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Todo el mundo sabía que el vuelo semanal del Dakota procedente de Selampang, nunca llegaba al campo de aterrizaje del valle antes del mediodía, y que nunca iniciaba su vuelo de regreso antes de la una. Debía haberme quedado durmiendo hasta las once como mínimo, después de la fiesta de despedida que me habían ofrecido. Pero no, de madrugada ya estaba completamente despierto, vestido y con todo el equipaje preparado.
No es que tuviera mucho que guardar. Le había dado la mayoría de mis trajes (los pantalones bombachos, las botas contra mosquitos y los sombreros salakoff, junto con mi cama de campaña) a Kusumo, que había sido mi criado durante los últimos años. Las pocas cosas que me quedaban, los zapatos, algunas camisas blancas, la ropa interior y otros objetos personales, habían cabido perfectamente en una pequeña maleta metálica. Llevaba puesto el único traje que poseía. Se lo había encargado precipitadamente a un almacén de confección de Singapur, y me sentaba como si me hubiera caído desde un quinto piso; pero aquella mañana no me importaba mi aspecto, ni tampoco el tiempo que tuviera que esperar el avión. Lo que más me importaba, en ese momento, era el hecho de que me iba y que en el bolsillo superior de mi chaqueta, junto con el pasaporte y el billete de avión para el vuelo de la BOAC de Yakarta a Londres, había una carta. Era de la sucursal de Singapur del Banco de Hong-Kong y Shanghái en la que me comunicaban que al término de mi contrato como ingeniero consultor residente, tenía en mi cuenta un saldo de cincuenta y ocho mil ochocientos noventa y seis dólares.
Poco después de las once cogí prestado del departamento de mantenimiento un jeep para ir a la oficina del ingeniero jefe a despedirme.
Ahora que abandonaba el lugar podía contemplarlo con ojos más amistosos.
A medida que el jeep iba dando brincos por el camino, pasando por las casas nuevas de los nativos y por la hilera de cobertizos semicilíndricos donde vivían los empleados europeos, era consciente de que experimentaba cierto sentimiento de orgullo por lo que se había hecho.
Se trataba de un proyecto del Plan Colombo y no se había escatimado capital norteamericano y de la Commonwealth británica para financiarlo. Pero hace falta algo más que dinero y buena voluntad para construir embalses en lugares como el valle de Tangga. Al principio cuando llegué allí con el equipo de reconocimiento, no había nada más que pantanos, jungla, parásitos y serpientes pitón de seis metros de longitud. Los contratistas tardaron casi un mes en llevar hasta allí los dos primeros bulldozers; y en el transcurso del primer año, hubo una época en que tuvimos que abandonar todo el equipo y subirnos a las tierras altas para salvar nuestras vidas. Sin embargo, ahora había en aquel lugar un campamento tan grande como una pequeña ciudad, más un campo de aterrizaje, y allí, encajada en la garganta del valle, estaba la impresionante masa de piedra, acero v cemento que constituía la clave de todo el proyecto. Gracias a este embalse había sido posible convertir algo así como trescientos kilómetros cuadrados de campos de matorral a lo largo del delta de Tángga, en ricos campos de arroz. Aquel año, por vez primera, Sonda tendría excedentes de arroz para vendérselos a las vecinas islas de Indonesia, y cuando la central eléctrica que había bajo el embalse estuviera terminada, y las líneas de transmisión empezaran a llegar a las áreas de producción de tungsteno y de estaño en el norte, sería incalculable la riqueza que obtendría esta joven nación. La transformación operada en el valle de Tangga era algo de lo que uno podía sentirse orgulloso. Mis propios motivos para ir a Sonda no habían sido en absoluto nobles ni desinteresados. Por tres años de trabajo en el valle de Tangga me habían pagado la misma cantidad, libre de impuestos, que me hubieran pagado en Inglaterra por trabajar durante diez años. Pero además el trabajo había sido satisfactorio en sí mismo. Podía sentirme más que harto de Sonda y estar encantado de irme de allí, pero había llegado a apreciar a los sondaneses y me sentía satisfecho de haberles sido útil.
Cuando llegué a la oficina del Ingeniero Jefe y asomé la cabeza por la puerta ya había allí otros dos hombres, pero Gedge me hizo señas con la mano para que entrara.
—Siéntate, Steve, no te entretendré mucho —se volvió y siguió con lo que estaba diciendo—. Entonces, comandante Suparto, pongamos esto en claro...
Me senté y escuché.
Gedge era el máximo responsable de la obra, puesto al frente del trabajo por los empresarios. Era un ingeniero de caminos sudafricano de gran valía y experiencia, que había pasado gran parte de su vida profesional en Oriente. Además había sido por su gusto. Durante muchos años había trabajado en China, y, a partir de la guerra con Japón, en la India y en Pakistán. Allí no se había molestado en ocultar el hecho de que prefería tratar con los asiáticos antes que con los hombres de su propia raza, no solamente como simples compañeros de trabajo, sino también como amigos. Entre los europeos tenía, no sin razón, fama de excéntrico y de vez en cuando entre las mesas de bridge corrían rumores imprecisos de que tenía inclinaciones comunistas, o de que tenía seis concubinas euroasiáticas o de que se había convertido secretamente al budismo.
Pero en este momento, sin embargo, sus sentimientos hacia sus colaboradores asiáticos eran de todo tipo menos amistosos. Tenía problemas con ellos. De hecho, desde que el comandante Suparto y sus cinco hermanos, también oficiales militares, habían llegado desde Selampang seis meses antes, prácticamente no había habido nada más que problemas.

