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Se miraron, inexpresivos, un instante. Después la mujer rompió a reír.
—¡Dios misericordioso! Si es el inglés. Discúlpeme, pero esto es extraordinario.
—Sí, ¿verdad?
—¿Y qué pasó con su compartimento de primera en el Orient Express?
Graham sonrió.
—Kopeikin pensó que me sentaría bien un poco de aire de mar.
—¿Y necesitaba algo que le sentase bien? —Llevaba el cabello pajizo cubierto por una bufanda de lana atada bajo la barbilla, pero ella erguía la cabeza para mirarle como si llevara un sombrero que le diera sombra en los ojos.
—Evidentemente. —En conjunto, decidió, parecía bastante menos atractiva que en su camerino. El abrigo de piel no tenía forma y la bufanda no le sentaba bien—. Y ya que hablamos de trenes —añadió—, ¿qué pasó con su compartimento de segunda?
Josette frunció el ceño, sonriendo con las comisuras de la boca.
—Así es mucho más barato. ¿Le dije yo que iba en tren?
Graham se sonrojó.
—No, claro que no. —Se dio cuenta de que se estaba comportando de una forma algo grosera—. En cualquier caso, estoy encantado de verla otra vez tan pronto. Me estaba preguntando qué podría hacer si encontraba cerrado el Hotel des Belges.
Le miró astutamente.
—¡Ah! ¿Entonces era verdad que pensaba telefonearme?
—Naturalmente. Estábamos de acuerdo, ¿no?
Abandonó la mirada astuta y la sustituyó por un mohín.
—La verdad es que no creo que sea sincero conmigo. Dígame de verdad por qué está en este barco.
Echó a andar por cubierta, y él se vio obligado a seguirla.
—¿No me cree?
Se encogió de hombros cuidadosamente.
—No tiene que decírmelo si no quiere. No soy curiosa.
Graham creyó comprender sus dificultades. Desde su punto de vista, su presencia en el barco sólo podía explicarse de dos maneras: o su pretensión de viajar en primera en el Orient Express era una mentira fatua destinada a impresionarla —en cuyo caso debía ser un hombre de muy poco dinero— o de alguna forma había descubierto que ella viajaba en el barco y había abandonado el lujo del Orient Express para seguirla —en cuyo caso lo probable es que tuviera bastante dinero. Concibió de pronto el absurdo deseo de sorprenderla con la verdad.
—Muy bien —dijo—. Viajo así para eludir a alguien que quiere pegarme un tiro.
Se quedó petrificada.
—Creo que aquí fuera hace demasiado frío —dijo con calma—. Voy a entrar.
Graham se sorprendió tanto que se echó a reír.
Josette se volvió bruscamente hacia él.
—No debería hacer esas bromas estúpidas.
No cabía duda. Estaba enfadada de verdad. Levantó la mano vendada.
—Un roce de bala.
Josette frunció el ceño.
—Es usted muy malo. Si se ha hecho daño en la mano, lo siento, pero no debería bromear sobre ello. Es muy peligroso.
—¡Peligroso!
—Le traerá mala suerte, y a mí también. Esas bromas traen muy mala suerte.
—Ah, ya veo. —Sonrió.
—Eso es porque no sabe. Preferiría ver volar a un cuervo que bromear sobre la muerte. Si quiere gustarme no debe decir esas cosas.
—Le pido disculpas —dijo Graham humildemente—. La verdad es que me corté con una navaja.
—¡Ah, son cosas peligrosas! José vio en Argel cómo degollaban a un hombre de oreja a oreja con una navaja.
—¿Suicidio?
—¡No, no! Fue su petite amie quien lo hizo. Hubo mucha sangre. José se lo contará si le pregunta. Fue muy triste.
—Sí, ya me imagino. ¿Entonces José viaja con usted?
—Naturalmente. —Y después, mirándole con el rabillo del ojo—: Es mi marido.
¡Su marido! Eso explicaba por qué «aguantaba» a José. También explicaba por qué el coronel Haki no le había dicho que la «bailarina rubia» viajaba en el barco. Graham recordó la rapidez con que José se había retirado del camerino. Eso, sin duda, era a causa del negocio. En un lugar como el cabaret Le Jockey, las attractions no resultaban tan atractivas si se sabía que tenían maridos en las cercanías.
—Kopeikin no me dijo que estaba casada —dijo.
—Kopeikin es muy simpático, pero no lo sabe todo. Pero le diré confidencialmente que lo de José y yo es un arreglo amistoso. Somos partenaires, eso es todo. Sólo se pone celoso cuando el placer me hace descuidar el negocio.
Lo dijo con indiferencia, como si estuviera discutiendo una cláusula de su contrato.
—¿Va a bailar en París?
—No sé. Espero que sí; pero hay tantos sitios cerrados por el asunto de la guerra…
—¿Qué hará si no consigue que la contraten?
—¿Qué cree? Pasaré hambre. No será la primera vez. —Sonrió valerosamente—. Es bueno para la línea. —Apoyó las manos en las caderas y le miró, pidiéndole su opinión de experto—. ¿Cree que pasar un poco de hambre mejorará mi línea? En Estambul se engorda. —Posó—. ¿Ve usted?
