5

Era un día característico del Egeo: colores intensos bajo el sol y pequeñas nubes rosas flotando en un cielo azul pálido. Soplaba una firme brisa y el amatista del mar se rompía y blanqueaba. El Sestri Levante se hundía de proa en el agua y levantaba nubes de espuma que la brisa arrastraba como granizo por la cubierta. El mayordomo le había dicho que la isla de Makrosini estaba a la vista, y cuando subió a cubierta la vio: una línea delgada y dorada que resplandecía bajo el sol y se alargaba ante ellos como una barra de arena a la entrada de una laguna.

Había otras dos personas en aquel lado de la cubierta. Eran Haller y, colgada de su brazo, una mujer pequeña y seca de pelo gris y escaso, evidentemente su esposa. Guardaban el equilibrio sujetándose a la barandilla, y él levantaba la cabeza presentándola al viento como para fortalecerse con él. No llevaba sombrero, y su pelo blanco se estremecía con el aire.

Evidentemente, no le habían visto. Subió a la cubierta de botes. Allí la brisa era más fuerte. Míster Kuvetli y la pareja francesa estaban parados junto a la barandilla sujetándose los sombreros y mirando las gaviotas que seguían al barco. Míster Kuvetli le vio inmediatamente y le saludó con la mano. Graham se acercó.

—Buenos días. Madame. Monsieur.

Le saludaron reservadamente, pero míster Kuvetli estaba entusiasmado.

—Sí que hace buen día, ¿eh? ¿Durmió bien? Me apetece mucho nuestra excursión de esta tarde. Permítame que le presente a monsieur y madame Mathis. Monsieur Graham.

Se dieron la mano. Mathis era un hombre de rasgos marcados, con la mandíbula fina y un ceño permanentemente fruncido. Sin embargo, su sonrisa, cuando se producía, era abierta, y sus ojos vivaces. El ceño era un símbolo de su ascendiente sobre su esposa. Ésta tenía las caderas huesudas y en su rostro se pintaba una expresión con que se declaraba dispuesta a no alterarse por mucho que pusieran a prueba su carácter. Era igual que su voz.

—Monsieur Mathis —dijo míster Kuvetli, cuyo francés era bastante más seguro que su inglés— viene de Eskeshehir, donde trabajaba con la compañía ferroviaria francesa.

—Es un clima muy malo para los pulmones —dijo Mathis—. ¿Conoce Eskeshehir, monsieur Graham?

—Sólo estuve allí unos minutos.

—A mí me hubiera bastado con eso —dijo madame Mathis—. Hemos pasado tres años allí. Siempre fue igual de malo que el día que llegamos.

—Los turcos son un gran pueblo —dijo su marido—. Son duros y aguantan. Pero nos gustará estar de vuelta en Francia. ¿Es usted de Londres, monsieur?

—No, del norte de Inglaterra. He pasado unas semanas en Turquía por asuntos de negocios.

—Después de tantos años, la guerra nos va a resultar extraña. Dicen que en Francia las ciudades están más oscuras que la última vez.

—Las ciudades están espantosamente oscuras tanto en Francia como en Inglaterra. Si no se está obligado a salir de noche, es mejor quedarse en casa.

—Es la guerra —dijo Mathis solemnemente.

—Es el asqueroso boche —dijo su mujer.

—La guerra —intervino miste Kuvetli, acariciándose la barbilla sin afeitar— es algo terrible. No cabe la menor duda. Pero los aliados tienen que ganar.

—El boche es fuerte —dijo Mathis—. Es fácil decir que los aliados tienen que ganar, pero siempre habrá que luchar. ¿Y acaso sabemos dónde o contra quién vamos a luchar? Hay un frente en el este y otro en el oeste. Todavía no sabemos la verdad. Cuando la sepamos se habrá terminado la guerra.

—A nosotros no nos toca hacer preguntas —dijo su mujer.

Los labios del hombre se torcieron y en sus ojos marrones se encendió una amargura de años.

—Tienes razón. No nos toca hacer preguntas. ¿Y por qué? Porque los únicos que nos pueden responder son los banqueros y los políticos de arriba, los muchachos accionistas de las grandes fábricas que construyen materiales de guerra. Y ellos no nos responderán. ¿Por qué? Porque saben que si los soldados de Francia e Inglaterra conocieran esas respuestas se negarían a combatir.

Su mujer enrojeció.

