9

 

El primer tanque llegó a la plaza Van Reebeck poco antes del atardecer.
No hacía falta tener muchos conocimientos militares para descubrir el plan de ataque del general Ishak. La zona nueva del puerto al sur del río había sido ocupada sigilosamente por las tropas del gobierno después del bombardeo de la carretera y de los puentes del ferrocarril la tarde anterior. Lo único que tenían que tomar por la fuerza era el semicírculo de la ciudad que estaba al norte del río y cuyo centro era la plaza Van Riebeeck. El anillo de defensa exterior de los rebeldes se basaba en tres puntos fuertes: la red de canales del viejo puerto, los cuarteles de la guarnición y la fábrica de caucho en las afueras. Había decidido abrirse paso un poco más al sur de los cuarteles protegido por un bombardeo de cobertura procedente del destructor. Luego se había desplegado en abanico, a derecha e izquierda, arrollando a su paso los puestos de defensa exteriores. Finalmente volvería a girar hacia el este y enviaría tres columnas que convergerían en el cuartel general de los rebeldes. A la vista de la superioridad de las fuerzas de que disponía, no había posibilidad de que el plan fracasara. Lo único que había que hacer era esperar para ver lo que tardaba en realizarse con éxito.
La reducción de las defensas exteriores estaba casi completa a medio día, aunque no había resultado tan fácil como Ishak esperaba. En algunos puntos, los defensores habían sido lo suficientemente ágiles como para colarse a través de sus pesados movimientos envolventes y volver a establecerse en nuevas posiciones; pero al final fueron acorralados y lo único que consiguieron ganar con sus esfuerzos fue un poco de tiempo que no les sirvió de nada. A eso de las tres ya se había llevado a cabo el giro hacia el este, y las columnas acorazadas se habían abierto camino hacia el centro. Su velocidad únicamente dependía de la de la infantería que iba detrás limpiando el terreno.
Poco después de las cinco hubo un tremendo tiroteo: ametralladoras, morteros y cañones. El ruido era ensordecedor. El sol ya estaba bajo y se podían ver columnas de humo que se elevaban sobre los tejados a una distancia de unos cuatrocientos metros. Donde la carretera desembocaba en la plaza se produjo una repentina agitación. Algunos hombres salían corriendo de la plaza y otros entraban corriendo en ella. Entonces uno de los cañones que estaban fuera de la plaza empezó a disparar. Oí que Rosalie gemía asustada y se volvía. Estaba agachada detrás de la. balaustrada con los dedos en los oídos.
Cuando volví a mirar a la plaza ya no había hombres corriendo. Uno de ellos estaba tirado boca abajo en medio de la calle. Los demás se habían puesto a cubierto apoyados contra las paredes del edificio que sobresalían en el rincón. El cañón disparaba rápidamente, escupiendo desde su profundo alojamiento, levantando una nube de polvo amarillo que se unía al alboroto de las ametralladoras. Después, durante un instante, hubo una pausa en el estruendo, y a través de ella pude oír el silbido chirriante de las llantas de oruga de un tanque.
El cañón asomó la nariz por la carretera, y durante un momento pareció dudar como si fuera un toro atontado, pestañeando ante el sol del ruedo. Tenía una mancha negra abajo, en uno de los lados, que parecía haber sido producida por una bomba incendiaria. El cañón disparó dos veces y vi un rayo de plata aparecer en la torre blindada. Parecía que todas las armas automáticas de la plaza estuvieran disparando en aquel momento y el sonido de la propia ametralladora del tanque se perdía en aquella barahúnda. Pero era el cañón del tanque el que resultaba más efectivo. El polvo envolvía completamente al cañón y de repente ya no hubo más disparos. Vi a uno de los artilleros que empezó a salir de la torreta y después un segundo estallido acabó con él. Otras dos explosiones más arrasaron a la dotación de las ametralladoras.
El tanque cabeceó hacia adelante y giró a la izquierda. Ahora podía controlar la plaza, y estaba dispuesto a demostrárselo a cualquiera que estuviera lo suficientemente loco para discutírselo. Aparentemente nadie lo estaba. La dotación de los otros dos cañones que estaban fuera de la plaza luchaba por esconderse entre los árboles, y los demás artilleros que quedaban y que, un momento antes, habían estado disparando tan fieramente contra la coraza metálica del tanque, estaban ahora discretamente agachados en sus troneras. El tanque empezó a avanzar siguiendo un lado de la plaza. Algún optimista empezó a lanzar bombas de mortero cerca de él y entonces, de repente, la situación cambió. Se produjo un ruido como si una enorme bolsa de papel hubiera estallado. Inmediatamente por encima de él se produjo un crujido chirriante. En ese mismo momento el tanque dio un cuarto de vuelta y se detuvo en medio de una nube de polvo.
