2

Los estibadores habían terminado de cargar y estaban asegurando las escotillas. Una de las poleas seguía funcionando, pero se limitaba a poner los soportes de acero en su lugar. El mamparo donde se apoyaba Graham vibraba cuando aquéllos entraban con un ruido sordo en sus horquillas. Había subido otro pasajero a bordo y el mayordomo le había conducido a un camarote situado más al fondo del pasillo. El recién llegado poseía una voz grave y gruñona y se dirigía al mayordomo en un italiano vacilante.

Graham se incorporó y buscó un cigarrillo en el bolsillo con la mano sana. El camarote empezaba a parecerle opresivo. Miró el reloj. El barco tardaría una hora más en salir. Lamentó no haberle pedido a Kopeikin que subiera a bordo con él. Trató de pensar en su mujer, en Inglaterra, de figurársela tomando el té con sus amigas, pero era como si alguien situado detrás suyo superpusiera un estereoscopio a su imaginación; alguien que colocaba constantemente imágenes entre él y el resto de su vida para aislarle de ella; imágenes de Kopeikin y del cabaret Le Jockey, de María y el hombre del traje arrugado, de Josette y su pareja, de llamaradas en un mar de oscuridad y de rostros pálidos y asustados en el pasillo del hotel. Entonces no sabía lo que sabía ahora, lo que le habían demostrado en la fría y brutal madrugada que siguió al hecho. Antes todo le había parecido diferente: desagradable, decididamente desagradable, pero razonable, explicable. Ahora se sentía como si un médico le hubiera dicho que sufría de alguna horrenda y mortal enfermedad; como si formara parte de un mundo diferente, un mundo del que no sabía nada, salvo que era detestable.

La mano que acercaba la cerilla al cigarrillo estaba temblando. «Lo que necesito —pensó—, es dormir».

Mientras las oleadas de náusea desaparecían y él seguía de pie en el cuarto de baño, tiritando, los sonidos comenzaron a atravesar de nuevo la manta de algodón que parecía haber envuelto su cerebro. Se oía una especie de ruido sordo e irregular a gran distancia. Se apercibió de que alguien seguía llamando a la puerta del dormitorio.

Se enrolló una toalla pequeña en la mano, volvió al dormitorio y encendió la luz. Cuando lo hacía, cesaron las llamadas en la puerta y se oyó un sonido metálico. Alguien tenía una llave maestra. La puerta se abrió bruscamente.

El primero en entrar, parpadeando con incertidumbre, fue el conserje de guardia. A sus espaldas, en el pasillo, se agolpaban los ocupantes de las habitaciones vecinas, que ahora se echaban atrás, temerosos de ver lo que esperaban ver. Un hombre pequeño y moreno con una bata sobre un pijama azul a rayas entró apartando al conserje de guardia. Graham reconoció al hombre que le había conducido a su habitación.

—Ha habido disparos —empezó a decir en francés. Entonces vio la mano de Graham y palideció—. Yo…, está herido. Está…

Graham se sentó en la cama.

—No es nada serio. Si quiere usted pedir un médico para que me la vende bien, le contaré lo que ha sucedido. Pero primero: el hombre que disparó salió por la ventana. Podrían intentar cogerle. ¿Qué hay debajo de la ventana?

—Pero… —comenzó a decir el hombre con voz chillona. Se detuvo, evidentemente tratando de tranquilizarse. Después se volvió hacia el conserje y le dijo algo en turco. El conserje salió, cerrando la puerta tras él. Se oyó un estallido de conversaciones agitadas en el exterior.

—Lo que hay que hacer ahora —dijo Graham— es llamar al director.

—Perdón, monsieur, ya le han llamado. Yo soy el director adjunto. —Se frotó las manos—. ¿Qué ha ocurrido? Su mano, monsieur… Pero el médico llegará en seguida.

—Muy bien. Es mejor que sepa lo que ha ocurrido. Esta noche salí con un amigo. Regresé hace unos minutos. Cuando abrí la puerta, alguien que estaba en este lado de la ventana me disparó tres veces. El segundo disparo me dio en la mano. Los otros dieron en la pared. Le oí moverse pero no le vi la cara. Supongo que era un ladrón y que mi inesperado regreso le interrumpió.

—¡Es un escándalo! —dijo con calor el director adjunto. Su rostro cambió—. ¡Un ladrón! ¿Le han robado algo, monsieur?

—No he mirado. Mi maleta está allí. Estaba cerrada con llave.

El director adjunto cruzó apresuradamente el cuarto y se puso de rodillas junto a la maleta.