Graham estuvo a punto de echarse a reír. El cuadro que se presentaba para su aprobación tenía todo el sencillo encanto de un dibujo a toda página de La Vie Parisienne. Era el sueño del «hombre de negocios» hecho realidad: la hermosa bailarina rubia, casada pero no amada, necesitada de protección: un objeto caro que se ofrecía barato.
—La vida de una bailarina tiene que ser dura —dijo secamente.
—¡Ah, sí! Mucha gente cree que es tan alegre… ¡Si supieran!
—Sí, claro. Empieza a hacer un poco de frío, ¿no? ¿Por qué no vamos adentro a tomar una copa?
—Estaría muy bien. —Y con marcado aire de sinceridad, añadió—: Me alegro enormemente de que viajemos juntos. Tenía miedo de aburrirme. Ahora lo pasaré bien.
Graham sintió que su sonrisa de respuesta debía parecer poco convincente. Empezaba a concebir la incómoda sospecha que se estaba comportando como un idiota.
—Creo que es por aquí —dijo.
El salone era una habitación estrecha de unos treinta pies de largo, con entrada por la cubierta superior y por el descansillo de las escaleras que conducían a los camarotes. Había banquettes tapizadas de gris a lo largo de las paredes y, en un extremo, tres mesas de comedor redondas atornilladas al suelo. Evidentemente, no había comedor independiente. Unas cuantas sillas, una mesa de juego, una radio, un piano y una alfombra raída completaban el mobiliario. Al fondo de la habitación se abría un cuchitril con medias puertas. La puerta inferior tenía atornillada una plancha de madera que la convertía en mostrador. Era el bar. En su interior, el mayordomo abría cartones de cigarrillos. Exceptuándole a él, el lugar estaba desierto. Se sentaron.
—¿Qué le gustaría beber, señora…? —tanteó Graham.
La mujer se rió.
—José se apellida Gallindo, pero detesto ese nombre. Debe llamarme Josette. Me apetece un poco de whisky inglés y un cigarrillo, por favor.
—Dos whiskys —dijo Graham.
El mayordomo sacó la cabeza y frunció el ceño al verles.
—¿Viski? E molto caro —dijo con tono de advertencia—. Très cher. Cinque lire. Cinco liras cada uno. Muy caro.
—Sí que lo es, pero de todas formas los queremos.
El mayordomo desapareció en el bar e hizo mucho ruido con las botellas.
—Está muy enfadado —dijo Josette—. No está acostumbrado a gente que pide whisky. —Se veía claramente que le había producido gran satisfacción pedir whisky, así como la frustración del mayordomo.
A la luz del salón, su abrigo de pieles parecía viejo y barato, pero se lo había desabrochado y dispuesto por los hombros como si fuera un armiño de mil guineas. Graham, muy a pesar suyo, empezó a compadecerla.
—¿Cuánto tiempo hace que baila?
—Desde que tengo diez años. Es decir, desde hace veinte. Ya ve —comentó, complacida consigo misma—, no le oculto mi edad. Nací en Servia, pero digo que soy húngara porque suena mejor. Mis padres eran muy pobres.
—Pero honrados, sin duda.
Pareció sorprenderse levemente.
—Oh, no, mi padre no era nada honrado. Era bailarín, y robó dinero a uno de la compañía. Le metieron en la cárcel. Después llegó la guerra, y mi madre me llevó a París. Un hombre muy rico se ocupó algún tiempo de nosotras, y teníamos un apartamento muy bonito. —Soltó un suspiro nostálgico: una grande dame empobrecida echando de menos glorias pasadas—. Pero se quedó sin dinero, así que mi madre tuvo que volver a bailar. Mi madre murió cuando estábamos en Madrid y me mandaron de vuelta a París, a un convento. Era un sitio horrible. No sé qué ocurriría con mi padre. Pienso que a lo mejor lo mataron en la guerra.
—¿Y José?
—Nos conocimos en Berlín, donde yo bailaba. No le gustaba su compañera. Era —añadió con simplicidad— una perra horrible.
—¿Hace mucho tiempo?
—Oh, sí. Tres años. Hemos estado en muchos sitios. —Le examinó con un cuidado afectuoso—. Pero está cansado. Parece cansado. También se ha cortado la cara.
—Traté de afeitarme con una sola mano.
—¿Tiene una casa muy bonita en Inglaterra?
—A mi mujer le gusta.
—¡Oh là-là! ¿Y a usted le gusta su mujer?
—Mucho.
—No creo —dijo reflexivamente— que me gustase ir a Inglaterra. Demasiada niebla y lluvia. Me gusta París. No hay nada mejor para vivir que un apartamento en París. No es caro.
—¿No?
—Por mil doscientos francos al mes puede conseguirse un apartamento muy bonito. En Roma no era tan barato. Tenía un apartamento muy bonito en Roma, pero costaba mil quinientas liras. Mi novio era muy rico. Vendía automóviles.
—¿Eso fue antes de casarse con José?
—Naturalmente. Nos íbamos a casar, pero tuvo problemas para divorciarse de su mujer en América. Siempre decía que iba a arreglarlo, pero al final resultó imposible. Me dio mucha pena. Tuve aquel apartamento un año.
—¿Y así fue como aprendió inglés?
