10
A la mañana siguiente poco después de las
ocho y media, me despertó alguien que estaba llamando a la puerta
del apartamento. Cuando encontré la bata, habían dejado de llamar,
pero se oían voces en el pasillo. Una de ellas era de mujer y
estaba enfadada. Cuando abrí la puerta, la señora Choong estaba
agitando las llaves de la puerta ante las narices de un soldado que
se había acercado para preguntarle qué estaba haciendo allí.
Lanzó un grito de triunfo cuando me vio. No
sólo no le habían dejado entrar a trabajar los dos últimos días los
soldados que había en la calle, sino que ahora, cuando los soldados
la dejaban pasar, había otros esperando para acusarla de saqueo.
Sus piernas temblaban de indignación. Cuando le dije al soldado que
se fuera, se puso a insultarle a gritos.
Entonces entró y vio el apartamento.
Durante algunos segundos se quedó allí, de
pie, contemplándolo. Después se abrió paso dificultosamente hasta
el salón.
A la luz del día estaba horrible. El
bombardeo lo había dejado hecho un desastre, pero era un desastre
tolerable; en dos días un decorador podría arreglarlo todo. Las
granadas y el fuego de las metralletas habían arrasado el lugar.
Los muebles estaban destrozados y hechos astillas. No había quedado
nada intacto, y una habitación agradable estaba convertida en un
destrozo horrible.
Para mi espanto vi que empezaban a caer las
lágrimas por el rostro regordete de la señora Choong.
—¡Soldados! —dijo amargamente, y entonces me
miró—. ¿El dormitorio también?
—Sí, me temo que también está bastante mal,
señora Choong.
—¡Pobre Jebb! Pero usted, señor, ¿ha estado
usted aquí?
—La mayoría del tiempo. Anoche, cuando llegó
el ataque, la señorita Linden y yo nos subimos al tejado.
—¿La señorita Linden? ¿La amiga de
Mina?
—Sí.
—¡Ah! —se limpió las lágrimas—. ¿Quiere
desayunar?
—Creo que no queda nada de comida.
—Yo traigo —levantó el bolso que llevaba—.
Le prometí que la traería. ¿La señorita Linden también querrá
desayunar?
—Sí, por favor, señora Choong. No hay luz.
Hemos usado el hornillo de petróleo.
Pero ella ya estaba en la cocina. La oí
lanzando juramentos ante el jaleo que se encontró allí.
Después de desayunar, Rosalie y yo nos
lavamos lo mejor que pudimos con el resto del agua que quedaba en
el baño y nos preparamos para irnos. Habíamos quedado en vernos más
tarde en el Club Armonía. Mientras, ella se iría a casa y yo
acudiría a la Policía para ver qué pasaba con mi pasaporte. Tenía
que comprarme también alguna ropa limpia. La señora Choong se llevó
la sucia para lavarla.
No dejaban entrar a nadie en la emisora de
radio sin un pase nuevo que yo no tenía, así que tuvimos que bajar
por la escalera de servicio para salir a la plaza. La carretera
estaba cerrada todavía al tráfico rodado, pero habían vuelto los
betjaks y Mahmud estaba allí haciéndonos
señas hábilmente, como si hubiéramos estado todos juntos en una
fiesta alocada y ahora tuviéramos una resaca colectiva. Había mucha
gente por allí, mirando asombrada los edificios destrozados o
discutiendo excitadamente; intercambiando sus experiencias. Los
niños lo estaban pasando estupendamente jugando en los agujeros
hechos por las bombas.
Mientras pedaleaba, Mahmud iba hablando
continuamente sobre lo que había pasado donde él vivía, pero no
creo que ninguno de los dos escuchara una palabra de lo que decía.
Estábamos disfrutando de nuestra libertad.
Cuando llegamos a la casa de apartamentos de
Rosalie, esperé fuera hasta que ella se convenció de que todo
estaba bien. Proseguí el camino y me fui a la sastrería. Tenían
unos pantalones color caqui de otro encargo y me dijeron que me los
podrían arreglar en una hora, y me indicaron dónde podría encontrar
una camisa hecha. Después de comprarla me dirigí al cuartel general
de la Policía.
