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El bombardeo del área que rodeaba la plaza
empezó a la una.
Desde tres horas antes, las tropas
insurgentes se habían retirado de las posiciones de vanguardia y
ocupado la manzana de edificios que incluía la Casa del Aire y el
Ministerio de Salud Pública. Al volver del baño, me asomé a la
balaustrada y vi cómo sacaban otros dos cañones antiaéreos a través
de la puerta de las oficinas de la terminal aérea de abajo, y un
camión lleno de heridos que iba en dirección de Telegraf Road. Los
únicos civiles que se veían eran niños. Algunos permanecían de pie,
aterrorizados y en silencio, observando a las tropas; otros,
estaban jugando descaradamente, a las guerras alrededor de un
agujero producido por una bomba y saltando dentro y fuera de las
trincheras.
Un poco después de las once, se oyeron
violentas explosiones. Parecían venir de una distancia de un
kilómetro y medio en dirección norte. Inmediatamente después del
primero, el teléfono de la habitación contigua empezó a sonar.
Durante la media hora que siguió, casi no hubo un solo momento en
que Sanusi o Roda no estuvieran al teléfono, pero la mayoría del
tiempo había tanto ruido fuera que, aunque podía captar algunas
palabras y frases extrañas, no podía darle sentido a lo que decían.
De vez en cuando Sanusi y Roda salían a la terraza y discutían en
torno a un mapa. Si estaban empezando a llegar malas noticias era
evidente que no querían que su personal se enterara de muchos
detalles. En medio de la conferencia, llamaron a Roda por teléfono
otra vez, pero Sanusi se quedó en la terraza, manoseando el mapa,
intranquilo, y mirando a la plaza. Al cabo de unos minutos Roda
volvió y mantuvieron otra discusión secreta. Al parecer tomaron
alguna decisión, porque al final Sanusi asintió y ambos se
volvieron y entraron en la habitación. Unos minutos después
pusieron la radio, y supuse que habían dejado a su estado mayor
ocupado de sus propios asuntos.
El comunicado oficial estaba siendo
transmitido a intervalos de quince minutos y una parte de él era
muy parecida a la que yo me había inventado aquella misma mañana
para hacernos reír. Sir embargo, el resto no era tan divertido. Las
personas que habían intentado impedir los movimientos del ejército
de Liberación Nacional habían sido fusiladas. Otras veinte habían
sido arrestadas como sospechosas de haber cometido actos de
sabotaje y estaban siendo interrogadas. También se advertía que las
personas que no obedecieran las órdenes de inmediato o se
resistieran a ayudar al partido de Liberación Nacional en su lucha
contra los colonialistas reaccionarios que estaban intentando
destruir la voluntad del pueblo, serían expuestos a un juicio
sumarísimo y serían encarcelados, confiscándoseles todos sus
bienes.
Rosalie empezó a preocuparse por su hermana
y por Mina. La lucha parecía trasladarse hacia el sector donde
vivían, y ella tenía miedo de que, si intentaban huir, se metieran
en problemas peores cuando las fuerzas del gobierno empezaran a
acercarse desde el este. Hablamos de esto durante un rato, pero no
hice ningún esfuerzo para tranquilizarla. No era sólo porque sabía
que sería inútil lo que le pudiera decir, sino porque esperaba que
cuanto más preocupada estuviera por su hermana y por Mina, menos
pensaría en sí misma.
Un poco después del mediodía hubo dos
explosiones extraordinariamente violentas que hicieron caer algunos
fragmentos más de yeso, y a los pocos minutos vimos dos columnas de
humo que se extendían sobre los depósitos que había en dirección a
la ciudad vieja. Rosalie dijo que una de las compañías petrolíferas
tenía sus depósitos de gasolina en esa zona, pero me parecía que el
humo era el resultado de las cargas de demolición. Pensé que tal
vez los defensores estaban intentando ahora retrasar los
movimientos de acoso y cerco del gobierno volando los puentes de
los canales, y me pregunté si ya sabían que eran enemigos y no
amigos los que estaban esperando al otro lado.
No tuve que esperar mucho tiempo para
conocer la respuesta. Durante la mañana había encontrado un paquete
de naipes en un cajón, donde Jebb tenía sus cosas, y desde
entonces, a ratos, me había dedicado a enseñarle a Rosalie a jugar
al gin rummy. Acabábamos de sentarnos para terminar una partida
interrumpida cuando se oyó movimiento en la habitación contigua y
apagaron la radio. Sanusi y Roda habían vuelto.
Durante unos minutos se produjo un tranquilo
murmullo de voces, acentuado por secos monosílabos pronunciados por
Roda. De repente, oí las sillas arañando el suelo de baldosas y se
cerró una puerta. Entonces sonaron pasos en la terraza,
descorrieron la cortina y el capitán de estado mayor, al que yo
había visto el día anterior en el piso de abajo, nos observó con
fijeza.
Alcé la vista y me llamó.
—Venga.
—¿A dónde?
—A ver al Boeng.
El corazón me latía con más fuerza de la que
yo hubiera querido, pero por el bien de Rosalie, dejé las cartas
con un suspiro de irritación y una palabra de disculpa antes de
levantarme.
—¡Usted, venga! —repitió en tono
beligerante.
—Ya voy.
Salí a la terraza y se hizo a un lado para
dejarme pasar con la mano en la pistola. No le presté atención y
seguí hacia las ventanas del cuarto de estar. No tenían cristales
y, por tanto, podía ver claramente a los cuatro hombres presentes.
Además de Sanusi y de Roda, había un comandante y un teniente
coronel, los dos estaban cubiertos de polvo y llevaban cascos de
acero.
Igual que antes, fue Roda quien tomó la
iniciativa. Me dijo que entrara. El capitán me siguió y permaneció
detrás de mí. Sanusi estaba sentado en un extremo de una de las
tumbonas, mirando al suelo. No se dio por aludido.
Roda miró a los otros dos.
—Fue este tuan el
que arregló el generador de energía de la radio, que ayer fue
estropeado por una bomba. Era un ingeniero en Tangga.
El teniente coronel asintió,
distraído.
El comandante me miraba. El sudor había
fijado el polvo de sus rostros y tenían los ojos hinchados por la
fatiga.
Roda se levantó.
—Señor Fraser, va a responder a algunas
preguntas. Conocemos ya algunas contestaciones, de forma que
sabremos si dice la verdad o no. Así pues, tenga cuidado.
