5
Diez minutos después de acabarse el discurso
hubo cierta agitación en la habitación de al lado y la charla cesó.
En la calma que le sucedió oí la voz de Suparto en el pasillo.
Entonces sonaron pasos y la puerta del apartamento se cerró. Un
minuto o dos después, Suparto y otros dos hombres salieron del
salón a la terraza.
Nunca había visto una fotografía de Sanusi,
pero me lo habían descrito una vez y no me fue difícil reconocerle.
En un país donde la gente madura rápidamente y la media de vida es
baja, un hombre de cuarenta y ocho años es casi un viejo, y además
suele parecerlo. Pero Sanusi no. El pelo corto que le asomaba por
debajo de la gorra negra era gris y sus mejillas parecían
cadavéricas, pero su cuerpo era esbelto y musculoso y sé movía con
una viveza digna de un joven. Su compañero, que supuse sería el
santurrón coronel Roda, era rechoncho en comparación con él, y
tenía una larga melena negra que se le escapaba por debajo del
gorro. No podía verle la cara. La camisa del uniforme estaba
empapada de sudor y llevaba una cartera negra de documentos.
Suparto les siguió hasta la balaustrada y
esperó, mientras ellos contemplaban la ciudad. Sanusi estaba
fumando un cherook, y al cabo de un rato
señaló con él hacia la plaza y dijo algo que no oí. No había
ninguna insinuación de triunfo en su actitud, ningún indicio de que
encontrara agradable contemplar la ciudad que había conquistado.
Era, simplemente, un jefe militar echando un vistazo a sus
posiciones.
Rosalie estaba preocupada porque yo estaba
demasiado cerca de la ventana. El centinela no podía verme porque
estaba detrás de la cortina corrida, pero tenía miedo de que los
hombres situados más lejos se volvieran de repente y me vieran
observándoles. Comprendí que tenía razón y me retiré.
Hice bien en apartarme porque casi
inmediatamente empezaron a avanzar por la terraza en dirección
nuestra. Vi la sombra del centinela mientras se levantaba.
—Es un ultimátum —decía Roda—. La rendición
de las fortificaciones en términos razonables, en el plazo de una
hora, o su rendición total. Seguramente, Boeng...
—No —era la voz de Sanusi, y cuando habló
los pasos cesaron—. Se van a rendir de todos modos cuando estén
hambrientos. Pero si se les ponen ahora unas condiciones y las
rechazan, tendrá que atacar. Sin duda perderemos hombres y no
podemos permitirnos ese lujo. En cualquier caso, esto no me
preocupa. Unos pistoleros estúpidos se encierran en unas
fortificaciones con unos fusiles que no pueden dirigir contra
nosotros. Vamos a dejarles hasta que se mueran de hambre. Lo
importante es descubrir lo que debemos esperar del enemigo que está
en
Meja. ¿Hacia dónde se mueven? ¿De qué
unidades pueden estar seguros? Estas son las incertidumbres que me
preocupan.
Empezaron a dirigirse hacia nosotros otra
vez.
—Conocemos las unidades que le son leales,
Boeng —dijo Suparto.
—Conocemos a los que prometieron lealtad,
pero ¿cuánto^ se comprometerán con nosotros antes de estar seguros
del resultado?
—Todos —dijo Roda.
—Si tuviéramos al menos un avión de
reconocimiento... —empezó a decir Sanusi y se calló de repente.
Estaba a la altura de la ventana del dormitorio y vio al
centinela—. ¿Por qué está este hombre aquí? No le
necesitamos.
Cogí la mano de Rosalie.
—Está custodiando a dos prisioneros,
Boeng —dijo Suparto tranquilamente—.
Estaban en el apartamento cuando lo requisamos para que usted lo
usara.
—¿Prisioneros? ¿Son hostiles?
—No, Boeng. Pero
no sería prudente soltarles todavía. Su paradero debe mantenerse en
secreto por el momento.
—Eso es cierto —dijo Roda—. No debe haber
ningún fallo en cuanto a la seguridad. Esto es responsabilidad de
Suparto. El enemigo se alegraría de hablar con esta gente.
—¿Quiénes son?
—Uno es un inglés. Era ingeniero consultor
arriba, en la presa del río Tangga. Es un buen especialista y es
empleado de la Autoridad de Colombo. Creí que usted querría que
fuera tratado con consideración.
—Usted dijo dos prisioneros —insistió
Roda.
—El otro es una mujer, una indo —empleó el
término vulgar para denominar a los euroasiáticos—. Es del Club
Nueva Armonía.
Hubo un silencio. La mano de Rosalie
permanecía inmóvil en la mía.
—El apartamento —continuó Suparto— es
propiedad de un piloto australiano. Se lo ha prestado al inglés.