El que lo dirigía conocía su trabajo. A los pocos segundos estaba echando humo, pero no antes de que otra bomba del lanzagranadas hubiera enviado fragmentos de las llantas destrozadas chillando a través de las copas de los árboles. Al tiempo que el humo caía otra vez al otro lado del tanque, vi la torreta girando rápidamente, y supe que el que lo dirigía había descubierto la posición de los lanzagranadas. Si los hombres no los manejaban rápidamente, se convertirían en blancos sentados en cuanto el humo se disipara; pero permanecían allí inocentes, quietos, expectantes, esperando a tener otra oportunidad de derribar el tanque.

 

Rosalie me tocó el brazo. Me volví y vi que Roda había entrado en el salón. Volvimos a entrar rápidamente en el dormitorio.
Al cabo de un momento, Sanusi salió a la terraza y miró a la plaza. Roda estaba hablando con alguien en la habitación contigua, pero era imposible oír la conversación que mantenían. Cuando la otra persona se fue, Roda se reunió con Sanusi ante la balaustrada.
Al parecer no se ponían de acuerdo en alguna cosa. Roda estaba intentando convencer a Sanusi de algo y Sanusi parecía escucharle, pero de repente se daba la vuelta y Roda tenía que ir detrás de él y empezar a explicarle todo otra vez. Una vez, Sanusi se volvió bruscamente y le hizo una pregunta. Roda llevaba con él su cartera de documentos y en/respuesta la levantó y le dio unos golpecitos.
Abajo en la plaza, la torreta del tanque empezó a disparar de repente y el edificio se estremeció como si algo se partiera en su interior. Rosalie me miró expectante. Le dije que creía que el tanque estaba disparando al sitio donde estaban escondidos los que manipulaban el lanzagranadas y que probablemente el disparo había rebotado en el edificio, más abajo. Hizo un gesto de comprensión como si me hubiera estado disculpando por el ruido provocado por un vecino desconsiderado. Otro tanque había entrado ahora en la plaza. Podía oír su chirrido a lo largo de la carretera en dirección opuesta al primero, y las ráfagas de su cañón.
Entonces el sol se ocultó y durante un minuto no llegó ningún ruido desde la plaza, a excepción del chirrido de las orugas de los tanques. Sin embargo, a lo largo de Telegraf Road el fuego se intensificó y pude oír el golpeteo de las granadas. La infantería estaba avanzando, limpiando las casas que los tanques habían dejado atrás. Una y otra vez las nubes de humo se iluminaban momentáneamente por el destello de las explosiones de abajo.
Un zapato crujió afuera en la terraza.
—Señor Fraser —era la voz de Roda.
Fui hacia la ventana. No había luz en el apartamento y aún no había salido la luna. Estaba a una distancia de unos dos metros y medio y de momento no le había visto.
—¿Sí, coronel?
—Venga aquí, por favor.
Fui hacia donde estaba, en la terraza. Algo más lejos, Sanusi se movió y apoyó los codos en la barandilla.
Roda bajó la voz.
—Tengo que hablarle confidencialmente, señor Fraser.
—¿Sí?
—Es necesario que el general y yo salgamos del cuartel general.
—¿Sí?
—Hemos hecho aquí todo lo que hemos podido. Es mejor vivir para una causa que morir por ella inútilmente. Ahora tenemos la oportunidad de escoger. He convencido a nuestro Boeng de que nuestro deber es vivir.
—Ya.
—Ha sido una decisión difícil, como comprenderá.
—Ya lo veo.
—Más difícil de lo que usted cree.
—Sin duda —estaba intentando comprender el objeto de estas confidencias.
—Para dos hombres aún es posible la retirada de este cuartel general. Si intentaran más, fracasarían todos. Tiene que permanecer en secreto.
—Naturalmente —por lo menos aquello podría comprenderlo.
—Es como cuando Napoleón se retiró de Egipto.
Por un momento creí que estaba gastándome una broma de mal gusto. Pero no, tenía los labios apretados solemnemente. Se veía a sí mismo como el Marmont de esta situación.