—Sigue cerrada con llave —informó con un suspiro de alivio.

Graham buscó en un bolsillo.

—Aquí tiene las llaves. Es mejor que la abra.

El hombre obedeció. Graham echó un vistazo al contenido de la maleta.

—No la han tocado.

—¡Una bendición! —Vaciló. Era evidente que trataba de pensar deprisa—. ¿Dice, monsieur, que su mano no está gravemente herida?

—Creo que no.

—Es un gran consuelo. Cuando se oyeron los disparos, monsieur, temimos algo demasiado horrible. Ya puede imaginarse… Pero ya es bastante malo. —Se acercó a la ventana y se asomó—. ¡Cielo! Seguro que se ha escapado inmediatamente por los jardines. Es inútil buscarle. —Se encogió de hombros con desaliento—. Ya se ha escapado, y no hay nada que hacer. No hace falta que le diga, monsieur, lo profundamente que lamentamos que le ocurriera esto en el Adler-Palace. Nunca había sucedido una cosa así. —Vaciló de nuevo y después prosiguió rápidamente—: Naturalmente, monsieur, haremos cuanto esté en nuestras manos para aliviar el infortunio que ha sufrido. Le he dicho al conserje que le traiga una botella de whisky después de llamar al médico. ¡Whisky inglés! Suministro especial para el hotel. Afortunadamente, no han robado nada. Como es lógico, no podíamos prever un accidente de este tipo, pero nos ocuparemos personalmente de que reciba la mejor atención médica. Y, naturalmente, no se le cobrará un céntimo por su estancia aquí. Pero…

—Pero no quiere llamar a la policía e implicar al hotel. ¿Es así?

El director adjunto sonrió, nervioso.

—No serviría de nada, monsieur. La policía se limitaría a hacer preguntas y a ponerlo más difícil para todos. —Se sintió inspirado—. Para todos, monsieur —repitió con énfasis—. Usted es un hombre de negocios. Quiere irse de Estambul esta mañana. Pero podría tener dificultades si la policía interviene. Se producirían inevitables retrasos. ¿Y qué se conseguiría?

—Podrían capturar al que me disparó.

—¿Pero cómo, monsieur? Usted no le vio la cara. No puede identificarle. No han robado nada que pudiera servir de pista.

Graham vaciló.

—Pero ¿y el médico que han llamado? Suponga que informa a la policía de que aquí hay una persona con una herida de bala.

—Los servicios del médico, monsieur, serán generosamente remunerados por la dirección.

Llamaron a la puerta y el conserje entró con whisky, soda y vasos, depositándolo todo sobre la mesa. Cruzó unas palabras con el director adjunto, que asintió y le indicó que se marchara.

—El médico está en camino, monsieur.

—Muy bien. No, no quiero whisky. Pero beba usted un poco. Parece que lo necesita. Me gustaría hacer una llamada por teléfono. ¿Quiere decirle al conserje que llame a los Apartamentos Crystal, en la rue d’Italie? Creo que el número es el cuarenta y cuatro, novecientos siete. Quiero hablar con monsieur Kopeikin.

—Desde luego, monsieur. Todo cuando desee. —Se asomó a la puerta y llamó al conserje. Se produjo otra conversación incomprensible. El director adjunto volvió y se sirvió una generosa dosis de whisky.

—Creo —dijo, volviendo a la carga— que hace usted bien en no reclamar la presencia de la policía, monsieur. No le han robado nada. Su herida no es grave. No habrá problemas. La policía haría indagaciones, ya comprende.

—Todavía no he decidido qué hacer —dijo bruscamente Graham. La cabeza le dolía brutalmente y la mano empezaba a palpitar. El director adjunto estaba empezando a cansarle.

Sonó el teléfono. Se movió sin dejar la cama y levantó el auricular.

—¿Es usted, Kopeikin?

Oyó un gruñido de extrañeza.

—¿Graham? ¿Qué ocurre? En este momento acabo de llegar. ¿Dónde está?

—Sentado en la cama. ¡Escuche! Ha ocurrido algo estúpido. Cuando llegué aquí había un ladrón en mi habitación. Me disparó desde cerca con una pistola antes de escapar por la ventana. Uno de los disparos me dio en la mano.

—¡Dios misericordioso! ¿Es grave la herida?

—No. Sólo me arrancó un poco de carne del revés de la mano derecha. De todas formas, no me encuentro demasiado bien. Me dio un mal susto.

—¡Mi querido amigo! Por favor, cuénteme exactamente lo que ha pasado.

Graham se lo contó.