Reconozco que es una situación desagradable.
—Debían haber sido entregados a las tropas
para que dispusieran de ellos —dijo Roda airadamente—. Si...
En la habitación de al lado empezó a sonar
el teléfono. Uno de los hombres contestó. La llamada era para el
general.
Sanusi se volvió para dirigirse al
salón.
—El asunto no tiene importancia —dijo—,
Podemos discutirlo más adelante.
Minutos después le oímos contestar
cortésmente al teléfono. Miré a Rosalie. Estaba completamente
rígida.
—Ya ves —susurró—, ahora soy un peligro para
ti.
—Tonterías.
—Siempre ocurre lo mismo cuando hay
problemas. Tiene que haber alguien a quien echarle la culpa, a
quien odiar. Los chinos son muy poderosos y pueden unirse entre sí.
Pero nadie se preocupa de los indos porque somos débiles. Además
estoy aquí contigo. Eso puede hacer que deseen acabar con nosotros.
Dirán que yo he ensuciado este lugar y para ellos será un placer
matar.
Intenté sonreír.
—¡Oh!, por favor, espera un minuto. No creo
que la cosa esté tan mal. Lo que dices puede que sea cierto
respecto a algunos de ellos, pero Sanusi no es un salvaje.
—Un buen musulmán no habla como él III lo
hace.
—No sé, a mí me parece razonable.
—¿Y el coronel Roda?
—Espero que haga lo que le han ordenado y ya
has oído a Suparto. No quiere que nos hagan daño. En cualquier caso
todos ellos tendrán demasiadas cosas en qué pensar para ocuparse de
nosotros. Puede que ni siquiera se queden aquí. Esto sólo es un
cuartel general de tipo táctico. Si las cosas siguen como hasta
ahora, Sanusi se trasladará pronto al Palacio Presidencial. Después
nos reiremos de todo esto.
—Eres muy amable conmigo.
—¿Amable?
—Sabes muy bien que si yo no estuviera aquí,
tú no correrías ningún peligro.
Ahora era ella la que sonreía ligeramente
mientras me contemplaba. Me levanté impaciente y encendí un
cigarrillo de los que tenía de reserva, pero sabía que no la estaba
engañando, ni tampoco me engañaba a mí mismo. Había notado el
cambio que se produjo en sus voces cuando Suparto les habló de
ella. Pará aquellos hombres, con su exagerado orgullo de raza y su
odio a los europeos, ella ya se había convertido en una traidora, y
el hecho de que estuviera conmigo hacía que la iniquidad de su
existencia resultara doblemente obscena. Matarnos a ambos sería
como un acto de purificación. Realmente todo dependía de lo
necesario que fuera para ellos un acto semejante. Y esto a su vez
dependía de los acontecimientos. Creía que tenía razón respecto a
una cosa. Si las cosas iban bien, Sanusi se instalaría rápidamente
en un lugar más conveniente. Se olvidarían de nosotros. Lo que
debíamos de temer era un paso atrás en sus planes.
Me acerque lo más que pude a la ventana.
Sanusi estaba todavía al teléfono. De vez en cuando hacía una
pregunta. ¿Cuántos? ¿Quién está al mando? Evidentemente le estaban
dando un informe. Probablemente estaría relacionado con las
posiciones de las fuerzas enemigas que tanto le preocupaban. Volví
a pensar en lo que me había dicho De Vries de que a Sanusi no le
gustaba arriesgarse. Debía de haber algo de cierto en ello, después
de todo. ¿Sería el general Roda quien había inclinado la balanza a
favor del ataque? ¿O habría sido Suparto?
El teléfono de la otra habitación tintineó
cuando Sanusi colgó el auricular. En el mismo momento, me di cuenta
de que se oía una ligera vibración. Por un momento pensé que sería
algo relacionado con la emisora de radio de abajo. De repente el
centinela que estaba fuera gritó:
—¡Kapal
terbang!
Los hombres que estaban en la habitación
contigua salieron rápidamente a la terraza. Ahora se podían oír
claramente los aviones, y parecía que eran unos cuantos. Se oyeron
gritos que provenían de la plaza de abajo. El general Roda empezó a
señalar al cielo.
Miré a mi alrededor. Rosalie estaba sentada
en el borde de la cama, pasivamente. Me incliné sobre ella, la
agarré de un brazo y me tiré con ella al suelo.
Desde donde estábamos tumbados podía ver la
terraza a través de la ventana abierta. Allí no había nadie en ese
momento. Entonces vi los aviones. Venían por la esquina noroeste de
la plaza. Eran tres viejos bombarderos americanos de dos motores,
volando en una formación desigual a una altura de unos ochocientos
metros. Cuando pasaron por encima de nosotros vi que tenían bombas
de repuesto en los bastidores situados debajo de las alas. Toda la
fuerza aérea republicana, o, por lo menos, toda la que podía
despegar estaba en el aire.