Dije que sí entre dientes.
—Le digo esto, señor Fraser, porque es una cuestión en la que usted puede ayudarnos.
—¿Yo?
—Si queremos tener éxito en nuestra huida no podremos salir de uniforme.
—Eso es comprensible.
—Es por las camisas. Los pantalones no llamarán la atención. Sólo necesitamos camisas de calle. Creo que usted tiene algunas.
—¿Camisas? —me le quedé mirando estúpidamente.
—Con dos será suficiente. ¿Tiene alguna limpia?
—Sí, claro —también me dieron ganas de reír.
—Entonces podrá entregárnoslas.
—¿Ahora?
—Én seguida, por favor.
Me di la vuelta y volví al dormitorio. Allí intenté dar la luz, pero no había. Rosalie me observaba incrédula, mientras encendía una cerilla y empecé a rebuscar por los cajones. Sabía que no tenía nada más que una camisa limpia. Esta vez tendría que aprovecharme de Jebb. Encontré el cajón de casualidad; cogí las dos camisas más viejas que había y las llevé a la terraza. Roda hizo un gesto de aprobación. ,
—Me temo que le estará un poco grande, coronel.
—No tiene importancia.
Las dobló ávidamente y las guardó en su cartera de documentos.
—Son un poco claras, pero...
—¡Coronel! —era la voz de Sanusi.
Roda se volvió inquisitivamente.
Sanusi se había separado de la balaustrada y estaba de pie, en el centro de la terraza. Me pareció que le había visto una pistola en la mano, pero estaba muy oscuro para distinguir bien. En el mismo momento sonaron pisadas en el cuarto de estar y Aroff y Dahman salieron a la terraza.
Boeng —comenzó Aroff—, ¿nos ha mandado llamar?
—Sí —repuso Sanusi, y entonces disparó.
El primer disparo le dio a Roda en el estómago. Por un momento se quedó inmóvil; luego se le cayó el portafolios y dio un paso hacia adelante.
La segunda bala le dio en el hombro derecho y cayó de rodillas retorciéndose. Empezó a decir algo, pero Sanusi no le prestó atención.
A Aroff y a Dahman les dijo:
—Les he hecho venir para que fueran testigos de una ejecución.
Entonces se acercó a Roda y volvió a dispararle en la nuca.
Roda resbaló y cayó boca abajo.
Aroff y Dahman no se movieron cuando Sanusi se volvió hacia ellos. A través de la plaza uno de los tanques empezó a disparar su torreta blindada.
—¿Qué delito ha cometido, Boeng? —dijo Aroff.
—Estaba intentando desertar. Encontrarán aquí la evidencia.
Enchufó con una linterna el portafolios.
—¡Ábralo!
Aroff se acercó al portafolios y lo abrió. Las camisas se cayeron. Me miró.
—Sí, eran del inglés —dijo Sanusi—. Dejo este asunto en sus manos. Todos los oficiales de las fuerzas de defensa deben ser informados de la ejecución y de sus motivos. El cuerpo debe ser expuesto donde puedan verlo. En cuanto al público emitiré una simple declaración informándoles de que, en vista de las obligaciones y de los deberes militares del coronel Roda, me ha hecho cargo por el momento de la secretaría del partido. No debe filtrarse ninguna insinuación de división en nuestras filas. Tengo que tener en cuenta también la opinión mundial. La firmeza en estos asuntos no siempre es comprendida.
Hizo esta afirmación con la fría autoridad del líder que está seguro de que dispone de un gran poder y del hábito de emplearlo con voluntad y mesura. Parecía no darse cuenta en absoluto de su absurda incongruencia. Vi a Aroff mirarle severamente.
—Todavía esperamos noticias de Yakarta —añadió Sanusi—. Creo que ha llegado el momento de hablar con el presidente Sukarno personalmente —con una inclinación de cabeza, se volvió y cruzó el salón.
Aroff miró a Dahman, que se encogió de hombros ligeramente, y luego a mí.
—¿Qué ha pasado, señor Fraser?
Se lo expliqué, y no hizo ningún comentario. Cuando acabé miré a Dahman.
—Bueno, comandante, ¿qué opina usted? —preguntó indicando con la cabeza el cuerpo de Roda—. Tal vez tenía razón.
Si son dos hombres, uno podría tener suerte.
Dahman sonrió tristemente.
