, me parecería muy atractiva. Está bastante cerca de Santa Margherita, con vistas al mar y rodeado de pinos. Pero claro, yo soy viejo. Usted podría impacientarse. —Vaciló—. Naturalmente —prosiguió despacio—, si la idea le gusta, podríamos arreglar que la señora Gallindo compartiese sus seis semanas de vacaciones.

Graham enrojeció.

—¿Qué diablos quiere decir?

Moeller se encogió de hombros.

—¡Vamos, míster Graham! No soy miope. Si la sugerencia le ofende realmente, le pido humildemente mis disculpas. Si no… No hace falta decir que serían los únicos pacientes. El personal médico, formado por mí, Banat y otro hombre, aparte de los criados, sería discreto, salvo que recibiera visitas de Inglaterra. De todas formas, eso podemos discutirlo más tarde. Ahora, ¿qué piensa?

Graham hizo acopio de fuerzas. Con parsimoniosa sencillez, dijo:

—Creo que se está echando un farol. ¿No se le ha ocurrido pensar que a lo mejor no soy tan idiota como cree? Como es natural, transmitiré esta conversación al capitán. Cuando lleguemos a Génova, habrá una investigación policial. Mis papeles son perfectamente auténticos. Los suyos no. Los de Banat tampoco. Yo no tengo nada que ocultar. Usted tiene mucho que ocultar. Banat también. Usted cuenta con que mi temor a la muerte me obligue a aceptar su plan. No va a ser así. Y tampoco me va a tapar la boca. Confieso que he estado muy asustado. He pasado veinticuatro horas muy desagradables. Supongo que ésa es su manera de inducir a un estado de ánimo receptivo. Pues bien, conmigo no funciona. Estoy preocupado, desde luego. Sería un imbécil si no lo estuviera. Pero no lo estoy tanto como para perder el sentido. Es un farol, Moeller. Eso es lo que pienso. Ahora ya puede largarse.

Moeller no se movió. Como si fuera un cirujano considerando una complicación no del todo imprevista, dijo:

—Sí, ya me temía que me iba a malinterpretar. Una pena. —Levantó la vista—. ¿Y por dónde va a empezar a contar su historia, míster Graham? ¿Por el contable? El tercer oficial me ha descrito su curioso comportamiento en relación con el pobre monsieur Mavradopolous. Según parece, dice usted, insensatamente, que es un criminal llamado Banat que quiere matarle. Creo que los oficiales del barco, capitán incluido, se han reído mucho con la broma. Pero hasta el mejor de los chistes termina por aburrir si se cuenta demasiado. La historia de que yo también soy un criminal que quiere matarle parecería algo irreal. ¿No hay un nombre médico para este tipo de alucinación? ¡Vamos, míster Graham! Usted mismo dice que no es tonto. Le ruego que no se comporte como tal. ¿Cree usted que le habría abordado como lo he hecho si pensara que me podía poner en aprietos en la forma que dice? Espero que no. No es menor tontería interpretar como debilidad mis pocas ganas de matarle. Puede que prefiera yacer muerto en la calle con una bala en la espalda a pasar seis semanas en una villa de la Riviera ligur; eso es asunto suyo. Pero, por favor, no se engañe a sí mismo. Son dos alternativas inevitables.

Graham sonrió, ceñudo.

—Y la pequeña homilía sobre el patriotismo es para acallar cualquier escrúpulo que pudiera plantearme aceptar lo inevitable. Ya veo. Pues bien, lo siento, pero no sirve. Sigo creyendo que es un farol. Un farol muy bueno. Lo reconozco. Ha llegado a preocuparme. Por un momento llegué a pensar que de verdad tenía que elegir entre morir y tragarme el orgullo…, como el héroe de un melodrama. Pero la verdadera elección estaba, naturalmente, entre usar el sentido común o dejar que piense el estómago. Bueno, míster Moeller, si no tiene más que decir…

Moeller se puso lentamente en pie.

—No, míster Graham —dijo con calma—, no tengo nada más que decir. —Pareció vacilar. Después, con gran parsimonia, se volvió a sentar—. Míster Graham, he cambiado de opinión. Hay algo más que decir. Cabe la posibilidad de que, al repensar el asunto tranquilamente, decida que ha hecho una tontería y que a lo mejor yo no soy tan torpe como ahora parece creer. Francamente, no creo que lo haga. Está patéticamente seguro de sí. Pero, para el caso de que su estómago se haga con el control, creo que debo hacerle una advertencia.