—Sí, pero ya había aprendido un poco en aquel horrible convento. —Frunció el ceño—. Pero le estoy contando toda mi vida. Lo único que sé de usted es que tiene una casa y una mujer bonitas, y que es ingeniero. Me pregunta cosas, pero no me dice nada. Sigo sin saber por qué está aquí. Es usted muy malo.
Pero Graham no se vio obligado a responder. En el salón había entrado otro pasajero, que avanzaba hacia ellos con la evidente intención de presentarse.
Era bajo, ancho de hombros, y estaba despeinado. Tenía la quijada fuerte y una franja de pelo gris casposo en torno a un cráneo calvo. Sonreía con la misma fijeza que un muñeco de ventrílocuo: una disculpa permanente por la iniquidad de su existencia.
El barco había empezado a bambolearse levemente, pero por la forma en que se aferraba a los respaldos de las sillas para sujetarse, cualquiera diría que soplaba una tempestad.
—Mucho movimiento, ¿eh? —dijo en inglés, y se dejó caer en una silla—. ¡Ah! Así está mejor, ¿eh? —Miró a Josette con evidente interés, pero se volvió hacia Graham antes de tomar de nuevo la palabra—. En cuanto oigo hablar inglés me siento interesado —dijo—. ¿Es usted inglés, caballero?
—Sí. ¿Y usted?
—Turco. Yo también voy a Londres. El comercio es muy bueno. Voy a vender tabaco. Me llamo míster Kuvetli, caballero.
—Yo me llamo Graham. Ésta es la señora Gallindo.
—Encantado —dijo Kuvetli. Se inclinó desde la cintura sin levantarse de la silla—. No hablo muy bien el inglés —dijo, aunque era obvio.
—Es un idioma muy difícil —dijo Josette fríamente. Se notaba claramente que le disgustaba la intromisión.
—Mi esposa —siguió diciendo míster Kuvetli— no habla inglés… Así que no la traigo. No ha estado en Inglaterra.
—¿Pero usted sí?
—Sí, señor. Tres veces, y para vender tabaco. Antes no vendía mucho, pero ahora vendo gran cosa. Es guerra. Los barcos de Estados Unidos no van más a Inglaterra. Los barcos ingleses traen cañones y aviones de USA. y no tienen sitio para tabaco, así que Inglaterra compra ahora mucho tabaco a Turquía. Es un buen negocio para mi jefe. Empresa Pazar y Co.
—Tiene que ser.
—Vendría a Inglaterra personalmente, pero no habla inglés nada. O no escribe. Es muy ignorante. Yo contesto a todas las atentas de Inglaterra y de todo el extranjero. Pero sabe mucho de tabaco. Producimos lo mejor. —Se hundió la mano en el bolsillo y sacó una pitillera de cuero—. Por favor, prueben cigarrillo hecho de tabaco de Pazar y Co. —Ofreció la pitillera a Josette.
Josette hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Tesekkür ederim.
La frase en turco irritó a Graham. Parecía despreciar los educados esfuerzos del hombre para hablar un idioma extraño.
—¡Ah! —dijo míster Kuvetli—, habla mi idioma. Eso está muy bien. ¿Ha estado mucho tiempo en Turquía?
—Dört ay. —Se volvió hacia Graham—. Me apetece uno de sus cigarrillos, por favor.
Era un insulto deliberado, pero míster Kuvetli se limitó a ampliar un poco su sonrisa. Graham cogió uno de los cigarrillos.
—Muchas gracias. Es usted muy amable. ¿Le gustaría tomar una copa, míster Kuvetli?
—Ah, no, gracias. Tengo que arreglar mi camarote antes de cenar.
—Quizá más tarde, entonces.
—Sí, por favor. —Tras sonreír más ampliamente y hacerles sendas inclinaciones de cabeza, se puso en pie y se encaminó hacia la puerta.
Graham encendió el cigarrillo.
—¿Era absolutamente necesario ser tan grosera? ¿Por qué tenía que echarle?
Josette frunció el ceño.
—¡Turcos! No me gustan. Son —recorrió el vocabulario del vendedor de automóviles en busca de un epíteto—, son unos malditos negros. ¡Tiene la sangre de horchata! No se enfada. Sólo sonríe.
—Sí, se ha comportado muy correctamente.
—No lo puedo comprender —estalló furiosa—. En la última guerra lucharon con Francia contra los turcos. En el convento me contaron muchas cosas sobre ellos. Son animales paganos, estos turcos. Hubo atrocidades en Armenia y atrocidades en Siria y atrocidades en Esmirna. Los turcos mataron niños de pecho con sus bayonetas. Pero ahora todo ha cambiado. Los turcos les caen bien. Son sus aliados y ustedes les compran tabaco. Es la hipocresía inglesa. Yo soy servia. Mi memoria llega más lejos.
—¿Llega su memoria hasta mil novecientos doce? Estoy pensando en las atrocidades servias en pueblos turcos. La mayoría de los ejércitos cometen alguna vez lo que se llaman atrocidades. En general, ellos las llaman represalias.
—¿Incluido, a lo mejor, el ejército británico?
—Tendría que preguntárselo a un indio o a un africander. Pero en todos los países hay locos. Algunos países tienen más que otros. Y cuando se da a estos hombres licencia para matar, ellos no se preocupan siempre de la forma en que lo hacen. Pero me temo que el resto de sus compatriotas siguen siendo seres humanos. A mí, personalmente, los turcos me gustan.