—¿Y el otro? He visto la forma que tiene Ishak de matar a un renegado. Preferiría pegarme un tiro ahora mismo que arriesgarme a eso.
—¿Es usted un cobarde, Dahman?
—En algunas cosas, coronel.
—Yo también —me devolvió las camisas—. ¿Ha visto, señor Fraser? No nos sirven tampoco.
El destello de un disparo iluminó su rostro durante un instante, mientras miraba al otro lado de la plaza.
—Llegarán pronto con su artillería —señaló—. Entonces ya no tendremos más dudas que nos preocupen.
Se dio la vuelta para salir, pero se paró en la ventana del salón y miró hacia atrás.
—Señor Fraser, si Roda tenía algo más que le pertenezca, algo que pueda usted necesitar, cójalo en seguida.
Me quedé allí de pie mirándole desconcertado mientras salía al pasillo. Entonces vi a Rosalie cerca de mí.
—Steve, se refiere a la pistola.
—¿Estás segura? —todavía estaba intentando no vomitar.
—Sí, quiere decir que cojas la pistola.
—Está bien.
La funda del arma estaba lo suficientemente ladeada como para que pudiera sacarla sin mancharme de sangre, pero la cartuchera estaba al otro lado del cinturón, y supe que tendría que dar la vuelta al cuerpo para cogerla. Se oyó un ruido de pasos en el pasillo, escondí la pistola en un cajón y puse las camisas encima.
Para los guardias fue fácil mover el cuerpo. Lo hicieron rodar para ponerlo en una estera que habían cogido del salón y se lo llevaron arrastrando. Al salir iban riéndose de la gordura de Roda. Parecían estar de muy buen humor. Al menos, en cierto modo, los oficiales de Sanusi habían triunfado: habían conseguido ocultar la situación a los desventurados soldados rasos.
Cuando se fueron saqué una linterna de mi maleta y examiné la pistola. Tenía el cargador lleno y había un cartucho en la recámara. Rosalie me miró intensamente y cuando la descargué, para comprobar cómo funcionaba, me pregunté si ella sabría manejarla.
Evidentemente la posesión de la pistola le agradaba mucho más que a mí. Recordé cómo, cuando la desperté la primera noche pensando que eran ladrones los que entraban en el apartamento, su primera reacción había sido preguntarme si tenía un arma,
Cuando le enseñé cómo se cargaba y se disparaba y le expliqué el funcionamiento del dispositivo de seguridad, pensé que debía intentar moderar el entusiasmo que sentía por aquel artefacto.
—Las pistolas realmente no sirven para mucho más que para asustar a la gente —dije.
—El coronel Roda no estaría de acuerdo contigo.
—El hecho de tener una pistola puede ser más peligroso que estar desarmado. Un soldado puede que no mate a un civil indefenso, pero si ve a alguien frente a él con una pistola en la mano, disparará antes de arriesgarse.
—Creo que es mejor tenerla.
—Siempre que no haya que usarla, está bien.
—Tú tenías un revólver.
—Hubo una época, allí arriba en Tangga, en que había un montón de serpientes que se metían en nuestras habitaciones. Por eso tenía un revólver. Pero la única vez que intenté usarlo, fallé, y después de eso tuve una escopeta. Me la dejé allí.
—¿Entonces la pistola no sirve? —hablaba con amarga desilusión.
—Es una pistola excelente y, como tú dices, es mejor tenerla que no tenerla, pero lo que necesitamos en este momento es algún sitio a donde ir cuando empiece la lucha.
—¿Cuando empiece? Entonces, eso que está pasando ahí fuera, ¿qué es?
Efectivamente, se estaba desarrollando una encarnizada lucha entre una ametralladora y un mortero alrededor de la escuela de Arquitectura, en el lado opuesto de la plaza. Algunas tropas de Sanusi se habían atrincherado en terrenos de la escuela y ahora la infantería del gobierno tendría que sacarlos de sus escondrijos.
—Quiero decir que cuando empiece aquí no les va a resultar fácil tomar este edificio. Tendrán que hacerlo piso por piso. No quiero estar presente cuando empiecen a lanzar bombas a diestro y siniestro.
—¿Pero dónde podemos ir?
—En el tejado estaremos más seguros. No está tan cerrado. Quiero mirar a ver si encuentro por dónde se puede subir. ¿Vas a venir conmigo o prefieres quedarte aquí?
—Iré contigo.