—¿Sobre qué?

Moeller sonrió.

—Una de las muchas cosas que al parecer no sabe es que el coronel Haki consideró apropiado instalar a uno de sus agentes a bordo con el fin de cuidarle. Ayer me esforcé por despertar su interés por él, pero no tuve éxito. Ihsan Kuvetli no impresiona gran cosa, es cierto; pero tiene fama de ser un hombrecillo listo. Si no fuera un patriota, sería rico.

—¿Trata usted de decirme que Kuvetli es un agente turco?

—¡En efecto, míster Graham! —Los ojos azul pálido se entrecerraron—. La razón de haberle abordado esta noche en vez de mañana por la noche es que quería verle antes de que él se diera a conocer. Creo que hasta hoy no había averiguado quién soy. Esta noche registró mi camarote. Supongo que me habrá oído hablar con Banat. Las paredes de los camarotes son absurdamente delgadas. En cualquier caso, me pareció probable que, al darse cuenta del peligro que usted corría, decidiera que había llegado la hora de darse a conocer. Mire, míster Graham, con su experiencia, no es probable que se equivoque como usted se está equivocando. De todas formas, tiene que cumplir con su trabajo, y no me cabe duda de que habrá urdido algún laborioso plan para llevarle sano y salvo hasta Francia. Lo que le quiero advertir es que no le cuente la sugerencia que le he hecho. Comprenderá que si llega a aprobar mi manera de pensar, a ninguno de los dos nos vendría bien que un agente del gobierno turco conociera nuestro pequeño engaño. No cabe esperar que guarde silencio. ¿Comprende lo que quiero decir, míster Graham? Si revela el secreto a Kuvetli, habrá destruido su última posibilidad de volver vivo a Inglaterra. —Sonrió apagadamente—. Una idea solemne, ¿verdad? —Se levantó de nuevo y se acercó a la puerta—. Eso es todo lo que quería decirle. Buenas noches, míster Graham.

Graham contempló la puerta que se cerraba y después se sentó en la cama. El pulso le latía en las sienes como si hubiera estado corriendo. La hora de los faroles había pasado. Tenía que decidir qué hacer. Tenía que pensar con calma y lucidez.

Pero no podía pensar con calma y lucidez. Se sentía confuso. Se apercibió de la vibración del barco y se preguntó si no habría imaginado lo que acaba de ocurrir. Pero en la cama había una depresión donde Moeller estuvo sentado, y el humo de su cigarrillo llenaba el camarote. Sólo Haller era producto de la imaginación.

Ahora sentía más humillación que miedo. Casi se había acostumbrado a la sensación de opresión en el pecho, el martilleo rápido del corazón, la tirantez del estómago, el cosquilleo de la espina con que su cuerpo respondía a la situación en que se encontraba. Había sentido que oponía su ingenio al de un enemigo —un enemigo peligroso pero intelectualmente inferior— con posibilidades de alcanzar la victoria. Ahora sabía que nada de eso había pasado. El enemigo se había burlado sin cesar de él. Jamás se le había ocurrido sospechar de «Haller». Se había limitado a escuchar cortésmente extractos de un libro. ¡Cielos, hasta qué punto aquel hombre debía considerarle idiota! Entre él y Banat le habían visto hasta el fondo, como si fuera de cristal. Ni siquiera sus desdichados escarceos con Josette les habían pasado desapercibidos. Probablemente le habían visto besarla. Y como medida final de su desprecio, tenía que ser Moeller quien le informase de que míster Kuvetli era un agente turco encargado de su protección. ¡Kuvetli! Era gracioso. A Josette le divertiría saberlo.

Recordó de pronto que había prometido volver al salón. Debía estar preocupada. Y el ambiente del camarote era sofocante. Pensaría mejor si tomaba un poco el aire. Se levantó y se puso el abrigo.

José y Banat seguían jugando a las cartas, José con intensa concentración, como si sospechara que Banat le hacía trampas, Banat frío y cuidadoso. Josette estaba fumando apoyada en el respaldo de su asiento. Graham observó con sobresalto que no había pasado ni media hora desde que saliera del salón. Era asombroso lo que podía pasar por la mente en tan corto espacio de tiempo, cómo podía cambiar por completo la atmósfera de un lugar. Se dio cuenta de que veía en el salón cosas que antes le habían pasado desapercibidas: una placa de bronce con el nombre del constructor del barco, una mancha en la alfombra, un montón de revistas viejas acumuladas en un rincón.