No dije nada y esperé.
—¿Ha visto hoy al comandante Suparto?
—Claro que le he visto.
—¿Cuándo?
—Creo que fue un poco antes de que el
general y usted subieran, aquí. Aproximadamente una hora después de
que llegaran los aviones que arrojaban las octavillas.
—¿Dónde le ha visto?
—Aquí, naturalmente.
—¿De qué hablaron?
—Me dijo que el general iba a volver a este
apartamento y que debía respetar su deseo de intimidad,
manteniéndome fuera de la terraza de ahí fuera.
—¿Qué más?
—Nada más, creo. ¡Ah, sí!, dijo que iba a
salir a hacer un reconocimiento por la ciudad.
Roda se echó a reír brevemente. Dentro de la
habitación reinaba el silencio. No muy lejos, un cañón antiaéreo
disparaba produciendo un ruido como el que hace una pesada puerta
de dos hojas que se cierra de golpe en un temporal.
Sanusi levantó la cabeza.
—¿No hablaron nada más, señor Fraser?
—No, general.
—¿Por qué iba él a contarle a usted a dónde
iba?
—No tengo ni idea, general.
—Usted conoció al comandante Suparto cuando
él estaba en Tangga. ¿Era usted amigo suyo allí?
—No especialmente. Estaba empleado por la
empresa como coordinador. Sus obligaciones eran muy diferentes a
las mías.
—¿Qué opinión tenían del comandante Suparto
en Tangga?
—Muy buena. De hecho... —me callé sin
terminar.
—Siga, señor Fraser, diga lo que tenga que
decir.
—Sólo iba a decir que el comandante Suparto
era excepcional. El gobierno nos envió un montón de oficiales sin
empleo a trabajar allí con nosotros. El comandante Suparto era el
único que realmente tenía alguna habilidad verdadera.
Se produjo otro breve silencio. Sanusi miró
a Roda. Roda le miró a su vez amargamente durante un momento y
entonces volvió la vista hacia los otros dos.
—¿Han oído? —dijo en malayo—. ¿Recuerdan la
reunión de Kail? Entonces se lo pregunté: ¿por qué le enviaron a
Tangga, donde le resultaba tan fácil ponerse en contacto con
nosotros? Ha sido una suerte, dijeron todos ustedes. Una suerte y
algo más. Demostraba que no tenían la menor sospecha de que era uno
de los nuestros —lanzó una mirada de indignación por la
habitación—. Bueno, ahora ya lo saben. Ahora lo saben...
—Ya está bien —dijo de repente Sanusi con
impaciencia—. Se han cometido muchos errores. Yo creía que aún no
estábamos preparados. Yo era partidario de esperar un año más, para
dejarles que acabaran de destruirse a sí mismos, antes de que
nosotros nos moviéramos. Me sometí a la opinión del comité.
—Que era una opinión proporcionada por un
traidor, Boeng.
—No se lo estoy reprochando. Somos hombres y
no dioses, Ahmad. No podemos leer en el alma —Sanusi se levantó y
fue hasta la mesa.
Debían de creer tal vez que, como estaban
hablando en malayo, yo no les comprendería o q lo mejor se habían
olvidado de mí. Yo me limité a permanecer allí, de pie. Le miraron
como si estuvieran esperando a un oráculo, mientras extendía un
mapa y se inclinaba sobre él.
—Aquí están las posibilidades —dijo al fin—.
Podemos intentar abandonar la ciudad y regresar a nuestra
base.
Roda se encogió de hombros.
—Eso es lo que ellos esperan ansiosamente,
que lo intentemos.
Sanusi le miró fríamente.
—Tendremos en cuenta todas las
posibilidades, Ahmad. Le pediremos su consejo más tarde. La segunda
posibilidad que tenemos es intentar mantener el centro de la
ciudad.
Se detuvo y esta vez Roda permaneció
callado.
—La tercera posibilidad es que negociemos
con ellos —miró al teniente coronel—. ¿Qué dice, Aroff? ¿Cuál es su
opinión?
Aroff se secó el sudor de la frente con el
dorso de la mano.
—En cuanto a la primera posibilidad, estoy
de acuerdo con Ahmad —habló con voz ronca y continuó aclarándose la
garganta—. En cuanto a la segunda, no me opongo a morir. En lo
referente a la tercera, no creo que podamos negociar otra cosa que
la rendición, y eso para nosotros sólo significa morir de una
manera distinta. Creo que es mejor morir como hombres que hacerlo
vergonzosamente en el patio de una prisión.
—¿Comandante Dahman?
—Opino lo mismo, Boeng.
—¿Ahmad?
Roda se les quedó mirando beligerante.
—¿Acaso somos perros acosados? ¿Qué quiere
decir todo esto de morir?
Aroff se irguió.
—¿Puede usted proporcionarnos fusiles,
Ahmad? ¿Puede darnos tanques? ¿Puede en esta hora final convencer a
los hombres que han luchado con nosotros de que abandonen al
general Ishak? Si es así, podremos hablar de vivir.
—No somos perros acosados —interrumpió
Sanusi—, pero tampoco somos niños. ¿Cuál es su opinión,
Ahmad?
—Debemos negociar, Boeng. Piénselo. Aquí estamos en una posición
firme. Ellos tienen tanques, sí, y tienen también fusiles, pero no
se pueden mantener alejados y matarnos a todos con explosivos de
alta potencia. En Monte Cassino, unos pocos alemanes resistieron a
todo un cuerpo del ejército. En Stalingrado, fueron los alemanes
los que pararon el golpe, no los rusos. Sí, ya sé que nosotros
somos diferentes. Estamos separados de nuestros refuerzos. La
munición no nos va a durar siempre. Pero si quieren matarnos, esta
será una operación cara para ellos. Preferirán negociar.
—Desde luego que negociarán para que nos
rindamos —replicó mordazmente Aroff—. Pero ¿qué condiciones nos
pondrán?
—Lina amnistía al cabo de dos años. Las
condiciones del acuerdo tendrán un observador neutral como testigo.
Tal vez el embajador indonesio.
—Estarían locos si aceptaran.
—¿Por qué? Tenemos seguidores en la ciudad.
Si nos matan, no se sentirán seguros. Además, imagínese la buena
impresión que causarían en el extranjero.
Aroff se volvió protestando hacia
Sanusi.