Evidentemente, Josette se había enfadado con él. Sospechó que su grosería con míster Kuvetli estaba calculada para conseguir su aprobación, y que se había incomodado cuando él no respondió en la forma esperada.
—El aire de aquí está muy cargado —dijo Josette—, y huele a comida. Me gustaría salir otra vez a pasear por cubierta. Puede venir conmigo, si lo desea.
Graham aprovechó la oportunidad. Mientras caminaban hacia la puerta, dijo:
—Creo que debería deshacer el equipaje. Espero verla a la hora de comer.
Josette cambió el gesto rápidamente. Se convirtió en una belleza internacional siguiéndole la corriente, con una sonrisa de tolerancia, a un joven extravagante y enfermo de amor.
—Como quiera. Después estaré con José. Se lo presentaré. Querrá jugar a las cartas.
—Sí, recuerdo que me lo dijo. Tendré que acordarme de algún juego que se me dé bien.
Josette se encogió de hombros.
—De todas formas le ganará. Pero ya le he prevenido.
—Lo recordaré cuando pierda.
Regresó a su camarote y se quedó allí hasta que pasó el mayordomo tocando un gong para anunciar la hora de la cena. Cuando subió al piso de arriba, se sentía mejor. Se había cambiado de ropa. Se las había ingeniado para terminar el afeitado que inició por la mañana. Tenía apetito. Estaba dispuesto a interesarse por sus compañeros de viaje.
Cuando llegó al salón, casi todos estaban sentados en sus respectivos sitios.
Evidentemente, los oficiales del barco comían en sus habitaciones. Sólo habían preparado dos de las tres mesas. A una de ellas se sentaban míster Kuvetli, un hombre y una mujer que bien podían ser la pareja francesa del camarote contiguo, Josette, y con ella un José muy pulcro. Graham sonrió cortésmente a la asamblea y recibió a su vez un «buenas noches» en voz muy alta de míster Kuvetli, un levantamiento de cejas de Josette, una fría inclinación de cabeza de José y una mirada inexpresiva de la pareja francesa. El ambiente estaba cargado de una tensión tan fuerte que no se podía atribuir a la timidez común entre compañeros de viaje que se sientan por primera vez juntos. El mayordomo le condujo a la otra mesa.
Uno de los lugares estaba ya ocupado por el anciano a cuyo lado había pasado cuando paseaba por cubierta. Era un hombre recio, con los hombros redondos, un rostro fuerte y pálido, el pelo blanco y un labio superior muy largo. Graham se encontró con unos ojos prominentes de color azul pálido.
—¿Míster Graham?
—Sí. Buenas noches.
—Me llamo Haller. Doctor Fritz Haller. Quizá deba explicarle que soy alemán, un buen alemán, y que regreso a mi país. —Hablaba lentamente, en un inglés muy bueno, con voz profunda.
Graham se apercibió de que los ocupantes de la otra mesa les miraban en silencio y conteniendo el aliento. Comprendió la tensión de la atmósfera.
—Yo soy inglés. Pero supongo que ya lo sabía —dijo con calma.
—Sí, ya lo sabía. —Haller miró la comida que tenía delante—. Parece que los aliados son aquí mayoría y, desgraciadamente, el mayordomo es un imbécil. Puso aquí a los dos franceses de la mesa de al lado. Se negaron a comer con el enemigo, me insultaron y se cambiaron de mesa. Si desea hacer lo mismo le sugiero que lo haga ahora. Todos esperan una escena.
—Ya veo. —Graham maldijo en silencio al mayordomo.
—Por otra parte —continuó Haller, partiendo el pan—, quizá encuentre que la situación tiene su gracia. A mí me lo parece. Puede que no sea tan patriota como debiera. Sin duda debería insultarle antes de que usted me insulte a mí; pero, dejando aparte la injusta diferencia de edad, no se me ocurre ninguna manera eficaz de insultarle. Para insultar bien a una persona hay que conocerla a fondo. La dama francesa, por ejemplo, me llamó boche asqueroso. No me ha conmovido. Me he bañado esta mañana y no tengo costumbres desagradables.
—Comprendo lo que dice. Pero…
—Pero se plantea un problema de protocolo. En efecto. Afortunadamente, puedo dejarlo a su criterio. Cámbiese o no de mesa, como le parezca. Su presencia en ésta no me sería incómodo. Si se da por entendido que la política exterior queda excluida de nuestra conversación podríamos incluso emplear esta media hora de forma civilizada. No obstante, como recién llegado, a usted le toca decidir.
Graham cogió el menú.
—Tengo entendido que la costumbre entre beligerantes que se encuentran en terreno neutral es ignorarse recíprocamente, si posible, y en cualquier caso evitar incomodar a los neutrales implicados. Por culpa del mayordomo no podemos ignorarnos. No parece que haya ninguna razón para que hagamos más desagradable una situación difícil. Podemos sin duda arreglar la disposición de las mesas antes de la próxima comida.
Haller asintió aprobadoramente.
—Muy sensato. Le confieso que me alegra contar con su compañía esta noche. Mi esposa se marea y no saldrá hoy de su camarote. En mi opinión, la comida italiana resulta muy monótona sin conversación.