—¡Estás loco! Cómo no van a luchar los hombres de Francia para defendernos del asqueroso boche. —Miró a Graham de pasada—. Es malo decir que Francia no lucharía. No somos cobardes.

—No, pero tampoco somos idiotas. —Se volvió rápidamente hacia Graham—. ¿Ha oído usted hablar de Briey, monsieur? De las minas del distrito de Briey sale el noventa por ciento del mineral de hierro francés. En mil novecientos catorce, las minas fueron capturadas por los alemanes, que las trabajaron para obtener el hierro que necesitaban. Trabajaron duro. Después han confesado que sin el hierro sacado de Briey no hubieran podido pasar de mil novecientos diecisiete. Sí, trabajaron mucho en Briey. Yo, que estaba en Verdún, puedo asegurárselo. Noche tras noche, veíamos en el cielo el resplandor de los hornos de Briey, a unos pocos kilómetros; los hornos que alimentaban a los cañones alemanes. Nuestra artillería y nuestros bombarderos podían haber destrozado los hornos en una semana. Pero nuestra artillería estaba muda. Un aviador que dejó caer una bomba en el área de Briey fue sometido a consejo de guerra. ¿Por qué? —Levantó la voz—. Voy a decirle por qué, monsieur. Porque había órdenes de no tocar Briey. ¿Ordenes de quién? Nadie lo sabía. Las órdenes venían de alguien que estaba muy arriba. El Ministerio de la Guerra decía que eran los generales. Los generales decían que era el Ministerio de la Guerra. No conocimos los hechos hasta después de la guerra. Las órdenes provenían de monsieur de Wendel, del Comité des Forges, propietario de las minas y los altos hornos de Briey. Nosotros luchábamos por nuestras vidas, pero nuestras vidas eran menos importantes que la conservación de la propiedad de monsieur de Wendel y sus futuros y pingües beneficios. No, no es bueno que los que combaten sepan demasiado. ¡Discursos, sí! ¡La verdad, no!

Su mujer soltó una risita tonta.

—Siempre es igual. En cuanto alguien menciona la guerra se pone a hablar de Briey…, algo que pasó hace veinticuatro años.

—¿Y por qué no? —preguntó él—. Las cosas no han cambiado mucho. El que no nos enteremos de estas cosas hasta que ya han pasado no significa que no estén sucediendo ahora. Cuando pienso en la guerra pienso también en Briey y en el resplandor de los hornos en el cielo para recordarme a mí mismo que soy un hombre normal que no tiene por qué creerse todo lo que le dicen. Veo los periódicos franceses con los espacios en blanco que muestran el trabajo del censor. Esos periódicos me dicen algunas cosas. Francia, dicen combate con Inglaterra contra Hitler y los nazis por la democracia y la libertad.

—¿Y cree que no es cierto? —preguntó Graham.

—Creo que los pueblos de Francia e Inglaterra luchan por ello, pero ¿es eso lo mismo? Pienso en Briey y me pregunto ciertas cosas. Los mismos periódicos me dijeron entonces que los alemanes no sacaban mineral de hierro de las minas de Briey y que todo iba bien. Soy un inválido de la última guerra. No tengo que pelear en ésta. Pero puedo pensar.

Su mujer se rió de nuevo.

—¡Ja! Cuando llegue a Francia será distinto. No dice más que tonterías, pero no deben hacerle caso, messieurs. Es un buen francés. Tiene la Croix de Guerre.

Su marido parpadeó.

—Un pedacito de plata por fuera para compensar el pedacito de acero de dentro, ¿eh? Creo que son las mujeres las que deberían luchar en estas guerras. Son patriotas mucho más feroces que los hombres.

—¿Y a usted qué le parece, míster Kuvetli? —dijo Graham.

—¿A mí? ¡Ah, por favor! —Míster Kuvetli parecía contrito—. Yo soy neutral, ya comprenden. No sé nada. No tengo opinión. —Abrió las manos—. Vendo tabaco. Negocios de exportación. Me basta con eso.

El francés enarcó las cejas.

—¿Tabaco? ¿Sí? Yo organicé buena parte del transporte de las compañías de tabaco. ¿Cómo se llama su empresa?

—Pazar, de Estambul.

—¿Pazar? —Mathis pareció algo sorprendido—. Creo que no…

Pero míster Kuvetli le interrumpió.

—¡Ah! ¡Miren! ¡Ahí está Grecia!