 

Sonda formaba parte de las Indias Orientales Holandesas. En 1942 fue ocupada por los japoneses. Cuando tres años más tarde volvieron los holandeses, se encontraron con un Frente de Liberación Sundanés, y con una petición de independencia que fueron incapaces, finalmente, de resistir. En 1949 Sonda se convirtió en una República.
El momento más difícil para todos los líderes revolucionarios suele ser el momento del triunfo, el momento en que, de ser rebeldes que están en conflicto con el poder establecido, pasan a convertirse, a su vez, en dicho poder establecido, y los hombres que han luchado para conseguir la victoria esperan celosos e inoportunos su recompensa. Es más fácil reclutar hombres para formar un ejército de liberación que desarmarlo y disolverlo.
Al principio parecía que el gobierno provisional de la nueva República de Sonda estaba resolviendo astutamente este problema. Se aplicó una política de dispersión para romper el espíritu de cuerpo de los militares. Ninguna unidad se disgregaba como tal unidad. Los hombres que procedían del mismo distrito eran reunidos y después transportados de vuelta a ese distrito antes de desarmarlos y desmovilizarlos. Mientras tanto el gobierno formaba un pequeño ejército regular en el que residiría su autoridad en el futuro y que emplearía en contra de sus antiguos partidarios que trataran de mostrarse belicosos. Y, lógicamente, algunos lo hacían; especialmente los soldados más jóvenes, que con frecuencia se agrupaban formando bandas o aterrorizando a la gente de los pueblos. Pero este tipo de bandolerismo tenía políticamente poca importancia. Durante algunos meses después de la proclamación de la independencia por el presidente Nasjah todo parecía ir bastante bien.
Desgraciadamente el gobierno había descuidado un aspecto del problema. En su ansia por disolver la clase de tropa, no se había molestado en ocuparse de los oficiales, y cuando quisieron darse cuenta de la gravedad de su equivocación, era demasiado tarde para repararlo.
Había varios cientos de estos oficiales sobrantes, muchos más de los que podían ser razonablemente absorbidos por un ejército regular o por el nuevo cuerpo de Policía. Más aún, la mayoría de ellos no eran oficiales en el estricto sentido de la palabra, hombres sensibilizados en la cuestión de la lealtad, sino líderes de guerrillas y ex bandidos que habían luchado y colaborado al mismo tiempo con las fuerzas de ocupación japonesas y con las tropas holandesas coloniales que vinieron a continuación. Por ello resultaba lógico esperar que empezaran a enfrentarse con el nuevo gobierno de Selampang si la utopía que les había prometido no se hacía realidad inmediatamente, o si se consideraban insatisfechos con su parte en los beneficios del botín.
Con semejantes hombres, el hacer revoluciones puede convertirse fácilmente en una costumbre. Maquiavelo creía que el usurpador listo debería, tan pronto como se hiciera con el poder, inventarse acusaciones en contra de sus partidarios más ambiciosos, y matarlos antes de que se metieran en problemas. Pero no todos los políticos son tan cautos y tan prácticos.
Incluso cuando el peligro era ya evidente, el gobierno de Nasjah lo subestimó. Metidos en la lucha de los problemas diarios y vitales de la administración y atrapados en la lucha política tratando de elaborar una nueva constitución, pensaban que no podían perder el tiempo tratando con los descontentos, en ese momento preciso. Sin duda habría que hacer algo pronto, pero no ahora. Con la inocencia que caracteriza a los políticos de oficio, suponían incluso que mientras los oficiales excedentes siguieran cobrando su paga y sus dietas seguirían siendo leales a los líderes de la república. ¿No habían luchado aquellos hombres para hacerla posible? ¿No eran, después de todo, patriotas?
Los políticos pronto obtuvieron la contestación. Cuando estaban preparados para someter el proyecto de constitución a la aprobación de la Asamblea General, apareció una fuerza insurgente de casi tres mil hombres que operaban en las montañas del interior. Estaban dirigidos por un ex coronel llamado Sanusi, que se ascendió a sí mismo a general y se había hecho rápidamente con el control administrativo de una zona que dominaba las dos únicas carreteras que unían la capital con las provincias del norte.
Más aún, Sanusi era un devoto musulmán y proclamó una serie de manifiestos convocando a todos los verdaderos creyentes a unirse a su «Partido Sundanés de Libertad Nacional» y a declarar la Guerra Santa a los infieles de Selampang que habían traicionado al nuevo estado desde el mismo momento de su nacimiento.
Los desórdenes que siguieron provocaron algunos accidentes entre la población euroasiática de la capital, pero el orden fue restablecido sin mucho derramamiento de sangre. Aunque la mayoría de los sundaneses son musulmanes y muchos de ellos llevan la capa negra del Islam, la religión no es un factor importante en su vida. Lo que constituía el verdadero problema era la influencia del general Sanusi en el interior del país. Se envió una expedición de castigo que tuvo que retirarse de forma ignominiosa cuando uno de los comandantes del regimiento desertó junto con todos sus hombres, y se llevó la mayoría de las reservas de munición de la expedición.
A continuación se realizaron una serie de ataques aéreos sobre lo que se creía que era el cuartel general de Sanusi, que acabaron, debido a las peligrosas condiciones de vuelo en las montañas, con la pérdida de dos de los diez anticuados aviones que constituían toda la fuerza aérea del gobierno.
Después de haber pasado por todas estas humillaciones el gobierno se vio forzado a examinar el problema de una forma más realista. Creían que Sanusi no poseía ni tanques ni artillería y que sin ellos se vería obligado a permanecer en las montañas. Sabían, además, que cualquier desprestigio posterior por su propia parte afectaría desfavorablemente la confianza del pueblo. También había que tener en cuenta a los gobiernos extranjeros. Ya estaban casi ultimados los acuerdos para la obtención de enormes créditos en dólares por parte de los Estados Unidos. Había que mantener a toda costa una apariencia de calma y estabilidad.
Así pues, decidieron disimular.