—Boeng. Esto es
una locura.
Sanusi empezó a decir algo y Roda también.
En ese momento se oyó como una embestida rápida. Después el suelo
saltó. Una onda expansiva que pesaba como un saco lleno de tierra
me golpeó en el pecho, y trepidó en mi cabeza con el latigazo
violento de una explosión de T. N. T.
Por un momento permanecí allí mirando
estúpidamente a los otros hombres que había en la habitación y que
a su vez también me miraban estúpidamente. Después me volví y salí
disparado hacia la terraza. La bomba había estallado contra el
alféizar de una ventana del piso de abajo. Las emanaciones de gas y
de humo fluían hacia arriba sobre la balaustrada. Cuando empecé a
toser, el capitán de estado mayor pasó a mi lado y me empujó, al
tiempo que pronunciaba una desagradable exclamación, pero yo estaba
demasiado sordo para escucharle y me fui a asomar a la balaustrada.
Entonces los vapores de la emanación también le alcanzaron a él y
se dio media vuelta. Me volví a mirar a la habitación. Roda tenía
el dorso de la mano sujetándose la frente, como si estuviera
aturdidido. Sanusi le decía algo a gritos. Me deslicé por la
terraza hasta llegar a la habitación.
Rosalie estaba sentada en mi cama tapándose
la cara con las manos, temblando violentamente. Tampoco yo me
encontraba demasiado bien. Si aquello era una muestra de los
bombardeos que debíamos esperar de las unidades navales, no íbamos
a durar mucho.
La rodeé con mis brazos y levantó la cara
para mirarme. El silbido de la segunda bomba alcanzó su culminación
y los dos nos agachamos involuntariamente. El estallido que siguió
hizo que el vaso que había en la mesa tintineara contra la botella
de agua situada junto a él, pero eso fue todo. Había sido a unos
trescientos metros.
Repetí el viejo axioma de que «Si puedes
oírlo acercarse, es que no te va a dar».
Hasta ahora aquella frase no le había
tranquilizado a nadie y tampoco la tranquilizó a ella. El
destructor estaba disparando sus cuatro cañones por separado, así
que el bombardeo era regular, pero pronto me di cuenta de que el
primer acierto había sido por carambola.
Cuando después de veinte minutos cesó el
bombardeo, no habían conseguido lanzar ninguna otra bomba en un
radio de cincuenta metros alrededor de la Casa del Aire. Tal vez
tampoco lo habían intentado. Sin embargo, para Rosalie, cada
descarga iba dirigida no solamente contra el edificio en el que
estábamos, sino contra nuestra propia habitación. Giré una de las
camas para que nos sirviera de protección por si había un estallido
en la terraza, y nos tumbamos en el suelo detrás, pero no creí que
ella se sintiese más protegida.
Sin embargo, cuando llegó la calma, la hice
salir a la terraza conmigo para ver qué desperfectos se habían
producido. Había algunos socavones en la plaza y un pequeño
edificio del lado más alejado de la misma estaba ardiendo, pero eso
fue todo lo que pudimos ver. De hecho, toda la zona de edificios
que estaban inmediatamente detrás de nosotros había recibido de
lleno el embate del bombardeo, pero no había razón para decírselo a
ella. Los desperfectos de nuestro propio edificio tampoco estaban a
la vista. Como ella había esperado encontrar toda la plaza en
ruinas, aquello la produjo una satisfactoria sensación de sorpresa.
Nos acercamos al extremo de la terraza donde estaba el baño y no
vimos ni rastro de los hombres que estaban en el salón. Supuse que
habían terminado el consejo de guerra en el otro lado del edificio.
Rosalie había oído algo de lo que se había dicho mientras yo
permanecí allí, y entonces yo le conté el resto. La posibilidad de
que hubiera una negociación le tranquilizó bastante. No le dije lo
que yo opinaba de aquello. Cuando volvimos a la habitación, pude
convencerla para que tomara algo de fruta y empezamos otra partida
de gin-rummy.
Acababan de dar las tres cuando el capitán
de estado mayor vino otra vez a buscarme.
Desde las dos, los ruidos de la lucha
callejera se habían ido aproximando firmemente, y habíamos tenido
otro bombardeo de unos veinte minutos, lanzado por el destructor.
Este había sido mejor y peor que el anterior; peor porque los se
habían acercado ligeramente y habían conseguido lanzar todas las
bombas alrededor de la plaza misma, y mejor porque Rosalie,
convencida de que sus temores anteriores habían sido bastante
infundados, sugirió que siguiéramos jugando al gin-rummy en el
suelo. Tenía que admitir que ahora eran mis manos las que temblaban
y no las suyas, y era ella la que estaba preocupada por mí cuando
una explosión cercana me hizo estremecer y tirar las cartas, pero
en general la situación actual había mejorado en relación con la
anterior.
El capitán de estado mayor se portó más
educadamente en esta ocasión. Me explicó que el coronel Roda quería
verme, pero dijo que no sabía por qué. La radio de la habitación
contigua estaba silenciosa, y con el ánimo por los suelos, pensé
que, tal vez, el generador se había vuelto a estropear. El capitán
se encogió de hombros cuando se lo pregunté y repuso que no sabía
nada. Le dije a Rosalie que si tenía que estar fuera durante algún
tiempo, intentaría mandarle un mensaje y después salí con él.
Me condujo a un despacho que estaba en el
tercer piso en la parte trasera del edificio. La bomba que había
estallado en el quinto piso había destruido tres oficinas y
derribado parte de la pared del corredor, pero no había muertos, ni
ningún destrozo importante en la estructura. Sin embargo, se había
producido un cortocircuito y Alwi estaba intentando arreglar el
desperfecto. Le pregunté por el generador, pero dijo que estaba
funcionando perfectamente. Cuando llegué al despacho del coronel
Roda, me sentía preocupado y extrañado al mismo tiempo.
El despacho donde me introdujo el capitán
parecía una sala de conferencias después de una reunión de
directores. El aire estaba lleno del humo de los cigarrillos, había
un montón de tazas de café sucias y papeles garabateados y
arrugados. Habían estado allí siete hombres, pero ahora sólo
quedaban dos, Roda y Aroff. Este último se había aseado y llevaba
una gorra negra en lugar del casco de acero, pero parecía aún más
fatigado que antes. El rostro de Roda era del color del cemento. Al
parecer no habían tenido una reunión muy positiva.