—Tenía la maleta cerrada con llave —prosiguió— y no falta nada. Debí llegar más o menos un minuto demasiado pronto. Pero hay complicaciones. Parece que el ruido ha despertado a medio hotel incluyendo al director adjunto, que ahora anda por aquí bebiendo whisky. Han llamado a un médico para que me vende la mano, pero eso es todo. No hicieron el menor esfuerzo por atrapar al individuo. Supongo que de todas formas no hubiera servido de nada, pero al menos podían haberle visto. Yo no pude. Dicen que se habrá escapado por los jardines. El problema es que no van a llamar a la policía si no me pongo pesado e insisto. Naturalmente, no quiere a la policía fisgando por todo el hotel y dándole mala fama. Me han insinuado que la policía no me permitiría salir en el tren de las once si presento una denuncia. Supongo que es verdad. Pero no conozco las leyes del lugar, y no quiero ponerme en mala posición sólo por no presentar una denuncia. Tengo entendido que van a untar al médico. Pero ése es su problema. ¿Qué debo hacer yo?

Hubo un corto silencio. Después:

—Creo —dijo Kopeikin, hablando despacio— que de momento no debe hacer nada. Déjelo de mi cuenta. Hablaré con un amigo mío. Está en relación con la policía y tiene mucha influencia. En cuanto haya hablado con él, iré a su hotel.

—Pero no hay ninguna necesidad, Kopeikin. Yo…

—Perdóneme, querido amigo, es absolutamente necesario. Deje que el médico cuide su herida y quédese en su habitación hasta que yo llegue.

—No pensaba salir —dijo secamente Graham. Pero Kopeikin había colgado.

El médico llegó en el instante en que Graham colgaba. Era delgado y silencioso, cetrino de rostro, y llevaba un abrigo con cuello de astracán encima de un pijama. Detrás entró el director, un hombre corpulento y de aspecto desagradable que evidentemente sospechaba que todo aquel asunto era una superchería inventada exclusivamente para molestarle.

Dirigió a Graham una mirada hostil, pero antes de que pudiera abrir la boca, su ayudante comenzó un rápido relato de lo sucedido. Hubo grandes gestos y ojos en blanco. El director profería exclamaciones mientras escuchaba, y miraba a Graham con menos hostilidad y algo más de aprensión. Finalmente, el ayudante hizo una pausa, y pasó significativamente al francés.

—Monsieur se va de Estambul en el tren de las once, y desea evitar los problemas e incomodidades que se derivarían de mezclar a la policía en este asunto. Creo que estará de acuerdo conmigo, monsieur le directeur, en que su actitud es muy sabia.

—Muy sabia —convino el director, con voz pontifical, y muy discreta. Enderezó la espalda—. Monsieur, lamentamos infinito que haya tenido que soportar tanto dolor, incomodidad e indignidad. Pero ni el más lujoso de los hoteles puede fortificarse contra ladrones que trepan por las ventanas. De todas formas —prosiguió—, el hotel Adler-Palace acepta sus responsabilidades para con sus huéspedes. Haremos todo lo humanamente posible para solucionar el asunto.

—Si fuera humanamente posible indicar al médico que se ocupe de mi mano, se lo agradecería.

—Ah, sí. El médico. Mil perdones.

El médico, que se había quedado tristemente parado en segundo término, se adelantó y empezó a impartir bruscas instrucciones en turco. Las ventanas fueron rápidamente cerradas, la calefacción reforzada y el director adjunto enviado a algún recado. Regresó casi inmediatamente con una palangana de esmalte, que llenaron con agua caliente en el cuarto de baño. El médico retiró la toalla de la mano de Graham, limpió la sangre con una esponja e inspeccionó la herida. En seguida levantó los ojos y le dijo algo al director.

—Dice, monsieur —informó el director, satisfecho de sí mismo—, que no es grave…, sólo un leve rasguño.

—Ya lo sabía. Si quiere irse a la cama, por favor hágalo. Pero quisiera un poco de café caliente. Tengo frío.

—Inmediatamente, monsieur. —Chasqueó los dedos mirando al director adjunto, que salió precipitadamente—. ¿Alguna cosa más, monsieur?

—No, gracias. Nada. Buenas noches.

—Servidor de usted, monsieur. Ha sido todo muy lamentable. Buenas noches.

Salió. El médico limpió la herida cuidadosamente y empezó a vendarla. Graham lamentó haber telefoneado a Kopeikin. La confusión había pasado. Eran ya casi las cuatro. Si no fuera porque Kopeikin había prometido venir a verle, habría podido dormir unas horas. No cesaba de bostezar. El médico terminó de vendarle la mano, le dio unos golpecitos animosos y levantó los ojos. Sus labios se movieron.