El oficial de las piernas torcidas salió
corriendo a la terraza y sé puso a seguir los aviones con la
mirada. Rosalie empezó a levantarse, la empujé para que se quedara
en el suelo. Era posible que todas las fuerzas aéreas se hubieran
puesto de parte de Sanusi, en cuyo caso los aviones irían a
aterrizar en el aeropuerto civil junto al hipódromo, pero también
era posible que no fuera así. La actitud del hombre de la terraza
no parecía indicar que estuvieran esperando un refuerzo tan
oportuno. El hecho de que volaran a poca altura y a una velocidad
regular, podía significar simplemente que los pilotos no esperaban
encontrar defensas antiaéreas y que, por tanto, no tenían de qué
preocuparse, y disponían de tiempo para lanzar las bombas
cuidadosamente, si es que iba a haber algún bombardeo,
naturalmente; si no sería simplemente un gesto de amenaza.
Momentos después supe que no era así. El
ruido de los motores que casi había desaparecido, se hizo otra vez
más potente, y el oficial de las piernas torcidas se retiró
precipitadamente al cuarto de estar.
Después de la declaración de Sanusi, supuse
que era inevitable que el gobierno hiciera algún intento de
destruir la emisora de radio para que no pudiera seguir
transmitiendo; pero cuando se produjo, no por esperado resultó
menos desagradable. En la guerra resulta relativamente fácil
ponerse a filosofar acerca de que le bombardeen o tiroteen a uno
indiscriminadamente, pero cuando te conviertes, tú o el edificio en
que te encuentras, en el objetivo escogido por el fuego enemigo,
las cosas son diferentes. No es que haya cambiado el grado de
peligro, lo más normal es que no, sino que el problema deja de ser
impersonal. El enemigo, de ser un hombre como uno mismo que arroja
obedientemente potentes explosivos donde puedan producir más
víctimas, pasa a convertirse repentinamente en un maníaco vengativo
empeñado en tu destrucción personal. Entonces uno se vuelve
rencoroso, y empieza, muy sensatamente, a pensar en la forma de
poder matarle a él primero. No hay nada que irrite más que tener
que permanecer donde se está, como un objetivo pasivo, inmóvil e
impotente, y dejar que te disparen a bocajarro. Esto era lo que
sucedía en lo alto del edificio de la radio.
Llegaron uno detrás de otro en línea de
ataque y lo suficientemente altos como para evitar los disparos
desde tierra. Cuando oí al primero comenzar su recorrido, me di
cuenta de que había grandes cristales en las ventanas que estaban a
menos de un metro de nuestro rostro y cogí una alfombra del suelo
para echarla sobre nuestras cabezas. En ese momento, alguien en la
plaza empezó a disparar con una ametralladora.
El ruido del avión aumentó y se produjeron
una serie de sonidos silbantes, al tiempo que empezaban a caer las
bombas. Entonces vinieron las explosiones. Debió de dejar caer
todas las cargas que llevaba, ya que el suelo se estremeció y
tembló durante casi diez segundos. Hubo un infierno de cascotes que
caían y cristales que estallaban y, finalmente, como en una especie
de epílogo, un torrente de tierra y piedras se derramó sobre la
terraza.
Una de las bombas había caído en el jardín
del cercano Ministerio de Salud Pública, y la tierra y las piedras
no eran más que los restos que caían de la explosión, pero, claro,
sonaba como si todo el edificio estuviera derrumbándose. Rosalie
gritó y llegó un alarido desde la terraza. Eché la alfombra hacia
atrás y vi que el centinela seguía en su puesto, debajo de la
ventana, agachándose apoyado en la balaustrada bajo el toldo de
bambú del tejado, que se había caído. Había resultado herido cuando
le cayó encima el tejado, y se estaba frotando el hombro con
precaución. Las cortinas se habían desgarrado con la explosión y
estaban enganchadas en el marco de la ventana abierta, pero los
cristales estaban intactos y el techo también.
Los desperfectos de la explosión se habían
producido probablemente en los pisos inferiores. Entonces oí que se
acercaba el segundo avión y volví a meterme debajo de la
alfombra.
El primer bombardeo había rozado la Casa del
Aire, y había sido una suerte que el piloto no tuviera más bombas.