Miraron. Allí, en efecto, estaba Grecia. Parecía un banco de nubes bajas en el horizonte, más allá del extremo de la línea dorada de Makrosini, que se contraía rápidamente a medida que el barco surcaba las aguas por el canal de Zea.

—¡Hermoso día! —se entusiasmó míster Kuvetli—. ¡Magnífico! —Respiró hondo y soltó el aire ruidosamente—. Tengo muchas ganas de ver Atenas. Llegamos al Pireo a las dos.

—¿Van a bajar usted y madame? —preguntó Graham a Mathis.

—No, creo que no. Es demasiado poco tiempo. —Se levantó el cuello del abrigo y tiritó—. Desde luego hace un día muy bonito, pero tengo frío.

—Si no te quedases tanto tiempo parado charlando —dijo su mujer—, no tendrías frío. Y no llevas bufanda.

—Muy bien, muy bien —dijo, irritado—. Vamos abajo. Disculpen, por favor.

—Creo que yo también voy —dijo míster Kuvetli—. ¿Baja usted también, míster Graham?

—Voy a quedarme un rato. —Ya tendría después tiempo de cansarse de míster Kuvetli.

—Entonces, a las dos.

—Sí.

Cuando se fueron miró el reloj, vio que eran las once y media y decidió recorrer la cubierta de botes diez veces antes de bajar a beber algo. Mientras echaba a andar decidió que la noche de sueño le había sentado muy bien. Para empezar, la mano ya no le palpitaba, y podía doblar un poco los dedos sin dolor. Lo más importante, sin embargo, era que la sensación que le embargara la víspera, de moverse por un sueño, había desaparecido. Se encontraba de nuevo rebosante de salud y optimista. Ayer había pasado hacía años. Su mano vendada desde luego, le recordaba lo ocurrido, pero la herida ya no parecía significativa. Ayer era parte de algo horrible. Hoy era un corte en el revés de la mano, un corte que tardaría unos pocos días en curarse. Mientras tanto, estaba de camino a casa, de vuelta a su trabajo. En cuanto a mademoiselle Josette, afortunadamente había conservado la suficiente presencia de ánimo para no haberse comportado realmente como un idiota. Le parecía bastante fantástico haber deseado besarla aunque sólo fuera por un momento. En cualquier caso, existían circunstancias atenuantes. Estaba cansado y confuso y, aunque ella era una mujer cuyas necesidades y formas de satisfacerlas se veían muy claramente, no cabía duda de que, a su desaliñada manera, resultaba atractiva.

Había completado su cuarto circuito cuando el objeto de sus reflexiones apareció sobre cubierta. En vez del abrigo de piel llevaba uno de pelo de camello, en vez de la bufanda de lana una de algodón, y calzaba zapatos deportivos con suela elevada de corcho. Esperó a que Graham se acercara.

Graham sonrió y saludó con la cabeza.

—Buenos días.

Josette enarcó las cejas.

—¡Buenos días! ¿Es todo lo que se le ocurre decir?

Graham se sobresaltó.

—¿Y qué quiere que diga?

—Me ha decepcionado. Yo pensaba que todos los ingleses se levantaban temprano de la cama para tomar un gran desayuno inglés. Me levanto a las diez y no le encuentro por ninguna parte. El mayordomo me ha dicho que no salió de su camarote.

—Desgraciadamente, en este barco no sirven desayunos ingleses. Me arreglé con un café y me lo bebí en la cama.

Josette frunció el ceño.

—Y ahora no me pregunta por qué quería verle. ¿Es natural que quiera verle nada más salir de la cama?

La fingida severidad era aterradora. Graham dijo:

—Me temo que no la tomé en serio .¿Por qué iba a querer verme?

—Ah, eso está mejor. No muy bien, pero mejor. ¿Piensa ir a Atenas esta tarde?

—Sí.

—Quería preguntarle si no le importaría que fuera con usted.

—Comprendo. Me encan…

—Pero ya es tarde.

—Lo lamento mucho —dijo Graham alegremente—. Me habría encantado llevarla.

Josette se encogió de hombros.

—Ya es tarde. Míster Kuvetli, el pequeño turco, me lo ha pedido y, faute de mieux, he aceptado. No me gusta, pero conoce Atenas muy bien. Será interesante.

—Sí, seguro que lo será.

—Es un hombre muy interesante.

—Evidentemente.