—Creo que estoy de acuerdo con usted. —Graham sonrió conscientemente y oyó un roce de ropas en las mesas contiguas. También oyó una exclamación de asco de la mujer francesa. Le molestó darse cuenta de que el sonido le hacía sentirse culpable.
—Parece —dijo Haller— que se ha ganado algo de reprobación. En parte es culpa mía. Lo lamento. Quizá estoy ya viejo, pero me resulta extremadamente difícil identificar a los hombres con sus ideas. Una idea puede desagradarme, puedo hasta odiarla, pero el hombre que la defiende me sigue pareciendo un hombre.
—¿Ha pasado mucho tiempo en Turquía?
—Unas pocas semanas. Vengo de Persia.
—¿Petróleo?
—No, míster Graham, arqueología. Estaba investigando las culturas preislámicas. Lo poco que he podido descubrir parece sugerir que algunas de las tribus que se desplazaron hacia el oeste hasta las llanuras de Irán hace unos cuatro mil años asimilaron la cultura sumeria y la conservaron casi intacta hasta mucho después de la caída de Babilonia. La forma de perpetuación del mito de Adonis es de por sí instructiva. Los lamentos por Tammuz fueron siempre un punto central de las religiones prehistóricas…, el culto del dios muerto y resucitado. Tammuz, Osiris y Adonis son la misma divinidad sumeria personificada por tres razas distintas. Pero los sumerios llamaban a este dios Dumuzida. ¡También lo hacían algunas de las tribus prehistóricas de Irán!; Y tenían una variante interesantísima de la epopeya sumeria de Gilgamesh y Enkidu de la que nunca había tenido noticias. Pero discúlpeme, ya le estoy aburriendo.
—De ninguna manera —dijo Graham cortésmente—. ¿Ha estado mucho tiempo en Persia?
—Sólo dos años. De no haber sido por la guerra, me hubiera quedado un año más.
—¿Tanta influencia tiene?
Haller frunció los labios.
—Había un problema de financiación. Pero aunque no lo hubiera habido creo que no me habría quedado. Sólo podemos aprender cuando hay expectativas de vida. Europa está demasiado ocupada en autodestruirse para interesarse por cosas así. Un hombre condenado sólo se interesa por sí mismo, por el paso de las horas y por cuantas insinuaciones de inmoralidad pueda conjurar en los escondrijos de su mente.
—Yo pensaba que una preocupación por el pasado…
—Ah, sí, ya sé. El erudito puede ignorar desde su estudio el bullicio de la plaza del mercado. Quizá… si es un teólogo o un biólogo o un estudioso de la antigüedad. Yo no soy ninguna de esas cosas. Participaba en la búsqueda de una lógica histórica. Deberíamos habernos servido del pasado como un espejo para ver el otro lado de la esquina que nos separa del futuro. Desgraciadamente, ya no importa lo que hubiéramos podido ver. Rehacemos hacia atrás el mismo camino. El entendimiento humano vuelve de nuevo al monasterio.
—Disculpe, pero me pareció oírle decir que era un buen alemán.
Se rió quedamente.
—Soy viejo. Puedo permitirme el lujo de la desesperación.
—De todas formas, si yo hubiera estado en su lugar, creo que me habría quedado en Persia, permitiéndome ese lujo a distancia.
—El clima, desgraciadamente, no es apropiado para ninguna forma de lujos. Es o demasiado frío o demasiado caluroso. Para mi mujer fue particularmente duro. ¿Es usted soldado, míster Graham?
—No, ingeniero.
—Es más o menos la misma cosa. Yo tengo un hijo en el ejército. Siempre ha sido un soldado. Nunca he comprendido cómo pude tener un hijo así. Cuando era un niño de catorce años me miraba con malos ojos porque no tenía cicatrices de duelos. Tampoco le gustaban los ingleses, me temo. Vivimos algún tiempo en Oxford, donde estuve trabajando una temporada. ¡Hermosa ciudad! ¿Vive usted en Londres?
—No, en el norte.
—Conozco Manchester y Leeds. Oxford me gustaba más. Yo vivo en Berlín. No creo que sea más feo que Londres. —Sus ojos se posaron en la mano de Graham—. Parece que ha tenido un accidente.
—Sí. Afortunadamente, los ravioli se comen igual con la mano izquierda.
—Supongo que al menos puede decirse eso en su favor. ¿Quiere un poco de este vino?
—Creo que no, gracias.
—Sí, hace usted bien. Los mejores vinos italianos nunca salen de Italia. —Bajó la voz—. ¡Ah! Aquí llegan los otros dos pasajeros.
Parecían madre e hijo. La mujer tendría unos cincuenta años y era sin duda italiana. Tenía un rostro hundido y pálido y se movía como si hubiera estado gravemente enferma. Su hijo, un apuesto muchacho de unos dieciocho años, era muy atento con ella y miró defensivamente a Graham, que se había levantado para ayudarla a sentarse. Ambos iban vestidos de negro.
Haller les saludó en italiano, y el muchacho respondió con parquedad. La mujer les hizo una inclinación de cabeza pero no abrió la boca. Evidentemente, deseaban que les dejasen en paz. Conferenciaron a susurros sobre el menú. Graham oía hablar a José en la otra mesa.