Era demasiado certero. La próxima vez acertaría de pleno. El
segundo ataque fue más amplio y fue barriendo a lo largo de la
calle corriendo paralelo a nuestro lado de la plaza. Hizo mucho
ruido y unas cuantas ventanas más saltaron en la parte de atrás del
edificio, pero por lo que se refería a nosotros, eso fue todo. El
tercer avión fue el que causó más desperfectos en el sexto piso. La
mayoría de las bombas cayeron en la plaza, pero una de ellas
alcanzó el pórtico del Ministerio de Salud Pública. Sin embargo, no
lo supimos hasta más tarde. En aquel momento nos pareció que había
sido un ataque directo a nuestro propio edificio. No era una bomba
muy grande pero estalló a nivel del segundo piso y la mayoría de la
explosión llegó hasta nosotros. El suelo se levantó. Algo me golpeó
fuertemente en la espalda. Se oyó un rumor bajo y tenue y después,
silencio. Me di cuenta de que sentía como un silbido penetrante en
los oídos.
Tenía el brazo echado sobre los hombros de
Rosalie y noté que se quería levantar. Iba a echar hacia atrás la
alfombra y descubrí que había algo pesado presionando encima de
nosotros. Eso me hizo temblar. Intenté arrodillarme y luché por
salir de debajo de la alfombra. De repente, noté que me asfixiaba y
entonces empecé a toser, pues estaba respirando en una nube de
polvo de yeso. Todavía no podía oír bien, pero ya sabía lo que me
había golpeado en la espalda. Era un gran trozo del techo.
Tiré de la alfombra para destapar a Rosalie
y la ayudé a levantarse. Estaba blanca de polvo y tosía
desesperadamente. La llevé hasta el lecho, quité un trozo de
escayola que había encima y la hice sentarse. Todavía me dolían los
oídos, pero los tímpanos volvían a funcionarme. Podía oír toses y
gritos roncos en la habitación de al lado. A través de la nube de
polvo, vi que la ventana había saltado y la cortina colgaba hecha
jirones. Empecé a toser otra vez y en ese momento oí que los
aviones volvían. Uno de ellos abrió fuego con sus ametralladoras y
rugió sobre nuestras cabezas.
No creo que Rosalie llegara a oírlo
siquiera, en todo caso estaba demasiado aturdida para reaccionar
ante el ruido. No hice nada. Supuse que, al ver que su objetivo aún
seguía en pie, intentarían destruir las antenas de la radio. Sin
embargo, no tenían municiones que pudieran atravesar el cemento
reforzado del tejado que teníamos sobre nuestras cabezas y como ya
se había derrumbado gran parte del techo y las ventanas habían
saltado, ya no podrían hacernos más daño.
Hicieron seis pasadas en total. Por lo que
yo pude oír, sólo consiguieron tocar el tejado dos veces. No hacían
su trabajo demasiado bien. Luego, por fin, después de volar en
círculo un par de veces para contemplar el resultado de su hazaña,
se alejaron volando.
Él yeso había comenzado a posarse. Le di a
Rosalie una toalla para que se limpiara la cara y luego me acerqué
a la ventana.
Lo primero que vi, tirada en la terraza
entre los cristales rotos, fue la ametralladora del centinela.
Observé a través de la cortina rasgada tratando de ver a su
dueño.
Estaba sentado en el cemento con la cabeza
colgando entre las rodillas, y la sangre le brotaba de una profunda
herida que tenía en el cuello. Le llamé con decisión. Levantó
ligeramente la cabeza y después volvió a inclinarla hacia un
lado.
Cogí una sábana de mi cama, revolví en mi
maleta hasta que encontré una cuchilla de afeitar y me acerqué a
él.
Algo le había golpeado en la cabeza,
dejándole casi sin sentido. Le salía sangre por encima del oído
derecho. Probablemente la explosión le había lanzado contra la
balustrada. El corte del cuello, sin embargo, se lo había hecho
cuando saltaron las ventanas. Tenía todavía un trozo de cristal
clavado en la herida. Había que hacer algo. Corté la sábana a
través del dobladillo con la cuchilla y luego rasgué la tela en
tiras. Con una hice una compresa. Lo más suavemente que pude, saqué
el cristal de la herida; sangró con más fuerza, pero no demasiado.
Coloqué la compresa sobre la herida y empecé a vendarle. No dijo
una sola palabra y apenas se movió. Una vez, cuando ya le había
quitado el cristal, abrió los ojos y me miró, pero ya no estaba
interesado realmente en lo que le estaba pasando.
Oí pasos que caminaban sobre los cristales,
rompiéndolos, detrás de mí y me volví.
El oficial de las piernas torcidas se abría
paso por la terraza hacia mí. Estaba cubierto de arriba abajo de
polvo y le goteaba sangre por la frente.
—Han ordenado que se quede dentro
—dijo.
Seguí con el vendaje. Entró en la sala y
llamó a dos hombres. Salieron corriendo y les dijo que cuidaran del
centinela. Permanecieron junto a mí mientras acababa de atar el
vendaje, pero no hicieron nada por detenerme.