—Claro que a lo mejor podría convencerle…

—Desgraciadamente, hay una dificultad. Ayer por la noche, míster Kuvetli me preguntó si podía venir conmigo, porque no había estado nunca en Atenas.

Le produjo bastante placer decirlo, pero la mujer no se desconcertó más que un momento. Se echó a reír.

—No es usted nada cortés. Nada en absoluto. Me deja decir algo aunque sabe que no es verdad. No me para. Es usted un malvado. —Se rió de nuevo—. Pero es una buena broma.

—Lo siento mucho, de verdad.

—Es usted demasiado bueno. Lo único que quería era mostrarme amable. No me importa si voy a Atenas o no.

—Estoy seguro de que a míster Kuvetli le encantaría que viniera con nosotros. A mí también, claro. Seguro que sabe mucho más de Atenas que yo.

Josette entornó súbitamente los ojos.

—¿Qué quiere decir con eso?

Graham no quería decir nada más que lo que había dicho. Intentando sonreír de forma tranquilizadora, repuso:

—Quiero decir que supongo que ha bailado allí.

Le miró hoscamente un instante. Graham sintió que su sonrisa, aún pretenciosamente aferrada a sus labios, se desvanecía. Josette habló despacio:

—Creo que no me gusta tanto como pensaba. Creo que no me comprende en absoluto.

—Es posible. Hace muy poco que la conozco.

—Basta que una mujer sea una artista —dijo ella enfadada—, para que decidan que tiene que ser del milieu.

—De ninguna manera. No se me había pasado esa idea por la cabeza. ¿Le apetece pasear por cubierta?

Josette no se movió.

—Estoy empezando a pensar que no me gusta nada.

—Lo lamento. Me agradaba pensar que gozaría de su compañía durante el viaje.

—Ya tiene usted a míster Kuvetli —dijo cruelmente.

—Sí, es verdad. Desgraciadamente, no es tan atractivo como usted.

La mujer se rió con sarcasmo.

—Vaya, se ha dado cuenta de que soy atractiva. Qué bien. Estoy encantada. Me siento honrada.

—Parece que la he ofendido —dijo él—. Le pido disculpas.

Josette hizo un gesto airoso con la mano.

—No se preocupe. A lo mejor se debe a que es tonto. Quiere pasear. Muy bien, paseemos.

—Espléndido.

No habían avanzado tres pasos cuando se detuvo para mirarle.

—¿Por qué tiene que llevar al pequeño turco a Atenas? —preguntó—. Dígale que no puede ir. Eso es lo que haría si fuera más cortés.

—¿Y llevarla a usted? ¿Es ésa su idea?

—Si me lo pidiera, iría con usted. Este barco me aburre, y me gusta hablar inglés.

—Me temo que a míster Kuvetli no le iba a parecer tan cortés.

—Si yo le gustase, míster Kuvetli no le importaría nada. —Se encogió de hombros—. Pero comprendo. No importa. Me parece que es usted muy malo, pero no importa. Me aburro.

—Lo siento.

—Sí, lo siente. Eso está bien. Pero yo sigo aburrida. Vamos a pasear. —Y después, mientras echaban a andar—: José piensa que es usted indiscreto.

—¿Eso piensa? ¿Por qué?

—Ese viejo alemán con quien habló. ¿Cómo sabe que no es un espía?

Graham soltó una carcajada.

—¡Un espía! ¡Qué ocurrencia tan extraordinaria!

Josette le miró fríamente.

—¿Y por qué es extraordinaria?

—Si hubiera hablado con él sabría perfectamente que no puede ser nada de eso.

—Quizá no. José siempre sospecha de todo el mundo. Siempre cree que mienten cuando hablan sobre sí mismos.

—Francamente, yo me inclinaría a aceptar cualquier crítica de José como una recomendación.

—Oh, no los desaprueba. Se interesa, sencillamente. Le gusta averiguar cosas sobre la gente. Cree que todos somos animales. Nunca se escandaliza por nada.

—Parece muy estúpido.

—No conoce a José. No piensa en cosas buenas y cosas malas como hacían en el convento, sólo en cosas. Dice que una cosa buena para alguien puede ser mala para otra persona, por lo que es una tontería hablar del bien y del mal.

—Pero la gente hace a veces cosas buenas simplemente porque son buenas.

—Sólo porque se sienten bien haciéndolas…, eso dice José.