—¡Guerra! —decía en un francés espeso y pegajoso—. Hace muy difícil ganarse la vida. Que le den a Alemania todo el territorio que quiera. Que se asfixie con tanto territorio. Después iremos a Berlín a divertirnos. Pelear es ridículo. Así no se hacen negocios.
—¡Ja! —dijo el francés—. ¡Usted, un español, diciendo eso! ¡Ja! Eso está muy bien. ¡Magnífico!
—En la guerra civil —dijo José—, no estuve de ningún lado. Tenía mi trabajo que hacer, tenía que ganarme la vida. Fue una locura. Yo no fui a España.
—La guerra es terrible —dijo míster Kuvetli.
—Pero si hubieran ganado los rojos… —empezó a decir el francés.
—¡Ah, sí! —exclamó su mujer—. Si hubieran ganado los rojos… Eran anticristos. Quemaron iglesias y rompieron imágenes santas y reliquias. Violaron monjas y asesinaron sacerdotes.
—Fue todo muy malo para los negocios —repitió José obstinadamente—. Conozco a un hombre de Bilbao que tenía un gran negocio. La guerra acabó con todo. La guerra es una gran estupidez.
—La voz del idiota —murmuró Haller— con la lengua del sabio. Creo que voy a ver cómo se encuentra mi mujer. Discúlpenme, por favor.
Graham terminó de comer virtualmente solo. Haller no regresó. La madre y el hijo sentados enfrente comían con la cabeza inclinada sobre el plato. Parecían comulgar en algún dolor íntimo. Tenía la impresión de estarse entrometiendo. En cuanto terminó, abandonó el salón, se puso el abrigo y salió a cubierta a tomar un poco el aire antes de acostarse.
Las luces de tierra estaban ya lejos, y el barco cortaba con ruido el mar contra el viento. Encontró la escalera de cámara que subía a la cubierta de botes y se detuvo un rato al socaire de un tubo de ventilación, observando tranquilamente a un hombre que, con una lámpara en la mano, aseguraba las cuñas que sujetaban las telas embreadas de las escotillas sobre la bodega. El hombre terminó pronto su trabajo y Graham se preguntó cómo iba a pasar el tiempo en el barco. Decidió comprar algunos libros en Atenas al día siguiente. Según Kopeikin, atracarían en el Pireo hacia las dos de la tarde, para salir de nuevo a las cinco. Le sobraba tiempo para tomar el tranvía hasta Atenas, comprar cigarrillos y libros ingleses, telegrafiar a Stephanie y volver al muelle.
Encendió un cigarrillo, pensando en irse a la cama en cuanto terminara de filmárselo. Sin embargo, cuando tiraba la cerilla, vio que Josette y José habían salido a cubierta, y que la mujer le había visto. Era demasiado tarde para batirse en retirada. Se estaban acercando.
—Así que está aquí —dijo ella acusadoramente—. Éste es José.
José, que llevaba un abrigo negro muy estrecho y un sombrero gris flexible de ala curva, inclinó la cabeza con desgana y dándose aires de hombre ocupado que está perdiendo el tiempo, dijo:
—Enchanté, monsieur.
—José no habla inglés —explicó ella.
—No hay ninguna necesidad. Es un placer conocerle, señor Gallindo —prosiguió Graham en español—. Me gustó mucho cómo bailaron usted y su esposa.
José se rió groseramente.
—No es nada. Aquel sitio era imposible.
—José estaba siempre enfadado porque Serge le daba a Coco —la negra de la serpiente, ¿recuerda?— más dinero que a nosotros, a pesar de que éramos la atracción principal.
José dijo en español algo imposible de reproducir.
—Era —dijo Josette— amante de Serge. Sonríe, pero es verdad. ¿No es verdad, José?
José hizo un ruido fuerte con los labios.
—José es muy ordinario —comentó Josette—. Pero lo de Serge y Coco es verdad. Es una historia muy drôle. Contaban algo muy divertido de Fifi, la serpiente. Coco quería mucho a Fifi, y siempre dormía con ella. Pero Serge no lo supo hasta que se convirtió en su amante. Coco dice que se desmayó cuando se encontró con Fifi en la cama. Le hizo doblarle el sueldo antes de consentir que Fifi durmiera sola en su cesto. Serge no es idiota. Hasta José dice que Serge no es idiota. Pero Coco le trata como si fuera basura. Puede hacerlo porque tiene muy mal genio.
—Lo que tiene que hacer Serge es darle un puñetazo —dijo José.
—¡Ah! Salop! —Se volvió hacia Graham—. ¿Y usted? ¿Está de acuerdo con José?
—No soy ningún experto en bailarinas con serpiente.
—¡Ah! No contesta. Ustedes los hombres son unas bestias.
Se veía que se estaba divirtiendo a su costa. Graham se dirigió a José.
—¿Ha hecho este viaje alguna vez?
José le miró con suspicacia.
—No. ¿Por qué? ¿Usted sí?
—Oh, no.
José encendió un cigarrillo.
—Ya estoy muy cansado de este barco —anunció—. Es sucio y aburrido, y vibra demasiado. Además, los camarotes están demasiado cerca de los lavabos. ¿Juega usted al póquer?
—He jugado. Pero no juego muy bien.