 

El Ministerio de Cultura Pública emitió un comunicado diciendo que la «banda de Sanusi» había sido acorralada y liquidada, y se les envió a los directores de los periódicos una orden por la que debían abstenerse de hacer más alusiones al incidente. Los asesinatos cometidos por los agentes secretos de Sanusi en Selampang fueron atribuidos a los «colonialistas reaccionarios». En cuanto a los extranjeros que pretendieron enterarse de por qué era todavía imposible viajar por carretera desde la capital hasta el norte, se emitió un bando que explicaba que, en vista del gran deterioro que habían sufrido los puentes y las carreteras que habían sido minados por los holandeses en su retirada durante la guerra, se tardaría por lo menos un año en poder restablecer las comunicaciones por tierra. Mientras tanto estaban disponibles tanto el transporte aéreo como el marítimo.
Al mismo tiempo el Ministerio de Defensa recibió instrucciones para tomar precauciones especiales y secretas para evitar otras traiciones entre los miembros de las fuerzas armadas. Había que comprobar cuidadosamente la fidelidad de cada uno de los oficiales del Ejército, empleando agentes provocadores. Había que elaborar una lista con los nombres de los disidentes y tomar medidas para dejarlos indefensos. Había que aislar a Sanusi en las montañas hasta que pudiera montarse una ofensiva a gran escala contra él.
El sentimiento de seguridad que obtuvo el gobierno gracias a estas medidas no duró mucho. Las indagaciones hechas por el ministro de Defensa proporcionaron pronto la espantosa información de que se hablaba abiertamente entre los oficiales de que se preparaba un golpe de estado; que había un grupo que ya se había puesto en comunicación con Sanusi y que era incluso dudoso que se pudiera confiar ni siquiera en un tercio de la guarnición de Selampang en caso de emergencia.
La primera reacción del consejo de ministros fue de pánico, y durante aproximadamente una hora, se habló frenéticamente de solicitar un barco de guerra inglés que viniera desde Singapur en su auxilio. Después recobraron la calma y entregaron al general Ishak, ministro de Defensa, poderes especiales para tratar con los conspiradores. En el curso de veinticuatro horas fueron ejecutados diecisiete altos oficiales y otros sesenta fueron encarcelados a la espera de la celebración de un consejo de guerra.
La inminente crisis estaba superada, pero el gobierno había padecido un tremendo sobresalto y no olvidaron la experiencia. Las noticias procedentes de Indonesia del incidente «Turko» intensificaron su ansiedad. Si un pequeño ejército de japoneses contrarrevolucionarios dirigidos por unos cuantos holandeses locos había sido capaz de conquistar una ciudad como Bandung en las mismas narices del gobierno legítimo de Indonesia, un gran ejército de sundaneses insurgentes al mando de Sanusi bien podrían apoderarse de Selampang. Sólo estaba la guarnición de Selampang, con sus seis tanques japoneses, sus carros blindados y sus seis cañones antiaéreos alemanes para evitarlo. Si Sanusi pudiera neutralizar esta guarnición, aliándose por medio de una conspiración con una quinta columna, del tipo de las que ya casi habían estado a punto de triunfar anteriormente, el juego podría salirle bien. A partir de ese momento había que extremar la vigilancia. Había que buscar espías fiables de la Policía que informaran de las actividades realizadas por todos los oficiales y antiguos cargos. Convenía tratar a los descontentos con sagacidad. Con un agitador decidido, la única solución segura era clavarle un puñal en la espalda. Sin embargo, con un hombre más egoísta la mejor solución podía ser colocarle en un puesto público bien pagado. Si además de pretender obtener su lealtad, se quiere obtener también sus servicios como informador, puede concedérsele un puesto mucho más lucrativo.
Como el egoísmo parecía ser efectivamente la característica dominante de la mayoría de los oficiales que formaban la lista de sospechosos, esta nueva política funcionó bien. De vez en cuando se producía algún conato de conspiración seguido de algunas ejecuciones nocturnas, y se declaró la ley marcial por un período de un mes; pero aunque las carreteras que conducían al norte estaban ahora permanentemente en manos de los insurgentes (Sanusi se dedicaba a cobrar impuestos impunemente a los pueblos situados en el área que dominaba) el gobierno no perdió más territorios. Las pérdidas que tuvieron a partir de ese momento fueron más de tipo moral que territoriales.
Por ejemplo, en el mercado negro. Existían simples razones de orden económico que favorecían su desarrollo. Los créditos concedidos por los americanos se habían empleado, no en equipos industriales, sino que se habían dilapidado en bienes de consumo, tales como frigoríficos, coches, radios y equipos de aire acondicionado, cuya importación había proporcionado enormes comisiones personales a los miembros del gobierno y a sus subordinados. Los esfuerzos que se hicieron para controlar la inflación resultante habían sido poco entusiastas. Se establecieron impuestos disuasorios únicamente para evadirlos después.
En Selampang había mercado negro prácticamente para todo. En las clínicas antituberculosas establecidas por la Organización Mundial de la Salud un mantrí llegaba incluso a inyectar agua a sus pacientes con tal de poder quedarse con algunas dosis de vacuna BCG y venderlas en el mercado negro. Florecieron todo tipo de chantajes. Aunque en Asia el tomar y ofrecer sobornos es una norma corriente y aceptada en los negocios para conseguir que se hagan las cosas, en Sonda alcanzó proporciones asombrosas.
Sin embargo, el gobierno, aún reconociendo la necesidad de tomar medidas para enfrentarse con este problema, se declaró incapaz de llegar a un acuerdo respecto a cuáles podían ser las más adecuadas. Esto no era una cuestión de simple indecisión, motivada sólo porque hubiera algunos ministros cuyos intereses había que tener en cuenta. Su incapacidad para tratar con eficacia este o cualquier otro problema de tipo social o económico que se les presentara tenía una causa más profunda. El caso Sanusi había servido para desmoralizarlos completamente de un modo muy sutil. De hecho, después del descubrimiento de la conspiración de 1950 todo el asunto del gobierno de Sonda discurría en una terrible atmósfera de culpabilidad, avaricia y desconfianza mutua que hacían que el hecho de tomar cualquier decisión importante fuera una cuestión gravemente peligrosa. De hecho, el gobierno de Nasjah estaba sufriendo una pesadilla repetida y el miedo que le tenían los dejaba completamente incapacitados. Lo único que hubiera podido producir unanimidad en la toma de decisiones hubiera sido elaborar un plan seguro para eliminar a Sanusi.