Cuando terminé, le levantaron y le ayudaron
a meterse dentro. El oficial cogió el fusil.
—Tiene una herida en la cabeza —dije—,
deberían prestarle atención médica.
—Entre —puso el fusil a mi altura, pero sin
mucha convicción. Era un estúpido, y el hecho de que yo ayudara al
centinela le había dejado desconcertado. Decidí aprovecharme de
este hecho.
—¿Se puede ir todavía al cuarto de baño?
—pregunté.
Vaciló y luego asintió.
Entré en el dormitorio y le dije a Rosalie
que podía ir a lavarse y quitarse el polvo. Estaba todavía
atontada, pero la perspectiva de darse un baño le hizo sentirse
mejor. Cuando se dirigía a la terraza vi que el oficial de las
piernas torcidas había apostado otro centinela. El polvo me había
producido una sed inaguantable. Mientras el oficial estaba todavía
allí, le pedí una botella de agua y algo de fruta. Hizo como que no
se daba cuenta, pero unos minutos después, mientras yo estaba
intentando ordenar un poco la habitación, el centinela apareció en
la ventana y puso en el suelo una botella de agua y un cacharro
lleno de fruta a su lado.
Se lo agradecí. Sonrió y se encogió de
hombros, haciendo un gesto como si le cortara a alguien la yugular,
y con otra sonrisa, señaló hacia mí. Le devolví la sonrisa y volvió
a hacer otra vez la misma pantomima. Entonces, se explicó
verbalmente.
—Si le cortan a un hombre la garganta, no
puede comer y la comida se le cae.
Vaya un tipo gracioso. Sonreí hasta que me
dolieron las mandíbulas.
Cuando volvió Rosalie se quedó impresionada.
El hecho de que hubieran reconsiderado mi petición significaba,
según ella, que estaban avergonzados de su conducta anterior, lo
que a su vez quería decir que no nos odiaban demasiado. No le dije
que yo lo había vuelto a pedir y por eso nos habían dado el agua y
la fruta. Tampoco le conté la broma del nuevo centinela.
Nos comimos la mitad de la fruta y nos
bebimos un tercio del agua. Todavía estaba sucio de yeso. Cuando
retiraron el resto de la fruta y el agua para ponerlos a enfriar en
la nevera, obtuve permiso para ir al cuarto de baño y lavarme.
Entonces descubrí que la cisterna ya no funcionaba. En aquel
momento eso carecía de importancia. El aguamanil holandés estaba
lleno y había una reserva de agua en el aljibe del tejado, pero
observé que no entraba más agua.
Cuando salí del baño, al pasar por la
terraza, me sorprendió ver a Rosalie en la ventana hablando con el
centinela. Cuando me oyó volver sonrió y se retiró.
Los ojos de Rosalie brillaban de
excitación.
—¿Por qué no me dijiste que habías ayudado
al hombre que estaba herido?
—me dijo cuando regresé a la
habitación.
—No me pareció que fuera importante.
—Ha causado una impresión estupenda. Ese
hombre es amigo tuyo. Me ha dicho que luego nos traerá más
fruta.
—¿Quieres decir que finalmente han decidido
no matarnos?
—¡Oh, no! Pero ya no nos odian tanto.
—Eso ya es algo, supongo.
—Me ha dicho que están instalando
ametralladoras a ambos lados del tejado, por si hay otro ataque
aéreo, y también que el ejército de Nasjah está avanzando en
dirección a Meja.
—¿Cómo puede saberlo..., me refiero a eso
del ejército?
—Oyó a uno de los oficiales cuando hablaba
por teléfono. Es curioso —añadió pensativa—. Antes ese hombre no se
había molestado ni siquiera en mirarnos, excepto para pensar cómo
se sentiría matándonos. Ahora, como has vendado a su amigo, es
diferente. Habla con nosotros y nos trae fruta.
—Eso ha sido por el bombardeo y porque está
cubierto de polvo, como nosotros. No está acostumbrado a los
bombardeos. Está asustado y ahora, como no ha muerto, se siente
generoso y amigable y tiene ganas de hablar. Esto no tiene nada que
ver con que haya vendado a su amigo. Siempre pasa lo mismo. Además,
tú eres una mujer. Eso también es diferente.
Se quedó pensando unos minutos y
asintió.
—Sí, lo comprendo, es igual que lo que sentí
anoche cuando los hombres con los parangs
no nos mataron. Quería acostarme contigo en seguida. Si no hubiera
sido porque los fusiles empezaron a disparar y me asustaron de otra
forma...
La besé y sonrió.
—¿Era así en la guerra? —me preguntó—.