—¡Se lo dije! —exclamó Josette.
—Ella cree —dijo José con amargura— que gano porque hago trampas. Me importa un bledo lo que piense. No hay ninguna ley que obligue a la gente a jugar conmigo a las cartas. ¿Por qué tienen que chillar como cerdos degollados cuando pierden?
—No es lógico —reconoció Graham con tacto.
—Podemos jugar ahora si quiere —dijo José, como si alguien le hubiera acusado de no aceptar un desafío.
—Si no le importa, preferiría dejarlo para mañana. Esta noche estoy bastante cansado. De hecho, creo que si me disculpan me iré ahora mismo a la cama.
—¡Tan pronto! —se quejó Josette con un mohín, y rompió a hablar en inglés—. Sólo hay una persona interesante en el barco y se va a la cama. Eso está muy mal. Ah, sí, es usted muy malo. ¿Por qué se sentó con ese alemán durante la cena?
—No le importaba que me sentara con él. ¿Por qué iba a importarme a mí? Es un vejete muy simpático e inteligente.
—Es alemán. A usted ningún alemán debiera parecerle simpático o inteligente. Es como decían los dos franceses. Los ingleses no son serios con estas cosas.
José giró bruscamente.
—Es muy aburrido oír hablar inglés —dijo—, y tengo frío. Voy a tomar un coñac.
Graham iniciaba una excusa cuando la mujer le cortó.
—Hoy está muy desagradable. Es porque se siente decepcionado. Pensaba que iba a encontrar unas cuantas chicas guapas para mirarlas como un tonto. Siempre tiene mucho éxito con las chicas guapas… y con las viejas.
Lo dijo en voz alta y en francés. José, que había llegado a la escalera de cámara, se volvió y eructó ostensiblemente antes de descender.
—Ya se ha ido —dijo Josette—. Me alegro. Es muy maleducado. —Respiró hondo y levantó los ojos hacia las nubes—. Hace una noche preciosa. No sé por qué quiere irse a la cama. Es temprano.
—Estoy muy cansado.
—No puede estarlo tanto como para no dar un paseo por cubierta conmigo.
—Claro que no.
En cubierta, bajo el puente, había un lugar muy oscuro. Se detuvo, se volvió bruscamente y apoyó la espalda en la barandilla para mirar a Graham de frente.
—¿Está enfadado conmigo?
—¡Santo Dios, no! ¿Por qué iba a estarlo?
—Porque fui descortés con su pequeño turco.
—No es mi pequeño turco.
—¿Pero está enfadado?
—Claro que no.
Josette suspiró.
—Es usted muy misterioso. Todavía no me ha contado por qué viaja en este barco. Tengo mucho interés en saberlo. No puede ser por el precio. Su ropa es cara.
Graham no podía verle la cara, sólo un perfil vago, pero percibía su perfume y la humedad de su abrigo de piel.
—No comprendo por qué le interesa —dijo.
—Pero sabe perfectamente que me interesa.
Se había aproximado una o dos pulgadas. Él sabía que si quería podía besarla, y que ella le devolvería el beso. También sabía que no iba a ser un simple picotazo, sino una declaración de que su relación iba a ser el tema de conversación. Le sorprendió darse cuenta de que no rechazaba sin más la idea, de que la perspectiva inmediata de sentir aquellos labios grandes y tersos sobre los suyos le resultaba más que atractiva. Tenía frío y estaba cansado; ella estaba cerca, y sentía el calor de su cuerpo. No iba a hacer daño a nadie si…
—¿Va a París por Modano? —dijo.
—Sí. Pero ¿por qué lo pregunta? Está de camino hacia París.
—Cuando lleguemos a Modano le contaré exactamente por qué estoy aquí, siempre que siga interesada.
Josette dio media vuelta y ambos echaron a andar.
—Quizá no sea tan importante —dijo—. No vaya a creer que soy curiosa.
Llegaron a la escalera de cámara. Su actitud con él había cambiado bastante. Le miró con afectuosa preocupación.
—Sí, señor mío, está usted cansado. No debía haberle pedido que se quedara aquí arriba. Terminaré mi paseo sola. Buenas noches.
—Buenas noches, señora.
Sonrió.
—¡Señora! No sea usted malvado. Buenas noches.
Graham bajó, divertido e irritado al mismo tiempo por sus pensamientos. Al cruzar la puerta del salón se topó con míster Kuvetli.
Míster Kuvetli amplió la sonrisa.
—El primer oficial dice que vamos a tener buen tiempo, caballero.
—Espléndido. —Recordó abatido que había invitado a aquel hombre a una copa—. ¿Quiere tomar una copa conmigo?
—Oh, no, gracias. Ahora no. —Míster Kuvetli se puso una mano en el pecho—. La verdad es que me duele el pecho del vino de la cena. ¡Muy fuerte y muy ácido!
—Ya me imagino. Hasta mañana, pues.
—Sí, míster Graham. Se alegrará de volver a casa, ¿verdad? —Parecía tener ganas de hablar.
—Oh, sí, me alegraré mucho.
—¿Piensa ir a Atenas en la escala de mañana?
—Pensaba hacerlo.
—Supongo que conoce Atenas bien.
—He estado alguna vez allí.
Míster Kuvetli vaciló. Su sonrisa se tornó untuosa.