 

Allá arriba en el valle de Tangga, estábamos en cierto modo aislados de toda esta locura, por lo menos durante el primer año. Estábamos acostumbrados a que los visitantes nos informaran de lo que pasaba en la ciudad, especialmente el personal de la Organización Mundial de la Salud y de la UNICEF que venían a trabajar en nuestra zona y que se sorprendían de que unos hombres tan inteligentes esperaran que nosotros nos creyéramos las historias fantásticas que nos contaban. Más tarde, cuando nuestro contacto con la capital fue más estrecho, pudimos saber más cosas. Pero mientras Gedge tuvo la mano de obra que necesitaba y siguieron llegando refuerzos desde el pequeño puerto que teníamos en la costa, fuimos capaces de creer que lo que estaba pasando en Selampang no tenía nada que ver con nosotros.
Y entonces empezaron a llegar los «candidatos propuestos por el gobierno».
Uno de los principios básicos de la política de trabajo del plan Colombo era que, cuando se proporciona ayuda para un proyecto como el del embalse del río Tanga, se deben cubrir la mayoría de los puestos directivos con personal de origen asiático. Si no hay asiáticos cualificados disponibles en ese momento y hay que emplear personal europeo, es decir, blancos, éstos deberán ser sustituidos por asiáticos en el momento en que termine su contrato. Obviamente, esto es una cuestión de sentido común, y, naturalmente, un hombre como Gedge aceptaba plenamente este principio. Pero la palabra clave era «cualificado». En Asia hay muy pocos técnicos de los diversos grados, y a nivel directivo aún hay menos. En Sonda la situación al respecto era todo lo mala que cabía imaginar.
Sin embargo, este hecho no amilanó a las autoridades de Selampang. Cuando un gobierno para preservar su seguridad física depende de una política de «trabajo para sus hijos», los empleos bien pagados son escasos. Además, los salarios eran pagados por los empresarios del plan Colombo, no por el gobierno. Cuando empezaron a terminarse los contratos del personal europeo, el proyecto del valle de Tangga debió parecerles una mina de oro a las autoridades de Selampang. Gedge supuso que sus peticiones, protocolarias y de rutina, de personal asiático para reemplazar a los europeos que partían (peticiones que estaba obligado a hacer legalmente) serían recibidas y después olvidadas, como suele ocurrir en estos casos. Sabía perfectamente bien que no tenían personal idóneo para enviarle. Y tenía razón.
El primer oficial excedente que se presentó a trabajar fue un hombre de aspecto brutal, vestido con un uniforme de capitán de infantería y que anunció que iba a ocupar el puesto de supervisor del proyecto y luego pidió un año de sueldo como anticipo. Al preguntarle cuáles eran sus cualificaciones, afirmó que estaba graduado en la nueva Escuela de Administración Económica de Selampang, y enseñó un certificado que acreditaba sus palabras. También enseñó una pistola que acarició sugestivamente durante el resto de la entrevista. Finalmente, Gedge le dio una afectuosa carta de recomendación para un puesto de trabajo en la comisión central de compras (cuyos salarios eran pagados por el gobierno) y retrasó la salida del avión para que el capitán pudiera volver inmediatamente a la capital a presentar la carta.
El capitán demostró pronto que era un típico ejemplo de lo que nos esperaba. Después de haber devuelto a otros tres posibles supervisores, junto con una docena de aspirantes a otros puestos, el Ministerio de Obras Públicas cambió sus métodos. En lugar de enviar a los aspirantes en persona, enviaba su nombre, junto con una imponente relación de sus cualificaciones, más un certificado del Ministerio de Obras Públicas acreditando que eran correctos. Esto dejaba a Gedge con el dilema de o aceptar al aspirante desconocido, fiándose de la opinión del Ministerio, o poner en duda su opinión y, en consecuencia, la honestidad del propio ministro.
Al final se llegó a un compromiso por ambas partes. El Ministerio prometió dejar de enviar delincuentes ineptos que no eran dignos de obtener un empleo ni siquiera a nivel sudanés. Gedge consintió en admitir seis oficiales sudaneses con experiencia en trabajos de tipo administrativo como coordinadores. Los puestos efectivos fueron cubiertos como Gedge siempre había pensado: en parte con empleados que se habían reenganchado, en parte por ascensos y en parte admitiendo de fuera gente nueva, tanto asiáticos como europeos.