Se quedó un instante parado, contemplando la placa de bronce. Los Mathis y los italianos estaban sentados, leyendo, y no levantaron la vista. Miró por encima de ellos y vio que Josette miraba hacia atrás para seguir el juego. Le había visto. Graham cruzó hasta la puerta del fondo y salió a la cubierta de paseo.

Ella no tardaría en seguirle para averiguar si había conseguido lo que se proponía. Graham caminó lentamente por cubierta, preguntándose qué le iba a decir, si debía o no hablarle de Moeller y su «alternativa». Sí, le hablaría. Ella le diría que todo iba bien, que Moeller se estaba echando un farol. Pero ¿y si no era un farol? «Harán cualquier cosa para conseguirlo. ¡Cualquier cosa, míster Graham! ¿Comprende?». Haki no había hablado de faroles. La herida que sentía bajo el mugriento vendaje de su mano no era un farol. Y si Moeller no mentía, pensó Graham, ¿qué podía él hacer?

Se detuvo y observó las luces de la costa. Ahora estaban más cerca. Lo bastante cerca como para apercibirse del movimiento del barco en relación con ellas. Era increíble que aquello le sucediera a él. ¡Imposible! Quizá, después de todo, le habían herido gravemente en Estambul y todo era una fantasía producto de la anestesia. Quizá recobraría pronto la conciencia para encontrarse en una cama de hospital. Pero la barandilla de teca, húmeda de rocío, donde su mano se apoyaba, era bien real. Se aferró a ella, furioso de pronto por su propia estupidez. Tenía que pensar, que devanarse los sesos, que hacer planes, que decidir; tenía que hacer algo en vez de quedarse allí lamentándose. Hacía más de cinco minutos que se había separado de Moeller y aún seguía tratando de escapar de la realidad para meterse en un cuento de hadas de hospitales y anestesias. ¿Qué iba a hacer con respecto a Kuvetli? ¿Debía abordarle o esperar a que él lo hiciera? ¿Qué…?

Oyó unos rápidos pasos sobre cubierta, a sus espaldas. Era Josette, con el abrigo de piel echado por los hombros, pálida y nerviosa bajo el fulgor empañado de la luz de cubierta. Le tomó ansiosamente del brazo.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué ha tardado tanto?

—Allí no había ninguna pistola.

—Pero tiene que estar. Algo ha pasado. Cuando entró en el salone hace un momento parecía que había visto un fantasma o que estaba mareado. ¿Qué ocurre, chéri?

—Allí no había ninguna pistola —replicó Graham—. Registré todo cuidadosamente.

—¿Nadie le vio?

—No, no me vio nadie.

Josette suspiró, aliviada.

—Cuando le vi la cara, temí… —Se interrumpió—. Pero ¿no comprende? No lleva pistola encima. En su camarote no hay ninguna pistola. No tiene pistola. —Se echó a reír—. A lo mejor la ha empeñado. Ah, no se ponga tan serio, chéri. Puede conseguir una pistola en Génova, pero entonces será demasiado tarde. No le puede pasar nada. Todo irá bien. —Adoptó una expresión lastimera—. Ahora la que tiene problemas soy yo.

—¿Usted?

—Su apestoso amiguito juega muy bien a las cartas. Le está ganando dinero a José. Eso a José no le gusta. Tendrá que hacer trampas, y cuando hace trampas se pone de mal humor. Dice que es malo para los nervios. Lo que pasa es que le gusta ganar porque juega mejor. —Hizo una pausa y añadió de pronto—: ¡Espere, por favor!

Habían llegado a un extremo de cubierta. Se detuvo y le miró de frente.

—¿Qué ocurre, chéri? No escucha lo que digo. Está pensando en otra cosa. —Hizo un mohín—. Ah, ya sé. Es su mujer. Ahora que ya no está en peligro vuelve a pensar en ella.

—No.

—¿Está seguro?

—Sí, estoy seguro. —Ahora sabía que no quería hablarle de Moeller. Lo que quería es que ella le hablase creyendo que ya no había peligro, que no le podía ocurrir nada, que podía bajar la pasarela en Génova sin miedo. Temeroso de crear su propia ilusión, podía vivir la que ella creara. Sonrió con esfuerzo—. No me haga caso, Josette. Estoy cansado. Ya sabe, registrar los camarotes de otros es una actividad agotadora.

Josette se mostró inmediatamente comprensiva.

Mon pauvre chéri. Es culpa mía, no suya. Me olvido de lo desagradable que ha sido todo esto para usted. ¿Quiere que volvamos al salone y tomemos una copa?