Cuando estábamos llegando vi que había una
gran multitud reunida al final de la calle donde me dirigía. En
seguida me di cuenta de que no podría pasar a través de aquella
multitud y esperé mientras Mahmud se acercaba andando para ver qué
pasaba. Estuvo allí unos cinco minutos y cuando volvió parecía
preocupado. Me explicó que habían puesto más barricadas de alambre
de espino, y las tropas impedían entrar o salir a la gente que no
tuviera un pase especial. La muchedumbre estaba formada casi
completamente por gente que tenía familiares que habían sido
arrestados durante la noche. Muchos de los que estaban arrestados,
añadió con melancólica satisfacción, eran policías, pero había
otros cuyo único crimen era que no se habían negado a darles agua y
alimentos a las fuerzas rebeldes; o eso era lo que decían sus
familiares.
Fui a las oficinas de De Vries, pero estaban
cerradas. Entonces intenté ir al bar del Oriente, pero estaba
también cerrado. Cuando me alejaba vi a un hombre que conocía de
vista y que dijo que se rumoreaba que tanto el director del hotel
Oriente que era holandés, como De Vries habían sido detenidos.
Volví a la sastrería mientras terminaban de arreglarme los
pantalones. Entonces le dije a Mahmud que me llevara al Club
Armonía.
Eran un poco después de las once y el club
no abría hasta las doce, pero el portero estaba allí y buscó a la
señora Lim.
Estaba sólo ligeramente sobria, y era
evidente que no recordaba nada de mí, pero hizo lo que pudo.
—¡Hola, amor! Qué alegría me da verte
aquí.
—¡Hola, señora Lim! Estoy buscando a su
marido.
—¡Oh!, se ha ido a la ciudad. No sé a dónde.
Ha sido horrible, ¿verdad? ¿Dónde has estado todo el tiempo? ¿En el
Oriente?
—Roy Jebb me prestó su apartamento.
—Querido Roy, ¿ha vuelto ya?
—Tiene que volver hoy —notaba que estaba
luchando con su memoria para poder explicarse el hecho de que yo
conociera a Jebb.
—¿Y quiere usted ver a Mor Sai?
—Eso es. El comandante Suparto me indicó que
su marido podría aconsejarme sobre una cuestión de negocios.
El nombre de Suparto la sacudió y de repente
se puso en guardia.
—¿El comandante qué?
—Suparto.
—No he oído hablar nunca de él. Pero Mor Sai
estará pronto aquí. Será mejor que pase y espere.
—Gracias, mientras estoy esperando, ¿hay
algún sitio en el club donde pueda bañarme y cambiarme de
ropa?
—¡Oh, sí! Charlie le llevará. Espero que
después quiera tomar un trago. Le veré en el bar más tarde,
amor.
Era Lim el que me estaba esperando en el bar
cuando llegué. Me saludó cortésmente y nos dimos la mano.
—¿Una copa, señor Fraser? ¿Brandy
seco?
—Gracias.
No había ningún camarero. Pasó por detrás de
la barra y llenó dos vasos, uno para él.
—Me he enterado que lo ha pasado mal durante
estos disturbios, señor Fraser.
—¿Se lo ha dicho la señora Lim? Debía de
tener peor aspecto del que creía.
—No fue mi mujer quien me lo dijo —empujó el
vaso hacia mí a través del mostrador y levantó el suyo—. A su
salud, señor Fraser.
—A la suya, señor Lim.
Me tomé un sorbo de mi copa. El hizo lo
mismo, y luego lo dejó y se metió la mano en el bolsillo.
—Creo que era esto para lo que quería verme
—dijo, y puso mi pasaporte en el mostrador, delante de mí.
Lo miré con incertidumbre, entonces lo cogí
y miré las hojas para ver si estaba el visado.
—El permiso de salida está en orden —dijo— y
los certificados de aduanas y de cambio de divisas están grapados
en la parte de atrás.
—Es extraordinario, señor Lim.
—Oh, no. Nuestro amigo me dijo que usted se
había dejado el pasaporte en la Policía. Yo sabía que no podría
recuperarlo, y que vendría a verme. Así, para ahorrarle un viaje,
lo he traído conmigo.
—Lo hace parecer todo muy fácil. Le estoy
profundamente agradecido.
—¿Ha podido arreglar algo del pasaje de
avión?
—Nada, las oficinas de las líneas aéreas
estaban cerradas. Alguien me ha dicho que De Vries estaba
arrestado. ¿Es verdad?