Maintenant —dijo trabajosamente—, il faut dormir.

Graham asintió. El médico se puso en pie y ordenó su maletín con el aire de alguien que ha hecho todo lo posible por un paciente difícil. Después miró la hora y suspiró.

Adiyo, hekim efendi. Cok tesekkür ederim.

Graham recurrió a sus conocimientos de turco.

Adiyo, hekim efendi, Cok tesekkür ederim.

Birsey degil. Adiyo. —Se inclinó y salió.

Un instante después, el director adjunto entró apresuradamente con el café, lo dispuso en la mesa con un eficiente gesto, sin duda destinado a indicar que también él se disponía a regresar a la cama, y recogió la botella de whisky.

—Puede dejarla —dijo Graham—. Espero la visita de un amigo. Puede decirle al conserje…

Pero mientras pronunciaba estas palabras sonó el teléfono, y el conserje de guardia anunció la llegada de Kopeikin. El director adjunto se retiró.

Kopeikin entró en la habitación con un aspecto extraordinariamente serio.

—¡Mi querido amigo! —saludó. Miró a su alrededor—. ¿Dónde está el médico?

—Acaba de irse. Es sólo una rozadura. Nada grave. Estoy un poco nervioso, pero aparte de eso bien. Es usted realmente muy amable. Venir a estas horas… La dirección, agradecida, me ha obsequiado con una botella de whisky. Siéntese y sírvase. Yo voy a tomar café.

Kopeikin se hundió en el sillón.

—Cuénteme exactamente cómo sucedió.

Graham se lo contó. Kopeikin se levantó con esfuerzo del sillón y se acercó a la ventana. De pronto se inclinó y recogió algo del suelo. Lo mostró un pequeño casquillo de cobre.

—Pistola automática calibre nueve milímetros —comentó—. ¡Un objeto desagradable! —Lo tiró de nuevo al suelo, abrió la ventana y se asomó.

Graham suspiró.

—La verdad es que no me parece que sirva de nada jugar a detectives, Kopeikin. El tipo estaba en la habitación; le interrumpí y me disparó. Venga, cierre esa ventana y bébase un vaso de whisky.

—Con gusto, querido amigo, con gusto. Disculpe mi curiosidad.

Graham se dio cuenta de que no estaba siendo muy amable.

—Es usted encantador, Kopeikin, por preocuparse tanto. Parece que he organizado demasiado lío por nada.

—Menos mal que lo ha hecho. —Frunció el entrecejo—. Desgraciadamente, tendremos que organizar mucho más lío.

—¿Cree que deberíamos llamar a la policía? Me parece que no serviría de nada. Además, mi tren sale a las once. No quiero perderlo.

Kopeikin bebió un poco de whisky y depositó ruidosamente el vaso sobre la mesa.

—Me temo, querido amigo, que no podrá irse en el tren de las once, bajo ningún concepto.

—¿Qué demonios quiere decir? Claro que puedo. Estoy perfectamente bien.

Kopeikin le miró con curiosidad.

—Lo está, afortunadamente. Pero eso no altera los hechos.

—¿Los hechos?

—¿Ha observado usted que tanto sus ventanas como las persianas han sido forzadas?

—No. No he mirado. ¿Y qué importa?

—Si se asoma a la ventana verá que debajo hay una terraza que da al jardín. Sobre la terraza hay una estructura de acero que llega casi hasta los balcones del segundo piso. Durante el verano se recubre de esterilla para que la gente pueda comer y beber en la terraza sin que les dé el sol. Es evidente que nuestro hombre trepó por la estructura. Es fácil. Casi hasta yo podría hacerlo. De esta forma podía llegar a los balcones de todos los cuartos de este piso del hotel. Pero ¿puede usted decirme por qué se empeña en forzar uno de los pocos cuartos que tienen las ventanas cerradas y las persianas echadas?

—Claro que no puedo. Siempre he oído decir que los criminales son idiotas.

—Dice que no le han robado nada. Ni siquiera le abrieron la maleta. Es una coincidencia que llegara justo a tiempo de evitarlo.

—Una afortunada coincidencia. Por lo que más quiera, Kopeikin, hablemos de otra cosa. El tipo se ha escapado. Se acabó el problema.

Kopeikin negó con la cabeza.