—¿Y la gente que se reprime de hacer cosas malas porque son malas?

—José dice que si una persona necesita de verdad hacer algo, esa persona no se preocupará por lo que puedan pensar de él. Si tiene verdadera hambre, robará. Si está de verdad en peligro, matará. Si tiene verdadero miedo, será cruel. Dice que lo del bien y el mal lo inventaron gentes seguras y bien alimentadas para no tener que preocuparse por la gente insegura y hambrienta. La actitud del hombre depende de sus necesidades. Es sencillo. Usted no es un asesino. Dice que el asesinato es malo. José diría que es tan asesino como Landrú o como Weidmann, lo que pasa es que la fortuna no ha querido que tenga necesidad de asesinar a alguien. Alguien le habló una vez de un refrán alemán que dice que el hombre es un simio vestido de terciopelo. Le encanta repetirlo.

—¿Y usted está de acuerdo con José? No me refiero al hecho de que yo sea un asesino en potencia. Me refiero a lo que hace a la gente ser lo que es.

—Ni estoy de acuerdo ni dejo de estarlo. No me importa. Para mí algunas personas son simpáticas, otras son simpáticas a veces y otras nunca. —Le miró con el rabillo del ojo—. Usted es simpático a veces.

—¿Y qué piensa de sí misma?

Sonrió.

—¿Yo? Oh, yo también soy simpática a veces. Cuando la gente se porta bien conmigo soy un angelito. José cree que es más listo que Dios.

—Sí, ya me lo figuro.

—No le cae bien. No me sorprende. Sólo gusta a las viejas.

—¿Y a usted?

—Es mi compañero. Lo nuestro es un negocio.

—Sí, ya me lo había dicho. Pero ¿le gusta?

—A veces me hace reír. Dice cosas divertidas sobre la gente. ¿Se acuerda de Serge? José decía que era capaz de robarle a su madre la paja del pesebre. Me hizo mucha gracia.

—Ya me lo imagino. ¿Le gustaría beber algo?

Josette miró un pequeño reloj de plata que llevaba en la muñeca y dijo que le gustaría.

Bajaron. Uno de los oficiales del barco estaba acodado en el bar con una cerveza en la mano y hablando con el mayordomo. Cuando Graham pidió las bebidas, el oficial concentró su atención en Josette. Era evidente que se consideraba afortunado con las mujeres; sus ojos oscuros no se separaron de los de ella mientras hablaban. Hizo caso omiso de Graham, que escuchaba aburrido una conversación en italiano que no entendía. Le agradó ser ignorado. Se dedicó a su bebida. Cuando sonó el gong que anunciaba la comida y vio entrar a Haller, recordó que no había hecho nada por cambiar su puesto en la mesa.

El alemán inclinó amablemente la cabeza cuando Graham se sentó a su lado.

—No esperaba contar hoy con su compañía.

—Se me olvidó por completo hablar con el mayordomo. Si usted…

—No, por favor. Lo tomo por un cumplido.

—¿Cómo está su esposa?

—Mejor, pero todavía no dispuesta a enfrentarse con un almuerzo. Pero esta mañana dio un paseo. Le enseñé el mar. Los grandes buques de Jerjes pasaron por aquí, camino de su derrota en Salamina. Para aquellos persas, esa masa gris que se ve en el horizonte era el país de Temístocles y de los griegos áticos de Maratón. Dirá que es sentimentalismo alemán, pero confieso que me parece lamentable que para mí esa masa gris sea el país de Venizelos y de Metaxas. De joven pasé varios años en el Instituto Alemán en Atenas.

—¿Bajará a tierra esta tarde?

—Creo que no. Atenas sólo puede recordarme lo que ya sé…, que soy un viejo. ¿Conoce la ciudad?

—Un poco. Conozco mejor Salamina.

—Ésa es ahora su gran base naval, ¿no?

Graham asintió, sin darle suficiente importancia a la pregunta. Haller apartó la vista y sonrió levemente.

—Le pido perdón. Veo que estoy a punto de cometer una indiscreción.

—Yo voy a bajar a tierra a comprar libros y cigarrillos. ¿Quiere que le traiga alguna cosa?

—Es usted muy amable, pero no necesito nada. ¿Va solo?

—Míster Kuvetli, el caballero turco de la mesa de al lado, me ha pedido que le haga de cicerone. No ha estado nunca en Atenas.

Haller alzó las cejas.