 

Creo que todos pensábamos que había hecho un buen trato. Se habían mantenido las relaciones amistosas con el gobierno. Su propia autoridad había quedado intacta y los intereses de sus empleados salvaguardados. El trabajo podía proseguir fácilmente hasta su término (de acuerdo con las condiciones y fecha de terminación estipuladas) y hasta el momento en que Gedge tuviera que permanecer, descubierto, sobre el canal de desagüe oriental, para recibir las felicitaciones del presidente. Había llegado una autorización de la central de la empresa para abonar el salario de seis oficiales sundaneses que no valían para nada, cargándolo a la cuenta de imprevistos. Todo lo que quedaba por ver ahora era si el gobierno cumpliría su palabra.
Y la cumplieron a su propia y siniestra manera. No enviaron más bandidos imbéciles. Los mandaron inteligentes.
Llegaron todos juntos, cuatro comandantes y dos capitanes. Vinieron en un avión especial desde la capital y empezaron lamentándose de que el ingeniero jefe no estuviera allí para darles la bienvenida oficial.
Entonces dijeron que se quedarían allí esperando hasta que llegara. Yo estaba con Gedge cuando recibió el mensaje.
—Ya veo, nos envían «primas donnas». No deben salirse con la suya. ¿Le importaría ir usted, Steve?
—¿Yo?
En rigor, aquello no me concernía en absoluto. Las relaciones públicas eran cosa de los empresarios. Yo estaba allí representando a la empresa de asesoría técnica que había realizado la planificación del proyecto, y para cuidar de que los contratistas llevaran a cabo el trabajo de acuerdo con nuestras directrices. Pero yo siempre me había llevado bien con Gedge, y pude darme cuenta de que estaba realmente preocupado.
—Si no va ningún cargo importante a recibirles, se desprestigiarían —me explicó—. Y usted sabe que no puedo permitirme el lujo de empezar de malas con esta gente.
—Está bien, pero esto le va a costar dos whiskies escoceses largos.
—Hecho, y si se va ahora mismo pagaré tres.
Encontré a los recién llegados de pie, a la sombra, junto a la caseta de radio, mirando amenazadoramente al espacio. Los conductores de los «jeeps» que habían ido a recogerlos parecían aterrados.
Salí del «jeep» y fui hacia ellos.
Estaban todos elegantemente vestidos, con la camisa del uniforme sin una sola mancha y con las cartucheras relucientes. Aquello me impresionó un poco.
Al ver que me acercaba, se volvieron y se cuadraron. Uno de los comandantes dio un paso al frente y se inclinó cortésmente. Era un hombre bien parecido, pequeño y delgado, con los rasgos achatados y los pómulos marcados, típicos de los sundaneses del sur, y una boca firme y arrogante. Hablaba un inglés casi perfecto.
—¿Señor Gedge?
—No, me llamo Fraser, y soy el ingeniero asesor residente. ¿Usted es...?
—El comandante Suparto. Me alegro de conocerle, señor Fraser.
Nos dimos la mano y se volvió hacia el grupo que estaba detrás de él.
—Le presento al comandante Idrus, comandante Djaja y comandante Tukang, y a los capitanes Kerani y Ernas —hubo otra serie de corteses saludos y luego se volvió otra vez hacia mí.
—Esperábamos que el señor Gedge nos hiciera el honor de venir a darnos la bienvenida al llegar, señor Fraser.
—Efectivamente, son ustedes bienvenidos, comandante. Desgraciadamente, el señor Gedge está muy ocupado en este momento, pero le agradará mucho recibirles en su despacho.
Pareció que el comandante Suparto estaba considerando lo que le había dicho. Entonces, de repente, sonrió. Fue una sonrisa tan encantadora y alegre que por un momento me fascinó, que era lo que él pretendía. Yo casi le devolví la sonrisa.
—Muy bien, señor Fraser, le aceptaremos como enviado del señor Gedge —su sonrisa desapareció tan de prisa como había aparecido—. ¿No cree usted que si vamos inmediatamente a su despacho estará ocupado simplemente para hacernos esperar?
—Aquí no tenemos mucho tiempo para las cuestiones de protocolo, comandante —le dije—, pero no tendrá ninguna razón para quejarse de falta de cortesía por nuestra parte.
—Espero que así sea —volvió a sonreír de nuevo.
—Muy bien, entonces podemos irnos. ¿Podría ir con usted en el coche, señor Fraser?
—Ciertamente.
Los demás nos siguieron en los otros jeeps. En el camino fui explicándole cómo era el campamento, y me paré en un punto del trayecto desde donde podía verse toda la perspectiva del embalse.
Oí exclamaciones de admiración procedentes de los jeeps que venían detrás de nosotros, pero el comandante Suparto no pareció demostrar mucho interés. Sin embargo, cuando arranqué de nuevo, vi que me estaba observando con el rabillo del ojo. Entonces habló.
—¿Qué es un director de coordinación, señor Fraser? ,
—Creo que es un puesto nuevo.
—E innecesario, sin duda. No, no me conteste. No voy a ponerle en un aprieto.
—No me está usted poniendo en ningún aprieto, comandante. Simplemente ocurre que no conozco la respuesta a su pregunta.
—Admiro su discreción, señor Fraser.
No tuve en cuenta lo último que me dijo.
—Soy un hombre razonable, señor Fraser —continuó al cabo de un rato—. Yo podré aceptar esta situación filosóficamente. Pero mis compañeros son un poco diferentes. Puede que ellos busquen otras satisfacciones. Las cosas se pueden poner difíciles. Creo que también será conveniente que el señor Gedge lo tenga en cuenta.
—Le informaré de lo que me ha dicho, pero creo que usted comprobará que es muy comprensivo.
No volvió a hablar hasta que llegamos delante del despacho de Gedge, pero cuando me iba a bajar del jeep me puso una mano sobre el brazo.
—La comprensión es una cosa buena —dijo—, pero a veces es mejor llevar un revólver.
Le miré cautelosamente.
—Si yo fuera usted, comandante, no haría ninguna broma de ese tipo delante del señor Gedge. Puede creer que está usted tratando de intimidarle y no le va a gustar.
Se quedó mirándome y aunque no movió las manos, por un momento fui plenamente consciente del revólver que llevaba colgado al cinto. Entonces, sonrió.
—Me gusta usted, señor Fraser —dijo—. Estoy seguro de que seremos amigos.