—Me temo que no, querido amigo. ¿No le parece que es un ladrón muy raro? Se comporta como jamás se ha comportado un ladrón de hotel. Entra a escondidas, pero por una ventana cerrada. Si usted llega a estar en la cama no cabe duda de que le habría despertado. En consecuencia, debe haber sabido de antemano que usted no estaba. Debe haber averiguado también el número de su habitación. ¿Posee usted algo tan claramente valioso que justifique que un ladrón se tome la molestia de hacer todos esos preparativos? No. ¡Un extraño ladrón! Y encima lleva una pistola que pesa al menos un kilo y le dispara tres veces con ella.

—¿Y entonces?

Kopeikin, irritado, se levantó impetuosamente de su asiento.

—Mi querido amigo, ¿no se le ha ocurrido pensar que este hombre tiraba a matar, y que no había venido por otra cosa?

Graham se echó a reír.

—Entonces todo lo que puedo decir es que tiene muy mala puntería. Ahora escúcheme con atención, Kopeikin. ¿Nunca ha oído la leyenda sobre los americanos y los ingleses? Existe en todos los países del mundo donde no se habla inglés. Lo que se cuenta es que todos los americanos y los ingleses son millonarios, y que siempre dejan grandes cantidades de dinero tiradas por ahí. Y ahora, si no le importa, voy a tratar de dormir unas pocas horas. Ha sido muy amable de su parte venir a verme, Kopeikin, y le estoy muy agradecido. Pero ahora…

—¿Ha tratado alguna vez —preguntó Kopeikin— de disparar con una pistola pesada en un cuarto oscuro a un hombre que acaba de entrar por la puerta? No hay luz directa del pasillo. Sólo un resplandor. ¿Lo ha intentado alguna vez? No. Una cosa es ver al hombre, y otra muy distinta alcanzarle. En esas circunstancias, hasta un buen tirador puede errar el primer tiro, como le ocurrió a nuestro hombre. Su fallo le pondría nervioso. Quizá no sabe que los ingleses no suelen llevar armas de fuego. Podían haberle devuelto los disparos. Tira otra vez, rápidamente, y le da en la mano. Probablemente, usted grita de dolor. Probablemente, él cree que le ha herido de gravedad. Dispara una vez más por lo que pueda pasar y se larga.

—¡Tonterías, Kopeikin! No está usted en sus cabales. ¿Por qué razón van a querer matarme? Soy el más inofensivo de los hombres.

Kopeikin le dirigió una mirada dura y penetrante.

—¿Usted cree?

—Oiga, ¿qué insinúa?

Pero Kopeikin hizo caso omiso de la pregunta. Terminó su whisky.

—Ya le dije que iba a telefonear a un amigo mío. Lo hice. —Se abrochó parsimoniosamente la chaqueta—. Lamento comunicarle, querido amigo, que tiene que venir conmigo a verle inmediatamente. He tratado de darle la noticia con delicadeza, pero ahora debo ser franco. Alguien trató de asesinarle esta noche. Hay que hacer algo sin la menor dilación.

Graham se puso en pie de un salto.

—¿Se ha vuelto loco?

—No, mi querido amigo, no estoy loco. Usted me pregunta por qué quería alguien asesinarle. Hay una razón excelente. Desgraciadamente, no puedo ser más explícito. Debo atenerme a mis instrucciones oficiales.

Graham se sentó.

—Kopeikin, estoy a punto de perder la cabeza. ¿No tendrá la bondad de decirme de qué está hablando? ¿Amigo? ¿Asesinato? ¿Instrucciones oficiales? ¿Qué son todas esas tonterías?

Kopeikin parecía muy incómodo.

—Lo lamento, querido amigo. Comprendo lo que siente. Hay algo que puedo decirle. Mi amigo no es, para ser exacto, lo que se llama un amigo. De hecho, me cae mal. Pero se trata del coronel Haki, y es el jefe de la policía secreta turca. Tiene su oficina en Galata y nos espera allí para discutir este asunto. También puedo decirle que me figuré que no querría ir, y que así se lo dije. Me dijo, discúlpeme, que si no iba le vendrían a buscar. Querido amigo, no sirve de nada enfadarse. Las circunstancias son excepcionales. Si yo no hubiera sabido con seguridad que era necesario telefonearle, tanto en interés suyo como en el mío propio, no lo hubiera hecho. Vamos, querido amigo, tengo un taxi fuera. Deberíamos ponernos en marcha.

Graham se levantó de nuevo, lentamente.