—Le soltarán más tarde, tal vez. Pero los
aviones pueden volar sin su ayuda. Naturalmente, los vuelos
programados han sido suspendidos, pero los aeropuertos ya han sido
informados de que está todo arreglado. Vendrá un avión de Yakarta a
primera hora de la tarde. Saldrá otra vez a las cinco y treinta.
Creo que se podrá conseguir un pasaje para usted.
Sonreí.
—Parece que el comandante tiene prisa por
deshacerse de mí.
Los ojos que había detrás de las gafas sin
montura me observaron atentamente durante un momento. Entonces se
encogió de hombros.
—¿Por qué no, señor Fraser? Cuanto más
tiempo esté aquí, hay más posibilidades de que hable con alguien,
un periodista o con algún amigo que puede hablar a su vez.
—Puedo hablar igual en Yakarta.
—El comandante cree que no. Tiene mucha
confianza en usted. También cree que usted no quiere causarle
problemas a la señorita Linden. No, señor Fraser, no nos entienda
mal. No está siendo amenazado, ni ella tampoco. A ella no le
costará trabajo ser discreta. Simplemente le pedimos que permanezca
así por el momento. Luego, dentro de una semana o dos, nadie se
preocupará de esto.
—Bueno, ella estará aquí pronto. Ya se lo
haré saber. Pudo haberme avisado la otra noche. ¿Por qué no lo
hizo?
—Sólo soy un agente, no un jefe, señor
Fraser. En una situación tan delicada no tenía libertad para
atender mis deseos personales. Me alegró mucho saber que no le
había pasado nada. ¿Otro trago?
—No, gracias.
—Entonces, si me permite ahora...
—Naturalmente. Y gracias otra vez por el
pasaporte.
—Si decide irse esta tarde...
—Seguro, se lo haré saber.
Rosalie llevaba un traje que no le había
visto antes y estaba deliciosa. Había hablado con Mina y con su
hermana. Todo estaba bien. Mina no se había atrevido a ir al
apartamento esta mañana. Tenía miedo de encontrárselo todo
destruido y nuestros cuerpos yaciendo entre las ruinas. Iba a
buscarle a Roy un sitio para quedarse mientras se lo
arreglaban.
—Pobre Roy —dije.
—No puede culparnos. No pudimos evitar lo
que pasó.
—No.
Me miró rápidamente.
—¿Qué pasa?
No había nadie más en el bar. Le conté lo de
mi pasaporte y del avión de la tarde y le conté lo que me había
dicho Lim. Cuando acabé, se quedó pensativa un momento, entonces
asintió.
—Sí, ya lo entiendo. ¿Qué es lo que vas a
hacer?
—Quiero saber lo que opinas tú. No voy a
irme de aquí si te van a poner las cosas difíciles.
—Pero si eres tú quien les preocupa. Saben
que no diré nada. ¿No es eso lo que te ha dicho Lim?
—¿Le crees?
—¡Oh, sí! Saben que no me atrevería.
La conocía lo suficiente ahora como para
saber cuándo creía en lo que estaba diciendo, pero insistí.
—¿Estás segura?
—¿No quieres irte?
Vacilé.
—No, no quiero.
—¿Es por nosotros?
—Sí.
—Estoy contenta. Yo también esperaba que
pudiéramos volver a estar juntos como anoche. No dejo de pensar en
ello. Pero si quieren que te vayas, es mejor que lo hagas
hoy.
—Sí, creo que sí.
Vino el camarero y le encargué unas bebidas.
Nos las tomamos y luego entramos a comer. La comida era deliciosa
pero no pude comer mucho. Ella casi ni la miró. Después de un rato
dejé de intentarlo.
—Rosalie.
Sus ojos se encontraron con los míos. Dijo
suavemente.
—Sí, a mí me pasa lo mismo. No puedo dejar
de pensarlo. ¿A qué hora tienes que estar en el aeropuerto?
—Creo que a las cinco.
—Si vas a la Casa del Aire y recoges tus
cosas, podríamos estar juntos hasta que te vayas.
—¿Dónde?
—Én mi casa. Mi hermana no estará allí. Es
muy pequeña, y no es como el apartamento de Jebb, pero eso no te
importará.
—No, no me importará.