—¿Kuvetli? Así que ése es su nombre. Hablé con él esta mañana. Habla bastante bien el alemán y conoce algo Berlín.

—También habla inglés, y muy buen francés. Parece que ha viajado mucho.

Haller gruñó.

—No es normal que un turco que ha viajado mucho no conozca Atenas.

—Vende tabaco. Grecia produce su propio tabaco.

—Sí, claro. No se me había ocurrido. Tengo tendencia a olvidar que la mayor parte de la gente que viaja no lo hace para ver sino para vender. Hablé con él veinte minutos. Tiene un modo de hablar que no dice nada. Su conversación se compone de asentimientos o afirmaciones indiscutibles.

—Supongo que tiene que ver con el hecho de que sea vendedor. «Mi cliente es el mundo y el cliente siempre tiene razón».

—Me interesa. En mi opinión es demasiado simple para ser sincero. La sonrisa es un poco demasiado tonta, la conversación demasiado evasiva. Cuenta algunas cosas sobre sí mismo en los primeros minutos de conversación y después ya no dice nada. Es curioso. Lo normal es que un hombre que empieza hablando de sí mismo siga haciéndolo después. Además, ¿quién ha oído hablar de un hombre de negocios turco que sea sencillo? No, me hace pensar en alguien dispuesto a crear una impresión definida de sí mismo en la mente de los demás. Es un hombre que desea ser subestimado.

—Pero ¿por qué? No nos está vendiendo tabaco.

—Quizá, como usted sugiere, considera que el mundo es su cliente. Pero ya tendrá oportunidad de tantearle un poco esta tarde. —Sonrió—. Ya ve, doy por supuesto, sin la menor garantía, que usted está interesado. Debo disculparme. Soy un mal viajero que tiene que viajar mucho. Para pasar el tiempo he aprendido un juego. Comparo mis primeras impresiones de los compañeros de viaje con lo que después averiguo sobre ellos.

—¿Si acierta se apunta un tanto y si se equivoca lo pierde?

—Exactamente. De hecho, me gusta más perder que ganar. Es un juego de viejos, ¿comprende?

—¿Y qué impresión tiene del señor Gallindo?

Haller frunció el ceño.

—Temo acertar por completo en lo concerniente a ese caballero. La verdad es que no es muy interesante.

—Sostiene que todos los hombres son asesinos en potencia y le gusta citar un refrán alemán según el cual el hombre es un simio vestido de terciopelo.

—No me sorprende —fue la amarga respuesta—. Todo hombre tiene que justificarse de alguna manera.

—¿No es usted demasiado severo?

—Quizá. Lamento decir que el señor Gallindo me parece una persona muy maleducada.

La respuesta de Graham fue interrumpida por la llegada del hombre de quien hablaban, que tenía aspecto de recién levantado. Detrás venían la madre italiana y su hijo. La conversación se hizo intrascendente y excesivamente formal.

El Sestri Levante quedó amarrado al nuevo muelle del sector norte del puerto del Pireo poco después de las dos de la tarde. Graham, que esperaba en cubierta con míster Kuvetli a que izaran la pasarela de pasajeros, vio que Josette y José habían salido del salón y se encontraban a sus espaldas. José inclinó la cabeza con desconfianza, como si temiera que fuesen a pedirle dinero prestado. La mujer sonrió. Era la sonrisa tolerante de quien ve a un amigo desatender un buen consejo.

Míster Kuvetli inició apresuradamente una conversación.

—¿Van ustedes a tierra, monsieur-dame?

—¿Para qué? —preguntó José—. Son ganas de perder el tiempo.

Pero míster Kuvetli no se dio por aludido.

—¡Ah! ¿Entonces conocen Atenas, usted y su mujer?

—Demasiado bien. Es una ciudad sucia.

—Yo no la conozco. Pensé que si usted y madame también descendían, podríamos ir todos juntos. —Sonrió mirando esperanzado en torno.

José apretó los dientes y puso los ojos en blanco como si le estuvieran torturando.

—Ya le he dicho que no pensamos ir.

—Pero es usted muy amable al sugerirlo —intervino Josette, benigna.

Los Mathis salieron del salón.

—¡Ah! —les saludó él—. ¡Los aventureros! No se olviden de que salimos a las cinco. No pensamos esperarles.