Colgué la pistola por el círculo del gatillo de un clavo que había en la parte de atrás del armario y salimos a la terraza.
Había un coche ardiendo al final de Telegraf Road, y el tanque inmóvil estaba disparando para intentar romper la barrera de sacos terreros en una de las tiendas de la esquina. El humo, el resplandor y el fuego hacían que todo pareciera como una secuencia de una película de guerra inverosímil. El resplandor, sin embargo, resultaba útil.
Fuimos por la terraza, pasamos el baño hasta el muro de separación que había sido derribado por el estallido de una bomba. Había un hueco entre la pared y la balaustrada y no fue difícil pasar a través de él. Después tuvimos que andar con cuidado. Esta terraza no se ensanchaba hacia afuera, como la de Jebb, y los cascotes se amontonaban contra la balaustrada. Algo más lejos, la barandilla se había roto y caído a la acera y no se podía pasar, pero atravesando por lo que debían de haber sido el dormitorio y el salón, se salía otra vez a la terraza más allá de la parte obstruida. No había más muros de separación, y desde allí ya fue fácil seguir. Sabía que en algún sitio de aquel piso tenía que haber una escalera que llevara al tejado. Lo que quería, encontrar era una forma de llegar a ella sin ser vistos y sin pasar junto al centinela que estaba apostado en el descansillo. Fuimos casi todo el camino por las terrazas de los apartamentos que estaban sin terminar y pudimos llegar a la escalera sin atravesar ningún lugar que fuera visible para el centinela.
El tejado era bastante plano y tenía un parapeto de medio metro de altura todo alrededor. A intervalos, a lo largo del parapeto, se habían levantado bloques de cemento para sostener los mástiles de los cables de la radio. También se veían los depósitos de agua normales y las salidas de los respiraderos.

 

El ruido de la batalla de la escuela de Arquitectura se había desvanecido y apenas iniciado el camino hacia el parapeto, una brillante ráfaga llegó desde algún sitio del otro lado de la plaza. Sentí un dolor terrible en los oídos y todo el edificio saltó como si hubiera sido dinamitado. Durante un instante absurdo, incluso pensé que así había ocurrido. Entonces se produjo otro resplandor y volvió a pasar lo mismo. El general Ishak había puesto en acción sus tanques.
Bajamos corriendo las escaleras y volvimos al apartamento. No había necesidad de correr. Creo que fue sólo el deseo, impulsado por el pánico, de estar en un ambiente que nos resultaba familiar. Cuando pasábamos a lo largo de las terrazas, vi que había dos tanques más en la plaza y que estaban recorriendo el perímetro de la misma buscando posiciones desde donde pudieran cubrir los disparos de las tropas de asalto.
Los cañones disparaban a intervalos de veinte segundos produciendo enormes destrozos. A esa distancia no podían fallar. Cuando llegaron los primeros impactos se oyeron gritos y lamentos abajo. Ahora habían cesado. Al cabo de unos cinco minutos los cañones cambiaron sus objetivos. Uno de ellos empezó a tirar a corta distancia contra las ventanas del primer piso. Los otros empezaron a machacar el Ministerio de Salud Pública.
Cuando volvimos no había nadie en el apartamento, pero supuse que no tardaría en iniciarse un movimiento general de huida hacia arriba desde los pisos inferiores. Le dije a Rosalie que pusiera las cosas de valor que tuviera en su bolso. Me metí en los bolsillos el dinero, el billete del avión y los pocos papeles personales. Tomé la pistola y una botella de agua y los escondí en la terraza donde pudiera cogerlos fácilmente cuando saliéramos.
Ahora el ruido era terrible y todo el lugar se estremecía continuamente. Rosalie parecía estar más aturdida por el estruendo que asustada. Una vez que tomó lo que quería llevarse con ella, yo le hice beber un vaso de whisky, y entonces era mi mano la que temblaba. Había decidido que el momento de huir sería cuando empezara el asalto. A partir de entonces había pocas posibilidades de que nadie se ocupara de dónde estábamos nosotros; cada cual se preocuparía de sí mismo.
Mi problema era que no podía ver lo que estaba pasando. Una vez o dos, una ametralladora que había en la plaza había rociado con sus disparos las ventanas del piso de abajo, y supe que si intentaba asomarme por la balaustrada, era casi seguro que me verían y me dispararían.
Por lo tanto, tenía que quedarme allí bebiendo whisky, escuchando y tratando de imaginar lo que estaba pasando.