En cuanto estuvimos preparados para irnos,
me dirigí al bar y vi a Lim.
—¿Qué hay del pasaje del avión? ¿Qué hago
con lo del billete?
—Está en la recepción del aeropuerto
esperándole, señor Fraser.
—Estaba usted muy seguro de mí,
¿verdad?
—De usted no, señor Fraser. Pero estaba
seguro de la señorita Linden. Es una persona honesta y de ideas
claras. ¿No está usted de acuerdo?
De vuelta al apartamento, me encontré con
que Jebb había vuelto y estaba revisando los desperfectos con la
señora Choong.
—Hola, Roy.
—Hola, muchacho —me contestó tristemente—.
Apuesto a que es la última vez que te quedas al cuidado del
apartamento de alguien.
—Lo siento Roy. Pero primero las bombas y
luego las granadas y todo eso. No pude hacer nada. Ya ves...
—No te estoy echando la culpa, tonto
bastardo. Me estoy excusando. ¿Cómo crees que me sentía en
Makassar, sentado allí oyendo esa maldita radio y pensando cómo lo
estarías pasando aquí arriba? Hubiera querido volver antes. Tenía
miedo de que te mataran. ¡Maldita sea! ¿Dónde estabas cuando pasó
todo esto?
Le conté un poco. Me escuchaba y de vez en
cuando lanzaba juramentos, y después me preguntó por Rosalie.
—Está bien. Voy a verla dentro de un minuto.
Me voy hoy.
—¡Dios mío! ¿En ese avión de las cinco y
media?
—Exacto.
—¿Quién te lo ha arreglado? La gente se pega
por obtener un pasaje para ese vuelo.
—Lim Mor Sai.
—¿Qué te dije? El puede arreglarlo todo.
Bueno, iré a despedirte al aeropuerto. Tengo que ir a sacar algunas
cosas de la aduana. Vine aquí directamente en cuanto aterrizamos.
¿Has visto a Mina?
—No, pero te está buscando algún sitio para
que puedas vivir mientras arreglan esto.
—Eso quiere decir una cama de campaña en su
casa. Te veré luego, Steve.
Cuando se hubo ido, recogí mis cosas. No
tardé mucho. La señora Choong trajo mis ropas de la lavandería.
Estaban todavía húmedas. Pero las metí, de todas formas, en la
maleta. Le entregué a la señora Choong un regalo y volví a bajar
las escaleras por última vez.
Le había dicho a Mahmud que me esperara y
estaba en la puerta. De camino, me detuve en una tienda en el
barrio chino y compré una caja de plata con una amatista en la
tapa. Cuando la pagué, cogí todo el dinero que me quedaba, separé
lo que me haría falta para pagar a Mahmud, comprar mi billete para
Yakarta y sobornar a los agentes de aduanas del aeropuerto, y puse
el resto en la caja. Entonces me fui a ver a Rosalie.
Había dos habitaciones, una de ella y otra
de su hermana. Estaban limpias y eran sencillas como las
habitaciones de una casa kampong, con
persianas de bambú en las ventanas y mosquiteros en las camas. En
una pequeña galería, unas orquídeas crecían en unos cacharros
hechos con tres ladrillos.
Cuando llegó el momento de irme, me acerqué
a la cama y la miré. Estaba allí tumbada con los ojos cerrados y el
cuerpo brillante por el sudor. En sus labios había una sonrisa.
Pensé que podía estar dormida.
Puse la caja sobre la mesilla lo más
silenciosamente que pude, pero me oyó y abrió los ojos. Me miró
durante un momento, luego observó la mesa y se incorporó
bruscamente.
—No.
—Dijiste que si nos gustábamos sería más
fácil separarnos.
—Eso era antes.
—A mí me lo tienen que poner más
fácil.
—Y a mí.
—Entonces así es mejor. Ábrela después,
cuando me haya ido.
Me incliné y la besé una vez más.
—Nos queremos —dijo.
—Sí.
—Pero también somos prudentes.
—Eso creo.
—Sí —sonrió—. De esta forma siempre nos
recordaremos con amor.
Momentos después bajé la maleta por la
escalera larga y empinada y salí al sol cegador.
Mahmud había puesto el toldo y me senté a su
sombra intentando pensar en el viaje que tenía por delante,
mientras me llevaba pedaleando hasta el aeropuerto.