—Muy bien. Tengo que decirle, Kopeikin, que me ha sorprendido. Puedo comprender y agradecer una preocupación amistosa. Pero esto… Una reacción de histeria es lo último que hubiera esperado de usted. Sacar a estas horas de la cama al jefe de la policía secreta me parece una idea fantasiosa. Espero, al menos, que no le importe que le tomen por idiota.

Kopeikin se sonrojó.

—No soy ni histérico ni fantasioso, amigo mío. Me veo obligado a hacer algo desagradable, y lo voy a hacer. Usted me perdonará si le digo que…

—Puedo perdonar cualquier cosa menos la estupidez —cortó Graham—. En cualquier caso, es problema suyo. ¿No le importaría ayudarme a ponerme el abrigo?

En el coche mantuvieron un silencio ceñudo hasta llegar a Galata. Kopeikin estaba de mal humor. Graham se sentó encorvado en su rincón, mirando tristemente las calles frías y oscuras y lamentando haber llamado a Kopeikin. Ya era bastante absurdo, se decía repetidamente, ser blanco de las balas de un ladrón de hotel; precipitarse a primera hora de la mañana a contárselo al jefe de la policía secreta era algo más que absurdo, era ridículo. También le preocupaba Kopeikin. Por mucho que se comportase como un idiota, no era agradable pensar que se iba a poner en ridículo ante un hombre que muy probablemente podría perjudicarle en su negocio. Encima, él, Graham, se había comportado como un grosero.

Movió la cabeza.

—¿Cómo es el coronel Haki?

Kopeikin gruñó.

—Muy chic y bien educado. Un hombre hecho para las mujeres. También corre la leyenda de que es capaz de beberse dos botellas de whisky sin emborracharse. Podría ser cierto: fue uno de los hombres de Ataturk, adjunto al gobierno provisional de mil novecientos diecinueve. También hay otra leyenda…, que mataba a los prisioneros atándolos de dos en dos y tirándolos al río para ahorrar comida y municiones. Yo no creo todo lo que me dicen, ni soy ningún mojigato, pero, como ya le dije, no me cae bien. De todas formas, es muy listo. Pero ya podrá juzgarle personalmente. Puede hablar con él en francés.

—Sigo sin ver…

—Ya verá.

Poco después se detuvieron detrás de un gran automóvil americano que bloqueaba casi por completo la estrecha calle por la que se habían metido. Salieron del coche. Graham se encontró ante una puerta doble que podía muy bien haber sido la entrada de un hotel barato. Kopeikin llamó al timbre.

Un vigilante de aspecto adormilado, sin duda recién salido de la cama, les abrió una de las puertas casi inmediatamente.

Haki efendi evde midir —dijo Kopeikin.

Efendi var-dir. Yokari. —El hombre señaló las escaleras.

Subieron.

El despacho del coronel Haki era una gran habitación situada al fondo del pasillo del piso superior del edificio. El coronel salió en persona al pasillo para darles la bienvenida.

Era un hombre alto, de mejillas enjutas y musculosas, boca pequeña y pelo muy corto, a la moda prusiana. Una frente estrecha, una nariz larga como un pico y una espalda levemente encorvada le daban un aire como de buitre. Llevaba un uniforme de oficial, muy bien cortado, con pantalones de montar y botas altas, muy estrechas y muy brillantes; caminaba con el ligero bamboleo propio de un hombre acostumbrado a montar a caballo. Sólo la intensa palidez de su rostro y el hecho de que iba sin afeitar delataban que se había despertado hacía poco. Tenía los ojos grises y muy despiertos. Observó a Graham con interés.

—¡Ah! Nasil-siniz. Fransizca konus-abilir misin. ¿Sí? Encantado, míster Graham. Su herida, claro. —Graham se encontró con la mano sin vendar sujeta con considerable fuerza por unos dedos largos y elásticos—. Espero que no sea demasiado dolorosa. Hay que hacer algo con ese granuja que intenta matarle.

—Me temo —dijo Graham— que hemos perturbado innecesariamente su reposo, coronel. El tipo no robó nada.

El coronel miró rápidamente a Kopeikin.

—No le he dicho nada —dijo Kopeikin con toda calma—. Por sugerencia suya, coronel, como recordará. Lamento comunicarle que piensa que estoy loco o histérico.

El coronel Haki se rió apagadamente.

—Ustedes los rusos están destinados a ser mal comprendidos. Vamos a mi despacho. Allí podremos hablar.

Le siguieron, Graham cada vez más convencido de que estaba viviendo una pesadilla y de que despertaría en su momento para encontrarse en la consulta del dentista. El pasillo estaba, desde luego, tan desnudo y falto de detalles como los pasillos de los sueños. Sin embargo, olía fuertemente a humo de tabaco estancado.