Aproximadamente a las siete y media se produjo un repentino silencio y desde la plaza llegó una serie de golpes secos que sonaron como si alguien estuviera disparando fuegos artificiales. Unos minutos después se produjo un griterío confuso en el piso de abajo. Dejé el vaso y salí a la terraza. Cuando estaba saliendo se produjeron algunos disparos más. El ministerio de al lado estaba ardiendo y el humo que producía se elevaba, mezclándose con el hedor de las bombas que subía de abajo. Me escocían los ojos. Entonces noté olor y un repentino dolor en el entrecejo. Me volví rápidamente y entré en la habitación.
—Vámonos ahora —dije.
—¿Qué pasa?
—Gas lacrimógeno. Si respiramos demasiado no podremos ver para subir al tejado.
Cuando estábamos luchando para poder pasar a la terraza, los ojos empezaron a llorarnos, pero conseguí coger la pistola y la botella de agua. Una vez que hubimos pasado los escombros ya no tuvimos que tener tanto cuidado con ver por dónde íbamos.
Ahora no necesitaba mirar para saber lo que estaba pasando abajo. Los cañones más grandes estaban callados, pero había un rumor intermitente que provenía seguramente del estallido de las granadas. Había otros ruidos también: los gritos y lamentos, roncos e inhumanos, que salen de las gargantas de los hombres que están luchando cuerpo a cuerpo.
En el momento en que el gas lacrimógeno había cegado a los defensores, un grupo de tropas de asalto, con máscaras de gas, irrumpió en la terminal aérea. Ahora llevaban granadas, pistolas y parangs.
Iban matando a todos los que quedaban en el piso bajo y en los sótanos. Otros grupos estarían asaltando la parte trasera del edificio. La tarea de acabar con los de los pisos superiores empezaría pronto. Primero echarían más gas lacrimógeno y después subirían escaleras arriba. Rápidos como el rayo. Por todas las habitaciones. Primero una granada y luego tú mismo. No importa lo que haya dentro. No importa quién esté allí. Entonces peinas todo con tu ametralladora.
Ya había decidido a qué parte del terrado iríamos. No había ningún refugio que valiera la pena y si la defensa iba a durar tanto como para que tuviéramos que resistir, lo único que podríamos hacer sería tirarnos al suelo, boca abajo, y esperar que no nos pasara nada. Lo más importante para nosotros era estar cerca del apartamento. Si Suparto recordaba la promesa que nos había hecho de advertir a las tropas de asalto de nuestra presencia queríamos estar allí cuando llegaran. El lugar que yo había escogido, por lo tanto, era el trozo del parapeto que estaba inmediatamente encima de la terraza del apartamento.
Lo encontramos en seguida. La ametralladora antiaérea que había inundado la terraza de cartuchos vacíos estaba allí montada y aquella parte del tejado estaba salpicada de huecos. Había mucho gas lacrimógeno, pero la mayoría parecía venir de abajo, a través de los ventiladores, y cuando conseguimos ponernos en sentido contrario a la dirección en que venía, el aire estaba más puro. Si me inclinaba hacia adelante podía ver la terraza situada debajo. Allí no había nadie y en mi opinión el apartamento estaba todavía vacío. Nos sentamos al lado del parapeto para frotarnos los ojos y sonarnos la nariz e intentar no oír la matanza que se estaba llevando a cabo debajo de nosotros.

 

Llevábamos allí unos veinte minutos cuando se oyó el ruido de gente entrando precipitadamente en el salón que estaba inmediatamente debajo. Un minuto después, Sanusi y el comandante Dahman salieron a la terraza, tosiendo y luchando por respirar. Pude oír a otros lamentándose, dando arcadas y traspiés detrás de ellos.
Fue Dahman el que consiguió hablar antes.
—Aquí no, Boeng —dijo con voz ronca.
—¿Dónde está Aroff?
—Aroff ha muerto, Boeng. Ya le ha visto.
—Sí. Me voy a quedar aquí.
—Le cogerán vivo.
—No, no lo harán.
Hubo una conmoción en el pasillo. Un hombre gritaba algo sobre la rendición.
—Queda usted al mando, Dahman.
—Volveré a buscarle si puedo, Boeng. Pero no podemos morir como mujeres pidiendo clemencia. Debemos contraatacar.