La pasarela se fijó en su lugar con estrépito y míster Kuvetli bajó inseguro y nervioso. Graham le siguió. Empezaron a lamentar no haber decidido quedarse a bordo. Al pie de la pasarela se volvió y levantó la vista…, ese momento inevitable para un pasajero que deja el barco. Mathis le saludó con la mano.

—Muy simpático, monsieur Mathis —dijo míster Kuvetli.

—Mucho.

Detrás del barracón de Aduanas había un viejo y sucio landolé Fiat con un cartel en francés, italiano, inglés y griego que anunciaba una visita de una hora de duración a las bellezas y antigüedades de Atenas para cuatro personas por quinientos dracmas.

Graham se detuvo. Pensó en los trenes y tranvías eléctricos a los que tendría que encaramarse, en la colina de la Acrópolis, en todo lo que tendría que andar, en el agotador aburrimiento de un paseo turístico a pie. Decidió que cualquier forma de evitarlo bien valía una cantidad de dracmas equivalente a treinta chelines.

—Creo —dijo— que podemos ir en este coche.

Míster Kuvetli pareció preocuparse.

—¿No hay otra forma? Es muy caro.

—No importa. Pago yo.

—Pero si es usted quien me está haciendo un favor. Debo pagar yo.

—Oh, yo hubiera tomado el coche en cualquier caso. Quinientos dracmas no es demasiado caro.

Míster Kuvetli abrió unos ojos como platos.

—¿Quinientos? Pero eso es para cuatro personas. Nosotros somos dos.

Graham se rió.

—Dudo que el conductor lo vea así. Supongo que le cuesta lo mismo llevar a dos que a cuatro.

Míster Kuvetli parecía contrito.

—Entiendo algo de griego. ¿No le importa que le pregunte?

—Claro que no. Hágalo.

El conductor, un hombre de aspecto rapaz vestido con un traje dos tallas pequeño y calzado con zapatos tostados muy pulidos, que llevaba sin calcetines, había salido precipitadamente del coche cuando se acercaron, y mantenía la puerta abierta. Empezó a gritar:

Allez! Allez! Allez! —les exhortó—; très bon marché. Cinque-cents, solamente.

Míster Kuvetli dio un paso adelante, como un fornido, sucio y pequeño David disponiéndose a luchar con un Goliat delgado vestido de sarga azul manchada. Empezó a hablar.

Hablaba muy bien el griego, sin lugar a dudas. Graham vio que la expresión de sorpresa del rostro del conductor se tornaba en una de furia mientras la boca de míster Kuvetli derramaba un verdadero torrente de palabras. Estaba criticando el coche. Empezó a señalar. Señaló uno por uno todos los defectos del cacharro, desde una mancha de herrumbre en la baca hasta un pequeño desgarrón en la tapicería, desde una grieta en el parabrisas hasta una zona desgastada del salpicadero. Cuando se interrumpió para tomar aliento, el conductor, furioso, aprovechó la oportunidad para responder. Gritó y golpeó la carrocería con el puño para dar más énfasis a sus comentarios e hizo grandes gestos aerodinámicos. Míster Kuvetli sonrió con escepticismo y reanudó sus ataques. El conductor escupió en el suelo y contraatacó. Míster Kuvetli replicó con una descarga corta y precisa. El conductor levantó los brazos, asqueado pero derrotado.

Míster Kuvetli se volvió hacia Graham.

—El precio —informó con sencillez— es ahora de trescientos dracmas. Creo que es demasiado, pero haría falta tiempo para reducirlo más. Claro que si usted cree…

—Parece un precio justo —dijo Graham apresuradamente.

Míster Kuvetli se encogió de hombros.

—Quizá. Podría bajarse más, pero… —Se volvió e hizo una seña con la cabeza al conductor, que de pronto sonrió abiertamente. Entraron en el taxi.

—¿Dice usted —dijo Graham mientras arrancaban— que no ha estado nunca en Grecia?

Míster Kuvetli sonrió inexpresivamente.

—Sé algo de griego —dijo—. Nací en Esmirna.