Estaban sentados en un extremo de la mesa,
leyendo un documento y comparándolo con lo que evidentemente era el
borrador de lo que había sido escrito a máquina. Ante mi extrañeza,
Roda me señaló una silla con la mano. Me senté lo más alejado que
pude de ellos y esperé. Cuando terminaron, Roda miró
interrogativamente a Aroff; éste le hizo una señal de aprobación,
pero con el gesto del hombre que ha accedido a algo en contra de su
voluntad. Roda apretó los labios y se volvió hacia mí.
—Señor Fraser, hemos enviado a buscarle
porque creemos que puede estar dispuesto a ayudarnos.
—¿Ah, sí?
—El general y yo quedamos muy impresionados
por su cooperación en el tema del generador. En circunstancias de
la mayor dificultad y sin la ayuda ni el equipo apropiados, usted
empleó su habilidad y sus conocimientos con un resultado tan
favorable que conseguimos destruir todos los intentos del enemigo
de silenciar Radio Sonda.
Aquello era increíble. Durante un alocado
momento pensé que iba a ponerme una condecoración. Tal vez la orden
de Boeng Sanusi (de segunda clase). Le
devolví la sonrisa cautelosamente. Me fijé en que Aroff se estaba
mirando las uñas, con aire ausente, como si lo que se estaba
diciendo no tuviera nada que ver con él.
—Siendo esto así —continuó Roda
afablemente—, creemos que sería razonable suponer que, como amigo
inglés de Sonda, se mostrará favorable a la política y las
aspiraciones del partido de Liberación Nacional y su líder.
Podía pensar en muchas respuestas para
aquello, pero en aquel momento tenía curiosidad por saber lo que
querían.
Moví la cabeza pensativamente.
—Como extranjero que soy, naturalmente,
sería una impertinencia por mi parte expresar mi opinión sobre sus
asuntos políticos.
—Sin embargo, señor Fraser, creemos que no
es insensible a los principios que representamos. Por esta razón le
pedimos que confíe en nosotros.
—Ya veo —no veía nada, pero era evidente que
esperaban que dijera algo.
—Bien, como sabe las fuerzas de Nasjah han
contraatacado. En este momento se está llevando a cabo una batalla
en las calles de nuestra ciudad. Pero debo decirle, señor Fraser,
que si no fuera por las actividades de ciertos agentes enemigos y
por la actitud inconstitucional de la banda de Nasjah, que está
arrestando a muchos de nuestros partidarios acusándoles de falsos
cargos, esta batalla no se habría producido. Deberíamos tener el
control absoluto. Según están las cosas, Sonda se enfrenta no
solamente a una guerra civil, sino también a la destrucción de
extensas áreas de nuestra capital. Señor Fraser, somos patriotas,
no salvajes. Sonda no puede soportar una guerra civil. No podemos
permitir que Selampang sufra innecesariamente. El general Sanusi,
por lo tanto, ha tomado la iniciativa de proponer al general Ishak
un armisticio entre iguales, durante el cual pueden tener lugar
negociaciones para evacuar a todas las fuerzas armadas de la ciudad
y nombrar a una comisión mixta de conciliación bajo una supervisión
neutral.
No era una mala jugada. Si no hubiera
hablado con Suparto me lo hubiera tragado durante algún tiempo.
Eché una mirada a Araff. Había sacado una navaja y se estaba
limpiando las uñas. Miré otra vez a Roda.
—Le deseo toda clase de éxitos, coronel.
Pero no creo que pueda ayudarles.
—Le explicaré, señor Fraser. Hemos estado en
comunicación telefónica con el cuartel general del general Ishak y
hemos acordado ciertas condiciones para llevar a cabo una reunión
preliminar para tratar en ella los términos del alto el fuego. Esta
reunión tendrá lugar bajo bandera blanca, frente al cuartel de la
Policía, a las cuatro. Es decir, dentro de media hora —se detuvo y
se revolvió incómodo en su asiento.
—¿Sí, coronel?
—Hemos solicitado la presencia de
observadores extranjeros independientes, de forma que si se hace
alguna promesa o se firma algún tratado, sea oportunamente
testificado. Hubiera sido apropiado que fueran representantes
consulares o diplomáticos, pero no llegamos a un acuerdo. El
enemigo se negó a permitir que representantes extranjeros
acreditados participaran en lo que ellos califican como asunto de
política interna. Intentaban hacernos creer que sería contrario al
protocolo y una usurpación de nuestra soberanía nacional. De hecho,
naturalmente, tienen miedo a desacreditarse. Sin embargo, nos hemos
puesto de acuerdo en que estén presentes dos representantes
extranjeros que no sean diplomáticos, uno por cada parte, siempre
que no sean representantes de ningún periódico ni de nacionalidad
holandesa. Nos gustaría que asistiera usted por nuestra parte,
señor Fraser.
—¿Yo? ¿Por qué yo? Seguramente habrá alguien
más adecuado en la zona que ustedes controlan, algún hombre de
negocios que reúna todas las condiciones que han acordado.
—Puede que lo haya, señor Fraser, pero no
sabemos dónde encontrarle en este momento. No tenemos mucho
tiempo.
—Francamente, no sé por qué necesitan
ustedes a nadie en absoluto.
Lo dije por simple malicia, porque sí sabía
la razón. No tenían nada que ofrecer a cambio de las condiciones
que exigían; sólo esperaban que les saliera bien la jugada y
estaban haciendo todo lo posible para conseguir que las
negociaciones parecieran serias y respetables. Si los oponentes
tuvieran la mínima duda sobre sí mismos, seguramente sería posible
que la presencia de observadores neutrales pudiera influir en su
decisión.
—Estamos de acuerdo en el procedimiento
—dijo fríamente. Estaba harto de discusión, y su mirada empezaba a
indicar el hecho de que me cortaría el cuello antes que pedir mi
cooperación.
—Muy bien, ¿qué tengo que hacer?
—El coronel Aroff será nuestro delegado.
Usted le acompañará.
—¿Cuáles son mis obligaciones?
—Primero, tomar nota de lo que se dice
—vaciló—. Naturalmente, si usted viera que la otra parte no enfoca
la situación correctamente, usted tendría derecho a consultar con
su observador, y tal vez a protestar —sus ojos sostuvieron mi
mirada—. Supongo que será usted consciente, señor Fraser, de que en
interés de todos sería conveniente que se llegara a un acuerdo
aceptable.