El despacho del coronel era grande y frío. Se sentaron frente a él, del otro lado de su escritorio. Les acercó una caja con cigarrillos, se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó las piernas.

—Tiene que comprender, míster Graham —dijo de pronto—, que esta noche han intentado matarle.

—¿Por qué? —preguntó Graham, irritado—. Lo lamento, pero no lo entiendo. Cuando volví a mi cuarto me encontré con un hombre que había entrado por la ventana. Evidentemente, era una especie de ladrón. Le interrumpí. Disparó y huyó. Eso es todo.

—Tengo entendido que no ha informado a la policía del asunto.

—Pensé que informar a la policía no iba a servir de nada. No le vi la cara. Además, salgo esta mañana para Inglaterra en el tren de las once. No quería retrasarme. Si he violado de alguna forma la ley, lo lamento.

Zarar yok! No tiene importancia. —El coronel encendió un cigarrillo y expelió el humo hacia el techo—. Tengo un deber que cumplir, míster Graham —dijo—. Ese deber consiste en protegerle. Me temo que no podrá irse en el tren de las once.

—Pero ¿protegerme de qué?

—Voy a hacerle unas preguntas, míster Graham. Así será más fácil. ¿Trabaja usted para Cator and Bliss, Ltd., los fabricantes ingleses de armamento?

—Sí. Kopeikin, aquí presente, es el agente de la compañía en Turquía.

—En efecto. Tengo entendido, míster Graham, que es usted un experto en artillería naval.

Graham vaciló. Como a todo ingeniero, le desagradaba la palabra «experto». Su director comercial se la aplicaba a veces cuando escribía a las autoridades navales de otros países, pero en esas ocasiones solía consolarse reflexionando que su director comercial era capaz de describirle como un zulú de pura raza, cuando se trataba de impresionar a un cliente. Otras veces la palabra le parecía extremadamente irritante.

—¿Y bien, míster Graham?

—Soy ingeniero. La artillería naval es ahora mi especialidad.

—Como guste. El hecho es que Cator and Bliss, Ltd. han sido contratados por mi gobierno para realizar ciertos trabajos. Bien. Yo, míster Graham, no sé exactamente de qué trabajos se trata —hizo un gesto airoso con el cigarrillo—, eso es problema del Ministerio de Marina. Sin embargo, me han contado algunas cosas. Sé que algunos de nuestros buques de guerra van a ser equipados con cañones y tubos lanzatorpedos nuevos, y que usted fue enviado a discutir el asunto con los expertos de nuestros astilleros. También sé que nuestras autoridades estipularon que el nuevo equipo debe entregarse en primavera. Su empresa aceptó esta estipulación. ¿Lo sabía usted?

—No he oído hablar de otra cosa en los dos últimos meses.

Iyi dir! Quizás deba añadir, míster Graham, que la fijación de un plazo de entrega no obedece a un simple capricho de nuestro Ministerio de Marina. La situación internacional exige que el nuevo equipo llegue a nuestros astilleros en el plazo estipulado.

—También lo sé.

—Excelente. Entonces comprenderá lo que ahora le voy a decir. Las autoridades navales de Alemania, Italia y Rusia saben perfectamente que estos buques están siendo rearmados, y no me cabe la menor duda de que, una vez terminado el trabajo, o incluso antes, sus agentes descubrirán los detalles que hasta el momento sólo unos pocos hombres, usted entre ellos, conocen. Eso no tiene importancia. Ninguna fuerza naval puede guardar ese tipo de secretos; ninguna fuerza naval espera conseguirlo. Podríamos incluso considerar aconsejable, por diversas razones, publicar nosotros mismos los detalles. Pero —levantó un dedo largo y bien cuidado— de momento usted se encuentra en una posición curiosa, míster Graham.

—En eso, por lo menos, estoy de acuerdo.

Los pequeños ojos grises del coronel se posaron fríamente en él.

—No estoy aquí para bromear, míster Graham.

—Discúlpeme.

—No importa. Coja otro cigarrillo, por favor. Decía que de momento su posición es curiosa. Dígame, ¿se ha considerado alguna vez indispensable en su especialidad, míster Graham?

Graham se rió.

—De ninguna manera. Podría darle el nombre de docenas de hombres tan cualificados como yo.

—Permítame entonces informarle, míster Graham —dijo el coronel Haki—, de que por una vez en su vida sí es indispensable. Vamos a suponer que su ladrón hubiera tenido más puntería y que ahora, en vez de estar aquí sentado hablando conmigo, se encontrara en un quirófano de hospital con una bala en los pulmones. ¿Cuáles serían las consecuencias para el negocio que se lleva ahora entre manos?