Graham se sentía capaz de hacer casi cualquier cosa por una copa, salvo volver al salón y ver a Banat.

—No. Cuénteme lo primero que vamos a hacer cuando lleguemos a París.

Josette le miró rápidamente y sonrió.

—Si no andamos nos vamos a enfriar. —Se metió serpenteando en su abrigo y le tomó del brazo—. ¿O sea que vamos juntos a París?

—¡Claro! Yo pensaba que estábamos de acuerdo.

—Oh, sí, pero —estrechó el brazo de Graham contra su costado— no creía que hablara en serio. Mire —prosiguió con cautela—, a muchos hombres les gusta hablar de lo que va a ocurrir, pero no siempre les gusta recordar lo que han dicho. No es que no sean sinceros al decirlo, sino que no sienten siempre lo mismo. ¿Me comprende, chéri?

—Sí, la comprendo.

—Quiero que comprenda —siguió ella—, porque es muy importante para mí. Soy bailarina y tengo que pensar también en mi carrera. —Se volvió impulsivamente hacia él—. Pero va a pensar que soy una egoísta, y no me gustaría que pensase eso. Lo que pasa es que usted me gusta mucho, y no quiero que haga algo simplemente porque lo ha prometido. Si lo comprende, todo irá bien. No hablaremos más de ello. —Chasqueó los dedos—. ¡Ya sé! Cuando lleguemos a París iremos directamente a un hotel que conozco, cerca del Metro de St. Philippe de Roule. Es muy moderno y respetable, y si quiere podemos tener cuarto de baño. No es caro. Después iremos a tomar unos cócteles de champagne al bar del Ritz. Sólo cuestan nueve francos. Mientras bebemos podemos decidir dónde ir a cenar. Estoy muy cansada de la comida turca, y sólo de pensar en ravioli me pongo enferma. Tenemos que comer buena comida francesa. —Hizo una pausa y añadió, vacilante—: No conozco la Tour d’Argent.

—La conocerá.

—¿En serio? Comeré hasta engordar como un cerdo. Después empezaremos.

—¿Empezar?

—Hay algunos locales pequeños que siguen cerrando tarde a pesar de la policía. Le presentaré a una gran amiga mía. Era sous-maquecée del Moulin Galant cuando lo tenía Le Boulanger, antes de que llegaran los gangsters. ¿Sabe lo que es sous-maquecée?

—No.

Josette se rió.

—Soy muy mala. Se lo explicaré en otra ocasión. Pero le gustará Suzie. Ahorró mucho dinero, y ahora es muy respetable. Tenía un local en la rue de Liège que era mejor que el cabaret Le Jockey de Estambul. Tuvo que cerrarlo cuando estalló la guerra, pero ha abierto otro local en un callejón sin salida que da a la rue Pigalle, y deja entrar a sus amigos. Tenía muchos amigos, así que está otra vez ganando dinero. Es bastante vieja y la policía no la molesta. Ella les ignora. No hay ninguna razón para que todos estemos tristes porque haya una asquerosa guerra. También tengo otros amigos en París. Se los presentaré y le gustarán. Cuando sepan que es amigo mío, se comportarán con cortesía. Son muy educados y muy simpáticos con las personas que les presenta alguien conocido en el barrio.

Siguió hablando de sus amistades. En su mayor parte eran mujeres (Lucette, Dolly, Sonia, Claudette, Berthe), pero había uno o dos hombres (Jojo, Ventura) extranjeros y por tanto no movilizados. Hablaba de ellos vagamente, pero con un entusiasmo medio defensivo, no del todo real. Podían no ser ricos en el sentido que los americanos dan a la palabra rico, pero eran hombres de mundo. Todos ellos destacaban por alguna razón. Uno era «muy inteligente», otro tenía un amigo en el Ministerio del Interior, otro iba a comprar una villa en San Tropez y a invitar a todos sus amigos a pasar allí el verano. Todos eran «divertidos», y muy útiles si alguien quería «algo especial». No aclaró el significado de «algo especial», y Graham no se lo preguntó. No veía con malos ojos la imagen que Josette le pintaba. La idea de pasar el rato sentado en el Café Graf, invitando a beber a los hombres y mujeres de «negocios» de los locales de la colina, le parecía en aquel momento infinitamente atractiva. Estaría sano, salvo y libre; sería otra vez él mismo, capaz de pensar por sí solo, de sonreír sin tener que tender los nervios hasta casi romperlos cada vez que lo hacía. Tenía que ser así. Era absurdo dejarse matar. Moeller tenía razón, al menos en una cosa. Era más útil para su país vivo que muerto.