Cuando tenías mucho miedo de que te mataran o te hirieran y luego
no lo hacían, ¿te entraban después ganas de estar con una
mujer?
—Bueno, no había mucho que temer en el
edificio del aeropuerto, y cuando estábamos en el desierto no había
ninguna mujer para desearla.
—¿Hubieras deseado tener alguna?
—insistió.
—¡Oh, sí! No hay nada que te impida
desearlo.
—Ahora estás hablando en broma. Creo que es
muy bueno que la gente se sienta así.
—Esto tiene una explicación puramente
biológica.
—¿Es biología el que yo esté aquí
contigo?
—Bueno, no exactamente.
—No, es porque es bueno para el hombre y la
mujer sentir placer juntos. Si se agradan mutuamente, claro
está...
—Y si no están amenazados por unos hombres
con parangs y bombardeados y espiados por
los centinelas.
Me miró extrañada, pero no volvió la
cabeza.
—¿Nos está mirando ahora?
—Con gran interés.
Sin mirar una sola vez en dirección al
soldado, se dirigió a la ventana y miró la cortina rasgada.
—Si pudieras bajarlas —dijo—. Uniría los
trozos con alfileres. Entonces podríamos ponerlas otra vez como
quisiéramos.
Si lo hacemos ahora pensará que es por el
sol. Si esperamos a que el sol se quite, sabrá que no queremos que
nos vea y se ofenderá.
—Está bien.
En cualquier caso era una buena idea. El
centinela había conseguido colocar otra vez el tejadillo de bambú
en su sitio. Pero la explosión y los cascotes lo habían roto por
algunos puntos y el sol pasaba a través de los agujeros, colándose
en la habitación. El más ligero movimiento hacía que el polvo se
levantara otra vez, y tan sólo el verlo arremolinánose a la luz de
los rayos del sol me daba sed.
Hice grandes gestos expresivos intentando
protegerme los ojos de la claridad cuando desenganché las cortinas.
El centinela estaba agachado en uno de los espacios de sombra
mirando indolentemente, mientras Rosalie, con unos pocos alfileres
y una aguja e hilo, que tenía en la maleta, unía los trozos de la
cortina. Cuando volví a colgarla pude tapar casi todo el hueco de
la ventana.
Desde que se produjo el ataque aéreo, el
teléfono de la habitación contigua no había dejado de sonar, pero
los que habían hablado sólo eran los oficiales jóvenes. Había
llegado a la conclusión de que Sanusi, Roda y Suparto habían
abandonado temporalmente el sexto piso para ir a un puesto de mando
que fuera menos expuesto. Cuando, al terminar de colgar las
cortinas, escuché pasos que se acercaban haciendo crujir los
cascotes del suelo de la terraza, supuse que era el oficial de las
piernas torcidas que iba al cuarto de baño. Los pasos cesaron,
retiraron las cortinas y apareció el comandante Suparto en la
habitación.
—¿No son estas reparaciones una pérdida de
tiempo, señor Fraser?
—No creo.
En su uniforme no había indicios de polvo,
por lo que supuse que había estado en el pasillo cuando se cayó el
techo del apartamento.
—Puede que los aviones regresen
pronto.
—Tendrían que lanzar un ataque directo para
hacer más daño. Y tengo entendido que ustedes están colocando
ametralladoras en el tejado. Si no consiguieron destruir el
edificio antes, no creo que lo logren ahora cuando estén a merced
del fuego.
—Espero que esté en lo cierto, señor Fraser.
Ahora, siento molestarle, pero debe venir conmigo.
El nudo que tenía en el estómago se me hizo
más grande.
—¿A dónde?
—Ya lo verá.
—¿Los dos?
—Sólo usted.
—¿Volveré aquí?
—No voy a llevarlo a que lo ejecuten, si es
lo que insinúa. Si se comporta inteligentemente es posible que le
manden otra vez aquí. Ahora, por favor, sígame.
Rosalie no se había movido. No podía hacer
nada para tranquilizarla. Le apreté el brazo y seguí a Suparto a la
terraza. El volvió a entrar en el salón.
El centinela se me quedó mirando
estúpidamente cuando pasé a su lado pisando los cascotes.
El salón estaba hecho una pena. No habían
intentado limpiar los cascotes. Dos cuadros estaban tirados por el
suelo. Algunas sillas habían desaparecido. Vi tres oficiales. Uno
de ellos estaba al teléfono. Suparto se detuvo y se dirigió al
oficial de las piernas torcidas.
—Nadie debe entrar en la habitación de al
lado a menos que esté dentro el inglés. ¿Lo han entendido?
—Sí, tuan.
Me miró con curiosidad.
Suparto me hizo señas con la cabeza.