Empezó a toser otra vez, mientras volvía a entrar en el salón, pero un poco después le oí dando una orden con voz entrecortada para que se reunieran en las escaleras. Me incliné hacia adelante y miré a la terraza con precaución.
Sanusi se dirigía silenciosamente hacia la balaustrada. Tenía una metralleta en la mano. Al final de la terraza se paró y miró alrededor, respirando profundamente y limpiándose la cara con el dorso de la mano. Entonces se arrodilló, puso la metralleta en el suelo a su lado y empezó a decir sus oraciones.
Rezó los Rakats y después empezó a entonar un pasaje del Corán.
—«¿Pero quién te va a decir quién es el vigilante nocturno? Es una estrella de penetrante fulgor. Realmente todas las almas tienen un guardián sobre ellas. Dejemos que el hombre reflexione de qué ha sido creado. Fue creado de los gérmenes vertidos entre el lomo y las costillas. Alá, el que todo lo ve, que todo lo sabe, y el más piadoso, puede muy bien devolverle la vida el día en que se descubran todos los secretos y él no tendrá ningún otro poder ni mediador.»
Miré a Rosalie, me tomó la mano y la apretó contra su rostro.
Estaba todavía allí, arrodillado, cuando se produjeron una serie de explosiones violentas que parecían venir precisamente de debajo de nosotros y en algún sitio, no muy lejos, un hombre empezó a gritar. Entonces el lamento quedó ahogado por un estallido de fuego automático, al tiempo que las tropas de asalto alcanzaban la cima de la escalera.
Vi a Sanusi coger la ametralladora, levantarse y dirigirse hacia la ventana. En ese mismo momento estalló una granada en el salón.
La explosión le lanzó a través de la terraza como si fuera un saco vacío, pero se levantó en un momento, y al hacerlo apretó el gatillo de su metralleta. Desde dentro alguien disparó a su vez, y durante unos segundos el aire se deshizo en pedazos. Vi la granada que aterrizó en la terraza, junto a las ventanas del dormitorio, justo a tiempo para tirarme detrás del parapeto. Entonces sonó un impacto ensordecedor, otro estallido de fuego automático y luego el silencio. Cuando me atreví a mirar hacia abajo otra vez, había tres hombres con cascos de acero saliendo despacio de la terraza.
Dos de ellos miraron cautelosamente a su alrededor y empezaron a dirigirse al baño, con las armas preparadas. El tercer hombre se acercó al cuerpo de Sanusi y le enfocó con una linterna. Entonces se volvió y miró a la ventana de la habitación.
—Señor Fraser.
—Estamos aquí arriba, comandante —dije.

 

La luna había salido. Abajo en la plaza los muertos aún estaban siendo apilados en camiones y retirados para que, por la mañana, cuando el Ministerio de Instrucción Pública emitiera una declaración minimizando la importancia de todo el suceso, ningún escéptico periodista extranjero pudiera rebatir la lista de bajas. Los pocos heridos supervivientes ya estaban en la enfermería de los cuarteles de la guarnición, y, por lo tanto, inaccesibles. El tanque inutilizado había sido colocado en un transporte y retirado. Los otros tanques se habían marchado junto con el cañón antiaéreo autopropulsado. La plaza estaba vigilada por dos pequeños carros blindados. De vez en cuando se oía un leve rumor de tiros que venía de los suburbios de la ciudad, donde los que pretendían escapar y los rezagados eran rodeados y asesinados. El edificio de al lado había ardido casi en su totalidad.
Habían quedado algunos huevos en la cocina y un hornillo. Mientras yo sostenía la linterna Rosalie preparó una tortilla. Recuperé un par de sillas rotas del caos que había en el salón y comimos fuera, en la terraza. No resultaba cómodo, y aún subía humo, pero teníamos hambre y no nos importó. Nos estábamos comiendo la fruta que quedaba cuando volvió el comandante Suparto.
Le ofrecí fruta, pero la rechazó.
—No, gracias, señor Fraser. Tengo que presentarme al general Ishak y he de partir inmediatamente.
—Ya lo veo. Bueno, ¿qué noticias hay?
—No creo que la señorita Linden deba preocuparse por la seguridad de su hermana. Me han dicho que en esa parte de la ciudad ha habido muy pocos daños. Aparte de eso, me temo que las noticias que tengo que darle no son muy buenas.