¡Bastante más! Incluso suponiendo que el proyecto turco se retrasara seis semanas, en definitiva tendría que realizarse. Si estaba vivo pasadas esas seis semanas, podría sacarlo adelante, quizá hasta compensar parte del tiempo perdido. Después de todo, era el jefe de proyectos de la empresa, y en tiempos de guerra sería difícil sustituirle. Cuando le dijo a Haki que había docenas de hombres con su capacidad no estaba mintiendo; pero no le había parecido necesario reforzar el argumento de Haki explicando que esas docenas estaban compuestas por americanos, franceses, alemanes, japoneses y checos, no sólo ingleses. El camino más sensato era sin duda el más seguro. Él era ingeniero, no agente secreto profesional. Cabía suponer que un agente secreto sería capaz de ocuparse de hombres como Moeller y Banat. Él, Graham, no lo estaba. No le correspondía decidir si Moeller fanfarroneaba o no. Su problema era seguir con vida. Seis semanas en la Riviera ligur no le iban a sentar nada mal. Naturalmente, tendría que mentir; mentir a Stephanie y a sus amigos, mentir a su director ejecutivo y a los representantes del gobierno turco. No podría decirles la verdad. Ellos considerarían que debía haber arriesgado su vida. La gente piensa ese tipo de cosas cuando se encuentra sana y salva y bien sentada en su butaca. Pero si mentía, ¿le creerían? Los de casa sí, pero ¿Haki? Haki se olería algo raro y haría preguntas. ¿Y Kuvetli? Moeller tendría que hacer algo para quitarle de en medio. Iba a representar un problema difícil, pero Moeller lo arreglaría. Moeller estaba habituado a ese tipo de cosas. Moeller…

Se detuvo con un respingo. Por el amor de Dios, ¿qué estaba pensando? ¡Debía haber perdido el juicio! Moeller era un agente enemigo. La idea que rondaba por la cabeza de Graham era ni más ni menos la idea de traición. Y, sin embargo… y, sin embargo, ¿qué? Supo de pronto que algo le había estallado en la cabeza. La idea de llegar a un trato con un agente enemigo no era ya impensable. Podía considerar la sugerencia de Moeller en sí misma, fría y serenamente. Se estaba desmoralizando. Ya no podía confiar en sí mismo.

Josette le estaba sacudiendo el brazo.

—¿Qué ocurre, chéri? ¿Qué le pasa?

—Acabo de recordar algo —murmuró.

—¡Ah! —dijo ella, furiosa—. Eso no es nada cortés. Le pregunto si quiere seguir andando. No hace caso. Se lo pregunto otra vez y se para como si estuviera enfermo. No ha escuchado nada de lo que le he dicho.

Graham recobró la calma.

—Oh, sí que la he escuchado, pero algo que dijo me recordó que si quiero detenerme en París tengo que escribir varias cartas importantes de negocios para echarlas al correo tan pronto llegue. No tengo ganas de trabajar en París —añadió, aparentando relativamente bien cierta seguridad en sí mismo.

—Cuando no son esos salauds que intentaron matarle, son los negocios —se quejó Josette. Pero parecía apaciguada.

—Le pido disculpas, Josette. No volverá a ocurrir. ¿Seguro que no tiene frío? ¿Le apetece una copa? —Ahora quería salir de allí. Sabían lo que tenía que hacer y estaba impaciente por hacerlo antes de ponerse a pensar.

Pero Josette le cogió de nuevo por el brazo.

—No, estoy bien. Ni estoy enfadada ni tengo frío. Si subimos a la cubierta de arriba podrá besarme para demostrar que somos otra vez amigos. Tengo que volver pronto con José. Le dije que sólo tardaría unos minutos.

Media hora más tarde bajó a su camarote, se quitó el abrigo y buscó al mayordomo. Le encontró ocupado con una bayeta y un cubo en los lavabos.

—¿Signore?

—Le prometí al signor Kuvetli que dejaría un libro. ¿Cuál es el número de su camarote?

—El tres, signore.

Graham volvió hasta el camarote número tres y se detuvo allí un momento, vacilando. Quizá debía pensárselo dos veces antes de hacer algo irreparable, algo que después podía lamentar. Quizá era mejor dejarlo para la mañana siguiente. Quizás…

Apretó los dientes, levantó la mano y llamó a la puerta.