Salí con él al pasillo, pasamos junto a un
centinela y luego bajamos las escaleras hasta el piso de abajo.
Había otros dos centinelas de guardia junto a las puertas
giratorias. Al acercarse Suparto se retiraron para dejarle
pasar.
El techo también había cedido en el corredor
que había más allá. Algunas de las puertas de las oficinas que
daban a ese pasillo habían sido lanzadas contra las paredes. Justo
pasado el descansillo de la escalera principal, había un grupo de
oficiales de pie, junto a la puerta de un despacho, oyendo a un
capitán que estaba leyendo las órdenes para que requisaran el
arroz. Dejaron pasar a Suparto y le siguieron a un despacho, donde
había un hombre sentado llenando de proyectiles el cargador de unas
ametralladoras, junto a una puerta con un cartel indicativo que
decía: CONTROLADOR TECNICO. Suparto llamó a la puerta y
entró.
Dentro de la habitación había tres hombres:
Sanusi, Roda y un hombre en traje de paisano al que reconocí como
el director de un periódico de Selampang subvencionado por el
gobierno de Nasjah. Le había conocido cuando visitó Tangga con un
grupo de periodistas, pero si se acordaba de mí ahora no le
interesaba demostrarlo, ya que no me dirigió más que una mirada
indiferente. Sanusi y Roda estaban leyendo la copia de una
declaración impresa extendida sobre la mesa. Suparto y yo nos
quedamos junto a la puerta, esperando. Cuando terminaron de leer,
estuvieron discutiendo en voz baja entre ellos tres, y después el
periodista se llevó la declaración. Sanusi me miró.
—El señor Fraser, Boeng.
Suparto me indicó que me aproximara.
Fui hasta la mesa. Sanusi me examinó de
arriba abajo mientras me acercaba, pero fue el coronel Roda, que
estaba sentado a mi lado de la mesa, el que habló.
—¿Es usted ingeniero?
—Sí.
—¿Del valle de Tangga?
—He trabajado allí como ingeniero consultor
durante los últimos tres años.
—Entonces es usted una persona muy preparada
y con experiencia, ¿no?
No le entendí bien la primera vez. Hablaba
un inglés con acento holandés, pero era su deseo de mostrarse
autoritario lo que dificultaba la comprensión. Tenía unos labios
gruesos y carnosos, y articulaba rápidamente las palabras como si
tuviera la boca llena de piedras.
—¿Cómo dice, coronel?
Me repitió la pregunta en voz alta y
articulando las palabras aún más rápidamente, pero esta vez entendí
lo que quería decirme.
—Sí, estoy preparado profesionalmente.
—Entonces considérese a las órdenes del
gobierno de Liberación Nacional. El hecho de demorarlas o llevarlas
a cabo con negligencia será castigado de inmediato con la muerte.
Comandante Suparto...
—Un momento, coronel —exclamó Sanusi.
El coronel Roda dejó de hablar
inmediatamente, con los ojos hundidos, alertas y respetuosos, en su
nido de grasa.
Sanusi me observó en silencio durante varios
segundos, después sonrió amablemente.
—El señor Fraser es europeo —dijo—, y los
europeos esperan que les paguen bien por prestar sus servicios a
los nativos. Debemos fijar un buen precio.
Roda se rió brevemente.
—¿Le pagaban bien en Tangga, señor
Fraser?
—Sí, general.
—¿Y, sin embargo, desea abandonarnos?
—A veces un hombre debe regresar a su propio
país.
—¿Pero cuál es el país propio de cada uno,
señor Fraser? ¿Cómo puede reconocerlo? —continuó sonriendo—. Cuando
yo era niño, aquí en Sonda, y jugaba con mi familia en el campo, no
conocía mi país. Si estábamos cerca de una carretera y pasaba un
holandés o un europeo, mi padre y mi madre tenían que volverse e
inclinarse respetuosamente ante él. Nosotros, los niños, también.
Era la ley holandesa y, por lo tanto, el país era holandés. ¿Está
casado, señor Fraser?
—No, general.
—La mujer que estaba con usted, ¿es
cristiana?
—No lo sé, general.
—Hay tres iglesias cristianas muy bonitas en
Selampang. ¿Lo sabía?
—Sí, lo sabía.
—Y también son muy bonitos los lugares de
adoración budista y brahmánico. ¿Los ha visto?
—Sí.
—Dígame, ¿dónde están las mezquitas?
Vacilé, Roda se echó a reír otra vez.
—Yo se lo diré —continuó Sanusi—. Una está
junto al mercado de ganado y la otra al lado del recinto de la
feria china. Son pequeñas y están derruidas y sucias. Son un
insulto para el Señor.
Probablemente tenía razón. Pero no entendía
lo que eso tenía que ver conmigo.