—¿Podría hacerme un favor, míster Graham?
—Dígame.
—Yo no conozco Atenas. Nunca he estado allí. ¿Me permitiría acompañarle?
—Claro que sí. Me alegrará tener compañía. Pero sólo pensaba ir para comprar algunos libros y cigarrillos ingleses.
—Se lo agradezco mucho.
—No tiene importancia. Llegamos justo después de comer, ¿no?
—Sí, sí. Tiene razón. Pero ya me enteraré de la hora exacta. Déjelo de mi cuenta.
—Entonces quedamos así. Creo que ahora voy a acostarme. Buenas noches, míster Kuvetli.
—Buenas noches, caballero. Y gracias por su amabilidad.
—De nada. Buenas noches.
Entró en su camarote, llamó al mayordomo y le dijo que quería desayunar café en el camarote a las nueve y media. Después se desvistió y se metió en la cama.
Permaneció unos minutos tendido de espaldas, gozando de la gradual relajación de sus músculos. Ahora, por fin, podía olvidarse de Haki, de Kopeikin, de Banat y de todo lo demás. Había vuelto a su propia vida, y podía dormir. Le vino a la cabeza la frase «dormido en cuanto puso la cabeza en la almohada». Así iban a ocurrir. Sólo Dios sabía lo cansado que estaba. Se tumbó de lado. Pero el sueño no llegaba tan fácilmente. Su cabeza no paraba. Era como una aguja atrapada en un surco del disco. Había quedado como un idiota con esa desdichada mujer, Josette. Había quedado… Hizo saltar sus pensamientos. ¡Ah, sí! Se había comprometido a pasar nada menos que tres horas en compañía de míster Kuvetli. Pero eso era mañana. Ahora a dormir. Sin embargo, la mano le palpitaba de nuevo, y parecía haber mucho ruido por allí. El patán de José tenía razón. La vibración era excesiva. Los camarotes estaban demasiado cerca de los lavabos. También se oían pasos en el techo: gente andando por cubierta. Sin dejar de dar vueltas. ¿Por qué, Dios mío, tiene la gente que andar todo el tiempo?
Llevaba media hora despierto en la cama cuando la pareja francesa entró en su camarote.
Permanecieron en silencio uno o dos minutos, y sólo pudo oír los sonidos que producían al moverse por el camarote y algún que otro comentario en forma de gruñido. Después, la mujer empezó.
—Bueno, ya pasó la primera noche. ¡Tres más! No quiero ni pensarlo.
—Pasará. —Un bostezo—. ¿Qué les pasa a la mujer italiana y a su hijo?
—¿No te has enterado? Su marido murió en el terremoto de Erzurum. Me lo ha dicho el primer oficial. Es muy simpático, pero tenía la esperanza de encontrar al menos un francés con quien hablar.
—Hay gente que habla francés. El pequeño turco lo habla muy bien. Y están los otros.
—No son franceses. La chica y ese hombre…, el español. Dicen que son bailarines, pero vete tú a saber.
—Ella es guapa.
—Desde luego. No lo niego. Pero olvida lo que estás pensando. Le interesa el inglés. A mí no me gusta. No parece inglés.
—Tú crees que todos los ingleses son milords vestidos de sport y con monóculo. ¡Ja! Yo vi a los soldados ingleses en mil novecientos quince. Son pequeños y feos y tienen voces muy fuertes. Hablan muy deprisa. Este tipo se parece más a los oficiales, que son delgados y lentos y parece que nada les huele bien.
—Este tipo no es un oficial inglés. Le gustan los alemanes.
—Exageras. ¡Un anciano como ése! Hasta yo me hubiera sentado con él.
—¡Ah! Eso dices. No te creo.
—¿No? Cuando eres soldado no llamas a un boche «boche asqueroso». Eso es cosa de mujeres y de civiles.
—Estás loco. Son asquerosos. Son bestias como esos de España que violaban monjas y asesinaban sacerdotes.
—Pero, pequeña, olvidas que muchos boches de Hitler pelearon en España contra los rojos. Te olvidas. No eres lógica.
—No son los mismos que atacan a Francia. Eran alemanes católicos.
—¡No seas ridícula! ¿No me dio a mí en las tripas una bala de un católico bávaro en el diecisiete? Eres agotadora. Eres ridícula. Cállate.
—No, eres tú el que…
Así siguieron. Graham ya no oyó gran cosa. Antes de decidirse a toser ya se había dormido.
Sólo se despertó una vez durante la noche. La vibración se había detenido. Miró su reloj, vio que eran las dos y media y supuso que se habían parado en Chanaq para dejar al práctico. Unos minutos más tarde, cuando los motores se pusieron de nuevo en marcha, cayó otra vez dormido.
Siete horas más tarde, cuando el mayordomo le trajo el café, se enteró de que el cúter del práctico de Chanaq le había traído un telegrama.
Estaba dirigido a «GRAHAM, VAPUR SESTRI LEVANTE, CANAKKALE». Leyó el texto.
«H. PÍDEME INFORMARLE B. SALIÓ PARA SOFÍA HACE UNA HORA. TODO BIEN. SALUDOS. KOPEIKIN».
Lo habían entregado en Beyoglu la víspera, a las siete de la tarde.