Por el momento les está prohibido a las personas civiles andar por las calles. Si insiste en marcharse, le proporcionaré una escolta, pero no le aconsejo que lo haga. Están registrando los hoteles buscando partidarios de los rebeldes y se han llevado a cabo muchos arrestos. Se han irritado los ánimos y el asunto se nos ha ido un poco de las manos. Sería más conveniente para usted quedarse aquí.
—¡Oh!
—Comprendo su repugnancia a quedarse ni un minuto más de lo preciso, pero por su propio interés será mejor que lo haga.
—Sí, está bien.
—Hay tropas en este edificio. Hay mucho que hacer, pero no les molestarán. He dado órdenes estrictas. Tal vez, por la mañana.
—Sí, naturalmente. Ha sido muy considerado por su parte venir a decírnoslo personalmente.
Vaciló. Era evidente que estaba terriblemente cansado, pero también se le notaba preocupado, incluso avergonzado. Me preguntaba por qué sería.
—Señor Fraser —dijo—. Puede que no tenga oportunidad de volver a verle.
—Siento oírle decir eso.
—Usted supongo que dejará pronto Selampang.
—Si la Policía no ha perdido mi pasaporte con todo este jaleo...
—Si tuviera usted dificultades, Lim Mor Sai se lo arreglará todo. Si le menciona que yo le he sugerido que lo haga.
—Gracias, había olvidado que era amigo suyo. ¿Volverá a Tangga?
—No, creo que ahora tendré otras obligaciones.
Su rostro se había vuelto impasible y yo sabía lo que le preocupaba. Iba a ser promocionado para desempeñar algún puesto en el gobierno y tenía remordimientos. La alusión despreciativa de Aroff sobre su traición le había dolido, y yo había estado presente y lo había oído. Debía pensar que en mi interior yo le despreciaba. Me hubiera gustado encontrar algún medio de decirle que no era así, pero sabía que no había forma de hacerlo que no fuera humillante para ambos.
—Gedge lo sentirá cuando se entere —dije—, y también lo sentirá el jefe de transportes.
Sonrió amargamente.
—Como el señor Gedge perderá también a los otros coordinadores, tal vez se sentirá compensado. Y ahora lo siento, pero tengo que irme.
—Comandante, me gustaría poder empezar agradeciéndole...
Me interrumpió apresuradamente.
—Por favor, señor Fraser, no me dé las gracias. Los dos somos civilizados y, ¿cómo dice usted?, humanos. Sí. Le desearé, igual que lo hice el otro día en Tangga, un viaje seguro y un futuro feliz.
—Gracias.
Se inclinó cortésmente ante Rosalie y se fue. Atravesó el salón, hasta la puerta del pasillo. Le seguí. Cuando abrió la puerta, extendí la mano.
—Adiós, comandante.
Su apretón de manos fue débil. Era una ligera concesión a las costumbres europeas.
—Adiós, señor' Fraser.
Se fue. Había otro oficial esperándole en el pasillo.
Cerré la puerta y eché el cerrojo. Entonces volví a través del salón y me quedé un momento contemplando el desorden, la destrucción y la suciedad que había en la terraza. Donde Roda y Sanusi habían caído muertos quedaban dos grandes manchas negras coaguladas que brillaban a la luz de la luna.
Pasé por encima y me acerqué a Rosalie.
—¿Te molesta mucho que tengamos que permanecer aquí?
—Ahora que ya no estoy tan preocupada por mi hermana, no me importa.
—¿Tienes hambre todavía?
—Ya no.
—¿Quieres un trago?
Sacudió la cabeza.
—¿Crees que podríamos bañarnos?
—Debe de haber agua suficiente para ti.
—Y para los dos si la usamos con cuidado. Te lo enseñaré.
—Está bien.
Así que nos bañamos. Nos echamos agua con cuidado, nos jabonamos y después nos aclaramos el uno al otro. Poco a poco, mientras estábamos allí de pie, en la cálida oscuridad, nuestros cuerpos empezaron a revivir. No dijimos nada. No nos tocamos. No veíamos. Pero los dos supimos, de repente, que al otro le estaba pasando lo mismo. Durante unos segundos permanecimos allí sin movernos. Extendí las manos y la toqué. Respiró profundamente, y entonces su cuerpo se apretó con desesperada urgencia contra el mío.
La levanté y la llevé por la terraza. Por algún sitio de aquella destrucción había una cama. Después, cuando nuestros cuerpos hubieron celebrado su regreso a la vida y desapareció el olor a muerto, nos dormimos.