Puso demasiado énfasis en la palabra
«todos». En ese momento lo comprendí.
—¿Puedo saber cuáles son los términos que
ustedes aceptarían?
—El coronel Aroff ya tiene instrucciones. Se
las explicará a usted por el camino. Deben irse ahora.
El coronel Aroff dejó la navaja, se guardó
en el bolsillo el documento que habían estado estudiando y se
levantó. Entonces, con una inclinación de cabeza dirigida a mí,
salió de la habitación. Ni siquiera miró a Roda.
El capitán de estado mayor estaba esperando
en el pasillo y cuando salí detrás de Aroff se unió a la comitiva.
Me di cuenta de que llevaba en la mano algo parecido a un
portafolios alargado. Seguimos a Aroff escaleras abajo hasta la
entrada que estaba 464 protegida con sacos. Allí había un centinela
que nos pidió los pases para permitirnos abandonar el edificio.
Como Suparto se había marchado, la puerta de servicio estaba
cerrada. El capitán tenía los pases y salimos.
Fuera, en la calle, nos estaba esperando un
jeep que reconocí. Era el que había utilizado Suparto en Tangga. Un
soldado estaba sentado en el asiento del conductor. Aroff se detuvo
y miró al objeto que llevaba en la mano.
—¿Es esa la bandera blanca?
—Sí, coronel tuan.
—No debe ser vista aquí. ¿Sabe
conducir?
—No, coronel tuan.
Aroff pareció disgustado.
—Yo tampoco sé.
—Conduciré yo si quiere, coronel.
Por primera vez me miró directamente.
Después de pensarlo un momento, asintió, y le dijo al capitán de
estado mayor que fuera a despedir al conductor.
—Cuando las gentes ven una bandera blanca
—me dijo—, empiezan a pensar en la tranquilidad. Después de eso es
difícil hacerles luchar. El conductor habría vuelto aquí y se lo
habría contado a todos.
Cuando íbamos hacia el jeep estalló una
bomba lanzada por el destructor entre los árboles del otro lado de
la plaza, y lanzó un montón de ramas rotas por el aire. Me acordé
que no había intentado mandarle un mensaje a Rosalie, pero ya era
demasiado tarde para hacerlo. Otra bomba cayó cerca de una de las
posiciones de los cañones. Como ya podía oír normalmente, escuché
gritar a un hombre que debía de estar herido.
—Es un derroche de munición —subrayó Aroff
inflexible—. Han hecho casi doscientas descargas, ¿y qué han
conseguido con ello? Seis hombres muertos y veinte heridos. Es
absurdo.
Absurdo o no, también habían organizado un
buen lío en algunos edificios de la plaza y sus alrededores. Una de
las calles por las que intenté pasar con el coche estaba
completamente bloqueada por los cascotes caídos, y tuve que dar un
rodeo. No fue fácil. El área que ahora defendía Sanusi no alcanzaba
mucho más de medio kilómetro de anchura en algunos sitios, y
tuvimos que retroceder dos veces de calles que estaban bajo el
fuego enemigo. En varios sitios habían volcado autobuses y camiones
y grupos de civiles, tanto hombres como mujeres, eran obligados por
patrullas de soldados a atravesar los vehículos en la calzada para
que obstaculizaran el paso de los tanques. Una vez vi la cara de un
niño en una ventana, pero estaba demasiado ocupado conduciendo para
andar mirando a mi alrededor.
Los cuarteles de la Policía estaban en el
lado opuesto de la central de teléfonos, en una carretera larga y
estrecha que empezaba en algún lugar del sector chino y terminaba
en el aeropuerto. Aproximadamente a unos doscientos metros de los
cuarteles llegamos a un cruce de canales, donde había un cine en
una esquina, y una barricada de coches volcados y atravesados en la
calzada. Vimos un cañón antiaéreo detrás de uno de los coches, y un
par de ametralladoras en los profundos desagües a ambos lados de la
carretera. Cuando me dirigía a la barricada, un oficial que parecía
que acababa de ser ascendido salió de un portal y vino corriendo
hacia nosotros.
Aroff le devolvió el saludo
mecánicamente.
—¿Le han comunicado las órdenes,
teniente?
Aroff miró las paredes ametralladas del
almacén chino que corría a lo largo de uno de los lados de la
carretera.
—¿Hasta cuándo han estado bajo el fuego
enemigo?
—Hasta hace diez minutos, coronel tuan.
Señaló con orgullo los cartuchos vacíos que
había en el suelo, detrás del cañón antiaéreo.
—Y ellos no se han salido con la suya. Al
carro blindado que enviaron no le ha gustado nuestro cañón.
—¿Han destruido ustedes el carro
blindado?
—Ah, no, tuan
—sonrió tolerantemente, como si le hubiera preguntado una
tontería—. Pero no han vuelto a por más. Ahora se han traído un
tanque.
—¿Dónde está el resto de nuestros
hombres?
—En el tejado del almacén chino, tuan.
Aroff miró el reloj.
—Nos quedan cinco minutos, señor Fraser.
Tenemos que discutir la situación.
Bajó del jeep de un salto y le seguí cuando
se dirigía a la barricada. El capitán pareció que iba a seguirnos,
entonces lo pensó mejor y se puso a hablar con el teniente.
Aroff miró por el hueco que había entre los
dos carros volcados que los fusileros habían utilizado como tronera
y me indicó que hiciera yo lo mismo. Los soldados que estaban
sentados a la sombra de uno de los camiones levantaron la mirada
lentamente.
Excepto por un perro que yacía muerto, justo
al otro lado del canal, el tramo de carretera que había entre la
barricada y el cuartel estaba vacío. La única señal de vida visible
en las casas de apartamentos destartaladas que la bordeaban era una
cuerda con ropa tendida que colgaba entre dos ventanas. Fuera del
cuartel de la Policía, en el centro de la calzada, y con la mira
dirigida hacia nosotros, había un tanque.
Aroff me estaba mirando cuando me
incorporé.
—¿Ha sido usted soldado, señor Fraser?
—Estuve en el ejército británico.
—¿Como oficial?
—Sí, de ingenieros. ¿Por qué?
Me apartó de allí y volvimos caminando a lo
largo de la carretera durante unos cuantos metros. Cuando estábamos
fuera del alcance del oído de los fusileros, se detuvo.