 

La reunión con Gedge se desarrolló bastante bien. Todos los coordinadores dijeron que tenían experiencia en trabajos de tipo administrativo. Aún fue más sorprendente el hecho de que casi todos hablaran algo de inglés. Aunque el inglés es ahora la segunda lengua oficial en Sonda (el malayo era el primero) había muchos sundaneses que aún no sabían hablarlo. Hubo cierta tensión cuando se hicieron evidentes las diferencias entre lo que les habían prometido acerca del empleo en Selampang y lo que les explicó Gedge, pero al final parecieron aceptar la situación con bastante buen humor. El comandante Suparto hizo un gesto de aprobación y sonrió como un padre satisfecho del comportamiento que sus hijos habían demostrado en presencia de las personas mayores. Aquel mismo día, más tarde, hubo una reunión con los jefes de los departamentos. Se les había advertido a todos con antelación y estaban preparados. Cada uno de ellos tenía que tomar a su cargo un coordinador. De hecho se les iba a someter a una especie de entrenamiento. Se les permitiría enredar por allí. Si resultaban útiles, tanto mejor, y si no, no importaría mucho.
Ninguno de ellos solicitó puestos de tipo técnico. El comandante Suparto pidió que le enviaran a la sección de transportes. Los otros departamentos de aprovisionamiento, electricidad, mecánica, construcción y energía acogieron a los demás.
El primer conato de conflicto surgió tres días más tarde en el departamento de construcción. El capitán Ernas atacó v golpeó gravemente a uno de los hombres que trabajaban en la compuerta número tres de la central eléctrica. Interrogado acerca del incidente, el capitán Ernas afirmó que aquel hombre no le había tratado con el respeto debido. A la semana siguiente, dos hombres más fueron atacados por el capitán Ernas por la misma razón. Poco a poco se descubrió la verdad. Resultó que el capitán Ernas estaba organizando un sindicato de trabajadores de la construcción, y los hombres a los que había atacado habían mostrado una desdeñosa aversión a pagar las cuotas. El secretario y tesorero del sindicato era el capitán Ernas.
Gedge estaba en una situación difícil. Toda la mano de obra para el proyecto había sido reclutada localmente y los pequeños problemas que se habían producido hasta el momento se habían solucionado mediante consultas con los cabecillas del poblado. No había sido necesario crear ninguna organización de tipo sindical. Desgraciadamente, en virtud de la reglamentación laboral, era obligatorio que todos los obreros manuales estuvieran afiliados a un sindicato. Era evidente que el capitán Ernas sabía esto. Si se le despedía y se le enviaba otra vez a Selampang, simplemente iría al Ministerio de Obras Públicas a decir que había descubierto una situación ilegal y se convertiría en una víctima por tratar de remediarlo. El Ministerio se mostraría encantado. En un abrir y cerrar de ojos, el capitán Ernas volvería provisto de poderes especiales para organizar el trabajo en todo el valle de Tangga.
Gedge escogió el mal menor. Convocó una reunión de jefes, recordándoles la ley, y les pidió permiso para solicitar al sindicato de la capital un organizador oficial. También les comunicó que en adelante había que conservar una relación de las cuotas que se habían pagado para que el capitán Ernas pudiera responsabilizarse de ellas más tarde. Entonces hizo entrar al capitán Ernas y le repitió lo que había dicho.
Esto resolvió el problema del capitán Ernas durante algunas semanas, pero pronto se hizo evidente que los comandantes Djaja y Tukang habían estado trabajando en el mismo sentido en los departamentos de electricidad y de mecánica. Por lo que se comprobó que era necesario organizar más reuniones con los jefes.
Todo esto era demasiado aburrido. Los jefes pensaron que su autoridad había sido subestimada y empezaron a poner trabas. Los trabajadores se lamentaron de haber pagado las cuotas del sindicato porque alguien en Selampang había dicho que tenían que hacerlo y empezaron a descuidar su trabajo; pequeñas dificultades empezaron a producir grandes retrasos. Pero aún vendrían cosas peores.

 