—Como es natural, la empresa enviaría inmediatamente otro hombre.

El coronel Haki adoptó ostentosamente un semblante de teatral asombro.

—¿Sí? Eso sería estupendo. ¡Tan típicamente británico! ¡Deportivo! Un hombre cae…, inmediatamente aparece otro, impávido, a sustituirle. ¡Pero espere un momento! —El coronel levantó un brazo con autoridad—. ¿Es necesario? No cabe duda de que monsieur Kopeikin, aquí presente, podría conseguir que sus papeles llegasen a Inglaterra. Sus colegas podrían determinar, a base de sus notas, diseños y dibujos, lo que necesitan saber, a pesar de que su empresa no construyó los barcos en cuestión, ¿verdad?

Graham se sonrojó.

—Deduzco por su tono que sabe perfectamente que el problema no puede solucionarse con tanta facilidad. En cualquier caso, hay cosas que no se podían poner por escrito.

El coronel Haki inclinó la silla.

—Sí, míster Graham —sonrió con optimismo—, lo sé. Tendrían que enviar a un nuevo experto para realizar de nuevo parte de su trabajo. —Su silla cayó con estrépito hacia adelante—. Y mientras tanto —dijo entre dientes—, la primavera habría llegado y los barcos seguirían en los astilleros de Esmirna y Gallípoli, esperando sus cañones y lanzatorpedos nuevos. ¡Escúcheme bien, míster Graham! Turquía y Gran Bretaña son aliados. A los enemigos de su país les conviene que, cuando llegue el deshielo y terminen las lluvias, la fuerza naval de Turquía sea exactamente la misma que ahora. ¡Exactamente la misma que ahora! Harán cualquier cosa para conseguirlo. ¡Cualquier cosa, míster Graham! ¿Comprende?

Graham sintió una opresión en el pecho. Tuvo que hacer un esfuerzo para sonreír.

—Un poco melodramático, ¿no le parece? No tenemos ninguna prueba de que lo que dice es cierto. Y, después de todo, esto es la vida real, no… —Vaciló.

—¿No qué, míster Graham? —El coronel le observaba como un gato disponiéndose a saltar sobre un ratón.

—… una película, iba a decir, pero no me pareció muy educado.

El coronel Haki se levantó impetuosamente.

—¡Melodrama! ¡Prueba! ¡Vida real! ¡Película! ¡Educación! —Hablaba con desdén, como si aquellas palabras fueran obscenas—. ¿Cree usted que me importa lo que diga, míster Graham? Lo que me importa es su persona. Viva, es de cierta utilidad para la República de Turquía. Voy a ocuparme de que siga viva mientras dependa de mí. Europa está en guerra. ¿Sabe lo que eso significa?

Graham no dijo nada.

El coronel le miró fijamente un instante y prosiguió, sin levantar la voz.

—Hace poco más de una semana, cuando todavía estaba en Gallípoli, descubrimos —es decir, mis agentes descubrieron— un plan para asesinarle allí mismo. Todo el asunto era torpe, obra de aficionados. Pretendían secuestrarle y apuñalarle. Afortunadamente, no somos idiotas. Nosotros no desechamos por melodramático todo lo que nos desagrada. Con un poco de persuasión, los detenidos nos contaron que habían recibido dinero de un agente alemán en Sofía…, un hombre, llamado Moeller, a quien conocemos desde hace tiempo. Solía pasar por americano hasta que la Legión Americana puso pegas. Entonces se llamaba Fielding. Supongo que utiliza cualquier nombre o nacionalidad que le interesa. En cualquier caso, convoqué a míster Kopeikin y le informé, pero le sugerí que no le contase nada. Cuanto menos se hable de estas cosas, mejor, aparte de que no ganábamos nada con disgustarle mientras trabajaba. Creo que cometí un error. Tenía razones para creer que los esfuerzos posteriores de este Moeller tomarían otra dirección. Cuando monsieur Kopeikin, con muy buen criterio, me telefoneó inmediatamente después de enterarse de la nueva intentona, supe que había subestimado la fuerza de voluntad del caballero de Sofía. Lo intentó una segunda vez. No me cabe duda de que lo intentará una tercera si le damos oportunidad. —Se apoyó en el respaldo de la silla—. ¿Lo comprende ahora, míster Graham? ¿Capta su brillante cabeza lo que estoy tratando de decirle? Es muy simple. Alguien está tratando de matarle.