—Si ese tanque que hay ahí se decidiera a
seguir adelante por la carretera, señor Fraser. ¿Qué cree que
pasaría?
—¿Qué quiere decir?
—¿Ve algo aquí que pueda detenerlos?
—Nada. El disparo de los dos antiaéreos
rebotará en él. Empujará violentamente lo que bloquea la carretera,
lo quitará de en medio y seguirá andando. A menos que ustedes hayan
puesto una mina antitanque debajo del cruce.
—No tenemos minas.
—¿Y no tienen otras armas antitanques?
—Aquí ninguna.
—Entonces no hay nada que pueda
detenerlo.
—Exactamente —sacó el documento de su
bolsillo y me lo ofreció—. ¿Quiere leer esto?
—Creo que el coronel Roda me explicó
claramente su contenido.
—Entonces nos entendemos mutuamente. De
hecho lo único que les puedo ofrecer es un pequeño ahorro de
esfuerzo. Lo demás son sólo palabras y ellos lo sabrán.
—¿Qué quiere que haga yo, coronel?
Se encogió de hombros.
—¿Le interesa a usted lo que nos pase a
nosotros?
—Si hay alguna posibilidad de un alto el
fuego, naturalmente haré todo lo que pueda por ayudar.
—Entonces sólo le pediré una cosa, señor
Fraser.
—¿Sí?
—El general Ishak es un militar. Si tiene
usted que referirse a Roda, por favor, no le llame coronel Roda. En
el ejército del general Ishak era capitán.
—¿Y el general Sanusi?
—Coronel Sanusi sería más discreto.
—¿Y en cuanto a usted, coronel?
Sonrió ligeramente.
—Yo no recibí ningún nombramiento. Pero no
creo que el general Ishak considere eso como un punto a mi favor.
Hablaremos, como es lógico, en malayo.
Volvió a mirar el reloj, después se volvió y
se dirigió al jeep.
El capitán de estado mayor se adelantó.
Cuando Aroff hizo un gesto con la cabeza, cogió la bandera blanca
de paz, la sacó de su funda, la extendió y la fijó en el parabrisas
del jeep. Vi cómo los artilleros la miraban incrédulos. Entonces el
teniente gritó una orden y se pusieron de pie. A otra orden
quitaron el cañón separándolo de la calzada. Los de la
ametralladora les ayudaron a arrastrar uno de los coches un metro
escaso para que quedara sitio y pudiera pasar el jeep por en
medio.
Aroff no se fijó en esos preparativos. Se
había subido al jeep y estaba allí sentado impasible debajo de la
bandera. Fui a instalarme a su lado, en el asiento del conductor
mientras el capitán se montaba en la parte trasera. Permanecimos
allí sentados durante unos minutos. Aroff volvió a mirar su reloj y
me hizo una señal con la cabeza.
Conduje por el hueco a través de la
barricada y continué por la carretera.
—Lentamente, señor Fraser —dijo Aroff—, y
manténgase en el centro.
No necesitó decirlo. En el momento en que
pasamos la barricada, me sentí terriblemente indefenso. Estaba
completamente seguro de que aquel tanque abriría fuego sobre
nosotros. La bandera blanca ondeando en su mástil sobre nuestras
cabezas me parecía una protección completamente inadecuada. Sólo
con que a un idiota se le ocurriera apretar el gatillo alegremente,
bastaría para que todos los cañones de Selampang dispararan contra
nosotros. No llevaba sombrero, y ya tenía bastante calor. Al
conducir, el sudor empezó a escurrírseme por los ojos.
Los primeros cien metros fueron los peores.
Después, pude ver el morro del cañón del tanque descendiendo
gradualmente a la vez que el artillero nos tenía en la mira y supe
que, a menos que condujéramos de repente directamente hacia él,
arrojando granadas antitanque, no iba a dispararnos. También pude
ver a un grupo de oficiales de pie junto a la puerta del cuartel de
la Policía, esperando.
Cuando estábamos a diez metros del tanque un
teniente con el uniforme del gobierno salió de detrás de él y
levantó la mano. Me detuve con una sacudida que hizo que el capitán
de estado mayor diera un bandazo contra el respaldo de mi
asiento.
Aroff bajó muy erguido y se quedó de pie
junto al jeep. Cuando el capitán y yo nos unimos a él, el teniente
avanzó y se detuvo frente a nosotros.
—Síganme, por favor —dijo cortésmente.
Se volvió y le seguimos más allá del tanque
y de la puerta de entrada. El grupo de oficiales ya no estaba allí.
Sólo había dos centinelas que nos observaron con curiosidad. El
teniente se abrió camino hasta el patio del cuartel y los dos
centinelas se acercaron y se pusieron detrás de nosotros.
En el centro había una enorme palmera y
habían colocado una mesa y una silla a la sombra del árbol. El
general Ishak se sentó a la mesa. De pie, detrás de él, había
cuatro oficiales y un civil. No había visto nunca a Ishak antes.
Era un hombre delgado, de aspecto amargado, mirada colérica y con
uno de esos bigotes sundaneses que parecía que se lo acababa de
colocar con pegamento. Sin embargo en aquel momento era más
interesante para mí el hecho de que, justamente detrás de él,
todavía macilento pero vigoroso y aseado, vestido con un uniforme
auténtico, estaba el comandante Suparto. Cuando nos acercamos a la
mesa, vi que sus ojos pestañeaban al mirarme, pero no dio señales
de reconocerme.
Aroff se detuvo y saludó al general.
Ishak no le devolvió el saludo. Durante un
momento se miraron uno al otro, en silencio. Yo estaba de pie un
poco detrás de Aroff y vi cómo se le crispaban los músculos de las
mandíbulas. Ishak me miró.
—¿Quién es éste? —preguntó. Reconocí la voz,
era fría y desagradable, sonaba como si estuviera intentando hablar
y tragar a la vez. Había oído esa voz antes esa misma semana.
—El señor Fraser es un ingeniero que
trabajaba en el proyecto del valle de Tangga, general. Está aquí
voluntariamente, como observador.
—Muy bien —miró al civil que estaba junto a
Suparto—. Este es el señor Petersen, de la Agencia Malaya de
Caucho.
—¿Es holandés? —preguntó secamente
Aroff.
—Danés —dijo el señor Petersen. Era un
hombre corpulento, con la cara regordeta. Tendría cincuenta y
tantos años, llevaba un traje con corbata incluida y daba la
impresión de que de un momento a otro iba a desvanecerse debido al
calor. Le saludé y me sonrió nervioso.