A unos veintidós kilómetros al este del campamento del valle, en la carretera que venía de Port Kail y que era empleada por los camiones de aprovisionamiento, había grandes extensiones de plantaciones de caucho. Dos de ellas estaban todavía dirigidas por los holandeses.
La posición de los holandeses que permanecían en Sonda era difícil y peligrosa. La mayoría eran empleados de las pocas empresas holandesas que, bajo la supervisión del gobierno, tenían permiso para dirigir; los bancos, por ejemplo. El resto eran en su gran mayoría plantadores de caucho de las áreas circundantes donde el sentimiento antiholandés había sido menos violento; eran hombres que antes que enfrentarse con la amarga perspectiva de tener que abandonar todo lo que poseían y empezar de nuevo en otro país, estaban preparados para aceptar los nuevos riesgos que implicaría seguir viviendo en Sonda.
Para los holandeses, esos peligros eran muy reales. Cuando había revueltas en las calles, el riesgo más grande que corría cualquier europeo era que le tomaran por holandés. Después de una serie de incidentes desagradables que habían tenido lugar en Selampang, el jefe de la Policía dio una orden que autorizaba a los europeos que tuvieran un coche que se viera involucrado en un accidente, a seguir conduciendo durante un kilómetro antes de pararse para informar a la Policía. Si se detenía en el lugar del accidente tanto él, como los que viajaban con él, eran inmediata e invariablemente atacados, y a veces incluso asesinados, por la multitud. Daba lo mismo que fueran hombres o mujeres. Siempre les servía de excusa la explicación de que parecían holandeses. Los holandeses propietarios de las plantaciones de caucho se encontraban en una situación extremadamente peligrosa.
No podían vender ni hipotecar sus propiedades, excepto al gobierno, que les pagaría con dinero intervenido que no podían sacar del país. Si seguían trabajando sus propiedades tenían que vender toda su producción al gobierno al precio que éste tuviera estipulado. Por otra parte, tenían que pagar a los trabajadores de sus propiedades el salario mínimo establecido, lo cual hacía imposible que sus propiedades continuaran siendo rentables. Si querían sobrevivir, la única posibilidad que tenían era ocultar una parte de su producción a los inspectores del gobierno y vendérsela en dólares a los comerciantes chinos que hacían un buen negocio comprando caucho «negro» en Sonda e introduciéndolo en Singapur.
Mulder y Smit eran dos hombres de unos cincuenta años que habían pasado la mayor parte de su vida en Sonda. Mulder había nacido allí. Ninguno tenía posesiones en Holanda. Hasta el último florín que poseían estaba invertido en sus propiedades. Más aún, ambos tenían esposas sundanesas y familias numerosas a las que apreciaban enormemente. Inevitablemente habían decidido permanecer allí.
Al principio de nuestra estancia en el campamento los veíamos con frecuencia. Durante los primeros meses, hasta que la carretera estuvo completamente terminada, habíamos usado sus habitaciones de invitados casi como si las hubiéramos alquilado. Smit era un hombre enorme con la cara roja y una amplia sonrisa, y con una increíble capacidad para beber botellas de cerveza. A Mulder le apasionaba el «lieder» alemán, que solía cantar acompañado de un gramófono aprovechando el menor pretexto. Jugaban a las damas entre ellos, y con nosotros jugaban al póquer. Más tarde pudimos compensarles en cierto modo por su hospitalidad, pero a ellos no les gustaba realmente venir a nuestro campamento. No se permitía entrar a ninguna mujer en el club de los europeos, por lo tanto no podíamos decirles que trajeran a sus esposas y había muchos sundaneses en el campamento para los que la simple presencia de un holandés resultaba irritante. Cuando llegaron los coordinadores estuve sin verlos durante semanas enteras.
Una mañana temprano, aproximadamente unos tres meses antes de mi partida, Mulder llegó al campamento diciendo que Smit y su mujer habían sido asesinados.
La primera parte de la historia era fácil de contar. Aquella noche, sobre la una de la madrugada, Mulder y su mujer fueron despertados por el hijo mayor de Smit, un muchacho de dieciséis años. Les dijo que habían llegado dos hombres hasta el bungalow media hora antes y habían estado golpeando la puerta hasta que les abrieron. El ruido le había despertado. Había oído a su padre hablando con ellos, y se produjo una discusión. Su padre se había enfadado. De repente se produjeron cuatro disparos. Su madre se puso a gritar y hubo más disparos. Entonces los hombres se marcharon. Su madre y su padre estaban heridos. Había dejado a su aya cuidando de ellos y había salido corriendo en busca de ayuda.
Cuando Mulder llegó al bungalow, Smit estaba muerto. Su esposa murió poco tiempo después. A continuación cogió a los niños y a su aya y se los llevó con él a su bungalow. Temiendo por la seguridad de su propia familia, se había quedado con ellos hasta el amanecer, antes de venir hasta el campamento para pedirnos que informáramos por radio a la Policía de Port Kail.
Por la forma de contarlo era evidente que sabía más de lo que decía. Cuando me quedé a solas con él y le prometí mantener la boca cerrada, me contó el resto.

 