—Y, sin embargo, el presidente Nasjah lleva
el casquete —se tocó el suyo significativamente—. Y también lo
llevan los miembros de su gobierno. ¿A qué mezquita van a rezar? ¿A
la que está junto al mercado de ganado o a la de la feria china? ¿O
hacen sus oraciones en los lavabos del palacio presidencial?
Yo permanecía allí, inmóvil.
—Dijeron que habían ganado su independencia
a los holandeses como nación —continuó—. Mienten, fueron las
fuerzas japonesas las que destruyeron a los holandeses y las que
circunstancialmente nos dieron la independencia. Pero las manos de
Nasjah y sus secuaces estaban allí para recibirla, y por eso la
gente cree que son grandes hombres. La gente es leal, pero está mal
aconsejada. No tenemos grandes hombres. Con los holandeses no se
permitía a ningún sundanés llegar en la administración pública más
arriba de secretario de tercer grado. Así pues, ahora tenemos una
administración dirigida por secretarios de tercer grado y un
gobierno de ladrones y de actores mediocres. Estamos corrompidos, y
sólo la disciplina puede salvarnos de las consecuencias que esto
puede traer. Para usted, para cualquier europeo, esto es
ciertamente evidente. Pero no vendrá de fuera. No vendrá de China
ni de América. Vendrá de lo que ya está en nosotros: nuestra fe en
el Islam. Puede estar seguro de eso. Mientras tanto, necesitamos
ayuda. El que debamos pedir ayuda a los europeos y a los infieles
es humillante para nosotros, pero no somos orgullosos.
Hizo una pausa. Parecía que esperaban que yo
hiciera algún comentario.
—¿Qué es lo que desea que yo haga,
general?
—Un servicio insignificante. El comandante
Suparto se lo explicará.
—Una de las bombas que cayó en la plaza,
justamente fuera, destruyó la conducción principal de agua —explicó
Suparto con naturalidad—. El sótano inferior del edificio se ha
inundado y el generador que abastece de energía el transmisor de
radio se ha estropeado. Es necesario que sea reparado
inmediatamente.
—Pero yo no entiendo nada de
generadores.
—Usted es ingeniero —soltó el coronel
Roda.
—Pero no un ingeniero en electrónica,
coronel.
—¿Es usted técnico? Tiene un título
universitario. ¿Y es que no hay generadores en Tangga?
—Sí, pero...
Sanusi levantó la mano.
—El señor Fraser es un técnico y también un
hombre de recursos. Eso es suficiente. Nos prestará sus habilidades
si le ofrecemos el argumento adecuado, ¿verdad, señor Fraser?
—No es cuestión de argumentos,
general.
—¡Ah! Sí que lo es —su sonrisa desapareció—.
Esa mujer, Van der Linden, cuya religión usted ignora, ¿le
gusta?
—Sí, me gusta.
—Su presencia para nosotros resulta
ofensiva. Tal vez si usted hace lo que le pedimos, nos convencerá
para que la toleremos.
—He intentado explicarle, general, que no es
cuestión de que yo quiera ayudar o no. Es que, sencillamente,
ocurre que yo no tengo el conocimiento apropiado. Debe de haber
alguien en esta ciudad mejor preparado para ayudarles que yo.
—Viniendo de Tangga, debe saber más que eso,
señor Fraser. Obviamente, si aquí hubiera un técnico más preparado
para arreglar la avería, le hubiéramos avisado. Pero no hay ninguno
a mano, y hay que empezar a trabajar en seguida. Debe ser
ingenioso. Y adquirir el conocimiento.
—Con el debido respeto, general, no sabe lo
que está diciendo.
Roda se levantó bruscamente, profiriendo una
desagradable exclamación, pero no le hice caso.
—Veré lo que puedo hacer para ayudar. Pero,
por Dios, dejen en paz a la señorita Linden.
Sanusi me contempló un momento, después se
encogió de hombros.
—Ciertamente si lo desea. ¿Qué es lo que
quiere a cambio?
No entendí de inmediato lo que pretendía,
pero Suparto, que estaba detrás de mí, habló rápidamente.
—El señor Fraser no quiere decir eso,
Boeng. Si lo hace bien, espera que sea
tolerada la presencia de la mujer, como usted sugirió.
—¡Ah, bueno! —Sanusi miró a Roda—. Por un
momento, coronel, temía que lo que le pasara a esa mujer no le
interesaba a nuestro ingeniero.
Roda chascó los dedos. Había captado la
ironía.
Sanusi me miró.
—¿Nos entendemos mutuamente?
—Sí, general.
—Entonces no hay más que hablar —inclinó la
cabeza como despedida—. El Señor le acompañe.
Me fui.