Ishak bostezó.
—Aunque no es fácil comprender por qué deben
estar presentes dos observadores extranjeros en una simple
operación de tipo político —dijo, y miró a Aroff—, este encuentro
se ha celebrado a petición de Sanusi. Sólo puede desear rendirse.
Me queda, por tanto, informarles del lugar y el tiempo. ¿Están de
acuerdo?
—No, general. Lo que yo traigo son
instrucciones para discutir los términos de un armisticio.
—¿Qué armisticio? ¿Qué condiciones?
Aroff rebuscó en su bolsillo y sacó el
documento.
—Aquí tengo las proposiciones.
Ishak tomó el documento, le echó un vistazo
de forma impasible y después se lo pasó al coronel, que sería
seguramente el jefe de su estado mayor, y que estaba de pie detrás
de él. Suparto lo leyó por encima del hombro del coronel. Cuando
terminaron, el coronel se lo devolvió a Ishak. Este último volvió a
echarle un vistazo y entonces miró a Aroff.
—Antes de convertirse en un traidor, Aroff,
usted era un hombre inteligente —rompió el documento en dos y
arrojó los trozos sobre la mesa—. ¿Qué le ha pasado?
—Estoy aquí para discutir unos términos,
general.
Aroff controlaba cuidadosamente su
voz.
Ishak arrojó el papel roto lejos de
él.
—Esta discusión ha terminado. Si no quiere
ofrecernos ninguna explicación personal, entonces no perderemos más
tiempo.
Aroff no se movió.
—El documento, general, estaba previsto como
base para las negociaciones. Puede ser modificado.
Ishak movió la cabeza.
—No puede ser modificado. Usted no está aquí
para discutir o negociar términos. Si no ha venido a ofrecer su
rendición entonces estamos perdiendo el tiempo —se levantó—. Tiene
cinco minutos para volver a sus líneas.
Aroff vaciló, después claudicó.
—¿En qué términos aceptaría una rendición,
general?
—Se lo diré. Sus jefes dicen que quieren
evitar sufrimientos inútiles y daños en las propiedades. Yo
también. En ese punto estoy de acuerdo. Muy bien. Aceptaré la
rendición de todos los miembros de su ejército rebelde. Que se
desarmen a sí mismos, se agrupen en partidas separadas de no más de
veinticinco y vayan bajo la bandera de la rendición a la plaza que
hay frente a la estación del ferrocarril. Cada grupo debe designar
un jefe que llevará la bandera blanca, y todos los hombres deben
llevar consigo toda la comida que tengan. Todas las armas y
municiones deberán dejarse bajo custodia en la plaza Van Rieebeck
hasta que nuestras tropas lleguen allí.
—¿Qué tratamiento recibirán los que se
rindan?
—De momento serán considerados como si
fueran prisioneros de guerra extranjeros, de acuerdo con los
términos de la Convención de Ginebra. Más tarde, sin duda al cabo
de un año, tal vez será concedida una amnistía. Eso es todo, creo.
¿Le parecen duros estos términos, Aroff?
Aroff negó con la cabeza.
Ishak sonrió desagradablemente.
—Después de lo que ha pasado, me parecen
absurdamente indulgentes. ¡Utilizo expresiones de los políticos,
Aroff! Debería usted reírse.
Aroff suspiró.
—Usted fue lo bastante amable como para
decir que yo era un hombre inteligente, general. Tendría usted más
dignidad si me tratara como tal.
—¿Qué más quiere, Aroff? ¿El perdón
total?
—La lista de excepciones, general. La lista
de aquellos a los que no se les permitirá rendirse.
—Ah, sí, los rebeldes —levantó la mano y
Suparto le entregó un papel—. Veamos. Sanusi, Roda, Aroff,
Dahman... Siento decirle que está usted en la lista. ¿Quiere que
siga leyendo?
—Si la ha elaborado el comandante Suparto,
estoy seguro de que estará completa—. Aroff miró directamente a
Suparto, y me alegré de no poder verle los ojos.
Suparto le devolvió la mirada
impasible.
Ishak le entregó a Aroff el documento.
—Sus jefes querían ver esto. Tienen media
hora para informarnos si aceptan nuestros términos.
—¿Términos, general? —preguntó Aroff
amargamente—. Seguramente querrá decir esta sentencia de
muerte.
—No, Aroff —los ojos de Ishak se achicaron—.
Esa sentencia ya ha sido dictada. Ya no se trata de si van a morir
todos o no, sino solamente de cómo van a morir y cuántos de sus
hombres morirán con ustedes. Ahora vamos a ver qué valor concede su
jefe a las vidas de sus hombres —se volvió hacia Suparto—. Ordene
que se vayan.
Ishak empezó a caminar hacia la entrada del
cuartel. Suparto le siguió rápidamente y le dijo algo. Ishak se
detuvo. Le vi volverse a mirarme y entonces hizo una señal de
aprobación a Suparto antes de seguir andando.
Suparto se dirigió a Aroff.
—El señor Fraser es extranjero y no es
combatiente. ¿Es necesario que regrese con usted?
Aroff se encogió de hombros.
—No sé, supongo que no.
—Es muy necesario —dije.
Los dos se quedaron mirándome.
Suparto se estremeció.
—¿Por qué?
—Roda me dijo bien claro que consideraría a
la señorita Linden como rehén.
—Eso es absurdo.
—Ayer no lo consideró absurdo, comandante,
debería saberlo.
—Ahora la situación es diferente.
—Para la señorita Linden, no. Está todavía
allí arriba, en el apartamento. Le agradezco mucho su sugerencia,
pero creo que debo volver.
Suspiró irritado.
—Esto es una locura, señor Fraser. Esa mujer
no es su esposa.
—Tal vez el señor Fraser sienta escrúpulos
de traicionar a aquellos que confían en él —dijo Aroff.
Suparto no se inmutó, su rostro era una
máscara. Por un momento se quedó mirando a Aroff. Entonces le hizo
una señal al teniente que estaba esperando para conducirnos hasta
el jeep.
Aroff estaba sonriendo cuando se dio media
vuelta.
El jeep había estado al sol y quemaba al
tocarlo. Maniobré con dificultad para dar la vuelta entre las
profundas acequias. Además el capitán de estado mayor estorbaba mis
movimientos, pues iba apoyado en el respaldo de mi asiento
suplicándole a Aroff.