Iniciaron la visita. El griego conducía deprisa y a tirones, girando el volante para enfilar hacia los peatones lentos, que tenían que correr para ponerse a salvo, y haciendo de vez en cuando un comentario por encima del hombro derecho. Se detuvieron un momento en la carretera, junto al Theseion, y de nuevo en la Acrópolis, donde se bajaron y pasearon. La curiosidad de míster Kuvetli parecía inagotable. Insistió en que le contaran la historia del Partenón siglo por siglo y recorrió el museo como si quisiera quedarse todo el día, pero finalmente regresaron al coche y fueron rápidamente transportados al teatro de Dionisos, el arco de Adriano, el Olimpieion y el Palacio Real. Eran ya las cuatro de la tarde y míster Kuvetli había empleado bastante más de la hora contratada preguntando cosas y comentando «muy bonito» y «formidable». Atendiendo una sugerencia de Graham, se detuvieron en el Syntagma, cambiaron algo de dinero y pagaron al conductor, añadiendo que si esperaba en la plaza podía ganarse otros cincuenta dracmas llevándoles después de vuelta al muelle. El conductor aceptó. Graham compró sus libros y sus cigarrillos y envió su telegrama. Cuando volvieron a la plaza había una orquestita tocando en la terraza de uno de los cafés y, a sugerencia de míster Kuvetli, se sentaron a una mesa para tomar un café antes de regresar al puerto.

Míster Kuvetli examinó la plaza con nostalgia.

—Es muy bonito —dijo, suspirando—. Apetece quedarse más tiempo. ¡Hemos visto unas ruinas tan magníficas!

Graham recordó lo que Haller le había dicho en el almuerzo sobre las evasivas de Kuvetli.

—¿Cuál es su ciudad favorita, míster Kuvetli?

—Ah, es difícil decirlo. Todas las ciudades tienen sus magnificencias. Me gustan todas las ciudades. —Aspiró el aire—. Ha sido usted muy amable trayéndome aquí, míster Graham.

Graham insistió en su tema.

—Ha sido un gran placer. Pero seguro que tiene usted sus preferencias.

Míster Kuvetli pareció inquietarse.

—Es tan difícil… Londres me gusta mucho.

—A mí, personalmente, me gusta más París.

—Ah, sí. París es también magnífico.

Graham bebió a sorbitos el café, sintiéndose algo confuso. Entonces se le ocurrió otra idea.

—¿Qué le parece el señor Gallindo, míster Kuvetli?

—¿Señor Gallindo? Es tan difícil… No le conozco. Se comporta de una forma extraña.

—Se comporta —dijo Graham— de una forma deplorablemente ofensiva. ¿No le parece?

—El señor Gallindo no me gusta mucho —admitió míster Kuvetli—. Pero es español.

—¿Y eso qué tiene que ver? Los españoles son una raza extraordinariamente cortés.

—Ah, nunca he estado en España. —Miró el reloj—. Ya son las cuatro y cuarto. Creo que deberíamos irnos, ¿eh? Ha sido una tarde muy agradable.

Graham asintió cansadamente. Si Haller quería «tantear» a míster Kuvetli podía hacerlo personalmente. Su opinión personal, la de Graham, era que míster Kuvetli era un pesado común cuya conversación, en sí, parecía algo irreal porque utilizaba idiomas con los que no estaba familiarizado.

Míster Kuvetli insistió en pagar el café; míster Kuvetli insistió en pagar el taxi de vuelta al muelle. A las cinco menos cuarto estaban de nuevo a bordo. Una hora más tarde, Graham se encontraba en cubierta observando la barca del práctico, que se alejaba con repetidas explosiones hacia la tierra grisácea. El francés, Mathis, que estaba apoyado en la barandilla a unos pies de distancia, volvió la cabeza.

—Bueno, ahí queda eso. Dos días más y estaremos en Génova. ¿Le agradó su excursión a tierra de esta tarde, monsieur?

—Oh, sí, gracias. Fue…

Pero no terminó de decirle a monsieur Mathis cómo fue. Por la puerta del salón, a unas pocas yardas de distancia, había salido un hombre, que se había quedado parpadeando frente al sol poniente que resbalaba hacia ellos por la superficie del mar.

—Ah, sí —dijo Mathis—. Tenemos un pasajero nuevo. Llegó esta tarde, cuando usted estaba en tierra. Supongo que es griego.

Graham no respondió, no pudo responder. Sabía que el hombre que estaba allí parado con la luz dorada del sol en el rostro no era griego. Sabía también que debajo de aquella gabardina gris había un traje marrón arrugado con abultadas hombreras; que bajo el sombrero flexible de alta copa y sobre los rasgos pastosos y pálidos con la boca tímida había un pelo rizado que empezaba a escasear. Sabía que aquel hombre se llamaba Banat.