Dos semanas antes habían ido a verde dos sundaneses con una proposición. Le dijeron que sabían que estaba haciendo contrabando de caucho fuera del país y que cobraba por ello en dólares. Querían una participación de la mitad de los beneficios de todas las operaciones futuras. Si no aceptaba le ocurrirían cosas desagradables, tanto a su familia como a él. Le dejarían dos días para pensarlo. Mientras tanto no debía decírselo a nadie.
Fue a ver a Smit y descubrió que también habían ido a visitarle a él. Los dos plantadores estudiaron la situación meticulosamente. Se dieron cuenta de que estaban indefensos. Por supuesto, no cabía la posibilidad de ir a contárselo a la Policía para pedirles protección. Aparte del hecho de que tendrían que admitir que estaban haciendo contrabando, lo cual siendo holandés era como un suicidio, existía también la posibilidad de que aquellos hombres estuvieran relacionados con la Policía. Finalmente decidieron pagar, pero regateando primero. Pensaron que aquellos hombres se conformarían con una participación de un diez por ciento.
No fue así. Los hombres se enfadaron. Le dieron a Mulder veinticuatro horas más para reconsiderarlo y además le exigieron dos mil dólares en efectivo como garantía de sus intenciones.
Eso había ocurrido la noche anterior. Los hombres debían de haber ido directamente a ver a Smit y se darían cuenta, por lo que éste les dijo que las dos víctimas habían estado hablando entre sí del problema y decidieron demostrarle a Mulder lo que significaba para ellos la palabra negocio. Habían tenido éxito: Mulder estaba decidido ahora a entregarles todas sus propiedades si se lo exigían.
Pero yo estaba aún un poco confundido. Smit no era el tipo de hombre que se asustaba fácilmente. Era difícil creer que hubiera abierto la puerta a medianoche a dos asesinos sin un revólver cargado en la mano. En cuanto a Mulder, si me hubiera pedido que le ayudara a tenderles una trampa a los dos hombres y echar su cuerpo a las aves de rapiña no me hubiera sorprendido mucho.
No lo comprendí bien hasta que no conseguí hacerle que me hablara de los dos hombres. Tocar a alguno de ellos, habría significado la muerte: eran oficiales del ejército sundanés, un comandante y un capitán. La descripción que me dio de ellos no dejaba lugar a dudas en cuanto a su identidad. Convencí a Mulder para que fuera conmigo a ver a Gedge y le repitiera la historia que me había contado.
Aquella noche cuando el comandante Idrus y el capitán Kerani llegaron al bungalow de Mulder, Gedge y yo estábamos esperando detrás del biombo en el dormitorio. Les oímos describir lo que le habían hecho a Smit y a su mujer y amenazaron a Mulder con darle el mismo tratamiento si no pagaba. Entonces salimos armados con escopetas y con una copia en taquigrafía de lo que habíamos oído. Durante un rato la atmósfera se cargó de protestas. Sin embargo, al final, hicimos un trato. Si el comandante Idrus y el capitán Kerani dejaban a Mulder en paz, no emprenderíamos ninguna acción contra ellos.
Mulder guardaría nuestras declaraciones firmadas en el banco, de forma que si le pasaba algo las declaraciones irían directamente a la Policía. Era un pobre acuerdo, pero si no queríamos mezclar a Mulder en las investigaciones de la Policía, era lo mejor que podíamos hacer.
Idrus y Kerani sonreían cuando se fueron para volver al campamento en un camión del departamento de abastecimiento. Tenían razón para sonreír, se habían librado de un castigo por el crimen que habían cometido.
Nos quedamos un rato más con Mulder y bebimos demasiada ginebra. En cuanto a Gedge no disfrutó de la reunión.
—¿Le gustaría quedarse aquí, Steve? —me preguntó de repente, cuando volvíamos al campamento en el jeep.
—¿Qué quiere decir?
—Puede quedarse con mi empleo, si quiere.
—No, gracias.
—Es usted un hombre listo. No va a ser agradable tener asesinos en el campamento.
—La comprensión es una buena cosa —dije—, pero a veces es mejor llevar un revólver.
—¿Qué es eso?
—Algo que me dijo el comandante Suparto.

 

Y ahora estaba en el despacho de Gedge por última vez, oyendo lo que decían, sabiendo, sin embargo, que dentro de menos de tres horas todo aquello me parecería tan remoto como un sueño.
A diferencia de sus hermanos oficiales, Suparto había resultado ser un éxito como obrero no cualificado. La capacidad para planificar y organizar era rara entre los sundaneses, pero en este aspecto Suparto era excepcional a todos los niveles. Sintiéndose seguro con un contrato de dos años, el jefe de transportes no tenía escrúpulos para delegar su autoridad en un ayudante tan enérgico y capaz, y se había resistido a los esfuerzos que hacían de los otros departamentos para llevárselo.
Suparto había perfilado la situación astutamente.
Había habido una huelga de estibadores en Puerto Kail la semana anterior, y la tripulación del barco había descargado en el muelle algunas máquinas importantes. Ahora, los aduaneros ponían dificultades, en cuanto a la identificación de' los datos individuales en la revisión de la carga del barco, y no querían aclararlo. En su opinión estaban convirtiendo una pequeña confusión en un gran problema con la esperanza de obtener un soborno sustancioso. Creía que si iban a Kail a ver al jefe de aduanas en persona, el problema se resolvería rápidamente. El jefe de transportes compartía esta opinión.
—Nunca habíamos tenido problemas con los de la aduana, hasta ahora —estaba diciendo Gedge—. Ni siquiera en los primeros días, cuando llegamos aquí. Entonces sí que podían habernos puesto las cosas bien difíciles.
—El comandante Suparto cree que los hombres del lugar deben estar presionados desde arriba —dijo el jefe de transportes.
—Creo que es posible —repuso Suparto—. Pero esto no es algo que pueda aclararse por radioteléfono. Tengo que hablar con esos hombres en privado.
Gedge asintió.
—Muy bien, comandante. Vamos a dejar que se encargue usted de esto. Lo más importante es que la maquinaria se ponga en camino hacia aquí. ¿Cuánto tiempo va a estar fuera?
—Dos días, tal vez tres. Creo que debo partir inmediatamente —se volvió hacia mí—. Señor Fraser, creo que no tendré otra oportunidad de verle. ¿Puedo desearle un viaje seguro y un futuro feliz?
—Gracias, comandante, ha sido un placer conocerle.
Nos dimos la mano y el oficial salió con el jefe de transportes. Entonces empezó la tarea algo más difícil de despedirme de Gedge.
El Dakota llegó a las doce y media; cuando hubieron descargado las sacas del correo, algunas cajas de leche en polvo y un par de pequeños equipos de compresores de aire, pusieron mi maleta a bordo y cargaron después el correo para el exterior. Mi sucesor y uno o dos amigos íntimos habían acudido al campo de aterrizaje a despedirme, así que tuve que hacer aún más tonterías charlando y estrechando manos, antes de poder subir a bordo.
El piloto era Roy Jebb, y el primer oficial era un sundanés llamado Abdul. En estos viajes nunca llevaban una tripulación completa, así que yo era el único pasajero. Me senté en el asiento del operador de radio, justamente detrás de ellos. El avión había estado al sol durante una hora y hacía un calor sofocante en su interior, pero yo estaba tan contento porque me iba que ni siquiera pensé en quitarme la chaqueta; Podía ver a los hombres que habían ido a despedirme regresando hacia donde estaban los jeeps, y pensé vagamente si volvería a ver a alguno de ellos. Entonces, el sudor empezó a chorrearme por los ojos y Jebb me gritó que me abrochara el cinturón.
Dos minutos más tarde estábamos volando.