—La lista, coronel, ¿puedo ver la
lista?
—Ahora, no.
—Un hombre tiene derecho a saber si va a
morir.
—Todos los hombres tienen que morir,
capitán.
—Si pudiera ver la lista.
—No mientras nos estén mirando. ¿Es que no
tiene dignidad?
—Por el amor de Alá, dígamelo.
—¿Es usted un renegado? ¿Tuvo usted
anteriormente algún cargo en la República?
—Usted sabe que sí, coronel.
—Entonces estará en la lista.
Por fin conseguí darle la vuelta al jeep y
conducirlo de regreso al cuartel. Detrás de mí, el capitán empezó a
llorar.
Desde aquel lado del cruce de los canales
podía ver la fachada del cine. Sobre el pórtico había un anuncio
muy grande. La semana próxima iban a poner Sansón y Dalila.
Cuando llegamos otra vez a la plaza, el
bombardeo se detuvo. El Ministerio de Salud Pública había recibido
un impacto directo sobre el tejado, y el humo se elevaba desde los
cascotes humeantes que había abajo.
Delante de la Casa del Aire se veía un
montón de escombros que parecían haber caído de uno de los pisos
superiores. Por toda la plaza aún había hombres cavando. Se
escuchaba el insistente rumor de los disparos de las
ametralladoras. Parecía que llegaban de algún sitio a una distancia
de sólo una o dos calles.
Rosalie había permanecido sola durante casi
una hora y estaba preocupado por ella. Lo único que Aroff había
hablado desde que volvimos a cruzar el canal había sido para
decirme que me parara para que el desdichado capitán pudiera quitar
la bandera blanca... Cuando bajaron del jeep me lo llevé a un
lado.
—No creo que le sirva de mucha ayuda con
Roda. ¿No le parece, coronel?
Lo pensó durante un momento y luego
dijo:
—No, este capitán le acompañará. Le diré a
Roda que se lo he ordenado yo.
—¿Hay alguna razón por la que la señorita
Linden y yo debamos permanecer aquí?
—Ninguna, excepto que necesitará el permiso
de Roda para irse. En este momento no creo que sea conveniente
preguntárselo.
—Comprendo lo que quiere decir.
—Además, ¿a dónde iban a ir? Las calles son
más peligrosas para ustedes que este lugar, y por otro lado, ¿quién
les iba a recibir en su casa en un momento semejante?
—A lo mejor se rinden.
Movió la cabeza.
—Nunca lo consentirán. Soñarán con algún
escape peligroso. Ishak lo sabe. Sólo nos está humillando. Quiere
destruirnos a todos.
—Si dependiera de usted, coronel, ¿lo
aceptaría?
Se encogió de hombros fatigosamente.
—Si dependiera de mí, nunca hubiera
intentado negociar. No le tengo tanto miedo a la muerte. Ahora nos
hemos desacreditado y moriremos avergonzados.
Vaciló un poco y después hizo un gesto de
despedida.
—Ha sido un placer gozar de su compañía,
señor Fraser.
El capitán de estado mayor me dejó a la
puerta del apartamento y volvió rápidamente abajo. Seguramente para
contribuir con su pánico a la discusión sobre los términos de la
rendición.
La puerta que comunicaba el vestíbulo con el
salón estaba cerrada. Si había algunos oficiales dentro no quería
entrar inesperadamente. Llamé a la puerta, no obtuve ninguna
contestación; pero al abrirla me quedé impresionado.
Cuando me marché el toldo de la terraza
estaba colocado firmemente en su lugar. Ahora ya no había toldo y
las persianas estaban aplastadas. Una de las tumbonas estaba tirada
sobre la balaustrada.
Salí corriendo a la terraza.
La bomba había caído en la terraza de uno de
los apartamentos sin terminar, a unos diez metros más allá del muro
de separación con los pinchos de hierro, y había derruido un trozo
completo de la balaustrada. El muro de separación estaba colgando
como una puerta desencajada y la explosión había arrancado el
tejado del cuarto de baño.
Cuando vi aquello salí disparado hacia el
dormitorio llamando a gritos a Rosalie. Tropecé con una de las
persianas. Entonces la vi venir corriendo hacia mí por la terraza y
fui a su encuentro.
Durante unos minutos permaneció abrazada a
mí, llorando. Sólo había sido por el alivio que sentía, me explicó
después de un rato. El alivio de ver que había regresado. Realmente
no se había asustado mucho cuando estalló la bomba; había sido todo
tan repentino. Yo había tenido razón cuando le hablé de las bombas
y del ruido que hacían. A ésta no la había oído venir. Durante todo
el rato había estado sosteniendo el jarro del agua en la mano.
Entonces, me explicó que la cisterna del cuarto de baño se cayó al
levantarse el tejado y que había estado intentando trasvasar al
aguamanil el agua que quedaba antes de que se escapara toda.
La acompañé a ver el destrozo. Si la
cisterna hubiera estado llena se hubiera estrellado rompiéndose
contra el suelo. Tal como estaba, las tuberías la habían sostenido,
aunque una de ellas se había partido y el agua caía por ella. Cogí
una jarra de la cocina y entre los dos conseguimos pasar la mayor
parte del agua al aguamanil. Mientras hacíamos esto le conté el
ofrecimiento de rendición y lo que había dicho el coronel
Aroff.
Tomó la noticia con calma.
—El general Ishak es un cerdo —fue su
comentario.
—¿Le conoces?
—Todo el mundo lo sabe. Mina conoce algunos
escándalos muy divertidos sobre él. Se acuesta con hombres jóvenes,
¿sabes? Dicen que ni siquiera así puede hacer nada. Cuando hablaste
con el comandante Suparto, ¿te dijo algo sobre nosotros?
—Solamente hablé con él una o dos
palabras.
—¿Crees que intentará ayudarnos?
—Si puede, lo hará.
Se quedó callada. La cisterna que estaba
justamente sobre nuestras cabezas estaba vibrando debido a la
explosión de un cañón antiaéreo que disparaba por algún sitio,
cerca de la carretera. Me di cuenta de que estaba escuchando el
ruido atentamente y empezando a imaginarse la violencia que aquello
representaba. Ahora ya tenía una medida de comparación.
—Creo que es el momento de tomar una copa
—dije.